La Chica Y El Elefante De Hannibal
Charley Brindley
Una joven que se ahoga es sacada de un río por un elefante. Esto es cerca del campamento de Hannibal en el 218 A.C. En el 218 A.C., Hannibal llevó a su ejército, junto con 27 elefantes, a los Alpes para atacar a los romanos. Once años antes de este evento histórico, en las orillas de un río cerca de Cartago, en el norte de África, uno de sus elefantes sacó a una niña ahogada de las aguas turbulentas. Así comenzó el épico viaje de Liada con el elefante conocido como Obolus.
La niña del elefante de Hannibal
Libro Uno
Tin Tin Ban Sunia
Escrito por
Charley Brindley
charleybrindley@yahoo.com
www.charleybrindley.com
Editado por
Karen Boston
https://bit.ly/2rJDq3f
Portada y contraportada
© 2019 por Charley Brindley. Todos los derechos reservados
Traducido al español por
Arturo Juan Rodríguez Sevilla
Publicado por Andalusia Publishing
andalusiapublishing.com
© 2019 Charley Brindley. Todos los derechos reservados
ISBN-13: 978-1479334650
ISBN-10: 1479334650
Impreso en Estados Unidos.
Primera edición: marzo de 2019
Este libro está dedicado a
Brittney y Autumn Davis
Otros libros de Charley Brindley:
1. El pozo de Oxana
2. La última misión del Séptimo de Caballería
3. Raji. Libro uno: Octavia Pompeii
4. Raji. Libro dos: La academia
5. Raji. Libro tres: Dire Kawa
6. Raji. Libro cuatro: La casa del viento del Oeste
7. Cian
8. Ariion XXIII
9. El último asiento en el Hindenburg
10. Dragonfly vs Monarch. Libro uno
11. Dragonfly vs Monarch. Libro dos
12. El mar de la tranquilidad 2.0. Libro uno: Exploración
13. El mar de la tranquilidad 2.0 Libro dos: Invasión
14. El mar de la tranquilidad 2.0 Libro tres: Las víboras de la arena
15. El mar de la tranquilidad 2.0 Libro cuatro: La república
16. La niña del elefante de Hannibal. Libro dos: Viaje a Iberia
17. El cayado de Dios. Libro uno: Al borde del desastre
18. El cayado de Dios. Libro dos: Mar de lamentos
19. No resucitar
20. Enrique IX
21. La incubadora de Qubit
Próximamente:
22. Libélula contra Monarca: Libro tres
23. El viaje a Valdacia
24. Las aguas tranquilas son profundas
25. Sra. Maquiavelo
26. Arión XXIX
27. La última misión del Séptimo de Caballería. Libro dos
28. La niña del elefante de Hannibal. Libro Tres
Vea el final de este libro para más detalles sobre los otros libros
Contenidos
Capítulo Uno (#ulink_709d06cd-740e-5bc1-bf04-3d0a1190167a)
Capítulo Dos (#ulink_6dce3274-bac2-5917-b515-21c8c790fd45)
Capítulo Tres (#ulink_945fab8c-5d5d-53ab-955a-3cbfcf8f3dfe)
Capítulo Cuatro (#ulink_df40ce8f-c150-541c-b1b5-337497d1362a)
Capítulo Cinco (#ulink_fa09bac9-802a-5042-8bfd-2e5521e2af74)
Capítulo Seis (#ulink_c7703cc7-5d60-5e90-b01c-5ffa6c67b60c)
Capítulo Siete (#ulink_5ea132f2-5416-5c7a-aa80-0007060eb5b1)
Capítulo Ocho (#ulink_b4100ca1-7cc1-5717-9e6a-e04f331d2c4f)
Capítulo Nueve (#ulink_0307a9fd-8667-5da6-bcc9-1bb5183805d3)
Capítulo Diez (#ulink_db45ab09-9d9d-59fe-bb86-c2885d386f0f)
Capítulo Once (#ulink_6dbf13d9-a6b2-5e51-aaa5-e59c4804c2e9)
Capítulo Doce (#ulink_a7bdca4d-477f-59f2-a52d-9ac2e78489b9)
Capítulo Trece (#ulink_7095272e-6cdf-5563-8a0c-8164c7163207)
Capítulo Catorce (#ulink_2c9fca7d-234c-589a-93f2-fb441aeffb06)
Capítulo Quince (#ulink_8d001359-3c43-5001-8cf4-c7faa6513200)
Capítulo Dieciséis (#ulink_cdacfe85-00f3-50ef-9cf2-3524f68cc8d2)
Capítulo Diecisiete (#ulink_bcfee2ef-6f62-5e24-a6c1-1d86947af76a)
Capítulo Dieciocho (#ulink_63383479-8ea0-5f4e-b6fb-e84fe7f6f696)
Capítulo Diecinueve (#ulink_a66cc705-9e88-56d6-9a87-098d167bc73d)
Capítulo Veinte (#ulink_687a4192-ba18-5705-8e91-2adec2716c62)
Capítulo Veintiuno (#ulink_6a2d34b0-3d25-55d0-b821-fd2389bcc3db)
Capítulo Veintidós (#ulink_556f88f4-489e-572f-8ac3-13a5638654d7)
Capítulo Veintitrés (#ulink_e2fc3486-5073-551d-87e9-0130e5356310)
Capítulo Veinticuatro (#ulink_50fdf874-4abc-54a1-96d7-5173b61851dc)
Capítulo Veinticinco (#ulink_3dacbbf9-124b-5cbb-ba14-d609e3aa5a32)
Capítulo Veintiséis (#ulink_400f3d6a-6157-5285-9c10-1962e65f78ce)
Capítulo Veintisiete (#ulink_fe0cc8f6-569f-553e-954e-84edd09788e8)
Capítulo Veintiocho (#ulink_dfed510f-4413-512b-a783-ef56422ead05)
Capítulo Veintinueve (#ulink_677b91aa-29ed-5c8b-b8b4-36063c490a7a)
Capítulo Treinta (#ulink_1a21ec47-6219-5959-8068-369b00e880b2)
Capítulo Treinta y Uno (#ulink_aab54fc2-05ac-5666-924f-af570c9f2889)
Capítulo Treinta y Dos (#ulink_0012d6c7-883a-5259-a34e-6b42fdffca36)
Capítulo Treinta y Cuatro (#ulink_d34b7384-1495-54e3-91c6-bac2b642a2ba)
Capítulo Treinta y Cinco (#ulink_844e1c0a-d0af-50c3-a3dc-36993db19201)
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Capítulo Uno
Sobre un árbol muerto fui a la deriva por las oscuras aguas, en aquella noche tranquila, esforzándome por escuchar el menor sonido. Pero el silencio me envolvía como un manto grueso y húmedo.
¿Por qué estoy en el río? ¿Solo me han tirado a mí?
El río se movía como una serpiente despierta. Me puse un mechón de pelo mojado detrás de la oreja y miré a mi alrededor en la acechante oscuridad.
Un sonido como de trueno distante se convirtió en un murmullo.
¿Qué es ese ruido?
El tronco al que me había subido durante la noche giraba a cámara lenta, flotando hacia la orilla fangosa. Pensé que finalmente escaparía del agua helada, pero entonces el río descendía y se aceleraba, arrastrándome hacia la rápida corriente. Lo que vi en la tenue luz del amanecer me aterrorizó.
—¡Rápidos! —Grité.
Los enormes peñascos se alzaban como brillantes dientes negros. Me tiré del tronco, intentando escapar, pero el furioso río parecía decidido a engullirme.
Una enorme roca sobresalía frente a mí. Grité, tratando de agarrarme a cualquier cosa para salvarme. Me retorcí, pero mi cabeza se golpeó contra la piedra, enviando destellos de dolor por todo mi cráneo.
Cuando abrí los ojos, otro tronco me inmovilizaba contra la roca. Algo verde y viscoso cubría la corteza podrida, y dos ramas puntiagudas sobresalían como huesos rotos de un brazo. Mientras me esforzaba por apartarlo, un dolor agudo me salió de la cabeza hacia los hombros.
La corriente atronadora me tiraba de las piernas y me arrastró a los rápidos. Intenté agarrarme al tronco pero no lo conseguí.
Me estrellé contra las rocas y me hundí bajo el agua blanca espumosa hasta que caí en una piscina profunda.
Cuando salí a la superficie, luchando por respirar, el tronco viscoso apareció a mi lado. Me agarré a él, dejando que el remolino me arrastrara en lentos círculos.
Cada movimiento me causaba un dolor insoportable desde la parte posterior de la cabeza hasta la sien. Mientras me sujetaba con una mano y flotaba en el agua, las nubes y los árboles giraban bajo el sol de la mañana.
Los pájaros trinaban en las palmeras, y una suave brisa traía el olor terroso de la tierra firme y plantas en flor.
¿Por qué estoy en el río?
Me dolía la cabeza cuando intentaba concentrarme. Todo lo que recordaba eran dos hombres lanzándome desde un puente.
¿Qué les ha pasado a las demás?
Agotada por la lucha contra el río, me quedé sin energía. La voluntad de continuar… tampoco estaba. Así que respiré hondo y me solté. Mientras me hundía en las frías profundidades, sentí alivio mientras el mundo giraba en espiral y desaparecía en la oscuridad.
De repente, algo que se movía en el agua me sobresaltó. Algo me agarró por la cintura. Traté de soltarme y luché, pensando que una serpiente de agua me atrapaba. La serpiente me levantó por encima de la superficie. Intenté gritar pero solo pude toser y atragantarme con el agua que había tragado.
La serpiente me apretó más, tratando de estrujarme. Me resistí, pero era demasiado fuerte. Me levantó hasta que acabé mirando fijamente un gran ojo rodeado de piel gris arrugada. Asustada por esa imagen terrorífica, no pude hacer más que temblar ante el apretón de semejante criatura.
La bestia parpadeó y, agarrándome del vientre húmedo, me alejó un poco. Dos largos cuernos salían de su boca y se curvaban a ambos lados.
Empujé con todas mis fuerzas.
—¡Suéltame!
Mi chillido sorprendió a una bandada de golondrinas de las palmeras. Sus alas batieron el aire provocando un alboroto sordo.
El ruido debió asustar al animal, porque me soltó y barritó tan fuerte que me sacudió las entrañas. En el momento en que me soltó, me agarré a lo que no era una serpiente, sino una larga trompa retorcida. La rodeé con los brazos, sujetándome con fuerza. No quería que el monstruo me comiera, pero tampoco quería caer sobre uno de esos cuernos.
Grité mientras la bestia barritaba, chapoteando y zarandeándose hacia la orilla del río, tratando de sacudirme. Me agarré fuerte cuando levantó la trompa hacia el cielo, bramando como si algo le hubiera pegado un mordisco.
Puede ser que, presa del pánico, le mordiera la trompa, pero era imposible haberle causado tanto dolor como para justificar esa reacción. La criatura tropezó con la arena y cayó sobre la maleza hasta estamparse de culo contra un enorme algarrobo. El árbol se tambaleó hasta las ramas más altas, temblando tan fuerte que una gran parte del tronco muerto se soltó y cayó, golpeando la cabeza del animal.
Se revolvió. Cerró los ojos y entonces se derrumbó, cayendo al suelo en medio de una nube de polvo, hojas y ramas. Su cabeza golpeó una roca, y su trompa, enroscada en mi mano, quedó apoyada en la parte superior de su enorme cara.
Me senté, tratando de recuperar el aliento mientras me quitaba el pelo mojado de los ojos. Eché un vistazo a la figura inmóvil de aquella bestia gris.
¿Lo he matado?
Unas risas sonaron a mi espalda, y me volví para ver a seis soldados. Llevaban gruesas corazas de cuero talladas con escenas de batalla, junto con protectores de metal ornamentado en las muñecas y espinillas.
—¿Habéis visto alguna vez algo así?
Un hombre de barba roja me señaló con su dedo torcido. Llevaba un casco brillante, con pelo largo de animal que sobresalía de la parte superior y caía recto por la espalda. Cada uno llevaba una lanza y una espada en su cinturón.
Otro soldado arrojó su escudo a la arena, riendo tan fuerte que apenas podía hablar.
—¡Obolus, el poderoso elefante de guerra, derribado por una chiquilla! —Le dio una palmada en el hombro a su compañero—. Y una media niña debilucha, además. Dudo que tenga doce veranos siquiera.
Anchas tiras de cuero con adornos plateados colgaban de los cinturones de los soldados, formando faldas protectoras sobre sus túnicas cortas.
—El bravo Obolus —dijo el primer hombre—, tan valiente en la batalla que pisotea a cien hombres de una vez, pero una niña terrible le agarra la trompa y se muere de miedo.
Esto provocó más risas.
Quería huir, pero me rodearon.
—¡Esta noche nos damos un banquete! —gritó un hombre corpulento con el pelo negro y grasiento. Colocó su casco en la punta de su lanza y lo agitó en el aire—. De pata de bestia asada y guiso de orejas de elefante.
—Oh, sí. Dos orejas muy grandes —dijo el hombre de barba roja.
Sacó su daga e hizo un movimiento cortante por el aire. Los pocos dientes que le quedaban estaban amarillos y torcidos, y uno de ellos estaba roto, dejando un raigón puntiagudo. Sus ojos pequeños y brillantes y su nariz torcida le hacían parecer bizco.
Vino hacia mí, haciendo un gesto para que los demás lo siguieran. Una sensación de frío me recorrió la columna vertebral como una uña de hielo.
¿Qué me van a hacer?
Yo solo llevaba puesto un pequeño taparrabos, todavía mojado por el río.
¿Dónde estoy?
Cuando intenté concentrarme, un dolor me atravesó la cabeza. Mientras buscaba una forma de escapar, los hombres me rodearon, estrechando el círculo cada vez más.
—Esto podría ser un asunto muy serio —Barba Roja miró a sus amigos, aparentemente esperando asegurarse de que tenía su atención—. Recemos para que nuestra próxima batalla no sea contra una legión de chicas medio desnudas. —Los hombres se rieron—. Porque entonces, nuestros elefantes de guerra nos pisotearán hasta la muerte en la estampida para escapar de tan horrible combate.
Justo cuando agarró su cuchillo en modo de ataque, un hombre alto con un bastón atravesó el círculo de los hombres. El color de su túnica era un inusual rojo-violeta, y su turbante estaba adornado con un emblema dorado en el frente. Una daga enjoyada se balanceaba en su cinturón de cuero trenzado. Era mucho mayor que los soldados, pero su postura era recta y firme.
Los soldados permanecieron en silencio cuando él caminó delante de ellos. Dieron un par de pasos hacia atrás mientras observaban atentamente al hombre alto. Barba Roja enfundó el cuchillo en su vaina.
El viejo sacudió la cabeza y miró a la bestia y luego a mí.
—Un mal presagio —murmuró—. Eso es seguro. Muchos perecerán en sacrificio por esta señal de la diosa Tanit.
Los soldados susurraban entre ellos, y pude ver por su expresión que las palabras de aquel hombre tenían un gran peso.
Me aparté del animal y me alejé para observar su enorme cuerpo. Aun tumbado de lado, se elevaba por encima de mi cabeza.
Un «elefante»… ¿así lo llaman?
Una mano me tocó el hombro y me alejé de un salto. Cuando me volví, un joven que no había visto antes me extendió su capa. No era un soldado, así que pensé que debía haber llegado con el hombre del turbante. Tomé la capa y me la envolví, temblando de frío y de miedo a los soldados.
La capa me hizo entrar en calor, pero sentí mil dolores diferentes por todos los cortes y magulladuras. La espalda, la cabeza… todo me dolía, y el agotamiento me debilitaba las piernas.
El hombre del turbante levantó su cara al cielo y comenzó un canto de duelo. Los soldados rezaron, sujetando sus lanzas con los codos y juntando las manos delante de ellos. Mientras los demás murmuraban hacia el cielo, el soldado de barba roja bajó la cabeza para mirarme. Un animal hambriento no me habría asustado más.
—Vete ahora —susurró el joven.
Di un paso atrás, trastabillando mis pies y casi tropezando.
—¿Dónde? —pregunté.
A diferencia de los soldados, que tenían barbas frondosas, él estaba bien afeitado y hablaba con voz suave. Tenía los ojos marrones, de color almendrado y miel, con mirada receptiva. No llevaba arma ni armadura, pero tenía un fajín alrededor de la cintura de su túnica blanca. El fajín estaba hecho de la misma tela inusual que la túnica del hombre alto.
Me puso la mano en la espalda, apartándome de los soldados, guiándome hacia el borde del bosque.
—Corre por ese camino hacia el campamento y pregunta por una mujer llamada Yzebel. Ella te conseguirá algo de comer. Ve rápido antes de que venga Hannibal y vea a uno de sus elefantes tirado en el suelo.
A pesar del dolor, corrí por el camino que llevaba al bosque. Agradecí el calor de su capa y supe que debía agradecérselo. Estaba salpicada de verde frondoso y tonos de bronceado. Se extendía casi hasta el suelo, cubriéndome desde los hombros hasta los tobillos.
Me detuve y miré hacia atrás, pero el joven se había ido.
El gran bulto que tenía detrás de la cabeza me dolía más que nunca. Cuando lo toqué, el dolor se me disparó en la frente y en los ojos, y me mareé.
Si tan solo pudiera acostarme y dormir un poco.
Una zona de hierba, como una suave cama verde, se extendía bajo un roble cercano. Cuando di un paso hacia la hierba oí ruidos a lo lejos. Un perro ladraba y el sonido del metal resonaba en el bosque.
El campamento debe estar cerca.
Caminé hacia el ruido, demasiado cansada para correr más.
Cerca del camino, un chico recogía leña. Llevaba una túnica marrón y tenía su abundante melena atada con una cuerda de cuero. Me hizo una mueca de desprecio y me pregunté por qué. Uno de los palos se le cayó del brazo. Lo cogió del suelo y lo levantó sobre el hombro, como para arrojármelo. Mantuve los ojos en él y cogí una piedra dentada del tamaño de mi puño, levantándola en desafío. Después de sobrevivir al río, al elefante con sus largos cuernos, y a los aterradores soldados, no iba a ser intimidada por un niño. Era más alto que yo, pero yo tenía la piedra.
Balanceó su palo, golpeó un árbol cercano, y luego se dio la vuelta, llevando su carga de madera por el camino. Cuando se perdió de vista, seguí el mismo camino que él, con la piedra en la mano.
Cerca del final del sendero, una ligera brisa trajo el delicioso aroma de comida, haciendo que me dieran calambres en el estómago, vacío.
El sendero salía del bosque de pinos, rodeaba una gran tienda gris, y bajaba por una suave pendiente hacia el campamento principal. Muchas tiendas y cabañas de madera salpicaban una serie de colinas bajas, que se extendían por el paisaje como una pequeña ciudad.
Seguí el aroma de la comida hasta la tienda gris, donde una mujer estaba de pie junto al fuego al sol de la mañana. Cortaba las verduras y las echaba en una olla que hervía a fuego lento. Varias mesas con bancos de madera rodeaban el hogar.
Cogió un nabo y me echó un vistazo. Sus ojos de miel y almendra se concentraron en mí.
—¿De dónde sacaste esa capa?
Miré hacia abajo, arrastrando los pies por la tierra. No sabía qué decir.
La mujer vino hacia mí, con el cuchillo en la mano. Di un paso atrás.
—Esa es la capa de Tendao. ¿De dónde la has sacado?
Me enrollé más en la capa, y entonces recordé al joven.
—Me dijo que le pidiera a una mujer que me diera algo de comer. ¿Conoces a Yzebel?
—Soy Yzebel. ¿Por qué te pones la capa de Tendao y preguntas por mí?
Se acercó y agarró la capa. Miré el cuchillo en la mano de la mujer, y luego su cara. Tenía la mandíbula apretada, y su frente se arrugaba, deformando su hermoso rostro.
Mantuve la capa cerrada, pero Yzebel era demasiado fuerte para mí. La abrió de un tirón. El cambio repentino que vi en ella me sorprendió. Sus severos rasgos se transformaron tan completamente, que parecía que otra persona había ocupado su lugar. La irritación y la ira se suavizaron rápidamente en compasión y ternura.
—¡Gran Madre Elisa! —Yzebel miró fijamente mi cuerpo magullado—. ¿Qué te ha pasado?
Capítulo Dos
Yzebel llevaba un vestido de retazos de color amarillo y marrón desteñido, con un delantal andrajoso atado alrededor de su estrecha cintura. Tenía el pelo largo y oscuro atado en un complejo nudo de trenzas encima de la cabeza. No era vieja, ni siquiera en la mitad de su vida, pero lo que más me llamó la atención fue su rostro terso, de color canela cremoso, y sus rasgos suaves como la luz de la luna sobre la seda.
Eché un vistazo sobre mi cuerpo y vi los muchos cortes y moretones. Solo entonces me di cuenta del terrible estrago que acababa de pasar. Me dolía todo, especialmente la parte de atrás de la cabeza. Recordaba tener náuseas y calor, mucho calor, antes de que me tiraran al río. Pero más allá de eso, apenas podía recordar. La debilidad se apoderó de mí y me sentí frágil, como una rama rota en un viento frío. Sacudí la cabeza en respuesta a la pregunta de Yzebel.
—Estás muy delgada.
Yzebel cerró suavemente la capa y me rodeó con los brazos.
Si alguien me había abrazado antes, no lo recordaba. Solté mi piedra esperando que no la oyera caer al suelo.
—Tienes el pelo mojado. —Tomó un largo mechón, me lo alisó sobre el hombro, y luego me cogió la mano—. Ven aquí, al calor.
Yzebel me llevó a la chimenea, donde me senté apoyada en un tronco. El fuego calentó mi cuerpo dolorido, y el humo de los crepitantes nudos del pino me envolvió con un agradable y relajante olor. Miré fijamente al fuego, viendo las llamas serpentear y danzar. Me pareció el vaivén de la vida misma.
¿A dónde va el fuego cuando toda la madera se quema?
—¿Puedes comer contu luca con wuhasa? —preguntó.
—Sí.
Nunca había oído hablar de contu luca, pero podía lo que fuese.
Yzebel cogió un cuenco de barro y lo limpió con la esquina de su delantal. Usó una cuchara de madera para llenarlo con humeantes granos de sémola mezclados con trozos de carne. Una olla de arcilla reposaba en una piedra plana junto al hogar con una salsa roja espesa. Extendió una cucharada de la salsa sobre el cuenco.
Lo cogí y sumergí mis dedos en él. La comida estaba demasiado caliente, pero no podía esperar para llevármela a la boca. El delicioso sabor de la suave sémola de trigo y los sabrosos trozos de cordero calentaron mi espíritu, y la salsa wuhasa caliente tenía sabor picante. Tragué sin masticar y volví a meter la mano en el guiso. Antes de poder dar el segundo bocado, mi estómago vacío se rebeló contra la comida. Me mareé. Mi vientre se contrajo y rugió. Intenté poner el cuenco en la mesa, pero Yzebel alcanzó a agarrarlo antes de que se me cayera.
Me agarré el estómago y me tropecé con un lado de la tienda, donde vomité lo poco que había comido. Mi estómago continuó sonando y retorciéndose.
Las suaves palabras de consuelo de Yzebel y el paño húmedo en la nuca me ayudaron a sentirme mejor. Pronto, mi estómago se calmó y ella me dio la vuelta para lavarme la cara.
—¿Cuándo comiste por última vez?
Traté de pensar.
—Hoy no.
—Venga. Creo que deberías beber un poco de vino de pasas antes de meter comida en tu estómago vacío. Un poco de vino tiene efecto calmante, pero si tomas demasiado estarás borracha como el cuervo después de comer uvas fermentadas.
Sonreí, pensando en un cuervo borracho dando vueltas por el aire. Cuando levanté la vista, Yzebel me guiñó el ojo.
Me senté junto al fuego envuelta en la capa de Tendao y bebí el vino dulce que ella había aguado para mí.
—Toma solo un poco —dijo Yzebel—. Esperemos a ver si a tu estómago le disgusta el vino igual que la comida.
Asentí y dejé a un lado el tazón. Un calor ardiente me alivió la barriga, y parecía que el vino no volvería a subir. Cogí un cuchillo que estaba en una piedra y uno de los nabos de la cesta para pelarlo, como había hecho Yzebel antes. Me sonrió mientras cortaba zanahorias en la gran olla de arcilla. El guiso olía delicioso, pero no tenía intención de provocar a mi estómago por segunda vez.
—Creo que nunca he conocido a nadie tan tranquilo —dijo Yzebel—. ¿No tienes nada que decir?
Corté mi nabo en la olla, tratando de pensar. Mis pensamientos aún estaban nublados, y me dolía la cabeza más que nunca. Yzebel probablemente pensó que yo era imbécil o una tonta.
Finalmente, pregunté:
—¿Qué come un elefante?
La ceja levantada de Yzebel fue la única señal de que le pareció extraña la pregunta.
—¿El elefante? —dijo—. ¿Por qué? Se come todo lo que crece. Si tiene suficiente hambre, se comerá la copa entera de un árbol crecido. —Buscó otra zanahoria—. Un gran elefante de guerra puede comer un carro de melones o medio campo de trigo duro. A veces incluso un pajar entero.
—¿Pero se comería a una niña?
Yzebel se rio.
—No, no come carne de ningún tipo; solo cosas verdes y amarillas que crecen en la tierra. Nunca se comería a un niño. Bebe un poco más de vino, pero no demasiado rápido.
Hice lo que me dijo, y pronto tanto mi cabeza como mi estómago se sintieron mejor.
—Ahora —dijo Yzebel—, toma un poco del contu luca, pero mastica esta vez antes de tragar.
La comida era muy sabrosa y todavía estaba caliente. Solo le di un bocado y dejé el cuenco.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó Yzebel mientras buscaba una gran cebolla amarilla. Cortó el tallo y me miró.
Mis recuerdos llegaban hasta el momento en que esos hombres me arrojaron al río, pero igual que podía usar palabras para hablar con Yzebel, también sabía otras cosas. Como el vino de pasas. Reconocí el sabor y recordé cómo se hacía.
Algunos conocimientos regresaron a mi cabeza, poco a poco; sabía que las chicas enfermas eran desechadas junto con la cerámica rota y las cenizas del día, pero no recordaba haber tenido nunca un nombre.
Sacudí la cabeza.
La expresión de Yzebel se suavizó, y bajó la mirada. Tal vez la cebolla que había cortado en la olla era un poco más fuerte de lo normal. Miró alrededor de la chimenea como si buscara algo, y finalmente cogió una vieja cuchara de madera. Examinó una grieta en el mango durante un momento antes de hablar.
—¿No tienes un nombre?
Me limpié la mejilla con el dorso de los dedos.
—No.
—Bueno —dijo Yzebel—, vamos a encontrar un nombre para ti. Creo que es un gran honor cuando los dioses dejan que una chica elija su propio nombre. ¿No crees?
Quería estar de acuerdo y ya sabía qué nombre me gustaría tener, pero me mordí la lengua. Aunque no recordaba haber tenido nunca un nombre, era consciente de que los niños, especialmente las niñas, no debían dar su opinión.
¿Cómo sé eso?
Cada vez que intentaba recordar algo, mi memoria se disipaba como una paloma asustada entrando y saliendo de la neblina.
Yzebel me miraba, aparentemente esperando una respuesta, pero también mantenía su paciencia, como si supiera que yo luchaba con mis pensamientos.
No sabía qué decir.
Tal vez debería decirle a Yzebel el nombre que quiero para mí.
Mi estómago se sentía mejor, pero me dolía la cabeza. Cuando parpadeé, pequeños puntos negros se arremolinaron ante mis ojos, desaparecieron, y luego reaparecieron con el dolor. Sacudí la cabeza, tratando de aclarar mi visión.
—¿Te gustaría escuchar una historia mientras cocino? —preguntó Yzebel.
—Sí. —Alcancé mi cuenco de contu luca—. Por favor.
—Esta historia es sobre nuestra Diosa Madre, la Reina Elisa. Hace muchos, muchos veranos, incluso antes de la vida del abuelo de mi padre, la Reina Elisa, a quien los romanos llaman Dido, llegó a las costas de Birsa desde su antigua tierra natal, en el este. Le pidió a la gente que vivía aquí una pequeña parcela de tierra donde instalarse con los pocos seguidores que habían cruzado el mar con ella. El jefe de esa gente astuta y pícara le dijo a la Reina Elisa: «Puedes tener la cantidad de tierra que quepa en la piel de un solo buey, y el precio será un talento de plata».
—¿Talento? —Me levanté para poner el cuenco vacío en la mesa—. ¿Qué es…?
Todo lo que me rodeaba se desdibujó y empezó a dar vueltas. La última visión que recordé fue la de Yzebel viniendo hacia mí.
* * * * *
Cuando desperté, estaba acostada sobre pieles suaves junto al hogar, con la capa de Tendao extendida sobre mí. La lona gris de arriba aleteaba suavemente con la brisa, y una mujer se sentó a mis pies, mirándome.
—¿Cómo te sientes? —preguntó.
Me senté lentamente, tratando de entender lo que había pasado. Me zumbaba la cabeza como un enjambre de abejas furiosas. Mirando alrededor mi mente se despejó, pero todo parecía extraño, el fuego crepitante, el humo retorciéndose hacia mí, y las mesas que rodeaban la cocina como animales de patas rígidas esperando pacientemente ser alimentados. La luz amarilla del sol se inclinaba sobre las copas de los árboles, bañando todo en oro y ámbar. La cara de la mujer brillaba con el resplandor del atardecer.
Recordé que era Yzebel.
Me puse la capa sobre los hombros, estiré los brazos y me toqué la nuca. El chichón había bajado y ya no era tan doloroso como antes.
—Bien —dije—. Me siento bien. —Hice una pausa por un momento, haciendo un esfuerzo por recordar—. Me estabas contando una historia sobre una reina y un buey, pero no recuerdo el final.
—¿Recuerdas haberte caído?
—No.
—Dormiste todo el día —dijo Yzebel.
—Lo siento.
—No lo sientas. Estabas agotada.
—Por favor, ¿podrías contarme la historia otra vez?
—Lo haré. —Yzebel se levantó—. Pero primero, quiero que te levantes para comprobar que no te vas a caer en el fuego como casi hiciste esta mañana.
Mientras estaba de pie, Yzebel me tomó por los hombros, mirándome a los ojos.
—¿Te vas a caer? —preguntó.
Sacudí la cabeza y luego miré mi cuenco vacío sobre la mesa.
—¿Tienes hambre?
—Sí.
Yzebel llenó el cuenco hasta la mitad con el contu luca y me lo dio. Me senté junto al fuego mientras ella agitaba la gran olla y me contaba la historia de la Reina Elisa desde el principio.
Cuando llegó a la parte de la plata, le pregunté:
—¿Talento? ¿Qué es…?
Yzebel me miró con expresión de preocupación, quizás pensando que podría desmayarme de nuevo, pero entonces le sonreí. Ella sonrió también y continuó.
—Un talento es un gran lingote de plata. —Tomó su cuchillo—. Dos veces la longitud de mi cuchillo, es el peso que un hombre puede soportar durante un día. Vale unos seis elefantes de guerra, o tal vez siete. —Tomó una zanahoria de la cesta y la cortó en la enorme olla—. Nuestra Elisa era muy hermosa, con melena larga y rizada y dulce sonrisa, pero no era tan estúpida como pudo parecer a aquellos nativos. Después de pensarlo un poco, aceptó su propuesta. Entonces, con la ayuda de sus sirvientas, procedió a cortar una piel de buey en muchas tiras finas. La Reina Elisa colocó estas tiras formando un amplio arco que se extendía desde la orilla del mar, alrededor de una colina, y de vuelta a la orilla del otro lado. «Tendré esa tierra, ahora encerrada por la piel de un solo buey», dijo Elisa al jefe de esa gente. Viendo que era más lista que ellos, los nativos le dieron la tierra a regañadientes y le desearon buena suerte en la construcción de un asentamiento. Se marcharon con el talento de plata para reflexionar sobre su pérdida. Elisa había seleccionado una sección de la costa que contenía uno de los mejores puertos naturales a lo largo de toda la costa sur del Mar de Thalassa, llamado Mare Internum por los romanos. Esto demostraría más tarde ser muy beneficioso para la Reina Elisa y el asentamiento al que llamó Ciudad Nueva, que es nuestra Cartago.
El chico que me había amenazado con su bastón en el bosque se acercó a Yzebel. Me sorprendió verlo y me pregunté por qué vendría a su hogar.
Buscó en la olla un trozo de carne, pero Yzebel le agarró la mano y se la apartó.
—Mira lo sucias que tienes las manos. Ya sabes que así no.
—Tengo hambre.
—Puedes esperar como hacemos todos. ¿Llevaste la leña a Bostar como te dije?
Asintió con la cabeza, pero sus ojos estaban sobre mí y mi cuenco de contu luca.
—Ha robado la capa de Tendao.
—No, no la ha robado.
Tomé un gran trozo de carne de mi cuenco y lo mordí. Estudié al chico, que parecía mayor que yo, quizás un verano. A diferencia de los ojos marrones de Yzebel, los suyos eran de un indolente gris.
¿De qué color son mis ojos? Espero que sean marrones como los suyos.
—¿Entonces por qué se la pone? —preguntó el chico con voz quejumbrosa. Su actitud hacia Yzebel era arisca, y me miró con desprecio, como si le diera asco.
Yzebel golpeó su cuchara de madera en el borde de la olla con tanta fuerza que pensé que se iba a romper. Luego miró fijamente al muchacho hasta que él bajó los ojos.
—Si no aprendes a contener tu lengua, alguien acabará cortando esa daga rencorosa de tu boca. ¿Me entiendes?
—Sí —dijo mientras me miraba de reojo.
¿Creerá que soy la culpable de esa reprimenda? Tiene la lengua fea y se la ha merecido.
Tomé otro nabo de la cesta.
Tal vez no aprendió nada de las palabras de Yzebel, pero yo sí. Y por la forma en que lo trata quizás sea su hijo, hermano de Tendao. Lástima que no se parezca en nada a él.
Quería saber más sobre la Reina Elisa y sus largos rizos, su dulce sonrisa y sus maneras ingeniosas, pero no quería que Yzebel continuara la historia con el chico presente. Quería que me la contara a mí sola, para poder guardarla hasta el día en el que pudiera pasársela a otra niña tonta que no supiera de cosas bellas.
Terminé de cortar la cáscara del nabo y, después de cortarlo en la olla, miré a Yzebel y señalé la cesta. Ella asintió, y yo tomé otro para continuar.
El chico se secó las manos en su túnica después de lavárselas y se arrodilló en la tierra. Cogió un nabo y lo peló con el cuchillo que sacó de la funda de su cinturón.
—Jabnet —dijo Yzebel—. ¿Ves dónde está el sol?
Entonces, su nombre es Jabnet. Un nombre estúpido para un chico estúpido. El nombre que elegí para mí es mucho mejor, y también noble, tal vez incluso regio.
Jabnet miró hacia el oeste, donde el sol ya había caído bajo las copas de los árboles del otro lado del campamento.
—Sí, madre.
Era casi tan alto como ella y, si sonreía de vez en cuando, podía incluso parecer guapo. Pero su expresión amarga empañaba toda su imagen.
—¿Qué tienes que hacer cada día cuando se pone el sol?
—Limpiar las mesas. —Bajó los hombros y se quedó mirando al suelo—. Y sacar los tazones, el vino y las lámparas.
Dejó caer el nabo parcialmente pelado en la cesta y se limpió el cuchillo en la manga.
—¿Tengo que recordarte todos los días lo que debes hacer?
—No, madre.
Jabnet frunció el ceño y volvió a meter el cuchillo en su funda. Cuando se volvió para hacer sus tareas, deliberadamente me pisó el pie descalzo con su sandalia. El borde de su sandalia me cortó en la parte superior del pie, pero me negué a darle la satisfacción de oírme gritar o quejarme a su madre.
—Cuando vengan los soldados —dijo Yzebel—, encontraremos un lugar para que duermas. ¿Te gustaría quedarte en mi tienda esta noche?
—¿Soldados?
No me gustaban. Eran malos y feos. Sabía que se burlarían de mí y del pobre Obolus, el elefante. Yo podía soportar todas sus burlas, pero Obolus ya no podía defenderse. Probablemente lo estaban descuartizando y cocinando su carne al fuego mientras se reían de él. Sentí pena por el gran animal y me entristeció pensar que yo era la causa de su muerte.
—Sí —dijo Yzebel—. Por la noche, los hombres vienen al campamento buscando… hum… placeres, y luego algunos vienen aquí a comer. Siempre les preparo comida y, si les gusta, me dejan unas monedas o baratijas de sus victorias en el campo de batalla.
—¿Y si no les gusta?
—Bueno, entonces tiran todo y me rompen la cerámica. —Me miró y debió de ver mi expresión pensativa—. Solo bromeo —añadió—. Saben que no deben causar problemas en las Mesas de Yzebel.
No estaba segura de lo que quería decir, pero no quería que se volviera a enfadar conmigo como cuando me vio por primera vez con la capa de Tendao.
—Ahora —dijo Yzebel—, muéstrame todos tus dedos.
Dejé el nabo y levanté las manos, con los dedos extendidos. Yzebel hizo lo mismo, luego bajó los dedos de su mano derecha, dejando solo el pulgar arriba. La imité. Ahora tenía todos los dedos de una mano arriba y el pulgar de la otra mano.
—Eso —dijo Yzebel—, es la cantidad de pan que necesito.
—Seis.
Levantó una ceja.
—Muy bien. Me alegra que sepas de números. Señaló una gran jarra de barro que se encontraba cerca de la puerta de la tienda abierta—. ¿Puedes llevarle a Bostar esa jarra de vino de pasas y decirle que es de su buena amiga Yzebel a cambio de seis panes de su cosecha más reciente?
—Sí. —Estaba ansiosa por ayudar en todo lo que pudiera—. ¿Dónde está Bostar?
—La tienda del panadero está a solo una flecha de aquí. —Señaló hacia el este—. Por ahí. Olerás el pan cuando te acerques —dudó antes de continuar—. Ten cuidado con la jarra. No quiero que derrames ni una sola gota. Ese vino es muy valioso. ¿Entiendes…? —Aparentemente olvidó que no tengo nombre.
—Obolus —dije.
Los ojos de Yzebel se abrieron de par en par. Tal vez no entendió la palabra.
—¿Dijiste Obolus? Es el gran elefante.
—Ese es el nombre que quiero para mí.
Jabnet se rio a mis espaldas y me di cuenta de que lo había oído todo.
—Ella es medio elefante —dijo—. Sabía que algo andaba mal con ella. Probablemente su padre es un elefante y su madre…
La mirada fulminante de Yzebel lo silenció. Volvió a llenar las lámparas con aceite de oliva y a ponerles mechas de algodón fresco.
—Puedes elegir el nombre que quieras —dijo—. Pero, ¿crees que el nombre del elefante es bueno para ti?
—Sí.
Agarré la pesada jarra y me fui a buscar a Bostar.
Capítulo Tres
Un tapón blando de madera, colocado a presión y sellado con un trozo de tela de algodón, tapaba el pico de la jarra de vino de Yzebel. Agarré la pesada jarra colocando ambas manos bajo el fondo.
A lo largo de todo el camino hacia la tienda de Bostar, varias actividades me llamaron la atención: un herrero transformaba un trozo de metal negro en una cuchilla, un curtidor labraba una batalla en una coraza de cuero; y un alfarero convertía un trozo de arcilla en una gran ánfora.
Una esclava, de mi edad o un poco más joven, estaba de pie frente a una tienda negra, usando una rueca para hacer hilo de algodón. Tenía grabada una marca de su amo a un lado de la cara. Sonrió y dijo algo, pero no entendí sus palabras.
—Tengo que ir a buscar a Bostar el panadero, pero me detendré a hablar la próxima vez.
No mostró señal alguna de haberme escuchado. Esperé, pero ella siguió trabajando, así que continué en dirección al panadero.
Llegué a una bifurcación en el sendero, donde un camino se alejaba en curva y el otro giraba bruscamente en dirección opuesta. La tienda del panadero estaba en algún lugar del sendero a la izquierda, pero en el otro tenía una vista mucho más asombrosa, entre los árboles.
—¡Elefantes!
Cautivada por el panorama y los sonidos de tantos elefantes, agarré con fuerza la jarra entre mis brazos y me dirigí hacia ellos. Cientos de elefantes, grandes y pequeños, se alineaban a cada lado del sinuoso sendero. La mayoría eran grises, pero había algunos oscuros, casi negros. Unos pocos tenían orejas pequeñas, pero la mayoría de ellos tenían orejas enormes, que agitaban de un lado a otro como si fueran abanicos. Los grandes estaban encadenados a postes de metal clavados en el suelo, mientras los elefantes bebés corrían libres.
Varios comían heno de unas pilas cercanas. Un cuidador metió un melón en la boca abierta de su elefante. La bestia lo aplastó mientras inclinaba la cabeza para coger los jugos, y luego se tragó todo, la corteza, las semillas y todo. Otros rompían ramas verdes y frondosas más gruesas que mi brazo en trozos del tamaño de un bocado usando sus trompas y colmillos. Varios chicos corrían con odres de agua de río, que vertían en las fosas entre cada pareja de elefantes, para que pudieran beber. Me reí cuando un elefante aspiró agua con la trompa y luego se la echó por encima para refrescarse.
Los fuertes y penetrantes olores de la gran congregación de animales cargaban el aire, pero no me pareció nada desagradable.
Los elefantes se veían hermosos, y sus trompas siempre estaban en movimiento: comiendo, bebiendo o agarrando objetos cercanos.
Así es como Obolus me sacó del…
Uno de los animales me llamó la atención. En la fila de la derecha había un elefante mucho más alto que los otros. Comía de un pequeño almiar y, de vez en cuando, un melón ofrecido por un cuidador. Reconocí algo en la forma en que se movía cuando agarraba una brazada de heno y lo sacudía antes de metérselo en la boca. La forma de su cabeza y sus orejas me resultaban familiares.
¿Puede ser?
Aceleré mi paso, y cuanto más me acercaba al animal, más sentía que podía ser Obolus. Pero había muchos, y ¿no estaba Obolus muerto, noqueado por la caída del tronco del viejo árbol junto al río, y golpeándose la cabeza con una roca al desplomarse? Esos colmillos que salían de su boca eran muy largos y elegantemente curvados hacia arriba, lo que lo diferenciaba de los demás.
¡Es él!
—¡Obolus! —dejé caer la jarra de vino y corrí por el sendero—. ¡Obolus! ¡Obolus!
Los cuidadores, los aguadores y los ayudantes se detuvieron a mirarme. El gran elefante sacudió la cabeza hacia mí, con sus enormes orejas levantadas. El melón que acababa de aplastar cayó de su boca abierta. Uno de los cuidadores salió, extendiendo los brazos para detenerme, pero yo agaché la cabeza y lo esquivé.
Cuando grité «¡Obolus!» una vez más, sus ojos se abrieron, y se puso en pie, levantó la cabeza en el aire, y barritó con la trompa.
—Obolus, estás vivo.
Trató de alejarse de mí, pero su pata izquierda delantera estaba encadenada a un poste de metal clavado en el suelo. Retrocedió, a lo largo de la cadena, todavía sacudiendo su enorme cabeza y barritando.
—Estoy tan feliz de verte.
Pisoteó la tierra y soltó un profundo estruendo, asustando a todos los demás elefantes, haciendo que tiraran de sus cadenas y barritaran. Los cuidadores gritaban y corrían de un lado a otro, tratando de calmarlos. A lo largo de toda la fila, el terror se extendía de un animal asustado al siguiente, y pronto todo el lugar estuvo en caos. Las crías de elefante sin cadenas corrían con sus pequeñas trompas levantadas en el aire, barritando y correteando, como si Baal, el dios de las tormentas, los persiguiera.
Me quedé quieta, paralizada. La enorme bestia pisoteaba y barritaba, enviando ondas de miedo que me atravesaban, pero su comportamiento parecía una demostración de fuerza artificial. Cuando le tendí la mano y me acerqué a él, sacudió su enorme cabeza e intentó retroceder. El poste de metal se aflojó cuando tiró de la cadena y parecía que podía ceder, pero luego se tranquilizó y estiró la trompa hacia mi mano. Escuché su aliento, pensando que tal vez había percibido mi olor, tratando de entender.
Sabiendo que sus enormes patas podrían aplastarme como a un ratón bajo un árbol muerto o que podría derribarme con la trompa, respiré profundamente, fui hacia él y le di una palmadita en una pata.
—Pensé que estabas muerto, y nunca te agradecí por haberme sacado del río. Me salvaste la vida.
—¡Aléjate de mi elefante! —gritó alguien.
Ignoré al hombre y miré a uno de los grandes ojos marrones de Obolus. Era tan alto que dos hombres, uno sobre los hombros del otro, apenas podrían tocar la parte superior de su cabeza. Continuó haciendo ruidos amenazantes, pero se volvieron más suaves cuando giró la cabeza para mirarme. Si quería, podía simplemente levantar su pata y lanzarme por el sendero de una patada, pero no movió la que tenía libre. Con la pata encadenada, sin embargo, continuó pisoteando el suelo y tirando contra la sujeción de metal.
Manos ásperas me agarraron de los hombros, tirando de mí.
—¡Déjame en paz! —grité.
—Estás asustando a todos los animales —me gruñó el hombre—. Una niña inútil no debe correr por aquí, asustándolos. Mira lo que has hecho. Todo el lugar es una algarada.
Mientras me arrastraba hacia atrás, pateé y luché.
—¡Suéltame! —grité.
—Te romperé tu flaco cuello si no dejas de gritar.
Me agarró con ambas manos, apretando sus dedos alrededor de mi garganta, asfixiándome. Le arañé las muñecas, intentando soltarme de sus manos, pero era demasiado fuerte. Mi corazón latía con fuerza y mi pecho se agitaba mientras luchaba por respirar.
El hombre me volteó, dándole la espalda a Obolus.
—¿Por qué una niña ignorante viene aquí, gritando y…?
Sus palabras fueron interrumpidas y sus dedos se soltaron de mi garganta. La trompa de Obolus se envolvió alrededor de la cintura del hombre, levantándolo del suelo.
—¡No, Obolus! —grité—. ¡Bájalo!
Me palpé la garganta y sentí las huellas de las manos donde el hombre me había apretado.
Obolus sostuvo al hombre que gritaba boca abajo, en el aire. La túnica del hombre le caía sobre la cabeza y un bastón cayó de su cinturón mientras pateaba e intentaba agarrar la trompa del elefante.
Eché un vistazo al bastón. Era del largo de mi antebrazo, acabado en oro y grabado con viñas y hojas. El oro del extremo tenía forma de gancho romo, y el extremo opuesto era plano. El palo parecía una especie de cayado. Noté que algunos de los otros hombres tenían bastones similares, pero acabados en plata o cobre en lugar de oro.
Varios hombres se acercaron con ellos, pero en vez de hacer que Obolus lo soltara, empezaron a reírse. Esto enfureció aún más al hombre.
—¡Golpeadlo! —gritó—. ¡Matadlo! ¡Bájenme de aquí!
Los hombres solo se rieron y señalaron al hombre colgante. Incluso los chicos del agua vinieron a ver la diversión.
—¡Obolus! —grité y le di una palmada en la pata—. Por favor, no le hagas daño.
El elefante inclinó la cabeza para mirarme. Levanté la mano y le di una palmadita en la parte inferior de la oreja. Parpadeó, miró al hombre por un momento, y luego me miró a mí.
Sabía que solo hacía falta un poco de presión de la enorme trompa de Obolus para exprimir la vida del hombre.
—Bájalo —mi voz se quebró, no sonaba nada contundente.
Obolus bajó al hombre hacia el suelo, y lo soltó. El hombre cayó aterrizando mal sobre una cadera, y luego de espaldas. Dos trabajadores se arrodillaron, tratando de ayudarlo a levantarse.
—Así está mejor —le dije a Obolus y agarré el extremo de su trompa con las manos, luego lo miré—. Gracias por salvarme la vida otra vez, pero este hombre solo estaba enojado porque te molesté a ti y a los demás elefantes.
El hombre en el suelo jadeaba mientras el alboroto a lo largo del camino se calmaba. Las crías de elefante dejaron de correr y bajaron las trompas al vernos a mí y a Obolus, que puso la punta de la trompa en mi mejilla y me olisqueó la cara y el pelo.
—Ahora —dije—, te daré un melón para comer, y prometo no volver a venir corriendo y gritando si tú no te vuelves loco por cada pequeña cosita.
Cogí un gran melón amarillo de al lado del almiar y se lo llevé. Enroscó la trompa y abrió la boca. Lo metí y me reí cuando lo espachurró. Bajó la cabeza para mí y le di una palmadita en la cara.
—Buen chico.
—¡La voy a matar!
Cuando escuché la voz ronca de atrás, me di vuelta y me apoyé en la pata de Obolus.
El hombre se puso de pie.
—No —dijo otro hombre que sujetó al primero por el brazo—. ¿No ves cómo lo ha calmado? —Era un hombre grande, de hombros anchos y musculosos, pero sus ojos eran profundos y pensativos. Me miró con una expresión amable—. Tú eres la niña que Obolus sacó del río, ¿no es así?
Asentí con la cabeza.
—Me lo imaginaba. —Tomó al otro hombre por el brazo—. Ukaron, sabes que estos pobres animales reaccionan a cosas que no podemos comprender. Viste cómo obedeció sus órdenes como si hubieran entrenado juntos toda la vida. Solo he visto esto una vez antes, cuando trajeron a ese chico de las Indias, el que fue abatido por una jabalina romana en Messina. ¿Cómo se llamaba?
—Ponichard. —Ukaron se sacudió el polvo—. ¿Y qué?
Miré fijamente a Ukaron. La piel de su cara estaba demasiado tensa, tirando de sus labios hacia atrás en una constante mueca de desprecio, y sus pómulos y barbilla casi perforaban la superficie. Sus ojos estaban caídos y húmedos como los de un hombre enfermo, pero tal vez eso era porque Obolus casi lo mata.
—Es lo mismo, Ukaron —dijo el otro hombre— que ese chico, Ponichard, cuando conoció al elefante Xetos. Recuerdas lo travieso que podía ser ese animal. Sin embargo, desde el primer momento en que Ponichard le puso las manos encima, Xetos estuvo a las órdenes del chico, tanto que tuvimos que sacrificar a la bestia cuando el chico murió en la batalla. Y ahora Obolus ha formado un fuerte vínculo con esta niña, y ella con él. No me atrevo a explicar el propósito de los dioses para tales cosas, así como no cuestiono su infinita sabiduría. Te sugiero que no alteres esta relación entre la bestia y la chica.
—Estás muy equivocado, Kandaulo. —Ukaron mantenía sus ojos en mí mientras hablaba con el hombre—. Es una niña endemoniada. Trató de provocar una estampida de los animales para que destruyeran el campamento. Si hay algún dios involucrado, son los dioses del inframundo. —Se limpió el peludo antebrazo en la boca, tomó su bastón de un hombre que estaba a su lado y se marchó.
—Vete ahora, chica —dijo Kandaulo—. Y la próxima vez que te pierdas en la Elephant Row, te sugiero que lo hagas en silencio.
—Sí, Kandaulo. Lo haré. —Le di una palmadita al final de la trompa, que apoyó en mi hombro. La piel gris del elefante parecía áspera y vieja con todas esas arrugas, pero se sentía suave, y tenía un tacto agradable. —Adiós, mi gran amigo. Que duermas bien esta noche.
Obolus estiró la trompa para alcanzar más heno, y yo agarré un puñado para él, pero luego recordé.
—¡Oh, no! —susurré—, ¡la jarra de vino de Yzebel!
Dejé caer el heno y corrí Elephant Row de vuelta.
Capítulo Cuatro
Todo lo que encontré fue una gran mancha de vino embarrado en el camino. Caí de rodillas y metí los dedos en el barro púrpura y marrón, sin querer creer lo que veían mis ojos. Pero era cierto: el preciado vino de pasas de Yzebel ya no estaba. Había fracasado.
Había confiado en mí para llevar el vino al panadero a cambio de pan, pero no llegué ni a la mitad del camino. Ver a Obolus vivo me había distraído de mi responsabilidad, y mis emociones habían arruinado mi deseo de hacer algo bueno por Yzebel. Para empeorar las cosas, la jarra también había desaparecido. Alguien se la había llevado, dejando solo una huella de sandalia en el barro. ¿Cómo podría reemplazarla?
Se me cayó el alma y comencé a llorar. Yzebel no volvería a confiar en mí.
—¿Perdiste algo? —dijo una voz familiar a mi espalda.
Miré hacia los suaves ojos marrones del joven del río. El que me puso su capa, Tendao.
—El vino de Yzebel. —Me limpié los dedos embarrados en la mejilla—. Ya no está.
Me extendió la mano para ayudarme a levantarme, parecía no importarle el barro.
—¿Se suponía que ibas a llevar el vino a Bostar a cambio de pan?
Asentí.
—¿Sabes para qué quería el pan Yzebel?
Subimos por Elephant Row hasta la bifurcación del sendero.
—Para los soldados cuando vengan a sus mesas esta noche.
—Sí, le gusta tener pan para la cena.
—La fallé, Tendao. Y ahora tengo que contarle lo que he hecho.
—Sí, debes decírselo —dijo—. Pero antes, pasemos por la tienda de Lotaz.
No había oído hablar del tal Lotaz, pero no tenía prisa por volver con las manos vacías y admitir mi fracaso a Yzebel.
Intenté eludir la imagen del rostro severo de Yzebel pensando en otras cosas. El terreno en Elephant Row se sentía suave y cálido bajo mis pies. Pensé en los cientos de elefantes y humanos que lo habían pisoteado a lo largo de muchas estaciones, convirtiendo la tierra en un fino polvo. Los robles y los pinos se alineaban en el sendero, dando sombra a los animales. Las largas sombras ahora cubrían gran parte del ancho camino.
Al regresar a la cima de la colina, fuimos a la derecha, tomando el camino que debí haber seguido. Después de un rato, llegamos a una tienda hecha de un material fino. Los colores rojo, amarillo y azul de la tela a rayas brillaban en el crepúsculo. Las sombras se proyectaban desde una lámpara que ardía en el interior. Un toldo con flecos sobresalía por delante, sostenido por dos lanzas de metal clavadas en la tierra. Un hombre estaba sentado con las piernas cruzadas debajo del toldo.
—Ve con ese esclavo.
Tendao me detuvo a cierta distancia, y me dijo qué decirle al hombre. Le repetí las instrucciones, asegurándome de que las entendía.
—Pero parece muy desagradable, Tendao. ¿Vendrás conmigo?
—No. Debes hacer esto por ti misma.
El esclavo me miró atentamente mientras me acercaba a él, arrastrando los pies, reacios a llevarme a donde no quería ir.
A diez pasos de distancia, me detuve y dije:
—Lotaz.
No respondió, solo me miró fijamente hasta que bajé los ojos al suelo. Finalmente, habló.
—Esta es la tienda de Lotaz. ¿Qué asuntos tienes aquí?
—Estoy en el negocio de Tendao.
El esclavo se puso de pie y entró rápidamente. Un momento después, salió una mujer delgada. Estaba iluminada por un par de lámparas de aceite que colgaban de los soportes de las lanzas. Lotaz estaba resplandeciente con una túnica de seda azul pálido y un par de zapatillas a juego. Un ancho cinturón escarlata de cuerdas trenzadas ceñía su estrecha cintura, y una fina cadena de oro sujetaba la vaina de una daga enjoyada. El arma se balanceaba en su muslo con cada movimiento. Sus labios estaban pintados de rojo y sus mejillas de color rosa, haciendo un suave contraste con su tez cremosa. Un collar de plata y oro corría por su garganta.
El esclavo salió para ponerse detrás de ella, con los brazos cruzados sobre su pecho desnudo. Se erguía como una enorme y oscura sombra, en fuerte contraste con la piel blanca de la mujer.
—¿Qué sabes de Tendao? —me preguntó.
—El hará lo que usted le pidió.
Miró detrás de mí, escaneando el oscuro sendero en ambas direcciones. Yo también miré en esa dirección, pero Tendao no estaba a la vista.
—¿Por qué te envía?
Sacudí la cabeza, sin saber cómo responder.
—¿Cuándo se completará la tarea? —La voz de Lotaz sonaba aguda y exigente.
—Mañana, antes del atardecer —respondí con las palabras que Tendao me había dicho.
Parecía reacia a tratar conmigo este asunto. Tampoco entendía por qué iba yo a Lotaz en nombre de Tendao.
Después de un momento, dijo:
—Muy bien. Espera aquí.
Lotaz entró y pronto regresó. En una mano, llevaba una jarra de vino casi idéntica a la que yo había perdido. La otra mano permanecía cerrada, con los dedos apretados. Varios brazaletes tintinearon en su muñeca cuando hizo un movimiento para entregarme la jarra de vino. Pero entonces se detuvo.
—¿Por qué vienes a mí tan sucia?
Miré mis manos extendidas; estaban cubiertas de barro seco. Cuando intenté limpiármelas, el esclavo desapareció detrás de la tienda y regresó con una palangana de arcilla con agua, y la puso a mis pies. Me arrodillé para lavarme, con la cara ardiendo de humillación. Lo hice rápidamente, me puse de pie y me sequé las manos en mi capa.
El esclavo me sonrió rápidamente y me guiñó un ojo cuando se interpuso entre la mujer y yo. Cogió la palangana y volvió a su sitio. No sabía si le daba pena o solo intentaba ser amable con otra esclava. Lotaz ciertamente me hizo sentir como una esclava.
Me dio la jarra y la agarré bien. No dejaría caer ésta.
—Este vino es el pago por el trabajo que Tendao hará por mí —dijo Lotaz—. No le pagaré más.
Extendió su otra mano y lentamente abrió sus dedos. Dos perlas emparejadas, grandes y muy hermosas, descansaban en la palma de la mujer. Solo podía admirar el brillo de las preciosas gemas, que brillaban a la luz amarilla de las lámparas.
—Tómalas —ordenó Lotaz—. Y asegúrate de que las perlas vayan a Tendao inmediatamente. Serán utilizadas para el trabajo. ¿Me entiendes?
Asentí, moviendo la jarra para liberar la mano derecha y así poder coger las perlas de Lotaz. Me quedé quieta, mirando a la mujer, sin saber qué hacer a continuación.
—¡Ve! —dijo con un movimiento de la mano, ahuyentándome como un mosquito molesto.
Me apresuré por el oscuro camino en la dirección que Tendao me había indicado. Justo antes de llegar a los árboles, miré hacia atrás para ver a Lotaz y al esclavo observándome. Sentí gran alivio cuando crucé una valla de estacas donde Tendao esperaba.
—Veo que tienes el vino de pasas.
—Sí.
Le mostré las perlas. Él las tomó, y yo pude sujetar la jarra con las dos manos. Las inspeccionó y las dejó caer en un bolso de cuero atado a su cinturón.
—Ahora —dijo, apretando los cordones—, vamos a buscar a Bostar el panadero y a cambiar ese vino por un poco de pan.
Eso me sorprendió. El vino era un pago a Tendao por un servicio que tenía que prestar a Lotaz, pero parecía dispuesto a dejarme usarlo en lugar de la jarra que había perdido. ¿Por qué haría eso? ¿Y qué deber tenía que cumplir con Lotaz? Decidí pedirle que me lo explicara, pero él habló antes de que yo tuviera la oportunidad de formular mis palabras en una pregunta.
—Tu seriedad me recuerda a alguien.
—¿A quién?
—¿Has oído hablar de Liada, el espíritu de la roca de Birsa?
—No, solo sé de la princesa Elisa —dije.
—Bueno, esta historia también tiene mucho que ver con la princesa Elisa. Moloch, dios del inframundo, enterró a Liada dentro de la roca de Birsa —dijo.
—¿Por qué?
—Fue su castigo por hacerse amigo de un pequeño ternero de buey que los sacerdotes habían seleccionado para el sacrificio a Moloch.
—¡Ay, no! ¿Por qué sacrificarían a un pequeño?
—Una vida joven es más valiosa que una vieja. A la esclava Liada tampoco le gustaba la idea. En lo más oscuro de la noche, antes del día de la ceremonia, se deslizó hasta el corral del buey, le quitó los grilletes y llevó a la pequeña criatura, junto con su madre, muy lejos para liberarlos.
—Cuando Moloch se enteró de esta traición, ordenó a los sacerdotes que encadenaran a la niña a la roca de Birsa, donde obligó a su espíritu a entrar en la piedra y la enterró allí. Luego hizo que los sacerdotes sacrificaran el cuerpo sin espíritu de Liada, junto con otros nueve niños, en su altar. Esta brutal ofrenda proclamaba su advertencia a cualquiera que se metiera en los asuntos de sus sacerdotes.
—Cuando nuestra Elisa se enteró del terrible destino de Liada, fue a la roca de Birsa y escuchó al espíritu de la roca pidiendo ayuda. Al conocer la historia del castigo eterno de Liada, la princesa Elisa puso las manos sobre la roca. Entonces, usando nada más que una oración a la diosa madre Tanit y el poder de su propia voluntad, partió la piedra en dos y liberó el espíritu de Liada.
Tendao permaneció en silencio por un tiempo, y pensé que había perdido el hilo de la historia.
—¿Qué pasó con el espíritu de la chica entonces —pregunté—, después de que la princesa Elisa la liberó?
Tendao me miró, y luego volvió su mirada al oscuro sendero que tenía delante.
—Durante todas las edades desde la libertad de Liada, su espíritu ha vagado por el mundo, buscando una niña que la acoja.
Miré a Tendao, pensando que había inventado esta historia solo para mí.
Me brindó una sonrisa.
—Es una de las muchas leyendas de nuestra princesa Elisa, y estoy bastante seguro de que es verdad.
—¿Pero cómo encontrará Liada a alguien que la acoja?
—Ha estado esperando una chica que sea amiga de una pobre bestia, esclavizada como ella.
Mientras caminaba, mirando al suelo y pensando en que Liada estaba esclavizada, me di cuenta vagamente de que Tendao se estaba quedando atrás.
—¿Quieres decir como Obolus? —pregunté.
—¿Qué es lo que dices, niña? —dijo una resonante voz desde el camino frente a mí.
Levanté la vista y me encontré caminando hacia un hombre muy corpulento. Llevaba un delantal largo, y su cara sonriente estaba empolvada con harina de trigo. Por la apariencia del hombre y el maravilloso olor del pan fresco, supe que era el panadero. Tres lámparas de aceite sobre su mesa de trabajo transgredían la oscuridad del atardecer.
Mi viaje a la tienda de Bostar había sido más largo que el vuelo de una flecha, pero finalmente, gracias a Tendao, llegué con una jarra de vino para cambiarla por el pan de Yzebel.
—Venimos de parte de tu buena amiga Yzebel —dije—. Desea que cambiemos esta jarra de vino de pasas por seis panes de tu pan más reciente.
—¿Venimos? —dijo Bostar, colocando los puños en sus caderas, intentando forzar que su alegre rostro tomara una expresión severa—. ¿Llevas una rana en los pliegues de tu capa, o tienes ayudantes invisibles que te siguen de cerca?
Miré hacia atrás y descubrí que Tendao se había escapado de mí otra vez.
—Él solo me dijo… —empecé, pero me detuve.
Me di cuenta de que mi amigo Tendao debía ser muy tímido o que tenía grandes dificultades para tratar con la gente. Por alguna razón, esto me alegró, porque parecía que quería que yo hablara por él cuando él mismo no podía hacerlo.
Miré al panadero y vi que no podía mantener su expresión seria por mucho tiempo. Su piel era del color de la arena bajo el agua, y sus ojos oscuros brillaban con una bondad natural. Ya me caía bien.
—¿Cómo supiste de mi rana amiga que viaja conmigo y es tan tímida que solo asoma un ojo para ver lo que estoy haciendo?
El hombre se echó a reír y me dio una palmada en el hombro tan fuerte que casi se me cae mi valiosa jarra.
—Si no me quitas esto —le dije, sosteniéndole el vino—, seguramente moriré tratando de protegerlo.
Bostar se rio y tomó la jarra.
—Veo que estás aprendiendo desde niña la gran responsabilidad de cuidar los bienes preciados de otra persona.
—Oh, sí. Estoy aprendiendo.
Bostar se llevó el vino dentro de su tienda. Cuando regresó, cargaba varias barras de pan redondas y planas.
—Estas son las últimas de hoy. Terminé de hornearlas justo antes del anochecer y las guardé, sabiendo que tu Yzebel las necesitaría esta noche para sus mesas. —Colocó los grandes panes en un paño áspero extendido en su mesa de trabajo—. Hay seis panes aquí, más uno extra. —Agarró las esquinas de la tela y las ató encima—. Puedes decirle que el extra es tuyo por regalarme una carcajada al final de un largo día. Y acuérdate de devolverme la tela mañana.
—Gracias, Bostar. —Tomé el pesado paquete para llevarlo sobre el hombro—. ¿Quieres que te traiga una rana del río cuando vuelva mañana? Podrías llevarla en tu delantal y así no estarías solo.
Después de un momento, el enorme hombre sonrió, mostrando dientes blancos y parejos bajo su bigote bien recortado.
—No, mi niña. Estoy agradecido a los dioses por haber reemplazado a ese Jabnet de cara agria. Sí tú y tu ranita venís a mi tienda todos los días, no me lamentaré de los tontos que tengo que aguantar.
Habría sido muy fácil quedarme un rato y hablar más con el panadero, porque encontraba consuelo en su presencia.
—Así está mejor —dijo Bostar—. Sabía que podías sonreír.
Sí, me sentí mucho mejor, pero aun así tenía que enfrentarme a Yzebel y explicarle lo que había pasado con la primera jarra de vino.
—Tengo que ir a decirle algo a Yzebel. Adiós, Bostar.
Le oí decir buenas noches a mi espalda mientras me apresuraba con el pan.
Capítulo Cinco
En mi camino de regreso a las mesas de Yzebel, busqué a Tendao pero no vi ni rastro de él.
Fui hacia la tienda de Lotaz. Estaba iluminada por dentro y se veía su silueta ondeante a la llama de su lámpara, una sombra movediza contra la tela. Alguien estaba con ella. Una sombra oscura de hombre alto, de postura rígida, estaba muy cerca de ella. Su sombra también oscilaba de un lado a otro, como si no estuviera seguro de si acercarse o alejarse de ella. Llevaba un extraño sombrero, alto por delante y bajo por detrás.
Caminé por el lado opuesto del sendero, manteniéndome lejos de la tienda. Podía sentir los ojos del esclavo de Lotaz sobre mí. Debía estar escondido en algún lugar en la oscuridad, fuera de la tienda, mirando.
En la bifurcación del camino, me detuve a mirar Elephant Row. Una ligera brisa recogía las hojas caídas y las soplaba a lo largo del sendero. Solo escuché el murmullo amortiguado de algunos de los animales, en marcado contraste con el escándalo de antes, cuando toda la manada se había alterado. Unas cuantas lámparas colgantes pendían de las ramas de los árboles, y algunos de elefantes masticaban lo que les quedaba de heno, pero la mayoría se estaban acomodando o dormían de pie. Un solitario chico del agua todavía estaba trabajando.
Al salir de Elephant Row me pregunté cómo dormiría Obolus. ¿Se arrodillaría, descansando su gran peso sobre sus rodillas, o tumbaría de lado? Seguramente, sus costillas se romperían bajo su gran volumen. Tal vez dormía de pie, aunque se podía caer durante el sueño. Decidí ir allí alguna noche, para ver cómo descansaba.
Pronto llegué al lugar donde la esclava estaba antes hilando, pero no la vi. La tienda estaba oscura por dentro.
Me llegó el ruido de las mesas de Yzebel antes de dar la última vuelta en el camino. Supuse que debían ser los soldados, bromeando y riendo mientras cenaban. Me estremecí al pensar que se burlarían de mí otra vez. Pero aún peor, temía la mirada en la cara de Yzebel cuando confesara mi accidente con el vino.
Uno de los soldados anunció mi llegada antes de que tuviera la oportunidad de hablar con Yzebel. Volvió su cara peluda hacia mí cuando pasé por la primera mesa.
—¡Dame un poco de ese pan, muchacha! —gritó—. ¿Cómo esperas que me coma este guiso sin pan?
Yzebel se giró al oír la voz del soldado y casi arrojó un cuenco de contu luca caliente en el regazo de un hombre. Su expresión era una mezcla de sorpresa e irritación al mirarme, pero pronto se convirtió en alivio. Luego miró a su hijo Jabnet con cara de te lo dije. Él se quedó en la primera mesa, vertiendo vino en un tazón que le extendía uno de los soldados.
Jabnet me miraba con los ojos bien abiertos y la boca abierta.
—¡Maldito seas, muchacho! —gritó el hombre del tazón cuando el vino púrpura se empezó a derramar sobre el borde, corriendo por su brazo—. Vete antes de que te derribe.
Puse el paquete en el extremo de una mesa y comencé a desatar el nudo. Uno de los hombres agarró un pan del interior del paño antes de que pudiera desatarlo. Arrancó un trozo de la hogaza y se lo pasó a otro. El soldado que estaba sentado frente a él también tomó un pan y lo tiró a la mesa de al lado. Luego agarró otro y lo arrojó a las manos de un hombre en la cuarta mesa.
Pronto, solo quedaba un pan. El hombre también lo agarró, pero yo se lo quité de un tirón. Ese era mío, y no tenía intención de dárselo sin resistencia. El hombre me miró fijamente y pensé que me iba a golpear, pero uno de sus camaradas le tiró un trozo de pan. Le rebotó en la nariz y cayó en su cuenco. Agarró el pan, me sonrió con los dientes que le quedaban y se concentró en su guiso.
A lo largo de las mesas, los soldados absorbían ruidosamente el caldo del guiso y lo devoraban como si fueran animales salvajes.
Me apresuré a ir al fuego y dejé mi pan junto al hogar.
—Toma —dijo Yzebel—, poniéndome una pesada vasija de madera en las manos—. Llena cualquier cuenco que esté vacío con este contu luca a menos que te digan lo contrario. Luego haz lo mismo con el guiso de la olla que está al fuego.
—De acuerdo.
El delicioso aroma de la comida me recordaba que tenía hambre, pero esperaría a que los soldados terminaran. Cuando empecé en la primera mesa, llenando cualquier cuenco que se me ofreciera, Yzebel tomó a Jabnet por el brazo, tirando de él a un lado. Le dijo unas palabras fuertes mientras le agitaba el dedo en la cara, pero no pude oír lo que decía.
En la tercera mesa, un hombre ocupaba un lado entero. Frente a él, cinco hombres se apiñaban y engullían su comida, a veces tomando cucharadas del cuenco de su vecino. Ese hombre estaba sentado en silencio, sus ojos seguían cada movimiento a su alrededor. Me gustaban sus rasgos; ojos anchos, mandíbula fuerte, barbilla cuadrada, su pelo largo, grueso y oscuro. Casi todos los demás soldados eran mayores que él. Sin embargo, me pareció que se comportaba de manera más madura que cualquiera de ellos.
Sostuve la cuchara de madera sobre su cuenco vacío para llenarlo de humeante sémola y cordero, pero él me quitó la mano.
—No más —dijo—. Pero tomaré otro medio tazón de tu vino. —Sacó su tazón de bebida vacío y me miró por primera vez—. Por favor —añadió.
No sabía si era su cortesía, su aspecto pulcro y limpio, o sus ojos. Transmitía una sensación que solo podría describir como fortaleza serena, y mi joven corazón palpitó de una manera desconocida dentro de mi pecho. Su aroma me recordó al olor del cuero nuevo y del trabajo extenuante. En otro hombre, podría haber sido desagradable.
Me sobresalté cuando un puño peludo golpeó la mesa cercana, donde un desagradable recién llegado pedía comida a gritos.
Solo hizo falta una mirada del hombre a mi lado para que se callase. Excepto Tendao y Bostar, todos los hombres del campamento eran feos, escandalosos y groseros. Este hombre no era ninguna de esas cosas. Joven, con barba incipiente. Ojos marrón oscuro y semblante fuerte, pero no dominante. Su piel era un par de tonos más oscura que la mía. Su color me recordaba a la pluma del ala de un halcón.
—Sí —dije finalmente, y puse la vasija en la mesa. Le cogí el tazón de la mano—. Te traigo el vino.
Me apresuré a donde estaba Jabnet sirviendo el vino, en la última mesa. Me llevé la jarra, llené el cuenco del hombre hasta la mitad y luego volví a ponerla en la mano de Jabnet.
Volví a la mesa del hombre y puse el cuenco delante de él.
—¿Quieres más guiso? Tenemos más en la cocina.
Sacudió ligeramente la cabeza y agarró el cuenco, despachándome con un movimiento de mano. Todo esto sucedió tan sutilmente, que si hubiera hablado, podría haber dicho: «No, gracias. Puedes irte ahora y cumplir con tus obligaciones».
Seguí con mi trabajo, tomando la vasija de contu luca para servir a los demás. Al final de la cuarta mesa ya estaba vacía. Fui a la chimenea y comencé a rellenarla de la olla. Yzebel se quedó junto al fuego, sazonando lo que quedaba del guiso.
—¿Quién es ese hombre? —le susurré a Yzebel.
—¿Cuál? —susurró también Yzebel.
—Ese. —Giré la cabeza hacia atrás pero no miré hacia él—. El que está solo.
Yzebel echó un vistazo rápido por encima del hombro.
—¿Por qué? Ese es Hannibal. Hijo del general Hamilcar.
Recordé que Tendao había mencionado el nombre de Hannibal en el río.
Yzebel se inclinó hacia mí, aún susurrando:
—Espero que estos hombres se llenen pronto. Este es el último plato de guiso.
—Y del contu luca. —Apuré la sémola con carne que quedaba con la cuchara de madera.
Yzebel me guiñó el ojo.
—Bueno, veamos qué pasa. Estíralo, dale solo un poco a cada uno.
—Todavía tenemos una barra de pan. —Giré la cabeza hacia a mi costal, en el suelo junto al hogar—. Si se enfadan con nosotras, podemos tirarlo por el camino y todos correrán para devorarlo como una manada de chacales.
La cara de Yzebel se iluminó, pensé que se iba a reír, pero no lo hizo.
—Ven, ahora —dijo Yzebel con una sonrisa—, volvamos al trabajo.
* * * * *
Algo después de la medianoche se fue el último de los soldados. Habían rebañado todos los cuencos hasta dejarlos limpios.
Me alegré al ver que se iban.
Jabnet empezó a limpiar una de las mesas, pero Yzebel lo detuvo y le dijo que podía dejarlo para la mañana. Los tres recogimos todas las monedas o baratijas que los hombres habían dejado y las juntamos al final de la primera mesa. Jabnet y yo nos sentamos frente a Yzebel y la vimos clasificar los artículos.
—Plata —dijo mirando una moneda grande y brillante a la luz de la lámpara.
—Creo que Hannibal dejó esa —dije.
—¿En serio? —Yzebel la giró para mirar el otro lado—. Es romana.
—¿Romana?
Me entregó la moneda.
—Viven al otro lado del mar. Son los que derrotaron al general Hamilcar en la última guerra.
—Parece muy antigua. ¿Eso es un caballo con alas?
—Sí —dijo Yzebel—. Los romanos lo llaman Pegasus. Gente chalada, ni que los caballos volaran.
En el reverso de la moneda estaba el contorno de la cara de un hombre y unas palabras en el borde.
—¿Quién es? —pregunté, devolviéndole la moneda a Yzebel.
—Algún romano muerto —dijo mientras tiraba la moneda de nuevo en la pila.
—Tengo hambre —dijo Jabnet.
Yzebel echó un vistazo a todos los cuencos vacíos, y luego a las ollas junto al fuego; también vacías.
—Yo también —dijo—, pero se lo han comido todo.
—No, todo no. —Corrí a buscar mi costal a la chimenea. Lo llevé a la mesa y saqué la última barra de pan—. Salvé esta.
Yzebel se rio y tomó el pan. Lo repartió, dándonos a cada uno un buen trozo, y luego cogió una jarra de la mesa. La agitó para comprobar que aún contenía un poco de vino. Agarré tres tazones, e Yzebel vertió el vino en ellos, en tres partes iguales.
—Jabnet, tráeme el odre —dijo.
Se deslizó del banco y se inclinó hacia la chimenea, murmurando algo sobre el vino. Cuando regresó con el odre, Yzebel aguó el vino; el de Jabnet y el mío mucho más que el de ella.
Comimos nuestro pan mientras Yzebel examinaba un par de pendientes con grandes aros de oro y un peine de marfil.
Estaba a punto de contarle a Yzebel lo del vino que derramé en Elephant Row, cuando cogió un anillo del montón de baratijas y se lo dio a Jabnet. Él lo estudió y luego intentó ponérselo en el pulgar, pero no entraba.
Deslizó el anillo en su dedo meñique, y dijo:
—¿Eso es todo?
Yzebel ignoró al chico y continuó clasificando las joyas mientras comía su pan. Finalmente, cogió otro objeto, lo miró un momento y me lo entregó.
Mis ojos se abrieron de par en par y me faltó el aliento.
—¿Para mí? —susurré.
Capítulo Seis
No podía creer que Yzebel me regalara el brazalete. De cobre grueso, era ancho y con un grabado intrincado. En el centro tenía un gran círculo que encerraba una imagen que no podía identificar. Cuanto más me acercaba, más detalles veía. Me lo puse en la muñeca pero se me resbaló sobre la mano.
—Mira. —Yzebel alcanzó el brazalete—. Deja que te muestre.
Lo examinó por un momento. Un hueco del ancho de su pulgar separaba los dos extremos que se curvaban alrededor de la muñeca. Presionó los extremos entre sí, los soltó, y luego los apretó otra vez, acercándolos entre sí. Hizo un movimiento para que yo extendiera la mano, y luego abrió un poco el brazalete para ponérmelo en la muñeca. Se ajustaba bien, con espacio para moverse pero sin caerse en la mano.
—Hermoso. —Extendí el brazo para admirarlo—. Es lo más bonito que he visto nunca. Gracias, Yzebel. Nunca me lo quitaré.
Moví la muñeca hacia Jabnet para que pudiera ver su belleza. Él me miró entrecerrando los ojos, lleno de odio.
—Me voy a la cama —dijo.
Su madre le dio las buenas noches, y él tomó nuestra lámpara para entrar en la tienda.
Me acerqué otra lámpara para examinar el brazalete a una luz más brillante. De repente, me di cuenta de lo que estaba grabado en ella.
—¡Elefantes! —grité.
Dos columnas de elefantes finamente talladas marchaban por los lados, hacia la sección redonda del centro. La pieza redonda cubría parcialmente el último elefante de cada lado, aparentando que el elefante había caminado justo por debajo de ella.
—¿Has visto los elefantes? —le pregunté a Yzebel girando la muñeca.
Ella sonrió y asintió.
La parte central redonda contenía una pequeña zona pulida, con forma de alubia, con algo parecido a una bota que la cubría desde el borde superior. Toques de azul salpicaban la parte pulida, haciéndome pensar que pudo tener color en algún momento, pero no supe qué significaba. Había símbolos inscritos alrededor del círculo, pero no podía leerlos. Le pregunté a Yzebel si ella sabía, pero sacudió la cabeza.
—¿Qué pasó con la jarra de vino que te di para Bostar el panadero? —me preguntó.
Desplomé los hombros. Había temido ese momento toda la noche. Jugueteé con mi brazalete, y luego suspiré profundamente.
—Querrás recuperarlo cuando te lo diga.
—No. Has trabajado duro para mí esta noche. Es tuyo para que lo guardes. Como tardaste tanto tiempo, envié a Jabnet a buscarte, y me dijo que tiraste mi jarra de vino y te escapaste. Me devolvió los pedazos rotos.
—Eso es cierto, supongo. De camino a la tienda de Bostar, crucé Elephant Row, donde viven todos los elefantes. Cuando vi esos hermosos animales a ambos lados del sendero, tuve que acercarme a mirar. Pensé verlos un poco y luego ir a pedir tus panes a Bostar. Pero entonces encontré a Obolus, ¡y estaba vivo! Estaba segura de que había muerto en el río.
Le conté que Obolus me sacó del río y que corrió hacia el árbol, y luego quedó inconsciente después de caerse y golpearse la cabeza contra la roca.
Aparentemente, esto fue una sorpresa para Yzebel.
—¿Se cayó?
—Sí, pensé que lo había matado.
—¿Por qué estabas en el río?
—Me tiraron al agua anoche.
—¿Por qué?
—No lo sé. Es como si hubiera estado dormida mucho tiempo. No puedo recordar nada antes del río. Me hundí en el agua y Obolus me agarró con la trompa.
Yzebel masticó su pan y tomó un sorbo de vino.
—¿Pero no recuerdas quién te tiró al río?
—No.
Se acabó su pan y me miró fijamente. Al final, me dijo:
—Continúa.
—Cuando vi a Obolus en Elephant Row, se rompió la jarra de vino y… —Me detuve a pensar en eso—. No, espera, la jarra no se rompió. Se cayó al suelo, pero estoy segura de que no se rompió porque la habría oído romperse. Cuando volví de ver a Obolus, solo había un gran charco de barro morado, así que asumí que se había roto, pero ahora que lo pienso, debió volcarse y derramarse cuando se me resbaló. Así que alguien vino y se llevó la jarra. Pero sigue siendo mi culpa. Nunca debí haberla dejado caer.
—Hum… Metí ese tapón con fuerza. No creo que se saliera cuando golpeó el suelo. —Yzebel miró por encima del hombro hacia la oscura tienda donde dormía Jabnet, y luego me miró a mí—. ¿Y aun así conseguiste el pan de Bostar?
—Sí. Me senté en Elephant Row, llorando, cuando alguien me preguntó si había perdido algo. Levanté la vista para ver a Tendao allí de pie.
—¡Tendao! —Yzebel se inclinó hacia mí, con los ojos bien abiertos—. ¿Cómo conoces a Tendao?
—Me hablaste de él.
—¿Yo? —Se enderezó.
—Sí, hoy cuando vine por primera vez. Me preguntaste dónde conseguí su capa.
Miró la capa que todavía llevaba y se apoyó en la mesa, acercando su cara a mí.
—Dime exactamente cómo llegaste a usar la capa de Tendao.
—Los soldados se rieron y se burlaron del pobre Obolus y de mí en el río después de que se golpeara la cabeza con la roca. No entendía lo que había pasado, y los hombres me asustaron. Me preocupaba lo que harían conmigo. Tenía frío y estaba temblando. Entonces sentí que esta capa me tocaba el hombro. Salté, pero vi que era un joven de aspecto agradable. No tenía barba y sus ojos eran de un marrón suave, como los tuyos. Me extendió la capa y…
Yzebel me interrumpió.
—¿Qué edad crees que tiene? ¿Como Hannibal?
—No —dije—. Más joven que Hannibal, pero más viejo que Jabnet. ¿Es Tendao el hermano de Jabnet?
Yzebel no respondió, sino que se miró las manos, ahora muy juntas. Después de un rato, tragó saliva y miró hacia la oscuridad.
Mi vida, por lo que yo sabía, había comenzado aquel día. Pero habían pasado muchas cosas: el rescate de Obolus, los soldados amenazantes, el hombre alto de la túnica y el turbante, Tendao, Jabnet, Yzebel, Obolus de nuevo, vivo; Tendao ayudándome por segunda vez, Lotaz con sus brazaletes, aunque ninguno más hermoso que el mío; el gran esclavo, la chica que hilaba, todavía sentía curiosidad por ella; el alegre Bostar, los ruidosos soldados y su cena; y Hannibal, el guapo Hannibal. Me recordó al río, poderoso y profundo. Pero el río casi me mata, ¿por qué lo comparaba con eso?
—Lo siento —le susurré a Yzebel—. Debo aprender a contener mi lengua.
—Sí. —Ella me cogió las manos—. Tendao era el hermano de Jabnet.
Quería saber qué había pasado, pero vi las lágrimas de Yzebel. No, mantendría mi curiosidad a raya, por ahora.
—Ven. —Yzebel se puso de pie, limpiándose la mejilla—. Es tarde, y tenemos que hacerte una cama.
La luna llena aparecía entre las copas de los árboles para iluminar las mesas de Yzebel con un brillo plateado. Los ruidos del campamento se apagaron poco a poco y la gente se acomodaba para pasar la noche.
La tienda era más amplia por dentro de lo que esperaba. Jabnet dormía en una plataforma junto a una gran rueda de carro en la parte de atrás. Había otra cama a la derecha, cerca del fondo.
Yzebel puso la lámpara en una caja de madera en el centro, desató un fardo de tela y tiró tres pieles de animales; cada una tenía un lado curtido, y el otro cubierto de un grueso pelaje blanco. Las extendió en el suelo, frente a su cama.
—¿Será suficiente?
Asentí y sonreí. Sería realmente agradable un lugar suave y cálido para dormir.
Yzebel recogió algo que se había caído con las pieles: un vestido. Lo sacudió y retrocedió medio paso. Me miró, y luego al vestido. Era suyo. El dobladillo le llegaba hasta los pies.
—Coge un cuchillo de la chimenea —dijo.
Corrí por la tienda, cogí un cuchillo y volví.
Yzebel sostuvo el vestido contra mi cuerpo.
—Sujétalo por los hombros, así.
Mientras sostenía el vestido, Yzebel me quitó el cuchillo de la mano. Se arrodilló en el suelo, miró hacia arriba para ver si todavía lo sostenía como ella me había dicho, y luego comenzó a cortar una tira ancha desde abajo.
—Cuando los sacerdotes se llevaron a mi marido hace seis veranos —dijo mientras trabajaba en el dobladillo—, también se llevaron a Tendao. Era solo un niño, y no lo he vuelto a ver desde entonces. Cuando viniste a mi tienda esta mañana, llevando su capa, me sorprendió. —Recortó el borde inferior del vestido para igualarlo—. Luego lo has visto otra vez en Elephant Row. Ahora quiero saber si alguien más lo ha visto y por qué no vuelve a casa.
Se levantó, agarró el vestido y me dijo que me quitara la capa. Lo hice y la puse en mi cama, y luego levanté los brazos mientras me ponía el vestido por la cabeza.
Cuando dio un paso atrás, se llevó los dedos a los labios, tratando de evitar la risa. Me miré a mí misma y empecé a reír. Jabnet se revolvió en su cama, murmuró algo y volvió a dormir.
Las mangas me llegaban hasta las manos, y la prenda parecía más una tienda de campaña que un vestido. Yzebel todavía sonreía cuando recogió el trozo que había cortado por la parte inferior. Usó el cuchillo para cortar una tira larga, luego hizo un movimiento para que me diera la vuelta, puso la tira de tela alrededor de mi cintura, juntó toda la holgura del vestido por la espalda e hizo un nudo en el cinturón improvisado. Luego se puso de pie, sacó el cordón del escote, lo sacó de mi pecho plano y lo ató a la nuca. A continuación, me cortó las mangas justo por encima de los codos.
Me di vuelta de puntillas, viendo el dobladillo de mi vestido.
—Gracias, Yzebel. —Me quedé quieta frente a ella—. Es maravilloso.
—No es perfecto —Yzebel recogió los restos de tela—, pero servirá hasta que hagamos uno nuevo para ti.
Mientras ponía la tela y el cuchillo en la caja, me quedé allí, mirando cómo guardaba sus cosas, y pensé en todo lo que había hecho por mí, como si fuera parte de su familia, incluso hablando de vestidos nuevos.
Corrí a abrazarla, y ella me abrazó y me sostuvo por un momento.
—Ahora —dijo tirándome del brazo—, será mejor que durmamos un poco. Mañana al amanecer debemos ir a buscar carne fresca, sémola, vino y…
—Pan de Bostar —terminé yo.
Nos reímos. Luego, antes de soplar la lámpara, me dijo que me metiera en la cama.
Me acosté, me puse la capa de Tendao, y escuché a Yzebel metiéndose en su cama.
—Buenas noches, Yzebel.
—Buenas noches… ¿cuál fue el nombre que escogiste para ti?
—Obolus —dije—. Pero ahora que está vivo, no tomaré su nombre. Creo que Liada es mejor.
—¿Liada? —dijo Yzebel—. ¿Dónde he escuchado ese nombre antes?
Quise decir «Tendao», pero me quedé callada. No quería que el hijo mayor de Yzebel fuera el último pensamiento en su mente antes de dormir.
Después de un momento, Yzebel dijo:
—Liada es un buen nombre para ti. Buenas noches, Liada.
—Buenas noches, Yzebel.
Levanté el brazo izquierdo, pero estaba demasiado oscuro para ver el brazalete. Así que pasé mis dedos por los lados y sentí los elefantes grabados haciendo su viaje hasta el misterioso escondite. Me pregunté cuántos había debajo de ese extraño centro redondo del brazalete.
Después de un largo y agitado día, estaba muy cansada, pero aun así mi mente repasó todo lo que había pasado. Pensé en Hannibal, Tendao y Obolus. Sabía que debían estar dormidos y me preguntaba dónde. No tenía idea de dónde estarían Hannibal o Tendao, pero sabía exactamente dónde estaba Obolus. Traté de visualizarlo acostado en su cama de paja o dormido de pie y balanceándose sobre sus patas.
Me senté en mi cama y miré fijamente a Yzebel. No escuché nada más que una respiración lenta y pausada y supe que estaba dormida. Así que tomé mi capa en silencio, me escabullí de la tienda y caminé a la luz de la luna hacia Elephant Row.
Cuando llegué al sendero de los elefantes, encontré a unos cuantos acostados, algunos comiendo heno mientras otro aspiraba agua de un abrevadero con la trompa para llevársela a la boca. Varios dormían de pie. Me sorprendió ver a tantos despiertos. Uno grande trataba de alcanzar un melón que había rodado fuera de su alcance. Lo recogí y cuando abrió la boca para mí, se lo metí.
La paz que se respiraba era admirable. Los que estaban despiertos parecían respetar el sueño de los demás, guardando silencio mientras comían o se movían, limitados por las cadenas de sus patas. Todas las crías de elefante estaban tiradas en el suelo junto a sus madres, excepto una pequeña que estaba mamando.
No vi a ningún cuidador de elefantes ni a los chicos del agua, pero encontré a Obolus acostado de lado, durmiendo profundamente. Con cuidado de no despertarlo, me arrastré hasta el recodo entre su trompa y su cuello. Alisé mi nuevo vestido, me puse la capa de Tendao y me acurruqué, sintiéndome segura y cálida. Me quedaría un rato y luego volvería a la tienda de Yzebel para meterme en mi cama.
* * * * *
Me despertaron briznas de heno cayendo sobre mi cara. Por la palidez de la luz sabía que pronto amanecería, pero no me di cuenta de dónde estaba. Al principio pensé que en el bosque, entre dos árboles. Grandes postes grises se alzaban a cada lado y se juntaban sobre mi cabeza en un enorme cielo gris y arrugado. Incliné la cabeza hacia atrás y vi una gran boca masticando un montón de heno.
—Obolus —susurré—. ¿Cuándo te has levantado?
La gran trompa se balanceó hacia mí y me rozó un lado de la cabeza. La agarré y sentí cómo entraba el aire cuando me olfateó la mano. Me agarré para levantarme y vi que sus patas estaban tan cerca de mí, que casi parecía que me resguardaba. No sabía cómo se las había arreglado para levantarse sin que me diera cuenta, y se había quedado encima de mí mientras dormía.
Pasé la mano a lo largo del gran colmillo curvo que se alargaba hacia afuera. Si me tumbara sobre él, mi cabeza aún no llegaría a la punta. Tenía dos grandes colmillos, uno a cada lado de la trompa. Me recordaban a unos hermosos dientes, con tacto suave.
—Veo que ya estás desayunando, amigo mío.
Hizo un sonido estruendoso en lo profundo de su pecho, y enseguida oí un sonido casi idéntico desde el otro lado del camino, seguido de un fuerte golpe. Obolus levantó su pata y lo dejó caer, dando un golpe aún más fuerte. Otro golpe de respuesta desde más lejos en el camino. No sé lo que decían, pero estos grandes animales estaban teniendo una conversación. Estaba segura.
—¿Te has fijado en mi pulsera? —Levanté la muñeca para que la viera. Parpadeó y buscó más heno—. ¿Ves ese melón de ahí?
Señalé un gran melón verde que estaba al otro lado del sendero, a los pies del heno de otro elefante. No estaba segura de si miraba hacia donde yo apuntaba, pero su trompa se enroscó alrededor de mi antebrazo.
—Voy a buscarlo para ti, pero luego me tengo que ir. Yzebel y yo tenemos mucho trabajo esta mañana, y debo volver a la tienda antes de que se despierte.
Miré a ambos lados de Elephant Row para asegurarme de que ninguno de los hombres estaba cerca, luego corrí por el sendero, agarré el melón y corrí de regreso a Obolus. Inmediatamente, levantó la trompa y abrió la boca. No estaba segura, pero una gran sonrisa parecía dibujarse en su cara cuando le metí el melón en la boca. Cuando inclinó la cabeza hacia atrás y lo aplastó, hizo un ruido extraño a través de la trompa levantada. Esto provocó un barrito bajo del anterior dueño del melón, seguido de un golpe de pata de cada uno. Esperaba no haber empezado una discusión entre esos dos gigantes.
Un destello lila teñía el oriente cuando recogí la capa de Tendao y me sacudí el heno.
—Adiós, Obolus. Debo regresar rápido a la tienda de Yzebel. Pero volveré pronto, lo prometo.
Capítulo Siete
Volví a las mesas de Yzebel antes del amanecer, y todo estaba tranquilo. Usé el atizador para rastrillar las brasas, todavía había algunas brasas encendidas. Con un poco de leña y unos cuantos soplidos, el fuego floreció de nuevo. Añadí algunos palos más grandes para darle vida.
Yzebel salió estirándose.
—Buenos días.
—Buenos días. ¿Comienzo con el desayuno?
Miró hacia el este, donde el sol pronto se elevaría por encima de los árboles.
—Es mejor ir a mercadear pronto, antes de que se lleven lo bueno.
Jabnet todavía dormía cuando nos fuimos.
Un bolsito de cuero atado a un cordón alrededor de la cintura de Yzebel contenía todas las monedas, anillos y baratijas que los soldados habían dejado en sus mesas la noche anterior.
Encontramos al matarife en su puesto junto al arroyo, cerca del centro del campamento. Me quedé callada, observando a Yzebel regatear por varios cortes de carne. Una vez ella quedó conforme con el cordero y un cochinillo que él tenía expuesto, discutieron mucho sobre el valor de las joyas que ella ofrecía en pago. Finalmente, ella añadió un anillo de oro exigiéndole tres pollos vivos además de la carne. El matarife examinó el anillo durante mucho tiempo antes de aceptar el trato. Yzebel le pidió entonces que incluyera la jaula de los pollos.
En el camino de regreso a la tienda de Yzebel, cargué sobre la cabeza la jaula donde los pollos cacareaban, mientras ella llevaba el cochinillo en el hombro. Tendríamos que hacer un segundo viaje para el cordero.
—Eso —dijo Yzebel con tono cantarín—, es lo que yo llamo un buen trato —su voz se elevó y cayó melodiosamente—. No solo nos hemos llevado el doble de carne que buscaba, sino también los pollos. —Se inclinó para mirarme, debajo de la caja—. ¿Qué te parece, Liada?
—Me extrañaba que consiguieras tanto por una moneda, dos collares y un pequeño anillo de oro, pero no quise hablar mientras negociabas.
—Sí. —Yzebel se enderezó y cargó el cerdo en el otro hombro—. Está bien que mires y aprendas. No solo debes saber la calidad de las cosas que quieres, sino también el valor de tus objetos para cambiar.
Llegamos a la tienda, e Yzebel gritó para despertar a su hijo perezoso. Tuvo que llamarlo dos veces antes de que finalmente apareciera, frotándose los ojos por el sol.
Refunfuñó algo que no pude entender cuando ella le dijo que hiciera guardia con el cerdo y las gallinas mientras íbamos a buscar el resto de la carne.
A la vuelta del matarife, nos detuvimos al pie de Stonebreak Hill para hacer trueque por vino de pasas y trigo duro. Nuestros brazos estaban muy cargados cuando regresamos a la tienda. Por la longitud de nuestras sombras era casi media mañana.
—Ella te ha robado el vestido —dijo Jabnet mientras colocábamos las provisiones en una mesa.
Yzebel cogió una jarra y sirvió vino para mí y para ella.
—No, no es así.
—Entonces, ¿por qué lo lleva?
—Jabnet —Yzebel recogió el odre de agua para diluir mi vino con una gran cantidad de agua—, lo lleva puesto porque yo se lo di. Me cansas con tus preguntas tontas. Ve al bosque a por leña para que podamos empezar a cocinar. También necesito una rama fuerte para asar ese cerdo sobre el fuego. No cojas pino; la savia arruina el sabor de la carne.
Jabnet me murmuró algo sobre la savia cuando pasó entre nosotras. Yzebel levantó la mano y pensé que lo iba a agarrar, pero solo sacudió la cabeza y puso los ojos en blanco. Me sonrió y se puso un rizo suelto detrás de la oreja.
Cuando terminamos de beber, me dio dos monedas, una pequeña cadena de oro y un par de pendientes de plata.
—Ve a Bostar —dijo—. Dile que necesitamos siete barras de pan. —Dudó un momento—. No, mejor ocho panes. Enséñale las monedas y las joyas, y él tomará las que necesite. Es el único comerciante del campamento en el que puedes confiar. Bostar nunca toma más del valor de su pan. Aprende de él lo que hay que buscar en un hombre; es de los mejores.
Tiró el resto de las monedas y joyas en una bolsa de tela y me entregó su bolso vacío.
—¿Quiénes son los otros? —pregunté mientras metía en el bolso las joyas para Bostar.
Yzebel se rio y dobló la tela de la bolsa para guardar el resto de sus joyas.
—No importa. Si viene uno, te lo señalo. —Metió la bolsa detrás de los cordones de su delantal, y luego me apretó el cinturón del vestido—. ¿Ves dónde está el sol?
Me hice sombra en los ojos y miré al cielo.
—Es casi mediodía.
—Vuelve antes de que el sol llegue a las copas de los árboles.
—Lo haré. No te preocupes.
* * * * *
De camino a la tienda de Bostar, vi a la esclava del día anterior. Estaba sentada en un pequeño taburete fuera de la tienda negra, con una cesta de algodón al lado. Me detuve para ver cómo cogía un palo afilado no más largo que su antebrazo. Un huso de arcilla, como una pequeña rueda, estaba colocado cerca de un extremo del palo. Me sonrió y tomó una bolita de algodón de la cesta, sacó algunas semillas, recogió hilos de fibra y los unió al largo del hilo que ya estaba enrollado en el eje. Luego giró la pesada rueca y comenzó a incorporar las fibras de la bolita de algodón mientras el nuevo hilo se envolvía alrededor del eje.
La chica era muy experta en su tarea, sus dedos tan rápidos y ágiles que el hilo parecía crecer por sí mismo. Tomó más algodón de la cesta, quitó las semillas, sacó las fibras y las unió en el hilo, mientras mantenía el huso girando.
Cuando la rueca giró más rápido hacia el suelo, se levantó y añadió más algodón hasta el final del hilo. Pronto detuvo el palo de hilar, que había engordado en el medio por el hilo que se enrollaba alrededor del eje, y luego ató el extremo del nuevo hilo a una hebra ya enrollada en un ovillo y comenzó a desenrollar el hilo del eje y a agregarlo al ovillo que estaba creciendo.
—Tin Tin Ban Sunia —dijo ella y me entregó el eje.
La marca arruinaba su bonita cara. El esclavo de Lotaz también tenía una marca, pero la suya era un símbolo diferente y había cicatrizado hace mucho tiempo. La marca de esta chica parecía una flecha con tres puntas, y tenía una serpiente retorcida como eje. La quemadura parecía reciente y aún no estaba completamente curada.
—¿Qué? —pregunté.
—Tin Tin Ban Sunia. —Ella tiró del hilo que aún estaba enrollado en el eje.
—¿Tin bim suny?
—Tin Tin Ban Sunia.
—Tin Tin Ban Sunia —repetí, y sostuve los extremos del eje sueltos sobre mis manos para que girara libremente.
La esclava asintió con la cabeza y se puso a trabajar enrollando el hilo en el ovillo mientras yo sostenía el eje de la herramienta.
—No entiendo lo que eso significa.
Cuando el último hilo salió del eje, me lo quitó y comenzó a tejer una nueva cuerda.
—¿Conoces a la mujer llamada Lotaz? —pregunté.
La esclava giró la rueca y empezó a trabajar el hilo, aparentemente ignorándome.
—Lotaz tiene el pelo largo y rizado —dije—. Y se pone colores en los labios y las mejillas.
Tomé una bolita de algodón de la canasta, quité las semillas y saqué unas cuantas fibras como había visto hacer a la chica. Ella me quitó el algodón y rápidamente lo trabajó en su hilo de creciente longitud. Cogí otra bolita y seguimos trabajando, pero ella no reaccionó a ninguna de mis palabras.
—¿Puedes oírme?
Nada.
—¡Tu pelo está en llamas!
Me quitó otra bolita de algodón de la mano pero no dijo nada.
—¡Hay un horrible soldado corriendo hacia aquí para cortarnos en pedacitos y alimentar a los leones!
Sin la más mínima respuesta, finalmente, dije:
—Tin Tin Ban Sunia.
La chica sonrió. Aparentemente, podía oír, y le satisfacía lo que dije, aunque no tenía ni idea de lo que había dicho.
Continuamos así; ella haciendo hilo, mientras yo sacaba el algodón y charlaba sobre el campamento, Yzebel, Obolus y mi aventura con la jarra de vino. Incluso le dije que había visto a Hannibal, y lo guapo que era.
Creí que tenía mi edad, doce veranos, quizá un poco más joven, esbelto y con menos de dos flechas de altura. Su tez era más oscura que un melocotón de canela, y sus ojos, oscuros como la noche en el bosque. Ella no decía una palabra y nunca reconocía mi presencia excepto para tomar las bolitas de algodón de mi mano y trabajarlas en su hilo.
Pronto habíamos transformado la cesta de algodón en tres grandes bolas de hilo. La chica los colocó en la cesta, la recogió y pasó junto a mí.
—Tin Tin Ban Sunia —dijo.
Por lo que yo sabía, podría haber significado «Adiós, encantada de conocerte» o «Ya he terminado, puedes irte» o «Por favor, no me molestes más».
Me senté con las piernas cruzadas en la estera cuadrada donde había estado durante los dos últimos ovillos de hilo y miré a la chica que se alejaba de mí, sintiéndome abandonada.
Después de unos pasos, ella se detuvo, miró hacia atrás, y con una gran sonrisa dijo:
—Tin Tin Ban Sunia. —Ladeó la cabeza en la dirección que había empezado, como diciendo—: Vamos. ¿A qué esperas?
Salté y corrí a caminar a su lado.
—¿Tin Tin Ban Sunia?
Me señaló el camino y me dio un asa de la cesta para que la lleváramos entre las dos. El camino subía una pendiente empinada, donde luego serpenteaba a través de un bosque de pinos en el lado oscuro de Stonebreak Hill. Las tiendas y chozas de abajo daban paso a chozas hechas de troncos, con techos de ramas de paja. Parecía que habíamos dejado el barrio más pobre y nos habíamos adentrado en el rico.
Las cabañas estaban separadas entre sí y no había nadie alrededor. Abajo, el ruido de la actividad continuaba, con mucha gente ocupándose de sus asuntos, pero allí en el bosque, todo lo que oía era la brisa en las copas de los árboles y un solitario cuervo graznando a lo lejos.
—¿Quién vive aquí arriba?
No esperaba respuesta pero pensé que podría leer algo en la expresión de la chica. Lo hice. La sonrisa fácil de la chica había desaparecido, reemplazada por una mirada de aprensión.
—Tin Tin Ban Sunia —susurró señalando una pequeña cabaña al final de un sendero lateral, lejos de los demás. Estaba rodeada de altos y oscuros árboles.
La aprensión en el rostro de la chica se convirtió en una mirada de terror. Era obvio que no quería ir ahí.
—Volvamos.
Hice un gesto hacia el camino.
Ella miró hacia donde yo apuntaba pero luego se dirigió hacia la cabaña. Todavía tenía el asa opuesta de la cesta, así que fui con ella, pero sin ningún entusiasmo.
Cuando nos acercamos a la cabaña, la puerta crujió en sus bisagras de cuero y salió un repulsivo hombre buey. No llevaba más que la parte inferior de una túnica atada con una cuerda bajo su enorme vientre, y un par de botas negras. Su cabeza peluda se apoyaba en hombros redondos, como si no tuviera cuello. Nunca había visto a nadie con tanto pelo. Cubría su pecho, su vientre y la mayor parte de su cara. Probablemente su espalda también, pero no quería ver más.
Mordió el último trozo de carne del hueso de un pequeño animal y lo tiró a un lado.
—¿Eso es todo lo que has hecho? —le gruñó a la chica y señaló la cesta.
Su voz áspera y ronca me puso muy nerviosa. Algo grasiento corrió por la comisura de su boca, y escupió en el suelo a mis pies. Me miró fijamente y se limpió la barbilla con el dorso de la mano.
La chica y yo nos echamos hacia atrás. No sabía que un hombre gordo pudiera moverse tan rápido, pero dio un paso adelante y movió la mano antes de que yo tuviera oportunidad de darme la vuelta. Apreté los ojos con fuerza, esperando sentir que me golpeaba la cara, pero él golpeó a la chica en su lugar. No fue una bofetada con la mano abierta, sino un duro golpe con el puño. El golpe la hizo tropezar con un árbol. La parte de atrás de su cabeza golpeó el tronco, y se quedó sin fuerzas, cayendo al suelo.
Dejé caer la cesta y corrí hacia la chica, cayendo de rodillas a su lado. La hice rodar y grité. La sangre corría por su boca y nariz, y se empezaba a formar un moretón en un lado de su cara. Sus ojos estaban cerrados.
—Tin Tin Ban Sunia —susurré y la cogí en brazos.
Nunca vi venir la bota del hombre.
Capítulo Ocho
La bota del hombre gordo me golpeó en el costado, haciéndome caer de espaldas en la tierra. Intenté gritar, pero mis pulmones no tenían aire. Me puse de rodillas y me incliné hacia adelante, agarrando mi estómago con ambas manos, tratando de respirar. Cuando agarró el brazo de la chica para arrastrarla hacia su choza, intenté levantarme, pero una gran presión me aplastó el pecho y caí de nuevo al suelo, todavía respirando con dificultad.
Los ojos de la chica se abrieron de golpe, hizo un débil intento de ponerse de pie, pero tropezó y sucumbió a la fuerza del hombre que la arrastraba. Ella gritó y se agarró a un poste de la puerta con la mano que tenía libre, pero él le quitó la mano, la metió dentro y cerró la puerta de un portazo. Entonces oí la aldaba de madera cerrarse.
* * * * *
No sé cuánto tiempo estuve sentada en la tierra llorando, pero finalmente me levanté. Me sentía mareada cuando quité las hojas y ramitas de los tres ovillos de hilo y los puse en la cesta. Cuando dejé la cesta al lado de la puerta, no oí nada desde dentro. Llamé y esperé una respuesta, pero nada. Golpeé la puerta e intenté abrirla, pero no cedió.
—Tin Tin Ban Sunia —susurré a través de una grieta en la madera. Nadie respondió.
Después, me alejé por el sendero. Cuando llegué a la tienda de Bostar, mis lágrimas estaban secas. Me sentía mal. No solo me dolían el estómago y el costado, sino que me sentía herida por dentro. No era un sentimiento que pudiera entender. Me perturbó, como si hubiera hecho algo malo al no ayudar a la chica. Solo quería ir a Obolus y acurrucarme en ese lugar suave entre su barbilla y su pecho donde había dormido la noche anterior.
Le puse una sonrisa a Bostar porque parecía feliz de verme, y dijo que le gustaba mi vestido. Era un hombre grande, como el de Stonebreak Hill. Le di el cuadrado de tela del día anterior, que había atado en mi cinturón, y le vi repartir los panes. Seguramente no era como el hombre que había golpeado tan fuerte a Tin Tin Ban Sunia.
—¿Tú…? —me interrumpí, al darme cuenta de que mi voz me había fallado. Tragué saliva y empecé de nuevo—. ¿Tienes algún esclavo, Bostar?
Arrugó su frente y estudió mi cara antes de responder.
—No, mi niña. No puedo permitirme esclavos.
—Necesitamos ocho panes hoy.
Lo observé por un momento mientras apilaba el pan en la tela. Luego tomé dos monedas y las joyas que Yzebel me había dado y se las entregué.
—¿Cuánto cuesta un esclavo? —pregunté.
Bostar eligió la pequeña cadena de oro para examinarla.
—Un esclavo costaría un puñado de estos. —Sujetó la pequeña cadena por el extremo.
—Oh. —Puse el resto de las joyas en mi bolso.
—Espera aquí un momento.
Entró.
Tiré de las esquinas de la tela para atarlas, pero él salió con más panes.
—Esta cadena de oro es demasiado para ocho panes. Te doy tres más para que quedemos en paz.
—Hum —dije—. Yzebel tenía razón.
—¿Sobre qué? —Apiló los panes adicionales en la tela.
Yzebel me había dicho que Bostar era un buen hombre, un comerciante justo. ¿Cómo sabía de los hombres? ¿Cómo aprende una chica la diferencia entre las personas, los buenos y los malos?
—¿Ves dónde está el sol, Bostar?
Miró al cielo.
—Rozando las copas de los árboles.
—Yzebel me dijo que volviera a sus mesas antes de que toque las copas de los árboles.
—Entonces deberías apurarte, pequeña. —Me ató el paquete en la espalda; se había soltado cuando quité la tela del pan—. ¿Te veré mañana? —preguntó.
—Puede que me veas todos los días durante mucho tiempo. —Lo miré.
—Bien. Eso significa que los dioses no están disgustados conmigo —hizo una pausa, me miró y añadió—: aún.
Lo miré fijamente, preguntándome a qué dioses les rezaba y por qué. El hombre en Elephant Row había dicho que los dioses del inframundo me habían hecho revelar a los elefantes contra sus cuidadores. Quizás esos mismos dioses estaban durmiendo cuando ese hombre lastimó a Tin Tin Ban Sunia.
—No lo pienses tanto, pequeña. Solo es un poco de humor de panadero.
—¿Bostar? —pregunté.
—¿Sí?
—Hay un hombre en Stonebreak Hill, que vive en una choza en los árboles. Es grande como tú, pero cubierto de pelo. ¿Lo conoces?
Bostar levantó las cuatro esquinas de la tela para atarlas juntas sobre el pan.
—¿El que vende hilo?
Asentí con la cabeza.
—He oído hablar de él.
—Tiene una esclava a la que trata muy mal.
—Sí, dicen que trafica con esclavos.
—Creo que ella es un poco más joven que yo, y muy dulce, aunque no habla nuestro idioma.
—Muchos de los esclavos traídos a Cartago vienen de lugares lejanos donde hablan lenguas extrañas.
—Estuve allí arriba con ella hoy, y él la golpeó con el puño.
Las manos de Bostar se detuvieron, encima del bulto.
—Todo lo que ella había hecho era hacer solo tres ovillos de hilo para él. A él no le pareció suficiente, así que la golpeó en la cara.
Bostar sacudió la cabeza.
—Tan cruel —dijo—. Nunca hay ninguna razón para golpear a un niño.
No le dije que a mí me pateó en el costado.
Cuando le quité el paquete, Bostar me puso la mano en el hombro.
—Los mercaderes del mal finalmente serán redimidos.
No entendí lo que eso significaba.
Bostar debió de ver la mirada confusa en mi cara, porque sonrió y dijo:
—No te preocupes, niña. Y recuerda, las cosas siempre se solucionan.
—Lo recordaré, Bostar. Adiós.
—Adiós —dijo cuando me fui—. Cuídate.
* * * * *
No quería pasar por el lugar donde conocí a Tin Tin Ban Sunia. Me preguntaba si otro sendero me llevaría, dando un rodeo, a las Mesas de Yzebel; pero me sentí obligada a pasar por la tienda de la esclava. Vi otra cesta de bolitas de algodón sobre la pequeña estera, y su rueca de hilar estaba a un lado. Ella no estaba, y el lugar parecía desierto.
Tras pasar por la tienda, alguien me habló a mi espalda. Me giré, casi perdiendo el equilibrio, y la carga de pan.
—Me has asustado.
—Lo siento.
Esas fueron las suaves palabras de Tendao.
El costado me dolía más que antes, pero no quería contarle a nadie lo que había pasado. Aproveché para descansar, dejé mi carga en la hierba junto al sendero y pensé en cuánto se parecía Tendao a Hannibal, salvo que Tendao no tenía la fuerza de autoridad que vi en Hannibal. Obolus, aunque elefante, era un macho también; más fuerte que cualquiera de los otros, pero luego se asustaba por cosas pequeñas, como yo.
—¿Irás a Lotaz por mí? —me preguntó Tendao.
Dudé, no quería volver a verla. Pero sabía que Tendao tenía problemas para hablar con la gente, y me había ayudado, así que no debía dudar.
—Por supuesto.
Me ofreció un objeto.
—Esto debe llegarle antes del atardecer.
Cuando lo sostuve, era mucho más pesado de lo que esperaba.
—¿Qué es esto?
—Es nuestra diosa, Tanit. Lotaz la quiere para su altar.
La figura era linda y elegante, los brazos tallados en ónix negro, con piedras azules pulidas para los ojos. Las dos perlas que Lotaz me había dado la noche anterior eran ahora pendientes colgantes. La diosa Tanit estaba sentada en un trono que se erigía sobre una base cuadrada, todo del mismo bloque de piedra.
—¿Tú hiciste esto? —le pregunté, mirándole.
—La escultura ya estaba terminada hace días. Solo necesitaba las perlas para completarla.
—Es hermosa. —Entonces vi algunas palabras talladas en la base—. ¿Sabes cómo hacer palabras?
—Sí, más o menos.
—Dime las palabras.
—«Yo soy Tanit tu diosa tu Tanit soy yo» —leyó Tendao.
—¿Me enseñarías?
Tendao me miró por un momento, luego miró hacia otro lado, al sendero. Finalmente, se volvió hacia mí.
—¿Y tú por qué…? —Bajó la voz—. ¿Por qué quieres aprender palabras?
—Quiero aprender sobre todo. Palabras, elefantes, gente.
—Te enseñaré, pero debes prometer que nunca se lo dirás a nadie. Los sacerdotes prohíben que cualquier persona fuera del templo sepa leer y escribir. —Señaló cada grupo de símbolos en la estatua mientras los pronunciaba—. ¿Notas algo especial en el patrón de las palabras?
Los miré de nuevo pero no entendí.
—Lo siento, Tendao, no sé leer. Solo veo que algunas palabras se repiten.
—Eres más brillante de lo que crees, amiga mía. Sí, las palabras se repiten. —Volvió a leer, esta vez empezando por el extremo izquierdo de la línea en lugar del derecho, pero sonaba exactamente igual—. Ves, se lee igual, hacia adelante y hacia atrás.
—Es increíble, Tendao. ¿Todas las palabras se escriben de esa manera?
—No, no todas.
Entonces recordé mi pulsera.
—¿Puedes leer esto?
Sujeté la estatua con el codo derecho y extendí la muñeca izquierda para que él la viera. Sus ojos se abrieron de par en par al girar el brazalete de mi muñeca para examinar las finas tallas.
—¿De dónde has sacado esto?
—Uno de los soldados lo dejó en una mesa de Yzebel anoche. Ella me lo dio.
—Esto no fue hecho aquí ni en Cartago. —Examinó el otro lado—. Ningún artesano de esta región puede hacer un trabajo de esta calidad.
—¿Puedes leer las palabras?
—¿Palabras? —preguntó—. ¿Dónde?
—Alrededor del círculo en la parte superior, palabras muy pequeñas.
—Ah, sí. Ahora las veo. Estas palabras son nuestras, pero el artesano no es de los nuestros.
—Di las palabras para mí.
—«Todos los elefantes regresan a Valdacia» —dijo Tendao.
—¿Valdacia?
—Sí, y hay más. —Inclinó la cabeza para leer el resto, siguiendo alrededor del círculo, de derecha a izquierda—. «No importa cuán lejos marchen».
—¿Qué es Valdacia? —pregunté.
—Nunca he oído hablar de ese lugar.
—«Todos los elefantes regresan a Valdacia» —repetí—. ¿Cómo era el resto?
—«No importa cuán lejos marchen».
—«Todos los elefantes regresan a Valdacia, no importa cuán lejos marchen» —repetí la frase y saqué la muñeca de su mano para ver las palabras por mí misma. Mientras entrecerraba los ojos ante la luz que titilaba, me di cuenta de que el sol pronto se iría del cielo—. ¡Oh, no! —dije—. Debo volver rápido a las Mesas de Yzebel.
—Sí —dijo Tendao—. Se está haciendo tarde.
—Vigila el pan mientras voy a darle la estatua a Lotaz.
—Claro.
Corrí por el sendero, sosteniendo la estatua de Tanit. El dolor en mi costado era casi insoportable, pero tenía que apurarme.
Cuando llegué a la tienda de Lotaz, su gran esclavo estaba sentado en la alfombra, con las piernas cruzadas y los antebrazos apoyados en las rodillas. Se puso de pie cuando yo dejé de correr.
—Entonces —dijo—, regresa la chica elefante.
—¿Chica elefante?
—He oído cómo revolucionaste a todos los elefantes de Elephant Row.
—Yo no los revolucioné.
—¿En serio? —Sonrió, y noté que no quería herirme; solo bromeaba.
—Bueno —dije—, hubo un poco de alboroto.
—Un poco de alboroto a veces es algo bueno.
—¿Cómo te llamas?
—Soy Ardon. ¿Y tú?
—Liada. —Me gustaba Ardon y pensé que podría ayudarme—. Quiero hablarte de una esclava, pero debo volver rápido a las mesas de Yzebel. ¿Puedo darle esto a Lotaz ahora? Es de Tendao, lo prometido por la jarra de vino de pasas.
—Lotaz no está aquí en este momento. Se ha ido a ver a Artivis. ¿De qué esclava hablas?
—La que convierte el algodón en hilo, en la tienda que está por ahí atrás. —Hice un gesto inclinando la cabeza.
—¿Una así de alta? —Sostuvo la mano plana, con la palma hacia abajo—. ¿Ojos oscuros?
—Sí —dije.
—¿Qué pasa con ella?
—Por favor, debo irme ahora. ¿Le darás esto a Lotaz cuando vuelva? —Le tendí la estatua—. Mañana te hablaré de la chica esclava.
Tomó la figura, y corrí de vuelta hacia Tendao. Le dije que Lotaz no estaba.
—Salió a ver a alguien llamado Artis.
Tendao pareció sorprenderse por esta noticia.
—¿Quieres decir Artivis?
—Sí, Artivis. Su esclavo me dijo que Lotaz fue a su encuentro.
—Tengo que irme.
Se fue corriendo, por el sendero.
* * * * *
Cuando llegué a las Mesas de Yzebel con el pan, ya había atardecido pero aún había algo de luz. Ninguno de los soldados había llegado todavía.
—Llevas un buen bulto —dijo cuando lo dejé en una mesa.
—Sí, Bostar nos dio once panes por una sola cadena pequeña. —Le entregué el bolso y luego, sin pensarlo, me presioné con la mano el costado derecho.
—¿Por qué haces eso?
—Oh —dije, quitando la mano para desatar el paquete de pan—. No es nada.
Si le dijera lo que había pasado con el gordo de Stonebreak Hill, no me mandaría a hacer más recados. O incluso insistiría en que Jabnet me acompañara. Quería probarle que podía trabajar por mi cuenta sin problemas.
Yzebel abrió el monedero y echó las monedas de cobre restantes y el par de pendientes en la palma de su mano. Sonrió.
—Lo hiciste bien con Bostar. —Metió todo en su bolso y apretó el cordón—. Ahora vamos a trabajar. Los soldados estarán aquí pronto.
Jabnet tenía un cerdo asándose en el segundo fuego, así que me puse a encender las lámparas. Después, rebané melones amarillos y saqué las semillas, y me sentí muy aliviada de que Yzebel no me hubiera preguntado por qué había tardado tanto en conseguir el pan.
—Por favor, pela esos cacahuetes por mí —me dijo desde el lado del hogar, donde cortaba zanahorias para el guiso—. Pon un cuenco lleno en cada mesa y espolvoréalas con sal. Pero solo un poco. La sal es preciosa hasta que los próximos bueyes crucen el desierto.
Terminé con los cacahuetes y puse ocho cuencos de barro vacíos en cada mesa, junto con cucharas de madera, como si los hombres las fueran a usar.
Justo después del anochecer llegaron dos soldados pidiendo la cena. Llené sus cuencos con estofado y les serví rodajas de melón, junto con pequeños trozos de pan. Vinieron más, y pronto todas las mesas estaban ocupadas. Me apresuré de un soldado a otro con los jugosos cortes que Yzebel iba sacando del cerdo asado.
—¿Vendrá Hannibal esta noche? —le pregunté mientras sostenía un cuenco para atrapar una loncha que Yzebel apuraba del hueso.
—No. Probablemente esté cenando con esa mujer, Lotaz.
La miré.
¿Esa mujer? ¿Qué quiere decir? ¿Y he podido percibir una cierta inquina en las palabras de Yzebel, como si Lotaz fuera una criatura diferente a ella?
Justo cuando estaba a punto de preguntarle qué quería decir, un hombre hambriento gritó exigiendo más carne.
Durante toda la noche, los soldados no pararon de entrar y salir. Busqué a Hannibal, pero no vino. Al final, solo quedaron tres. Se tomaron mucho tiempo en consumir su comida y bebida, hablando de una gran expedición que se preparaba para Gadir, en Iberia. Yo no sabía nada de Iberia, así que decidí preguntarle a Yzebel sobre ello más tarde.
En algún momento después de la medianoche, aquellos últimos tres hombres se fueron. Yzebel, Jabnet y yo comenzamos a limpiar las mesas.
—Bueno —dijo Yzebel—, al menos nos dejaron un poco de comida esta noche.
Recogimos las monedas y joyas de las mesas, y luego nos sentamos los tres a cenar.
—¿Dónde está Iberia? —le pregunté a Yzebel.
Antes de que pudiera responder, cuatro hombres borrachos se acercaron tambaleándose por el camino, mirando hacia nosotros.
—¡Ajá! —gritó uno de ellos—. Mirad eso, amigos míos. Es la mismísima chica elefante. —Me señaló y se rio—. Llamemos al poderoso Obolus, y ella lo hará bailar sobre las mesas para entretenernos esta noche.
Reconocí al hombre. Era la última persona que quería ver.
Capítulo Nueve
Los cuatro soldados tropezaron con una mesa y cayeron sobre los bancos. Derribaron una lámpara y el aceite se incendió y se extendió rápidamente por la mesa, provocando un pequeño fuego y varias carcajadas. Jabnet retrocedió y yo también, sin saber qué hacer.
Yzebel se quitó el andrajoso delantal y sofocó las llamas con él. Los hombres aplaudieron su ingenio, y luego golpearon la mesa pidiendo comida y bebida.
Jabnet reemplazó la lámpara rota y les dio los últimos tres cuencos de comida. Cuando llevé uno vacío a la mesa para que compartieran con el cuarto hombre algo de estofado, ya habían engullido lo que iba a ser nuestra cena.
—¡Cuidado! —gritó el hombre que yo había reconocido—. La fea niña elefante nos derribará, como hace con todas las bestias del bosque.
Sus amigos encontraron este comentario muy ingenioso, y aparentemente Jabnet también, porque se rio a mis espaldas. El soldado bocazas era el mismo que se burló de mí cuando Obolus me sacó del río. Sus ojos grises y brillantes estaban demasiado cerca de una nariz retorcida, y sus escasos dientes estaban torcidos, rotos y amarillos. Su pelo parecía un brote de hierbas muertas, y me pregunté por qué no era rojo como su barba desaliñada. No me gustaban ni él ni sus amigos y quería que dejara de llamarme «chica elefante».
Sabía que era más prudente irme, pero en vez de eso le lancé mi mirada más fiera. Siguió riéndose de mí.
—Oh oh —dijo otro de los soldados. Tenía los tres dedos medios de la mano izquierda amputados, quedando solo el pulgar y el meñique, que usaba como un cangrejo—. Ten cuidado, Sakul, te hace mal de ojo.
Hizo clic en sus dedos de cangrejo hacia mí.
Más risas. Estaba tan cerca de Sakul que su mal olor me ponía enferma. Podía fácilmente alcanzarme y abofetearme o derribarme con su puño, como el gordo hizo con Tin Tin Ban Sunia. Pero también yo podía golpearle o arañarle la cara, y lo iba a hacer si no se callaba. Tenía los puños tan apretados que sentía que las uñas me cortaban las palmas de las manos.
—¡Liada! —gritó Yzebel desde el hogar—. Ven a ayudarme.
Miré fijamente los ojos de comadreja de Sakul, dándome cuenta de que eran frívolos y vidriosos, igual que su bobo cerebro.
Al alejarme de la mesa, oí a uno de los hombres decir:
—Apenas escapaste con vida, Sakul.
—Corta esos dos últimos melones para ellos —dijo Yzebel—. Y veré si puedo rebanar un poco más de carne de los huesos de este pobre cerdo.
Cogí un cuchillo de la chimenea.
—No les daremos vino. Ya han tenido suficiente.
Jabnet se rio y fue a otra mesa, recogió una jarra de vino de pasas y cuatro tazones de bebida para los hombres.
Metí mi cuchillo en un melón gordo para abrirlo. Después de sacar las semillas y tirarlas a la tierra, clavé el cuchillo en otro.
—Liada —dijo Yzebel en voz baja. La miré—. Creo que esos melones ya están muertos —dijo, guiñándome el ojo.
Sí, me había ensañado con ellos. Llevé las cuatro mitades amarillas a la mesa, las corté en pedazos y las arrojé al espacio entre los hombres. Parecía que les gustaba comer como animales, compitiendo entre ellos por ver quién podía hacer los ruidos más desagradables. Quizás un abrevadero en el suelo se adecuaría mejor a sus hábitos alimenticios.
—No queda mucho, muchachos. —Yzebel tomó lonchas de cerdo asado con sus dedos y dejó caer la carne en sus cuencos—. Habéis llegado un poco tarde a la cena.
Cuando se inclinó sobre el extremo de la mesa para alcanzar un cuenco, Sakul puso la mano a su lado.
—Tu buena comida no es lo único que alimenta el apetito de un hombre.
Yzebel se enderezó, y pensé que había retirado la mano para darle una bofetada, pero solo se colocó un mechón de pelo suelto detrás de la oreja. Para mi sorpresa, le dio una dulce sonrisa.
—Sakul —dijo Yzebel—, pensé que tu único placer era tirar tu lanza y saquear aldeas indefensas.
Dos de sus camaradas estallaron en risas y, después de un momento, el de la mano de cangrejo se unió a ellos en las carcajadas, agitando su mano deforme como si estuviera agarrando moscas en el aire.
—Tirar la lanza está bien —dijo Sakul—, pero no es mi único talento.
Esto provocó murmullos de admiración de sus compañeros, y luego risas.
No encontré nada gracioso en su comentario. Miré a Jabnet mientras se reía con los borrachos, fingiendo entender las bromas de los adultos.
—Liada —dijo Yzebel—. Trae a estos distinguidos lanceros una barra de pan.
Le sonrió una vez más a Sakul, y luego los dejó que comieran.
Cuando dejé caer el pan en su mesa, Sakul me agarró la muñeca y me la retorció, forzándome a arrodillarme. Apreté los dientes y le miré fijamente, negándome a gritar.
—Incluso una esclava ignorante sabe cortar el pan de un hombre —gruñó—. Debería romper tu…
—¡Basta, Sakul! —Yzebel se apresuró a volver a la mesa—. Suéltala.
Sakul se giró para mirar a Yzebel, que lo miraba con desprecio. Su mano derecha, detrás de él, estaba fuera de su vista. Después de un momento, sonrió y me soltó la muñeca, empujándome hacia el suelo.
—¿Conoces a Tashid y a Glotel? —le preguntó Yzebel.
Me levanté y me froté la muñeca por la espalda, y luego me acerqué a Yzebel.
—Sí —dijo Sakul—, conozco a esos dos cabezas de melón. —No me quitó los ojos de encima—. Son arqueros no oficiales de la segunda tropa.
—¿Y dónde toman cenan?
—En las Mesas de Soja, supongo.
—¿Qué les da Soja? —preguntó Yzebel.
—Carne seca de caballo y pan duro. —Sakul miró su cuenco de tierno lechón asado—. Lo mismo que a todos los que van a las mesas de su corral.
—¿Alguna vez les da estofado de cordero?
—No.
—¿Y qué beben?
—Ese asqueroso vinagre de higo al que llama vino.
—Sí —dijo Yzebel—. Esos dos arqueros ya no son bienvenidos en mis mesas porque son pendencieros, groseros e insolentes. Tu nombre también va a estar en esa lista si vuelves a poner la mano sobre mis hijos o los tratas como esclavos.
Sakul murmuró algo y tomó un trago de su vino.
—Puedes tratarme como quieras, pero no toques a mis hijos —continuó Yzebel, poniéndome la mano libre en el hombro—. ¿Me entiendes, Sakul?
Golpeó su cuenco vacío sobre la mesa y cogió la barra de pan.
—Por supuesto. —Me entregó el pan a mí—. Ahora, ¿podría la querida niña elefante por favor cortar mi pan?
Su tono era un poco demasiado dulce, pero tomé el pan y me dirigí hacia la chimenea para buscar un cuchillo.
Yzebel me detuvo.
—Toma —dijo—, entregándome el cuchillo que había sostenido a la espalda de Sakul.
Sus ojos se abrieron de par en par al ver el cuchillo que venía por detrás, pero luego se rio y dio un golpe en la mesa, haciendo rebotar los cuencos y la lámpara en los tablones de madera.
—¡Yzebel! —gritó—. Deberías venirte a nuestra próxima batalla. Podríamos pasar un buen rato juntos.
—Sí, Sakul. Cuando tú aprendas a cocinar, yo aprenderé a matar gente.
Esto les pareció gracioso a los hombres, pero no creí que fuera broma.
Yzebel regresó a la cocina.
Después de cortar el pan, empecé a limpiar las mesas, manteniéndome alejada de los hombres.
Cuando Sakul pidió otro cuenco y una brasa encendida del fuego, miré a Yzebel, que asintió con la cabeza para que lo hiciera. Usé un palo para sacar un carbón ardiente y meterlo en el cuenco, preguntándome qué pretendía. Lo llevé a la mesa y lo dejé, acercándolo hacia Sakul. Él me puso su sonrisa de lobo, luego lo alcanzó, desató una bolsa de su cinturón y sacó un puñado de hojas secas, que despedazó en el cuenco sobre la brasa caliente mientras sus amigos observaban con creciente interés. Luego lo levantó hasta sus labios y sopló suavemente hasta que un grueso humo gris se extendió por el aire. Inhaló profundamente el humo y cerró los ojos. Después de contener la respiración por un momento, abrió los ojos y pasó el cuenco a uno de sus amigos. El otro repitió el ritual, y un tercero extendió la mano para ser el siguiente.
Olí el humo; apestaba como un animal muerto. Sentí que se me revolvía el estómago y tuve que salir. Volví para limpiar las mesas mientras los hombres se reían y mofaban de cada tontería que decía alguno de ellos.
Soporté la escandalera de los hombres hasta que se acabó la comida y el vino. Finalmente, se levantaron de la mesa y se alejaron tambaleándose. Escuché a Sakul decir algo sobre una visita a Lotaz. Sus tres amigos aceptaron con entusiasmo.
Cuando el sonido de sus voces se perdió por el camino, Yzebel entró en la tienda y yo recogí lo que los cuatro hombres habían dejado como pago por su cena. No era mucho; una pequeña moneda de plata, una cadena de oro con una piedra azul colgante y tres monedas de cobre. Las añadí al resto de las ganancias de la noche en la primera mesa.
—Mira lo que tengo —dijo Yzebel.
Me volví y mis ojos se abrieron de par en par ante lo que me mostraba.
—Has salvado una barra de pan.
—Sí —dijo Yzebel con una sonrisa—. Como hiciste tú anoche.
Disfrutamos comiendo nuestro pan tranquilos mientras clasificábamos los artículos que quedaban en las mesas.
—¿Qué era esa cosa horrible que Sakul quemó en su cuenco? —le pregunté a Yzebel.
—Hojas de la planta del cáñamo. El humo emborracha a los hombres más que el vino.
—Me hizo enfermar.
Jabnet apuntó su barbilla hacia mí y le dijo a Yzebel:
—Ella no es tu hija.
Lo miré fijamente, tratando de entender lo que quería decir. Entonces recordé a Yzebel diciéndole a Sakul que no tocara a sus hijos.
Yzebel arrugó su frente y estudió la cara de su hijo por un momento.
—Ella es mía si quiere. —Me hizo un guiño.
Sonreí y asentí, tomando otro bocado de mi pan. Por mí, Jabnet podía quedarse todo el montón de monedas y joyas, Yzebel acababa de darme algo mucho más valioso.
Terminamos nuestra escasa cena y luego el malhumorado Jabnet se fue a la cama sin siquiera dar las buenas noches a su madre.
—Buenas noches, Jabnet —susurró ella mientras cogía una pequeña moneda y la dejaba de nuevo en la mesa.
—¿Quién dejó esto? —me preguntó, sosteniendo una pieza de joyería.
—Sakul.
—¿En serio?
—Sí.
—Acerca la lámpara. Quiero ver algo.
Llevé la lámpara hacia Yzebel, y ella observó la cadena de oro con la pequeña piedra azul delante de la llama. Sonrió y la movió lentamente para que se interpusiera entre la luz parpadeante y yo.
—¡Yzebel! —grité—. ¡Una estrella!
Ella sonrió.
—Una estrella perfecta —dije, contando con los dedos—. Con seis puntos que salen así. —Con la luz atravesándola, la piedra azul pálido se convertía en un brillante azul-verde, como el agua y el cielo mezclados—. Es una estrella de zafiro, del lejano este, de las mismas tierras de donde provienen las especias. Esta es una piedra muy valiosa.
Yzebel me miró fijamente, obviamente sorprendida por mis palabras. La miré y después a la piedra otra vez.
—¿Cómo puedes saber eso? —preguntó, estudiando el zafiro.
Me encogí de hombros y agité la cabeza.
—No tengo ni idea. Salió solo de mi boca.
—Una cosa es segura, has visto una piedra como esta antes.
—Sí, pero ¿dónde?
—Conoces la piedra por su nombre, de dónde viene, y algo sobre su valor.
Asentí, pero estaba desconcertada.
—Ese cabeza de buey de Sakul ni siquiera sabía lo que tenía.
Yzebel me levantó una ceja.
—¿No crees?
—Dudo que sepa distinguir un zafiro de los nudillos de un cerdo. Pensó que nos había dejado una baratija sin valor.
—Tal vez nos dio su posesión más valiosa.
Le levanté una ceja a Yzebel, haciéndola reír.
—Mañana —dijo—, iremos a Bostar y veremos qué piensa él de esto.
—Sí, podría darnos veinte panes por ese zafiro.
—¡Ja! Si es un zafiro estrella como dices, podría cambiarnos toda su panadería por él. Hornos, mesas, carros de bueyes, tienda y todo.
—¿En serio? —Pensé por un momento—. Entonces podríamos hornear nuestro propio pan y cambiar los panes por algodón.
—¿Algodón? ¿Por qué algodón?
—Para hacer hilo.
—No sé nada de hilar. ¿Y tú?
—Podría aprender.
—Averigüemos lo que vale esta piedrita antes de ir a hornear pan y hacer hilo —dijo.
* * * * *
Esa noche esperé a que Yzebel durmiera profundamente antes de escabullirme.
Cuando llegué a la tienda de la esclava, el cesto de algodón y la rueca habían desaparecido. No sabía qué pensar, si bueno o malo, pero algo había pasado desde que pasé por allí con el pan antes del atardecer.
Me tomó un solo instante decidir qué hacer. Con la mano en el costado, corrí por el sendero que subía la ladera de Stonebreak Hill y entré en el bosque. Seguí el camino que Tin Tin Ban Sunia y yo habíamos tomado con la cesta de hilo y llegué a la cabaña solitaria donde vivía el gordo peludo.
La luz de la luna proyectaba sombras negras a lo largo del camino. Corrí hacia uno de los árboles y me apreté contra el tronco, escondiéndome tras él para ver la cabaña. Los únicos sonidos que se oían eran los ladridos de un perro en algún lugar del campamento principal y mi respiración jadeante. Nada se movía en ningún sitio. Corrí a otro árbol más cercano a la puerta principal y me quedé completamente quieta, escuchando. Nada, ni un sonido del interior.
Me agazapé al lado de la cabaña y me asomé a una ventana, pero estaba cerrada. Después, me dirigí a la parte de atrás y encontré otra ventana con los postigos abiertos. Me acerqué con cuidado al borde para mirar dentro, pero estaba muy oscuro. Pasé por debajo para mirar desde el otro lado, seguía sin ver nada. Me aplasté contra la pared y escuché. Percibí un sonido débil, como una respiración pesada, pero quizá era solo mi propia respiración entrecortada y el latido de mi corazón.
Si hubiera sido más valiente, me habría deslizado dentro y tratado de encontrar a Tin Tin Ban Sunia en la oscuridad, pero solo habría logrado que la golpearan de nuevo.
Corriendo de una sombra de árbol a otra, llegué al sendero y bajé al campamento completamente abatida.
* * * * *
En Elephant Row, encontré a Obolus comiendo heno a la luz de la luna.
—Hola, Obolus.
Parecía no registrarme, buscaba más heno. El hecho de que estuviera tranquilo teniéndome cerca era buena señal. Y yo sabía lo que le complacería.
—Vuelvo enseguida.
Miré a ambos lados del sendero para asegurarme de que no había nadie, y corrí por el camino para coger un enorme melón de rayas verdes. Era tan grande que apenas podía con él.
Cuando volví a Obolus, levantó la trompa y abrió la boca, pero el melón era demasiado pesado y no lo podía levantar tanto. Pensé en dejarlo caer al suelo para abrirlo de golpe y darle los pedazos, pero entonces se perderían los jugos que tanto le gustaban. Levanté el melón, y esta vez él lo enroscó en la trompa, y juntos se lo metimos en la boca. Inclinó la cabeza hacia atrás, aplastando el melón como un gran huevo. Una vez comido, me rozó con la trompa y casi me derriba.
—Obolus —dije, riendo—. Mejor no me empujes mucho.
Agarré su colmillo con ambas manos, tirando tan fuerte como pude. Subió la cabeza, levantándome del suelo. Me reí a gritos, y él me bajó suavemente al suelo.
—Desearía poder subirme a tu cabeza y montar en tu espalda como hacen los mahouts. —Le di una palmadita en la cara—. ¿Y por qué no estás durmiendo? Es muy tarde, ya lo sabes.
Cuando alcanzó más heno, fui al otro lado de su almiar y cogí un objeto con forma de ladrillo.
—¿Qué es esto, Obolus?
Lo levanté para que pudiera verlo. Era una especie de comprimido que contenía zanahorias, dátiles y aceitunas, junto con otras verduras verdes y amarillas.
Obolus dejó caer su heno y alcanzó el ladrillo. Se lo puso en la boca, lo mordió y se lo tragó.
—Bueno, espero que sea lo que se supone que debes comer.
Fuera lo que fuera ese ladrillo, aparentemente satisfizo su hambre porque se arrodilló sobre sus rodillas delanteras, bajó sus cuartos traseros hasta el suelo y se puso cuidadosamente de lado.
—Veo que finalmente vas a descansar un poco. —Agarré un montón de heno y lo dejé caer al suelo junto a su pecho, y él acercó la trompa—. ¡No! —Le aparté la trompa—. Es mi cama lo que te estás intentando comer.
Extendí el heno y me tumbé sobre él, apoyando la cabeza en su trompa enrollada. Dio un gran suspiro, y supe que pronto se dormiría. Me puse de costado y cerré los ojos.
Más tarde esa noche, me desperté sorprendida, ¡alguien se movió a mi lado!
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