Estás En Mis Manos
Victory Storm
Cuando Kendra tomó la decisión de acercarse a Alekséi con artimañas era consciente de los riesgos que corría, ya que aquel hombre era despiadado y no conocía el perdón, y además era lo bastante poderoso como para hacerle pagar con creces cualquier error que cometiera. Un solo paso en falso y perdía la posibilidad de obtener la información que buscaba. Pasaron varios meses desde su primer encuentro cuando de repente todo da un vuelco tras una traición que pone a Kendra en peligro y revela todas sus mentiras. Llega el momento de pasar cuentas y Alekséi está dispuesto a destruirla. Pero cuando la tiene en sus manos, descubre que ha olvidado su pasado, un pasado que esconde secretos que necesita conocer. Tendrá que escoger entre su venganza o mantener a esa mujer peligrosa a su lado, atada en corto, hasta que recupere la memoria.
Victory Storm
Estás en mis manos
Victory Storm
©2021 Victory Storm
Título original: Sei nelle mie mani
Traducción de Xavier Méndez Martínez
Editorial: Tektime
Cubrir: Diseño gráfico Victory Storm
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Cuando Kendra tomó la decisión de acercarse a Alekséi con artimañas era consciente de los riesgos que corría, ya que aquel hombre era despiadado y no conocía el perdón, y además era lo bastante poderoso como para hacerle pagar con creces cualquier error que cometiera. Un solo paso en falso y perdía la posibilidad de obtener la información que buscaba. Pasaron varios meses desde su primer encuentro cuando de repente todo da un vuelco tras una traición que pone a Kendra en peligro y revela todas sus mentiras. Llega el momento de pasar cuentas y Alekséi está dispuesto a destruirla. Pero cuando la tiene en sus manos, descubre que ha olvidado su pasado, un pasado que esconde secretos que necesita conocer. Tendrá que escoger entre su venganza o mantener a esa mujer peligrosa a su lado, atada en corto, hasta que recupere la memoria.
Capítulo 1
Kendra
—Danielle, ven aquí —me dijo Alekséi con su estilo autoritario y precipitado que me ponía bastante de los nervios.
Me habría gustado responderle que no, que no haría lo que él quería, pero esas palabras estaban prohibidas si quería permanecer cerca de él. Así que esbocé mi mejor sonrisa y me acerqué lánguidamente. Realizaba cada paso con una lentitud calculada mientras lo desafiaba con la mirada, consciente de que esa actitud podía mermar su paciencia ya de por sí bastante limitada.
En vez de permanecer de pie delante de él como esperaba, me apoyé con desdén sobre su escritorio de caoba y paseé mis manos sobre la pila de documentos que tenía detrás. Yo sabía que lo irritaba con mi arrogancia y eso me divertía. Disfrutaba con esos breves instantes de petulancia, plenamente consciente de los riesgos a los que me exponía. Pero me daba igual y estaba segura de que era más fácil obtener su confianza con esos pequeños movimientos de rebeldía que mediante una actitud de sumisión dócil.
—Siéntate en mis rodillas —exclamó él con irritación.
Obedecí, reteniendo un suspiro de descontento.
En ese mismo instante me puso las manos en el cuerpo y los labios en el cuello. Detestaba su boca, sobre todo desde que descubrí el placer que esta me procuraba, tanto que hasta empecé a coger miedo. Miedo de vivir sentimientos erróneos que me turbaban y me fascinaban a la vez.
Habría querido huir, pero eso me era imposible. Cuando tomé la decisión de acercarme a ese hombre fui consciente de que tendría que rebajarme a su nivel, con la posibilidad de cometer un paso en falso. Acepté ese riesgo. Habría hecho lo que fuera para llegar hasta él y hasta todo lo que lo rodeaba, como esos diamantes que tenía en una cajita de terciopelo azul abierta encima del escritorio.
—¿Te gustan estos diamantes? —me preguntó una vez, apartándose de mí.
—¿Por qué me lo preguntas?
Esa insinuación me preocupó, mientras sentía cómo sus manos subían por debajo de mi falda hasta el elástico del tanga.
—He notado que los observabas desde que has entrado en esta sala. Parece que estás muy interesada en ellos —prosiguió sin inmutarse, a pesar del mordisco que le asesté en la muñeca para intentar apartarlo de mí.
—Es un hecho: todas las mujeres quieren ser cubiertas de joyas —le respondí, fingiendo indiferencia a pesar del sobresalto provocado por el arañazo del encaje que cubría mis partes íntimas, dejándome una marca en la piel.
Siempre era así con Alekséi: parecía concentrado en lo que decía, poniendo a su interlocutor a la defensiva; pero era demasiado tarde cuando veías que hacía caso omiso.
—¿Tú también? —me susurró al oído, besándome en el cuello y deslizando la mano entre mis piernas prietas.
Estaba tan incómoda que ya no entendía si se trataba de diamantes o de otra cosa.
—Por supuesto —conseguí responderle antes de que me asaltara su boca, que con violencia tomó posesión de mis labios.
—¿Y cómo es que nunca te he visto llevar una joya así? —siguió él con su frialdad habitual de la cual siempre hacía gala, razón por la que yo lo odiaba.
—¿Qué quieres que te diga? Ningún hombre se ha dignado a regalarme ninguna —respondí con acidez, acercando la mano a la cajita de terciopelo azul oscuro. Pero antes de que pudiera alcanzar los diamantes, Alekséi, cogiéndome por la muñeca, me giró hacia él.
—No son para ti —me advirtió, fulminándome fríamente con la mirada.
—¿Entonces para quién son? —pregunté, me picaba la curiosidad.
—Eso no te importa —cortó él por lo seco, y cogiéndome por las caderas, me inclinó sobre el escritorio.
—¿Te estás tirando a otra? —mascullé, esforzándome por liberarme. ¡Jamás habría permitido que otra persona supusiera un obstáculo para mis fines!
Él se echó a reír:
—¿Celosa?
—No me gusta compartir, deberías saberlo.
—¿Sólo hemos follado una vez y ya te crees que eres la única afortunada?
Evité responder lo mucho que me había costado entregarme voluntariamente a él, y esto sin tener en cuenta las marcas de las cuerdas con las que me había atado, ni todo el tiempo que se me habían quedado impresas en las muñecas.
Me costó más disimular el temor de estar enteramente a su merced que mi falta de excitación. Lo único que en ese momento me dio fuerzas para no tirar la toalla eran esos diamantes, precisamente, así como su origen, hasta el cual quería llegar.
—Llevo ocho meses trabajando para ti —le recordé.
—¿Y qué?
—Me he entregado a ti, imaginaba que era importante para ti, y al final descubro que existe otra —espeté con una indignación fingida.
Sin creerse esa escena de celos, me preguntó:
—¿Qué quieres, Danielle?
El hecho es que la máscara de hielo tras la cual me ocultaba habitualmente, y que me mostraba insensible e indiferente ante todo, no aportaba credibilidad a esa escena digna de un folletín sentimental.
—Te quiero a ti —murmuré, mirándolo fijamente y poniendo mis labios en los suyos con impetuosidad.
Fue un beso de enfado, todo cuanto podía sentir en ese momento… Enfado por haberme tenido que acostar con él, enfado por tener que mentir cada día, mientras que en el fondo sólo aspiraba a acceder a sus recursos ilimitados y apropiarme de sus contactos, antes de esfumarme y desaparecer por completo.
—Entonces ponte de rodillas y chúpamela —me desafió mientras me seguía palpando con las manos.
—¡No soy tu puta! —renegué irritada, porque no había logrado sonsacarle ni una pizca de información, y también por su manera de manipularme y provocar mi goce contra mi voluntad.
—¿Qué pasa, Danielle, ya no estás disponible? Esta vez no debes distraerme como cuando te sorprendí metiendo las narices en lo que no te incumbe —me murmuró al oído, y, cogiéndome por el pelo, acercó su rostro al mío.
Me mordí el labio por preocupación y enfado. Me pilló justo cuando estaba a punto de saber quién era su contacto. Me acordaba muy bien de aquel episodio, tres días atrás en aquella misma sala…
Mi fachada iba a derrumbarse en cualquier momento, leí la sospecha en los ojos de Alekséi y entendí que había cometido un error imperdonable. La única salida para que no me cazase y perdiera todo lo que había hecho para llegar hasta ahí fue besarlo y darle lo que deseaba desde el día de nuestro primer encuentro. Dejé que me follase contra la biblioteca situada a tres pasos de allí. Hasta me ató con unas cuerdas y me colgó de un gancho que había por encima de la estantería. Consciente de que me estaba poniendo a prueba, le dejé hacer.
Conseguí no mover ni un músculo a pesar del terror que, cual veneno mortal, me iba invadiendo todas las fibras del cuerpo. Me dejé atrapar a su antojo, sin reaccionar a sus maneras bruscas y salvajes. En ese preciso momento sentía que él iba a hacer lo mismo. Me habría gustado irme, sabiendo que en el fondo él habría aceptado porque era un caballero. Pero sus insinuaciones me pesaban como una espada de Damocles colgada encima de mi cabeza, así que le dejé hacer.
—Me decepcionas, Alekséi. No ves la diferencia entre una mujer que quiere follar contigo y una que quiere engatusarte —le provoqué, consciente de firmar mi sentencia de muerte.
—Necesitas que te den una buena lección —murmuró con una voz ronca, inclinándome en el escritorio.
Me cogió firmemente por el pelo, mientras que con la otra mano me subía la falda y se bajaba los pantalones antes de arrancar definitivamente lo que me quedaba de ropa interior. Me separó las piernas y antes de que pudiera enderezarme, sentí cómo me penetraba con gran ímpetu, colmándome más de lo que me imaginaba.
Grité de pavor.
Intenté rebelarme, pero cuanto más forcejeaba, más su miembro me penetraba furiosamente y hasta el fondo.
—Me encanta que seas siempre tan acogedora y estés tan mojadita —susurró con una voz grave, mientras empezaba a moverse más rápido.
Detestaba sus palabras porque eran ciertas. Nadie nunca me había follado de aquella manera, y aunque lo despreciaba, me sometía y me hacía sentir inferior a él. La verdad es que me gustaba, y en el fondo me excitaba más de lo que jamás me habría imaginado.
De repente sentí sus manos recorriéndome el costado hasta llegar a los pechos, que me asomaban por el escote. No podía verlo, pero sentí que me apretaba los pezones con los dedos y los trituraba hasta volverlos turgentes y duros, provocándome un malestar agradable cuando rozaban con la madera del escritorio a cada embestida.
—Alekséi —murmuré, presa de un deseo incontrolable, mientras él, retornando las manos a mi torso, las deslizaba entre mis muslos hasta llegar al botoncito, al que prodigó el mismo trato que a mis pezones.
En unos segundos mi cuerpo se contrajo bajo los espasmos de un orgasmo que me golpeó con la violencia de una tormenta.
—Basta, te lo ruego —le supliqué, mientras sentía que se me contraía todo el cuerpo alrededor de su pene, que continuaba perforándome la vagina, y no dejaba de hacerme cosquillas con las manos.
—Soy yo quien decide cuándo parar —me advirtió con una voz dura e inflexible—. Quiero que disfrutes de nuevo.
—No puedo más —jadeé mientras mi cuerpo se dejaba llevar de nuevo entre las manos de Alekséi.
Entonces sentí que venía contra mí. Suspiré de satisfacción, esperando que esa tortura llegara a su fin. Pero me encontré de nuevo movida hacia adelante, con una mano suya sobre mi pecho y la otra a la altura del clítoris.
Excitada por el orgasmo que todavía palpitaba en mi interior y por sus dedos que jugueteaban entre mis piernas, sentí cómo otro orgasmo me recorría entera.
—Está bien, mi pequeña babushka —dijo sonriendo, liberándome de su cuerpo.
Me vestí precipitadamente, intentando borrar de mi memoria lo que acabábamos de hacer. El tanga era irrecuperable, así que lo tiré. En estas, Alekséi abrió un cajón del escritorio y sacó una cajita que me tendió.
—¿Qué es? —pregunté sentándome en sus rodillas.
—Ábrela.
Obedecí y hallé en el interior un anillo de oro blanco con diamantes engarzados. La piedra del centro era un diamante de corte brillante, rodeado de dos gotas de agua de diamantes. Era un anillo excepcional, el más bello que jamás haya visto.
—¿Qué quiere decir esto?
—Eso depende de ti.
—No soy ninguna puta —aclaré, poniéndome el anillo en el dedo anular derecho con una cierta avidez.
—Nunca dije que fuera el pago por tus servicios.
—No, pero lo has pensado.
—Pienso lo que me da la gana, haz tú lo mismo con tus cosas.
—Entonces tomo este anillo como una proposición por tu parte —lo desafié, dispuesta a hacer de su vida un infierno, al menos lo mismo que yo había vivido a su lado durante meses.
Se ensombreció repentinamente:
—¿Una proposición? ¿Qué tipo de proposición?
—De matrimonio —exclamé, incapaz de creerme mis propias palabras.
¿Cómo podía imaginarme una cosa así? ¿Acaso me estaba volviendo loca o bien el estar tan cerca de un hombre así me hacía desear cosas a las que jamás habría aspirado?
—¡¿Qué?!
—Sí, quiero, Alekséi. Quiero casarme contigo —seguí yo, disfrutando enormemente del descontento que le apareció en el rostro, antes de echarme a reír.
—¡Vete! Tengo cosas que hacer —me espetó a modo de respuesta.
—Yo también. Tengo una boda que preparar —dije como mofa.
Alekséi masculló algo en ruso que me costó un poco entender. Creo que acababa de decir que se casaría conmigo antes muerto que vivo.
—Alekséi, cariño, sabes que yo no hablo ruso. Dilo en mi lengua, por favor.
—Te he dicho que desaparezcas. Espero a alguien y quiero verme con él a solas. Tenemos que tratar de negocios.
Su tono serio y su mirada determinada me dieron a entender que el invitado esperado era una persona muy importante. ¿De quién se trataba? Necesitaba saberlo sí o sí, así que intenté ganar algo de tiempo besándolo, pero de nuevo me apartó.
—No me obligues a ser maleducado, Danielle.
—Vale, tú ganas —dije con un suspiro de rendición.
Al llegar a la puerta pude oír a Alekséi responder al teléfono y decir a los guardias que hicieran entrar al invitado. Lo dijo en ruso, pero comprendí perfectamente cada una de las palabras, y sabía que si quería pillar a esa persona necesitaría encontrar una excusa para bajar al salón pasando por el pasillo principal y la gran escalera.
Me dirigí lentamente a la puerta y salí.
En vez de regresar a la habitación que me había sido asignada, continué mi camino por el pasillo central que acababa en la gran escalera, la cual separaba en dos partes simétricas y opuestas que llevaban ambas al salón de la planta baja.
Con una verdadera satisfacción, me crucé con el invitado de Alekséi justo cuando subía por los primeros escalones de la escalinata.
Llevaba gafas de sol que le ocultaban en parte el rostro, pero tenía algo familiar. Aguardé todavía un poco más, esperando a que llegase arriba del todo de las escaleras, para pasar a su lado. Me echó un vistazo que no pasé desapercibido, pero siguió su camino, como si no hubiese pasado nada. Me habría gustado acercarme a él y hablarle, pero sabía que una actitud así habría suscitado sospechas; pero tampoco podía dejar pasar aquella ocasión única de conocer a la persona con la que Alekséi hacía contrabando de diamantes o mediante la cual los intercambiaba por otra cosa. Llevaba ocho meses esperando ese instante.
Hasta me había acostado con ese ruso para meterme en su domicilio, donde sabía que tenían lugar los encuentros más interesantes y provechosos. ¡Y ahora se me presentaba la ocasión! El hombre me rozó y yo fingí indiferencia, y cuando me fui hacia la escalera, respiré el olor de su after shave. Era un perfume especial y muy caro. Sólo conocía a un hombre que lo llevaba, un hombre con el que tuve una relación durante casi un año, una relación basada en breves encuentros episódicos de sexo, así como algunas charlas en las que hablábamos de trabajo y de nuestros sueños de gloria.
Había pasado casi un año desde nuestro último encuentro, pero de repente me vino a la mente la imagen de mi ex. El pelo rubio, los ojos azules, una mandíbula cuadrada, la nariz aguileña, estatura y peso en la media… Reprimí una exclamación: “¡Ryan!”
De repente me giré, alterada. Él también se había girado y se había quitado las gafas. Tenía el pelo más largo y llevaba barba, pero sin duda era él. ¿Cómo podía ser? Volví a pensar en aquel año con él y en los problemas que tuve… Me acordaba de todas las veces que le confié mis dudas sobre el hecho que otra persona de mi entorno iba detrás de mí.
—¿Cómo has podido hacerme esto?
Entendí en ese instante que era él quien me había puesto palos en las ruedas desde el principio. En aquel preciso instante entendí todo lo que me había manipulado y cómo se había esforzado en involucrarse en mis planes. Como por instinto, busqué la pistola que tenía escondida en el fondo del bolsillo de la falda, pero me di cuenta demasiado tarde que me la había dejado en la habitación cuando Alekséi me había llamado. Ryan hizo lo mismo y vi de repente el cañón de su arma apuntándome.
—Kendra, no te lo tomes como algo personal, pero sólo uno de los dos saldrá vivo de aquí.
—No es necesario que esto acabe así —intenté convencerlo, bajando lentamente los escalones sin darle la espalda.
Estaba claro que iba a delatarme a Alekséi, a partir de ese momento ya no tendría ninguna escapatoria. ¡Tenía que dejar la mansión a toda leche! Además, después de la humillación que había vivido, la rabia me movió a coger el teléfono móvil para llamar inmediatamente a mis contactos del exterior para decirles que no se fiaran de Ryan.
—¿Qué diablos pasa aquí? —gruñó la voz de Alekséi, desviando la atención de Ryan.
Yo tenía suficiente experiencia para entender que me habían pillado, así que hice lo único que todavía se podía hacer: cogí el teléfono y empecé a escribir un mensaje para explicar lo que pasaba.
—¡Suelta ese móvil! —gritó Ryan fuera de sí en cuanto se dio cuenta, cogiéndome poco antes de que enviase el mensaje.
Vi que Alekséi detenía a Ryan con un gesto y se dirigió hacia mí. Su mirada parecía una fina lámina gris de escarcha, dispuesta a romperse y estallar en mil pedazos, los cuales alcanzarían a cualquiera que estuviera cerca.
Unos ocho meses a su lado me habían enseñado que él no habría dudado en hacerme pagar caro cada segundo que había pasado junto a él y que yo había aprovechado para fines personales. El perdón era algo que él jamás me habría concedido. No tenía ninguna duda sobre eso. Haría lo que fuese para destruirme. Pero únicamente después de una confesión completa para descubrir hasta dónde había llegado yo actuando de aquella manera durante todo aquel tiempo.
—Dame tu móvil —resopló con una voz rara a un paso de mí, tendiéndome la mano.
Miré rápidamente la pantalla, y eché de menos los antiguos móviles donde sólo bastaba con apretar una tecla fácilmente identificable en vez de ser todo visual. Sólo tenía que apretar “Envía” con el pulgar. Iba a hacerlo, cuando la mano de Alekséi me alcanzó rápidamente. No me dio tiempo a mover el brazo para evitarlo, pero al mismo tiempo sonó un disparo en la mansión.
No vi el proyectil que venía en mi dirección, y entonces sentí un fuerte dolor a la altura del pecho que me cortó la respiración y me echó hacia atrás. Los tacones de mis zapatos perdieron el punto de apoyo y antes de que pudiera agarrarme al brazo de Alekséi, caí al vacío. Apenas pude tocar los dedos de Alekséi antes de empezar a descender hacia mi propio fin. La última cosa de la que me acuerdo era pronunciar débilmente su nombre, como una llamada de auxilio desesperada y luego… el dolor.
Sólo el dolor me hacía sentir viva, a pesar de la bala alojada a unos centímetros del esternón y los golpes contra los escalones mientras caía hasta los pies de la escalinata.
Y luego la oscuridad total.
Capítulo 2
Alekséi
Habían pasado cuarenta y ocho horas desde el episodio de locura que tuvo lugar en mi casa. Había estado horas reprochándome a mí mismo no haberme dado cuenta de la doblez de Danielle Stenton, alias Kendra Palmer. ¿Cómo había podido ser tan ingenuo? ¿Cómo no había podido darme cuenta de su auténtica naturaleza? ¡Y eso que había tenido algunas sospechas! ¿Era posible que la belleza de esa mujer me hubiera enceguecido hasta perder la cabeza y volverme estúpido y ciego?
Yo que siempre me las había dado de tener un sexto sentido para descubrir a los timadores y mentirosos. Dios mío, no me lo podía creer: había tenido a una persona como ella a mi lado durante ocho largos meses sin darme cuenta.
En realidad me había dejado llevar por esas ganas furiosas de acostarme con ella y de domar su carácter rebelde y arrogante. Me había cegado tanto el deseo y sus maneras esquivas y a la vez provocadoras de estar a mi lado que había perdido el juicio. Temía que tanta proximidad pudiera resultar peligrosa, pero Kendra era siempre tan excitante que sólo podía retenerla a mi lado.
Me repetía sin cesar que había sido un idiota, ya que desde el principio había visto algo turbio en ella. Desde nuestro primer encuentro, cuando se echó bajo las ruedas de mi coche mientras el chófer salía lentamente del aparcamiento, entendí que ese accidente había sido un montaje. Me bajé del vehículo enfurecido para hacerle pagar la bromita a la víctima, dispuesto a amenazarla si se le ocurría decir que quería denunciarme.
Y de repente la vi. A ella. En el suelo. Con la rodilla magullada por el golpe contra el coche, y el brazo rasguñado por protegerse el rostro al caer sobre el asfalto. A pesar de la situación, casi me quedé sin aliento de tanto que me fascinaba su cuerpo, envuelto en un vestido negro y muy cortito que no dejaba lugar a la imaginación.
Mi chófer la ayudó a levantarse mientras ella lo insultaba por haberla atropellado. Luego, acercándome a ella, le pregunté si estaba bien. En un abrir y cerrar de ojos me vi prisionero de sus ojos grises magníficos, cargados de amenazas como un cielo nublado anunciando tormenta.
Su rostro delicado y su pelo largo y castaño que le cubría enteramente la espalda descubierta avivaron mi deseo de tocarla, de que fuera mía. Por eso le propuse llevarla al hospital; pero enseguida se puso nerviosa y se asustó, afirmando que estaba plenamente en forma, aunque le costaba disimularlo. Me tiré a la piscina y la invité al hotel donde me hospedaba.
Ella aceptó, pero lo que yo creía que iba a ser el preludio de una noche de locuras en la cama resultó ser exactamente lo contrario.
Estuvo un poco reticente a darme su nombre, Danielle Stenton, y cuando me atreví un poco más, me paró de inmediato, diciendo que no había aceptado seguirme para que la llevase a la cama, sino simplemente para que la curase, ponerle hielo en la rodilla adolorida y descansar en una cama caliente donde pasar la noche, únicamente.
No logré entender la razón por la cual una mujer tan amable podía necesitar un lugar donde pasar la noche, pero entendí enseguida que aquel accidente no era más que un pretexto para sacarme dinero.
A la mañana siguiente, cuando me pidió un préstamo no me sorprendí. Naturalmente me negué, pero me sorprendió cuando me propuso trabajar para mí. No era una petición por su parte, y por la mía, no podía negarme. Fue una debilidad que iba a pagar muy caro ya que Kendra había descubierto muchas cosas sobre mi cuenta. Además, el haberla llevado a mi casa era el apogeo de esa historia delirante, pues allí era donde guardaba mis bienes y mis objetos más preciados.
En aquel preciso instante entendí que, jugando con los sentimientos, Kendra había obtenido lo que necesitaba: entrar en la mansión y aprovecharse de la libertad que le concedía para traicionarme y usar todo lo que podía en mi contra. ¡Y todo eso por echar un polvo! ¡Menudo idiota!
Todavía estaba dándole vueltas a mis errores cuando Kendra abrió los ojos. Después de que los médicos me hubieran anunciado que se iba a despertar en breves, corrí a la clínica privada para enfrentarme a ella y hacerle pagar las mentiras y las artimañas que había usado contra mí.
En ese momento cogí un revólver, porque tras la discusión animada con Ryan sobre la verdadera identidad de esa mujer ya no confiaba en ella, y no iba a dudar en vengarme.
Me senté tranquilamente en el borde de la cama, a su lado, esperando a que se despertase del todo, los medicamentos que le habían dado la habían dejado adormilada.
A pesar del hematoma morado en el pómulo derecho y la palidez mortal de su rostro, todavía estaba muy guapa, tenía una belleza que ahora ya me era indiferente, hasta me repugnaba.
Esperé a que posara sus ojos en mí. Su mirada plateada parecía ahogada en el vacío a causa de los analgésicos, pero abrió los ojos como platos al verme.
Le sonreí satisfecho y me acerqué lentamente a su rostro, saboreando aquella pizca de miedo y de sorpresa que leía en su mirada.
—Dime, mentirosilla, ¿estás lista para pagar las consecuencias de tus mentiras? —le susurré en voz baja.
Vi que entreabría los labios carnosos y perfectamente delineados, pero no produjo ningún sonido.
—Me tomo tu silencio como una afirmación —dije, sacándome la pistola del bolsillo.
—¿Quién eres? —me preguntó ella débilmente, mientras me disponía a empuñar el arma.
Me reí con una risa gutural y fría, casi como una amenaza. Me habría gustado cogerla por el cuello y sacarla de la cama de tan furioso que estaba.
—¿En serio todavía quieres jugar conmigo? ¿Tan segura estás? —le espeté, decidido a no dejarme engatusar de nuevo.
—Yo… Yo no sé… Yo… —balbuceaba incómoda, mirando a su alrededor con la mirada perdida.
—Cuidado con lo que dices, Kendra, no te daré una segunda oportunidad. ¿He sido lo bastante claro? —dije deteniéndola, pero mi amenaza pareció desencadenar la reacción inversa.
—¿Quién es Kendra? —preguntó, empezando a temblar agitada.
Parecía aterrorizada.
—¿Dónde estoy? —balbuceó, intentando levantarse para sentarse, pero eso sólo le provocó más dolor, lo cual la hizo gemir— ¡Me duele! —dijo suspirando, llevándose la mano al pecho, al lugar donde le había impactado la bala— ¿Qué me ha pasado? —dijo estremeciéndose por el dolor, mirándose el brazo vendado y tocándose los moratones del rostro y de las piernas cuando se quitó las sábanas.
Aquello duró tan solo un instante. De repente, toda aquella calma aparente desapareció, dejando lugar al miedo de Kendra que se debatía como un animal enjaulado. Temblorosa y conmocionada, se arrancó el gotero e intentó levantarse.
—Es inútil que intentes huir —cogiéndola por los brazos la postré en la cama cuando intentó levantarse otra vez.
Fue bastante complicado inmovilizarla, de tanto que forcejeaba de manera frenética y alocada a causa del dolor. Intentaba ponerse de pie, a pesar de todo, apoyándose en las piernas, y vi que se tambaleaba. Estaba pálida como la cera y tuve que sujetarla por la cintura para que no se cayera al suelo. Kendra se dejó caer contra mí.
—Me da vueltas la cabeza —murmuró rodeándome el cuello con los brazos.
La levanté y ella se aferró fuerte contra mí, como si temiese desplomarse. La acompañé de vuelta a la cama, y poco a poco me soltó el cuello, me pasó las manos por los hombros y por todo el brazo.
Si no hubiese estado tan conmocionada y temblorosa, habría creído que me estaba provocando para seducirme. Su tacto ligero y delicado tenía algo íntimo y tierno, pero yo no dejaba que me excitara.
Iba a recular cuando de repente su mano derecha se apoderó de la mía. Su tembleque cesó de inmediato. La miré.
Ella me miraba desde su lado. Tenía una expresión perturbada, pero sus ojos me miraban fijamente como si esperase encontrar en mí una respuesta.
—¿Y ahora, te acuerdas de mí? —pregunté.
De nuevo me enfrenté a su silencio, me separé de ella, pero apenas mi mano se soltó de la suya, Kendra, asustada, se sobresaltó y se levantó bruscamente para volver a cogerla. Fue un gesto que le provocó dolor en el pecho otra vez. Gritó de dolor y eso le impidió que se abalanzase sobre mí.
Kendra
Me palpitaba la cabeza sordamente y no entendía nada. No tenía ni un solo recuerdo en mi cerebro y ni una sombra del porqué, sólo había dolor y confusión.
Ese hombre ante mí me daba miedo, pero a la vez me tranquilizaba un poco. ¿Era porque parecía conocerme? Pero su mirada y su actitud, severas e implacables, resonaban como una sirena de alarma para mí.
Una parte de mí quería huir, mientras que otra me suplicaba que me quedase y le pidiese ayuda. No sabía qué hacer, y cuando una nueva ola de miedo y de dolor me embistió, sólo sentí vagamente algo familiar cuando me encontré entre sus brazos.
¿Quizá era el perfume de su piel? Una esencia a madera, fresca y cargada de aromas. Intensa y viril. Me recordaba confusamente a algo… ¿pero al qué?
Y ese rostro…
Ya lo había visto, pero todo era tan confuso en mi mente, al menos hasta que su mirada llamó la atención de la mía. Percibía algo en esos ojos de un negro ébano. Era algo salvaje y a la vez conocido; poderoso y magnético, pero también elegante, al igual que la ropa que llevaba.
De repente, sentí una cierta timidez frente a esa mirada que me observaba, como si soliera recular para evitar desencadenar su lado agresivo, el cual estaba listo para salir de él y destruir a cualquiera que se encontrara cerca.
Por fin esa voz… Sí, la reconocía. Estaba segura. Era esa voz que me había desconcertado tanto porque estaba segura de haberla oído antes; pero fue ese tono grave, rudo y con un acento extranjero, lo que me puso nerviosa.
Hasta sus palabras me asustaban. Busqué su significado, la razón por la cual estaba tan enfadado conmigo, pero no la encontré. Ese pensamiento hizo que perdiera la calma y estaba dispuesta a huir de ese peligro que sentía planear por encima de mí cual espada de Damocles.
Estaba aterrorizada y a la vez debilitada, tanto que mis piernas no podían mantenerme, pero, a punto de desmayarme, pude retomar el aliento entre sus brazos, tranquilizada por el olor de su piel.
Sin embargo, me dejó, y mientras con mis manos le recorría los brazos hasta la punta de los dedos, sentí sin previo aviso el pánico que me embargaba y me ahogaba. Cuando vi que su mano se separaba de la mía, me invadió un miedo inexplicable.
Me veía como desde fuera, como una espectadora, mientras que mi cuerpo se iba hacia lo que parecía ser la única salida antes de caer definitivamente al vacío.
Me incliné hacia delante cuando, de repente, sentí una punzada de dolor en el pecho, un poco por debajo del hombro izquierdo, como si me apuñalasen. Sólo duró un breve momento, y un instante después el mundo real se oscureció a mi alrededor.
Me sentí desconectada de la realidad, como si hubiera aterrizado en otro universo. Estaba en lo alto de una gran escalera, ancha y elegante. Tenía delante de mí la mano de ese hombre. La tenía tendida frente a mí y podía sentir que mi cuerpo se iba hacia ella, pero el dolor en el pecho me vino de nuevo con más fuerza que antes.
Se me quedó el aliento en la garganta mientras el cuerpo se me iba hacia atrás, cayendo al vacío. Me esforcé en contrastar esa fuerza invisible que me arrastraba al abismo, en vano.
Ante mí sólo había ese hombre inclinado hacia adelante para cogerme. Vi su mano tendida hacia mí, pero solamente pude rozarla durante un segundo fugaz. Levanté los ojos brevemente antes de caer. Mi mirada se cruzó con la de ese hombre. Percibí en ella una sombra de miedo y de incredulidad.
Murmuré: “Alekséi”, en una búsqueda desesperada de ayuda, mientras su mano se alejaba cada vez más y el dolor se hacía más grande hasta resultar intolerable. Luego todo desapareció en la nada.
Era una oscuridad únicamente desgarrada por mis gritos mezclados con los de ese hombre que llamaba a un médico. Me latía el corazón a toda máquina y, sacudida por el miedo, abrí de nuevo los ojos para darme cuenta de que estaba llorando.
Estaba totalmente enroscada en mí misma, como una hoja muerta antes de que acabara en la papelera. Parpadeé con los ojos para liberarme de las lágrimas y por fin la vi: la mano de ese hombre estaba entre las mías. Se la cogí fuerte hasta que le hinqué las uñas en la piel. Esa imagen fue como un dulce despertar para mí.
—Lo he conseguido… Te he atrapado… —balbuceé, sacudida a la vez por los llantos de alivio y de lo que parecía ser una alucinación dado que había vuelto a la habitación blanca donde me había despertado.
—¿Qué dices? —me preguntó él confundido, con la respiración agitada.
—Yo... me iba a caer. Alekséi… —intenté explicar, pero sin lograr expresarme. Estaba tan alelada que no era capaz ni de construir una sola frase con sentido.
—Ahora ya te acuerdas de mí —me susurró él con un deje de sarcasmo en la voz que me perturbó.
Alekséi. Sí, me acordaba de él, aunque sólo se tratase de un nombre y de un cuerpo físico sin ninguna identidad por ahora.
Era un pequeño destello de esperanza y los recuerdos de un pasado lejano y todavía confuso. Esbocé una sonrisa de alivio. Justo entonces llegó el médico, acompañado de dos enfermeras. Luego oí al hombre enfadarse y gritar algo. Necesité algo de tiempo para entender que estaba hablando en otra lengua: una lengua que, poco a poco, recordé haber oído.
Hablaban del shock postraumático, de la hemorragia cerebral en proceso de reabsorción, de ansiolíticos, mientras que el hombre a mi lado estaba furioso por no haber sido informado de lo que acababa de pasar: gritaba que les pagaba lo bastante para obtener respuestas sobre mi salud y para que me curasen.
—No sabemos cuánto tiempo va a estar así, la verdad, por lo menos una semana —intentó decir el médico en la misma lengua.
—¡¿Una semana?! —se enfadó el hombre.
—Dejarla salir antes sería arriesgado. Necesita tiempo para que la micro fractura en el cráneo cicatrice y la hemorragia todavía no está del todo reabsorbida. Vistas las circunstancias, tiene que estar internada al menos dos semanas.
—¡No puedo quedarme aquí! —dije metiéndome en la conversación, apretando fuerte esa mano que no quería soltar más.
—Tú también hablas ruso… ¿Por qué no me sorprende? —resopló nerviosamente el hombre, y me dirigió una mirada tan afilada que me dejó sin respiración.
Dando un fuerte estirón, liberó su mano que yo tenía asida.
—No… —susurré débilmente, como si no tuviera más aire en los pulmones.
—Inténtelo todo lo que quiera, pero quiero que esta farsa acabe pronto —gruñó el hombre, y levantándose de la cama, se dirigió a la puerta—. En cuanto a ti, Kendra, tienes hasta mañana para… recobrar la memoria. Hace un siglo que se terminó el juego.
—Alekséi… —murmuré yo, de nuevo angustiada.
Pero se marchó, dejándome sola conmigo misma y con esos médicos que me auscultaron inmediatamente y me avasallaron a preguntas.
Me asusté porque a medida que me preguntaban, iba viendo claro que tenía un enorme agujero negro en el cerebro. La pregunta que me atormentaba era mi identidad: ¿quién soy?
Alekséi era la última cosa de la que había conservado un recuerdo. Era el único punto de apoyo para evitar que cayera otra vez en la angustia. Me preguntaba quién era y me acordé que él me había llamado Kendra, pero ese nombre no me decía nada.
Pedí varias veces información sobre Alekséi a las enfermeras, pero daba la impresión de que no me escuchaban.
Sentía que me embargaba el pánico, pero antes de que pudiera reaccionar y correr hacia la única persona de la que me acordaba, el médico me puso una inyección y me dormí poco después.
Capítulo 3
Kendra
—Kendra, ¿estás preparada para volverte a concentrar para visualizar tus recuerdos?
Me preguntó amablemente la psicóloga a la que me había enviado el neurólogo, después de dos días de cuidados para aplacar los ataques de pánico y las crisis nerviosas que padecía desde que supe que había perdido la memoria.
Por desgracia, a pesar de la psicóloga, mi estado no mejoraba nada. Cada vez que cerraba los ojos revivía la misma escena: yo cayendo por las escaleras mientras intentaba coger la mano de Alekséi.
La doctora me explicó que no se trataba de una alucinación, sino de una reminiscencia de lo que me había pasado, las circunstancias que me habían llevado al hospital, gravemente herida, con una fractura en la caja craneal, un tobillo dislocado, una fisura en el menisco, una lesión en el brazo derecho, un moratón en el rostro y una herida muy fea en el pecho cuya causa ignoraba.
Para los médicos yo era un milagro, porque tras aquella caída podría haberme quedado en el sitio o bien quedarme paralítica para el resto de mis días. Durante los dos últimos días me hicieron un montón de exámenes y finalmente la hemorragia cerebral desapareció, para satisfacción de todos.
Alekséi, sin embargo, no volvió a venir, y contra más pasaba el tiempo más me ponía nerviosa. Pedí noticias sobre él varias veces, si alguien conocía por qué estaba enfadado conmigo; pero todos eludieron mis preguntas con cierto malestar.
—¿Kendra? —me recordó la psicóloga, devolviéndome a la realidad.
—Ya se lo he dicho mil veces. No me acuerdo de nada. No sé ni mi nombre, ni dónde vivo, ni cómo he podido acabar aquí; y aunque ese hombre se llame Alekséi, en realidad no me acuerdo de él. Todo lo que sé de él es que me conoce y parece realmente enfadado conmigo… ¿Qué le he hecho? ¿Por qué me conoce?
—Volvamos a ti.
—No aguanto más todas estas preguntas a las que no puedo dar respuesta —estallé mientras sentía una fuerte migraña, como me ocurría cada vez que me ofuscaba o intentaba acordarme de algo.
—Sólo intento ayudarte.
—Pues si quiere ayudarme, llame a Alekséi. Estoy segura de que será capaz de responder a sus preguntas y yo podré…
—¿Tú podrás qué?
Susurré un “nada” un poco molesta. No quería confesarle lo sola que me sentía con mis miedos y mis interrogantes en esa cama de hospital, sola y rodeada de extraños.
Aunque me diese miedo, Alekséi era el único recuerdo que me quedaba. Era lo último que me hacía aferrarme a esa pizca de razón sin la cual caería en la locura.
—El señor Vasíliev no está disponible ahora.
—¿Está intentando hablar de Alekséi? Ese apellido no me suena.
—Sí.
Grité extenuada:
—Se lo ruego, lo necesito. No sé qué hecho que sea tan grave para que me odie así, si tan sólo lograra llamarlo… —y estallé en sollozos.
—Kendra.
—Sólo quiero hablar con él y obtener respuestas —dije sollozando, mientras mi mente volvía al último recuerdo que me quedaba, haciéndome desear estar con Alekséi para sentirme segura.
Alekséi
Cuando apareció en la pantalla de mi móvil el nombre del neurólogo de la clínica, sentí de repente un arrebato de irritación.
—Espero que tenga buenas noticias —empecé sin preámbulos.
—No las que usted esperaba, pero…
Corté bruscamente, irritado:
—Entonces no me interesa.
—Señor Vasíliev, se lo ruego, créame cuando le digo que hay una probabilidad real de que la paciente sufra amnesia retrógrada a causa del grave traumatismo que le afecta al cráneo. Sin embargo, sólo se trata de una laguna mnemónica, exclusivamente relacionada con los recuerdos, y no con los gestos o con los comportamientos. El lenguaje no parece haber sufrido ningún daño y la señora pasa del ruso al inglés sin ninguna dificultad. Eso sin contar que su memoria a corto plazo, o postraumática, está intacta.
—¡Me da igual! Quiero saber lo que ha hecho en estos últimos ocho meses —dije cabreado dando un puñetazo sobre la mesa.
—Hay posibilidades de que le vuelva la memoria —farfulló el médico, visiblemente incómodo.
—No me creo nada. Usted es uno de los mejores neurólogos que hay pero es tan estúpido que todavía no ha entendido que todo ese cuento de la amnesia es sólo una comedia.
El médico me respondió secamente:
—Todavía hay muchas cosas que se escapan de mi conocimiento. Pero le puedo asegurar que ha sufrido una lesión y que todavía la tiene. En su lugar, le sugiero que visite a esta mujer.
—Eso si todavía no se ha escapado.
—¿Escaparse? Eso es impensable. Su habitación está vigilada en todo momento, como usted lo pidió. Además, el estado de salud de la paciente es demasiado precario para que pueda desplazarse sola más de unos metros.
—¿Ya le ha pedido un teléfono móvil?
—Sí.
—¡Ve cómo tenía razón! Intenta engatusarlo.
—Simplemente nos ha pedido que le llamemos, y varias veces —contestó el médico.
—¿Llamarme, a mí?
—Así es. La psicóloga asegura que se ha creado una especie de dependencia con usted a causa del único recuerdo que le queda. Kendra Palmer está sufriendo muchísimo, está sola y abandonada. No tiene a nadie y sufre de esa amnesia que la ha golpeado. Nuestro consejo es que venga a verla, que le hable intentando dejar de banda el rencor que le guarda, a menos que no quiera decirle toda la verdad.
—No entraré en sus juegos enfermizos.
—No creo que esté jugando, pero si usted quiere respuestas, creo que es el único que puede obtenerlas. Usted le ha causado un primer recuerdo. Quién sabe si el estar cerca puede hacer surgir otros.
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