ENtidades
Diego Maenza
ENtidades es una selección de los 5 mejores relatos de ENGENDROS y de los 5 mejores cuentos de IDENTIDADES. Está formado por las siguientes historias: Historia familiar, El sapo que fue poeta, La caverna, El hombre ante el espejo, Madrugada, Ensoñación, Los monstruos interiores (o fábula en un acto), Caminata nocturna, El avaro, y Hormigas. ”Diego Maenza escribe desde la certeza. Seres y situaciones que nos refieren a engendros ubicados en esos senderos retorcidos de la imaginación y de la realidad. Estos relatos son tremendamente profundos por los toques filosóficos, sorprendentes por la temática e inesperados por los finales”. (Carlos Ramos, escritor mexicano) ”Sus cuentos transmiten ideas metafísicas, juegan con el tiempo y el espacio; tratan de hacer trascendente lo mínimo, la misma nada. Nos deslocalizan, nos ponen en territorios distintos, nos proponen miradas de seres solitarios o de seres humanos que deben enfrentar destinos, aunque sus misiones no sean las heroicas, sino tan solo rozar con los aires más oscuros que pueden romper con cualquier espíritu”. (Iván Rodrigo Mendizábal, escritor y crítico ecuatoriano)
ENtidades
Diego Maenza
© Diego Maenza, 2021
© Tektime, 2021
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ÍNDICE
Historia familiar
El sapo que fue poeta (#uac9e48de-e9a6-533b-8db3-74f34f2e3475)
La caverna (#uac35ea50-a463-5e42-9cf1-5bda52409df4)
El hombre ante el espejo (#u0f1e56a1-f794-5902-981e-f3a55614227a)
Madrugada (#u47d103df-952f-52e5-9e6a-14d63ffa9cdf)
Ensoñación
Los monstruos interiores (o fábula en un acto) (#u4777cee0-08d5-5613-8336-4c1fdb52ca50)
Caminata nocturna (#uf50c4d89-ce1d-58b5-a502-3248578577ec)
El avaro (#u8427dd67-cd6a-5ef2-bd2c-260fbebd0a8b)
Hormigas
Historia familiar
Toda la vida he padecido por mi aspecto físico. Ha sido una maldición que he tolerado desde mi infancia y por la cual he vivido tan avergonzado que han sido pocas las veces que he salido de mi guarida.
Tengo temor a que la gente me mire. Conservo pavor. Tiemblo. Algún médico benévolo me diagnosticó el mal de la agorafobia, pero pude comprender que ese leve estrago es un cosquilleo menor comparado con mi padecimiento. No soporto la mirada de la gente. Me estigmatiza.
Debido a mis deformidades he pasado a ser la afrenta de la familia y a ello se debe la calamidad de mis traumas más profundos. Lo remarco: soy la vergüenza de mi familia. Soy la oveja negra en mi árbol genealógico, no por mis actos, sino por mi ser.
Para que se hagan una idea, mis brazos son desproporcionados con relación a mi cuerpo, pues no se encuentran a la altura que se consideraría normal. Mi cabeza es demasiado grande. ¡Ay, la cavidad craneal de mi padre era perfecta! Era el orgullo en su trabajo, pues al haber sido una figura pública muy reconocida en casi toda la nación, las mujeres lo contemplaban y se maravillaban, se volvían locas por la presencia de mi padre, el efecto que causaba dentro de ellas era casi devastador; no exagero al afirmar que cuando miraban a papá al paso, se les erizaban los vellos, se abrazaban más a sus maridos, zalameras y esquivas, y gemían en silencio.
Nací flojo de pelo. Aun así, mi madre me quería. Una madre siempre amará a sus hijos, por más amorfos que estos sean. Me enoja tener una cabellera tan mezquina. La melena de mi madre, en contraste, era generosa, tupida como una selva intocada, y la exhibía impúdica cada fin de semana al compás del sonido rítmico de alguna música de cabaret. Siempre se ganó el aplauso sincero del público varonil que despernancaba sus ojos ante los movimientos sensuales de mi madre. El pelaje de mi cerquillo es insípido. Y me duele no haber heredado las hermosas hebras capilares de mi progenitora.
Nunca conocí a mi abuela, pero mi madre siempre me dijo que ella tenía una mirada especial, enamoradora e hipnótica. Como narrándome alguna leyenda prohibida, me decía susurrándome en secreto que no existía hombre que resistiera la mirada imponente de la abuela. Del abuelo, en cambio, me relataba a viva voz historias fascinantes sobre los prodigios artesanales que realizaba con sus brazos de ensueño. Era un artista a carta cabal.
En algunas ocasiones me mantuve enamorado, varias veces por partida doble, pero mis mutiladas insinuaciones jamás fueron descifradas, y aquellas muchachas hermosas a las que pretendí jamás repararon en mí debido a mi desfiguración.
Tengo tíos y primos que han nacido con sus órganos en la posición adecuada. Ninguno con mis carencias.
Veo con nostalgia y orgullo el álbum familiar. La foto de mi padre en el circo Birdmink, con una hermosa minúscula cabeza carente de cabello, con sus hilos finos y dorados como un sol naciente adornando su microcéfalo y sus pestañas albinas de bebé neonato. Por poco y nace calvo a plenitud, hermoso como no existirá ninguno. La foto de mi madre, con su piel cubierta de vellos castaños, su cuello afelpado de matriarca leonina y sus brazos lanudos de conejo de Angora. El fotógrafo la captó en su mejor momento, el más radiante, cuando todo el pelambre corporal cubría su anatomía sin permitir que nadie opacara sus luminosas noches de espectáculo como mujer loba. Me extasío en la foto de mi abuelo. Si hoy viviera, me abrazaría con sus extremidades superiores de quince centímetros y sus dedos más minúsculos transformados en muñones tullidos. Y sé que lo haría a pesar de sentirse avergonzado al contemplar mis brazos que conservan la perfecta proporción de Vitrubio. Mi abuela, con su único ojo en la frente, hubiese derramado un hilo de lágrimas si me hubiese conocido al nacer, al reparar en mis dos vistas avellanas perfectamente alineadas en mi rostro. Mi madre me hubiese amado siempre, pese a portar sobre mí esta asquerosa piel tersa.
Nací así, deforme, y no saben la vergüenza que siento. Cuando mis padres murieron y cumplí los quince años, el hombre elefante y la mujer barbuda me exiliaron del circo aduciendo que no tenía nada de especial, que no portaba sobre mí virtud alguna para justificar mi permanencia junto a ellos, porque a medida que crecía me parecía cada vez más a un común espectador. Al ser expulsado de la carpa me resigné en la compresión de que jamás conquistaría el corazón doble de las siamesas. Aquella certeza es lo más abominable de mi condición. Sí, soy un engendro y me quema. Es la maldición que deberé soportar hasta el último de mis días.
El sapo que fue poeta
y sin embargo te amo sapo
como amaba a las rosas tempranas esa mujer de Lesbos
pero más y tu olor es más bello porque te puedo oler
Juan Gelman, Lamento por el sapo de stanley hook
Nunca fue un secreto para nadie que a Sapo, desde muy temprana edad, le encantó frecuentar las charcas. Cuando era apenas un infante, Sapo descubrió un placer indescriptible al sentirse salpicado de lodo. Era algo que lo hacía sentir único, especial, diferente, empoderado, sobre todo al tener en cuenta que las madres de los demás chicos no les permitían a sus vástagos esas licencias de entretenimiento inmundo de los baños pantanosos. De modo que Sapo, cuando regresaba a casa desde las ciénagas, embadurnado con un lodo seco y restos de nenúfares sobre su único overol, a la vista de sus púberes amigos era como un héroe anónimo que retornaba de su lucha contra la encarnación del mal. Los chicos le guardaban una admiración secreta. No así sus madres, para quienes Sapo representaba la personificación de la inmundicia y el desamparo. Mantenían asco o temor, disfrazado, claro está, de una supuesta mirada de conmiseración.
A pesar de todo, los chicos siempre se mostraron atentos con él, y cuando notaban que Sapo merodeaba con intención de integrarse a sus actividades recreativas, los muchachos gozaban en la algarabía de contar con su amistad. De esta forma al día siguiente tendrían un tema importantísimo de conversación al ingresar al liceo. Le tiraban el balón de trapo, y como siempre Sapo lo detenía con su robusto saco vocal que le obligaba a emitir un croc sonoro y saludable. En los juegos de la pelota, Sapo siempre fungía de portero, pues sus piernas poderosas le permitían dar el impulso necesario para guiar su pesado cuerpo hacia el lado del esférico y detenerlo con sus dedos palmados. Entonces Sapo esgrimía una sonrisa de complacencia y felicidad y los muchachos lo premiaban con algunos insectos viscosos que de manera clandestina recolectaban para él con paciencia y amor. ¡Ah, qué bella era la vida! Hasta que las madres del barrio asomaban sus cabezas desgreñadas por las ventanas de cada casa, mientras estregaban los platos unas, mientras lavaban los ropajes las otras, y coreaban el nombre de sus hijos para que acudieran a sus llamados, y obviamente, para que se alejaran de la perniciosa presencia de Sapo que podía transmitirles (así afirmaban mientras regañaban a sus hijos dentro del hogar) enfermedades como la pata roja, quitridiomicosis, neoplasias, papilomas o salmonelosis. Entonces Sapo quedaba solo y de salto en salto acudía a su único refugio que le permitía escapar de lo tangible de la realidad: el pantano.
En medio de esta soledad, Sapo recorría durante semanas los pantanos de largo aliento; en otras ocasiones, transitaba a la perfección los lodazales cortos y salía renovado. Pero lo que despertaba su atención era frecuentar lo que empezó a llamar el cenagal poético. Aquí se reunían varios de sus congéneres para cantarle a la noche, a veces en escolanía, a veces en un solo que tenía mucho de místico y reverencial. No obstante, Sapo aprendía con humildad, al tiempo que portaba dentro de sí un orgullo tozudo y la comprensión personal de saber que él había nacido con una virtud que nadie, ni la más cristalina pureza de alguna laguna encantada, podría borrar. Estaba convencido de que era portador del don de la poesía, y que su iluminación interna trascendía los cada vez más insípidos recitales a coro que entonaban las ranas comunes.
Si de pequeño Sapo resultó ser un problema para las madres de los chicos, pasada la pubertad, el joven y apuesto Sapo resultaría una complicación para las madres de las muchachas. No es que no lo quisieran por Sapo; por el contrario, su encanto, secretamente, les resultaba llamativo incluso a las madres más decorosas, que debían en todo caso ser discretas y corregir el buen proceder de sus hijas. La razón por la que despreciaban a Sapo era por ser poeta, porque según las rectas damas de los hogares más honorables Sapo era un holgazán. ¿De qué vivirás, hija mía, si él solo sabe frecuentar los charcos? Pero a las chicas, es de conocimiento general, les parecen superfluos, caducos, aburridos, anticuados, innecesarios, sobreactuados, los consejos de sus padres, que desdeñan con avidez; y por el contrario, les resulta atractiva esa enigmática chispa de misterio que suelen llevar sobre sí los seres excepcionales, y sobre todo los Sapos poetas. Las chicas empezaron a volverse locas por el anhelo de que Sapo las invitara tan solo una vez a una cita en el pantano, o a dar un par de brincos sobre los nenúfares. No faltó alguna riña que llegó al extremo de los arañazos, jalones de cabellos y desde luego a tabiques rotos.
Sapo saltaba indiferente a todos estos rituales, pues su vida estaba consagrada con plenitud a la poesía. Para esta época se empezaron a incubar dentro de Sapo pensamientos existenciales. Sentado en una piedra del pantano, ubicado temporalmente en una época del año cálida, cualquier persona que hubiese levantado la mirada dirigiéndola hacia el Este habría observado en las constelaciones el signo ineluctable del Sapo. Dejando a un lado las connotaciones esotéricas que dicha situación pueda acarrear, para nuestro personaje en cuestión aquella figura huidiza y vagamente reconocible no tenía otra significación más que la brevedad de la propia vida. Una estrella, pensaba Sapo, es mucho más digna de haberse formado en el inicio del universo que cualquier ser consciente que pudiera mirarla.
El pensamiento de Sapo es demasiado pesimista, denostarán los más radicales, que en asuntos de naturaleza práctica siempre sobresalen como los más sensatos. No obstante, existirá otra estirpe de soñadores que dejando a un lado las exaltaciones festivas a las cuales nos tienen acostumbrados los tiempos que corren, reconocerá la valía de la dilucidación que lleva a cabo el joven Sapo. Pero acudamos al problema: su pensamiento nunca lo compartió con nadie y tampoco lo dejó por escrito. Por otro lado, no es un pensamiento que valga la pena analizarlo bajo la perspectiva de los filósofos, esos seres atormentados, visitados únicamente por la fatalidad y la desidia y que nunca se han visto perturbados por el aroma indeleble de las musas, como resulta el caso que corresponde a este Sapo contemplativo que frecuenta habitualmente la terrible armonía de los poetas. Jamás conoció a algún bardo en persona, es verdad y lo reconocía con orgullo, pues siempre sostuvo la teoría nada deleznable de que bañarse en las charcas de los poetas era un proceso mucho más atormentador y profundo que la hipotética pero no imposible oportunidad de conocer sus almas. De lo que no se percató nuestro Sapo es que ambas cosas bien podrían ser lo mismo.
Bonita aunque absurda la idea que conservaba Sapo en referencia a la poesía, manifestaremos atónitos. Pero no es así en el fondo, ya que el Sapo que en aquel momento estaba estirando sus ancas incorporándose de la piedra que le servía de mirador encima del promontorio, nunca escribió un poema.
Se podrá decir que los fraguó. Los guardó en su memoria durante los días que le fueron de necesidad, como para sostener su vida en los andamios de las ilusiones, para insuflar en su ánimo una bocanada más de esperanza, para seguir sosteniéndose en la cuerda floja de su vida, todo esto para luego desecharlos como quien cambia de pañuelos por el efecto de un catarro.
Convencido de la pervivencia de su don, Sapo decidió abandonar los pantanos de los que tanto había aprendido. Se ausentó de ellos de forma física pero no en espíritu, pues portaría la esencia de los fangales para expandir su particular visión del mundo en cada recital que empezó a brindar. Alguna noche de luna cantó en los parques de la ciudad y sus poemas irradiaron armonía. No faltó gente afable que le arrojó un par de monedas, aún con un poco de temor, curiosidad y morbo de su amplia sonrisa de anfibio. Sapo empezó a ganarse de a poco la vida como artista itinerante, visitó cada ciudad del país y su nombre y presencia empezó a ser conocida a nivel de la nación. Varios periodistas quisieron entrevistarlo, algunos presentadores de televisión lo reclamaron para sus programas, el propio Ministro de Cultura en persona le ofreció un importante cargo burocrático como Embajador de la Poesía, exitosas editoriales privadas le propusieron inmortalizar sus poemas en el papel, discográficas internacionales pretendieron, infructuosamente, que firmara contratos para grabar discos de sus recitales, un galardonado cineasta del otro lado del continente le rogó (afirman que de rodillas) para que actuara recitando en su nueva película, algún erudito intentó proponerlo como el candidato ideal para el Premio Nobel de Literatura. Sapo se negó a cada insistente requerimiento. Hastiado de la humanidad y de sus banales espectáculos, Sapo se alejó para siempre de las plazas.
Una noche estrellada descubrió un pantano silencioso alejado de los pueblos y se bañó en sus lodos. Abrumado por el barro de la fama y por lo cenagoso de la popularidad, permaneció un año sabático sumergido en el cieno. Desde aquella noche acudiría al llamado del pantano del silencio en cada atardecer como un vicio secreto que mantendría hasta sus días últimos.
Luego de su merecido retiro, Sapo retornó a la comunidad que lo había visto crecer, con una inmensa angustia a sus espaldas y traspasado por una tristeza sin fin. No obstante, quiso ser amable con la vida e intentó brindarse una segunda oportunidad. Pretendió contactar a sus antiguos amigos, esos chicos que lo invitaban al juego de la pelota y le brindaban un trato cálido; pero aquellos muchachos de antaño, postulantes polvosos a deportistas sin zapatos, habían desaparecido. En su lugar se encontraban señores semiaburguesados, educados en liceos particulares, aburridos y engominados aspirantes a cajeros de bancos, ejecutivos de empresas o burócratas corrientes, y que ahora no posarían junto a alguien como Sapo ni por curiosidad malsana. Pretendió buscar a aquellas vírgenes que antaño lo persiguieron, pero todas se encontraban desposadas, la mayoría por cajeros de bancos, ejecutivos de empresas o burócratas corrientes. Intentó visitar sus antiguas charcas, aquellas que le enseñaron la cadencia y el sosiego, pero solo halló en ellas esterilidad y decepción. Decidido a dejarse conducir por el camino del abandono, retornó al hábitat húmedo de su cueva. Al ingresar notó una mirada joven e inquieta que lo seguía desde una ventana próxima. Se percató de la belleza de la doncella que lo miraba, sutil y enamorada. Sus facciones estaban torneadas por una hermosura insólita, esculpida para el deleite y la fascinación, para inspirar poemas en los Sapos melancólicos. Sus largos cabellos negros solo podían significar la permanencia casta de las damiselas que esperan el amor. Sapo comprendió que la vida lo estaba recompensando. En los días posteriores, con la habilidad clandestina de los anuros más tenaces, Sapo tomó contacto con la hermosa muchacha. Se enamoraron como solo pueden enamorarse los amantes furtivos. Una noche de luna (Sapo amaba las noches de luna), se dieron cita en el pantano del silencio. La doncella se acercó a Sapo y, temblorosa, se deleitó de la piel seca, áspera, verrugosa, y de su permanente olor a humedad. Aquella fue la única vez que hicieron el amor.
Al amanecer, y al notar lo vacío de los aposentos de la doncella y la ausencia de la bella señorita, el padre de la virtuosa, hombre estricto y dominante como no ha existido otro, con dolor y lágrimas en los ojos, castigó a la muchacha y se la llevó del pueblo. Sapo jamás la volvió a ver.
En los meses siguientes, consumido por una desesperación febril, Sapo visitó infinidades de poblados en la búsqueda de su amada. Existieron mujeres (desde las vírgenes de casa más recatadas hasta vulgares prostitutas) que, locas de pasión por el halo de rareza y extravagancia que desprendía Sapo en cada salto, se ofrecieron para apaciguar sus desdichas, pero el corazón de Sapo se negó a mancillar el recuerdo de su amada.
Esta es la historia de Sapo. Yo lo amé, como solo pueden amarse las caídas del rocío en las madrugadas serenas. Algunos aseguran que mi Sapo murió arrugado, seco, deshidratado en una tarde de fuerte sol, adolorido por un amor inconcluso. Otros afirman que ingresó a su pequeña caverna y que desde aquel día de su retorno no volvió a probar insecto alguno. Los menos relatan que se fundió con el pantano del silencio. Lo que todos me aseguraron fue que murió recitando un último poema en el que invocaba el amor a una doncella. Quiero pensar que fui yo esa mujer musa de los poemas de Sapo. Cada noche acudo a los pantanos, me gusta asomarme y sentir el fétido y hermoso olor de sus ninfeas, y dejarme llevar por mi creencia personal de que Sapo es en realidad todo ese coro de baladas hipnóticas que entonan los anuros en los claros de luna al resplandor de las estrellas, claridad que hace emerger el brillo de cientos de ojos como si fueran astros refulgentes que me acongojan y al mismo tiempo me iluminan.
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