Estructura De La Plegaria
Diego Maenza
ESTRUCTURA DE LA PLEGARIA
DIEGO MAENZA
© Libros Duendes, 2020
© Diego Maenza, 2018
www.librosduendes.com
www.diegomaenza.com
ESTRUCTURA DE LA PLEGARIA
PRIMERA PARTE
EN NOMBRE DEL PADRE
DOMINGO
Luz y oscuridad
Pater noster, qui es in caelis…
La oscuridad es la ceguera de los pensamientos, es el tronar del silencio. La oscuridad es una peste que deviene en mareo, una caricia de la nada, un frío que cala los huesos, una amargura que se deglute con llanto. La oscuridad es una condenación hacia los temores del pasado, una incertidumbre hacia las calamidades del porvenir, una nebulosa que compacta los sentidos. La oscuridad. Y de repente, hijos míos, pueden contemplar el mundo. Emerjo a la vigilia como si fuera excretado desde el abismo de la matriz. Me siento renacido aunque consciente del engaño de mis sentidos. Percibo mi olor mañanero de fetidez hepática adherido a mis bozos, impregnado en el paño de la almohada o simplemente integrado al ambiente del cuarto. Mientras tanto, el mundo permanece allí. Me incorporo y el destello que ingresa por la ventana me ciega y obliga a que tape mi cara. He despertado de un sueño intranquilo que mi alma ha soportado no sin sobresaltos. Observo casi asombrado, como si fuera la vez primera, la aridez de las paredes del cuarto, la tristura que destilan sus vetustas cuarteaduras, las fotos grises sostenidas en contraste en los marcos de fabricación colorida, la pintura de un mundo encerrado en una burbuja de cristal que puede ser de protección para que algún peligro externo no lastime por nueva ocasión la superficie, o puede que permanezca como contención para que no germinen los males incrustados en esa tierra devastada, para que ninguna Pandora curiosa vuelva a destapar sus hedores. Al fondo, tras el mundo, observo una vez más la imagen de Dios. Cerrando mis ojos, rezo. Padre amado, líbrame de todo pecado, que tuyo es el reino de la tierra y del cielo y tus designios son puros e incuestionables, limpia mi alma para que sea apartada de la tentación y bendice mi día.
Me incorporo e intuyo la amargura del vino instaurado en mis entrañas, en algún lugar de mis tejidos. Me deslizo hasta el baño donde el espejo muestra las legañas que mancillan mis ojos y que aparto con las yemas de mis dedos haciendo que el proceso me motive un estremecimiento. Me sacudo el rostro con jabón y agua. El dentífrico enjuaga mi boca que expide la pestilencia mañanera a la que estoy habituado. Excreto con placer y noto en la parte frontal de mi ropa interior las salpicaduras acumuladas que delatan la viscosidad de la sustancia matutina y casi cotidiana de raro fulgor. Oh, Señor, qué hermosos y crueles son los sueños. Dentro de un sueño es el único espacio donde puedo mostrarme como soy.
*
El periódico le enseña las mismas noticias de cada vez. Pero le llama la atención un titular de la página central que muestra las últimas declaraciones del santo padre. Lee su contenido impreso en letras menudas y examina la foto a todo color que ha sido ubicada junto a la reseña. Adornado por una capa y asomándose, como es tradición, al balcón principal de la Basílica del Santo, ha anunciado la víspera de la semana mayor. El padre Misael, decimos desde ya su nombre, reza y se prepara para la misa.
*
No puedo aislar aquella imagen. Está en mí y no me abandona. Cuánto sufro ante el altar en los momentos de este recuerdo. Cómo soporto aquel tormento en el instante de esputar las gastadas consignas de cada misa que la feligresía recibe como palabras nuevas. Cuánto resisto segundos antes de que la sangre y el cuerpo de Dios me purifiquen. Y todo por aquella imagen. Está reticulada en mí y me domina, es una maldición surgida del averno que doblega mi espíritu, y solo puedo recurrir a la salvaguarda del todopoderoso que ilumina mi camino.
*
Sentado a la mesa, apartando uno de los platos con legumbres, considero que he preparado un almuerzo excesivo. Contemplo con atención inmerecida la limpieza de los muebles, del piso, de la repisa ya sin polvo, de la imitación de porcelana imperial que destella con un brillo fuera de lo común y muestra a los querubines desnudos con sus pálidos rostros espectrales. Tomás, disciplinado, resopla desde lo bajo, haciendo con su cola una imitación de saludo. El muchacho sorbe el jugo de naranja que se derrama a gotas por la comisura de sus labios y sonrío por su torpeza. Solo ingiero la ensalada y medio vaso del zumo de la fruta y aparto el pescado que no me apetece, como he apartado el resto del alimento. Mi ojo derecho ha vuelto a segregar lagaña que retiro con pudor y con un poco de fastidio, ya que el chico me ha dirigido una cara de asombro mientras me comenta algunos pasajes de la Biblia. Tomás me sigue hasta la cocina ostentando un paso marcial, implorando con su jadeo alguna satisfacción que mitigue el vacío de su estómago y le impida correr la saliva.
*
Subo las escaleras y me dirijo a la recámara. Intento reposar. Es en vano. Retorno al sueño que pesa sobre mí como una roca sisífica que cuando despierto creo desechada. La oscuridad. Y de repente se muestra la imagen recurrente, repitiéndose una y otra vez como si tuviera la mirada dentro de un caleidoscopio cuyas refracciones me llevaran a cada instante a la única imagen sin distorsión. Le ruego a Dios que me libre de este tormento y que mi espíritu descanse de estos sobresaltos. Ciclópeas orejas hendidas por el filo de un cuchillo. Es la imagen y sé de dónde proviene. De mis recuerdos de la pintura que está en mi alcoba, no hay que dudarlo. Del permanente y nunca cansado estudio vespertino que como es frecuente efectúo al contemplar la pintura cada vez que permito que sus puertas se abran. Es una imitación bastarda, y casi derruida, del célebre tríptico del gran pintor, que costeé con los ahorros de toda una vida. Hay que reconocer que resulta un objeto fútil en comparación con el original, sobre todo en arte, pese a ser una copia fiel, de iguales proporciones. Contemplo el mundo. Consiento que se abran las puertas de la obra matizada sobre la tabla de roble y me fijo en otro mundo paralelo: el del paraíso, el jardín y el infierno. Me maravillo como cada tarde. El arte del pintor es tan impoluto que me estremece incluso a través de un mal intérprete. Frecuento el fresco en los atardeceres, explorando los engranajes de su constitución, intentando descifrar la alquimia que propició el ahora devastado paraíso, el arte de demiurgo que forjó el infierno, y pretendiendo conocer, porque solo conociendo se está en la capacidad de rechazar, el camino de la perdición que conduce a este calvario.
*
Abandono el sueño con el cuerpo adolorido, con el sopor que ruboriza mi carne y me incita al pecado. Me sobreviene la sensación de no seguir siendo el mismo, de querer escapar hacia algún destierro sin que me preocupe el acarrear en mi frente el estigma que me delate ante los hombres. Huir de la mirada de Dios, que sus ojos no se posen más sobre mí y poder, de esta forma, satisfacer mis delirios. El pensamiento sacrílego me sobreviene cada día. Rezo para que el demonio se aparte de mí y siento que Dios me reanima en la fe, que aparta a Luzbel de mis carnes que se empiezan a enfriar. Y rezo, no puedo hacer otra cosa que no sea suplicar a los cielos para poder escapar de la trampa de mi cuerpo, para aplacar las perfidias que urdo en mi felonía, para huir de las inclinaciones hacia las que me tientan los sentidos. Recurro a alguna introversión que me salva, al menos por el momento. Rezo y me preparo para la misa.
*
El muchacho cruza frente a mi puerta y se detiene un instante, inclinándose, acomodando algún desperfecto en sus pantuflas. Su pijama blanco le transparenta las carnes y le otorga a su figura el aspecto de un efebo voluptuoso. Pero en su rostro hay inocencia, castidad. La luz artificial hace que sus mejillas reverberen con un pálido rosa que destella en el claroscuro de la entrada. Desconoce por completo sus poderes de seducción, la peligrosa atracción que produce a su paso. Se incorpora, dirige la mirada hacia el interior de mi habitación y en su timidez eterna intenta despedirse de mí con una reverencia que se me antoja lejana y molesta. Con un gesto lo incito a acercarse. Le brindo una bendición y demarco la imaginaria señal de la cruz sobre sus ojos. Desciendo mi mano casi transformada en un puño a la altura de su boca, viendo sus labios acariciar mis dedos, contemplando su cara cerca de mí y logrando que un temblor me invada, pues por el aspecto de sus facciones se asemeja al rostro de un arcángel. Lo tomo de los hombros y en esta ocasión ciño la señal de la cruz con cuatro besos que le implanto en la frente. No tengo más opción que dejarlo ir y acudir a la plegaria.
*
El joven Manuel ha depositado confianza en las palabras del padre Misael. Éste, cada noche, lo invita a rezar la oración mayor junto a él. Lo ha instruido en el arte místico de la plegaria, la interiorización espiritual que, alega el sacerdote, purgará su alma, quedando absuelto de todo pecado para ser un hijo purificado de Dios. Y Manuel manifiesta su entrega incondicional. El reverendo le ha impuesto el dogma. Le ha mostrado que la fe es lo más importante para ser salvo y que se debe confiar en los designios, siempre inescrutables, del Señor. Y el muchacho le cree. En ocasiones, cuando se arrodilla frente a la cama, el padre se coloca justo a las espaldas y aprieta las manos junto a las del chico. Es una oración reforzada, le susurra al oído. Así Dios nos escuchará mejor, a ti como hijo y a mí como padre, le farfulla cada vez, de forma casi inaudible, manifestando el secreto que no desea que ausculte la pequeña imagen tallada del macerado hombre de la cruz que pende sobre la cabecera de la cama. En las noches de frío a Manuel le resulta agradable la compañía de aquella plegaria doble, pero en los días de calor le parece insoportable, no puede tolerar el cuerpo firme y pegajoso aunado a las nalgas, el respirar anheloso y cálido que expulsa el padre en las oraciones, y las palabras de despedida cuando le sella el pastoso beso en la nuca. Pero ahora, arrodillado, reposando los codos sobre el colchón, el muchacho está rezando frente a la efigie del profeta y el padre no ha llegado.
*
Esta noche no me levantaré. Dios ha reforzado mi fe. Dios es mi pastor, mi guía, mi lumbrera y mi camino. Escucha mi oración y permite que sea fuerte, no consientas que caiga en la oscuridad del pecado, oh Dios amado, oh Padre amado.
*
Qué sueño tan horrible, por amor a Dios. Sálvame, Señor. Vigílame y protégeme, Padre. Cuídame, Señor. Qué sueño tan horrible. Ayúdame, Señor, te lo imploro. No volveré a hundirme en las satisfacciones del pecado. Lo juro. Porque no soporto esta oscuridad. Mis ojos no soportan tanta oscuridad. Camino, tanteo mi lecho, menos tibio sin mi cuerpo. Palpo el ropero, duro como la negrura que me sofoca. No encuentro la salida que me acoja hacia la luz, Señor, guíame hacia ese escape. No permitas que mi pie vuelva a tropezar. Palpo una pared fría cual mis manos, helados que se funden en la frialdad. Encamíname, Señor. En vano continúo gritando. Esta casa es tan triste y tan sola y tan grande que el padre Misael no me puede oír. No obstante, tú Señor, Padre amado, que oyes los lamentos de todos tus hijos, guía mis piernas, acógelas en tu luz, sácame de esta oscuridad y prometo ser fiel hasta el último de mis días. Prometo ofrendar mi fe en cada mañana. Prometo cumplir las penitencias de tu divino mandato. Confío en ti, Señor, Padre amado. Tu palabra será una lámpara para mi pie y una luz para mi vereda. Lo sé, Señor, confío de forma plena en ti. Dirígeme hacia la luz. Guíame hacia tu luz.
*
La puerta se abre y el muchacho, descalzo, llama a la alcoba del padre. Ha tenido que atravesar el largo purgatorio del corredor que separa las habitaciones como si fuera el interminable umbral entre el infierno y el paraíso.
*
Y llega a mí con los carillos temblando y castañeteando los dientes, gélido, fantasmal.
He tenido un sueño horrible, padre. Soñé con una marioneta en los dientes de una enorme bestia. El engendro era de temer. Tenía unos ojos enormes y rojos y me miraba mientras me sostenía en su boca pues ese fantoche no era otro sino yo. De qué forma me contemplaba. Bufaba como un toro y su baba era muy líquida y caía pegajosa, asquerosa. Todo estaba oscuro. Pero sus ojos, oh Dios, sus horrendos ojos.
Entra, hijo amado, digo. Y lo acojo en mi cama, y sonrío en mi interior por su infantil temor a la oscuridad.
*
Entra, joven. Entra, triunfal a tu Jerusalén, donde se te aclama.
*
Una noche más el padre Misael no podrá conciliar el sueño, mientras, asomado en la ventana, con el muchacho dormido en su lecho, solo desea una copa de vino, no el sagrado cáliz que metamorfosea en la sangre del Señor sino en la que palia los nervios contenidos y el reprimido deseo de ser otro. Abajo la ciudad duerme. A lo lejos no observa ninguna ventana con luz y se percata de que su desvelo es infinito, que no se puede comparar con el de nadie. Es una soledad sin terminación ni intervalos. Reconoce el hecho de no tener un semejante. El mundo no comprendería. No comprenderá. Dios, en su infinita sapiencia y con su omnipresente mirada, no comprendería. No comprenderá.
LUNES
Oración y blasfemia
…sanctificetur nomen tuum.
El pecho cruje y un sismo en miniatura nacido de los bronquios ensancha la cavidad torácica, germina en los anillos de la tráquea ronroneando un responso inconsciente y colectivo invocado por millones de bacilos ávidos de sustancias, convulsionando, a su paso, faringe y laringe. La avalancha microscópica fluye y desparrama su aureola con la trepidación de toda la epiglotis. El minúsculo ciclón reverbera en la membrana pituitaria y distribuye el aluvión entre nariz y paladar propiciando la congestión en el súbito estallido del ronquido.
*
He pasado toda la madrugada en vela, implorando misericordia al cielo, escuchando el susurro de mis jaculatorias que se mezcla con el estrépito de la respiración del chico. El sonido de su pecho inflamado ha sido otro aliciente para mi vigilia. Llamaré al médico a primera hora. En cada ocasión que me embargó el deseo de contemplar su anatomía reposando sobre mi lecho, me sometí a una increpación estimulada por mi anhelo de mantenerme como un hijo de Dios. Seguir los pasos del profeta y no ceder un ápice a la instigación del mal. Quiero servirte Señor y derrotar la tentación del demonio y decirle que no solo de carne vive el hombre. Él trata de tentarme, de apartarme de ti, oh Padre amado, pero yo me subordinaré de forma exclusiva a tus mandatos.
*
Tomás ve sombras donde no las hay. Las inventa. A veces, durante las mañanas soleadas del verano persigue lagartijas, animalejos que se cuelan entre las paredes de piedras del jardín, entre las hendeduras de los adobes del patio trasero, entre las grietas del borde de los ventanales, por donde aquellas vandálicas alimañas afloran para tomar un poco de sol. Tomás las reprende con la voz anciana, con los gruñidos gruesos cargados de lentitud y parcos de ímpetu. Aunque en otras tantas ocasiones arroje los ladridos con una energía inusual, como haciendo valedera su antaña autoridad de can dominante, su talante centinela de un Cerbero a tiempo parcial al acecho de sus débiles antagonistas, cerciorándose de que nadie usurpe sus dominios. Ahora mismo brinca con repentino arrojo que ha sacado quién sabe de qué lugar de su empolvada anatomía y amonesta a la sabandija que de seguro ha buscado refugio en alguna rama del viejo almendro donde el animal realiza piruetas de acechanza mientras ladra y ladra. Pero por lo general es su imaginación cansada la que esboza, en su fantasía daltónica, exacerbada por su gastada agudeza olfativa, a los demonios que siempre lo atormentan. Me digo, luego de observarlo, que después de todo no somos tan diferentes. Simples animales instintivos sucumbiendo a los caprichos de nuestra naturaleza. Todo esto si no fuera por nuestra alma. Gracias, Dios amado, por habernos insuflado un alma.
*
He celebrado la eucaristía sin la presencia del muchacho, y aunque no estuvo ausente la mano caritativa que osciló el incienso, no resultó una experiencia similar a las que percibo cuando él está presente. No haberlo visto durante un par de horas ha sido mayor tormento que haberlo tenido acostado a centímetros de mi piel.
*
El veredicto del doctor ha sido definitorio. Es un fuerte catarro el que doblega las defensas del jovencito, me dice con voz grave, esbozando la sonrisa de rigor, pero con un par de días de reposo y una surtida dosis de analgésicos estará de regreso su salud. Ambos caminamos hasta la puerta cuyos goznes emiten un chillido atestado de óxido y nos sacudimos por la agresión auditiva. Pasado el percance el doctor se voltea con solemnidad, sumiso agacha la mirada y pide la bendición. Dibujo una cruz en el aire justo al nivel de su rostro, luego se despide con una venia. El muchacho vuelve a dormir inspirando y exhalando con dificultad. Palpo su frente para explorar la dolencia, pero lo único que consigo es que el cuerpo me empiece a temblar y que de mis manos fluya una transpiración excesiva.
*
Atendí labores de despacho y mantuve cortas entrevistas, por lo demás insulsas, con los feligreses. Libre de mis responsabilidades, camino por el adoquinado del malecón en la ribera del río que conecta esta pequeña ciudad con el pueblo vecino, golpeado por la brisa que alborota con un silbido profundo, como cada ocasión, el bucle de mi peinado. El final de verano arrastra bellos murmullos. Las golondrinas propician el consabido éxodo anual hacia el oeste en un peregrinaje que tiene mucho de lamentación, puesto que en su anarquía escatológica las aves, que durante esta época recorren justamente la zona de parque central, adornan autos, banquetas, plazas y transeúntes con una fiesta excrementicia sin parangón.
Precisamente ahora que camino cerca de parque central se percibe el trino coral de estos pájaros minúsculos enganchados en los cables eléctricos, gorjeo colectivo entorpecido durante breves intervalos por el tronar de los transportes que circulan sin cesar por la avenida. Continúo mi marcha por la calle más discreta que encuentro en esta villa aspirante a ciudad, un callejón sin paso vehicular que se ha convertido en mi obligado itinerario cada vez que me dirijo a realizar las compras. Todo aquí es serenidad, sin estruendos de motores y cláxones tan molestos. Y de repente ruge el fragor desde el local de las billas que ha sido inaugurado en días precedentes. Retumban insultos revestidos de tonalidades cada vez más obscenas que manan de la boca de un joven que no se amilana ante la robustez de su enemigo a quien se nota orgulloso por ostentar tatuajes sicalípticos que incitan a catalogarlo como un convicto surgido de algún presidio remoto. Opto por una retirada rápida y girando sobre mis talones, de espaldas a las hostilidades, puedo escuchar los golpes secos que agitan las carnes. Salgo a la avenida principal. Camino tratando de olvidar al chico. Ni el bullicio de los autos, ni los aullidos de choferes furiosos con la punta del pie en el pedal, ni la lluvia de trinos que cae sobre mí como una loza, ni el reciente conflicto callejero, consiguen que deje de pensar en él y que se detenga mi suplicio. Intento distraerme al idear una conclusión pacífica a la reyerta del callejón. Llego a mi destino, pero sin haber sacudido de mis hombros la enorme piedra que me atormenta.
*
El mercado es un incendio de sonidos. Los gritos que impregnan el ambiente atestado de vendedores afanosos por negociar las frutas, legumbres, granos, víveres en general, dan un toque de euforia propio de los sitios concurridos por el vulgo. Como siempre, me acerco a la zona de los pescados y pido mi habitual provisión de los lunes. Aquí está, padre, me dice Leandro el vendedor que me conoce de años, y envuelve sin contemplación los todavía epilépticos peces en hojas de periódicos antiguos. Al salir del mercado escucho las sirenas policiales quejándose con su alarido, conminando y persuadiendo a los indiscretos que se agolpan en el lugar de la escena para recrear su curiosidad y juzgar con la mirada. Al pasar cerca del callejón de la batalla, puedo observar cómo el grandulón pendenciero es esposado e ingresado a la patrulla, no sin oponer resistencia. Del joven intrépido no detecto rastro. Me alejo imaginando una vez más una conclusión rebuscada a la historia de la riña del bar. Cae sobre mí la imagen del muchacho, el recuerdo de su voz que palpita en mis tímpanos como un orfeón de ángeles. Comprendo que es una blasfemia mayor que los improperios del gran hombre de los tatuajes. Ejecuto algunas plegarias mientras camino a casa.
*
La señora Salomé desfila oscilando la escoba frente a mí sin preocupación alguna, siempre custodiada por Tomás. Se ha adaptado a mi presencia en el sofá, a mi consuetudinaria postración que me sume en trances de sensaciones que ella no sospecharía nunca. Por momentos entiendo que soy yo el que está acostumbrado a la sombra de su anatomía desplazándose por la sala. Me incorporo con tedio y me dirijo a mi recámara.
*
La música penetra en mi sensibilidad y estampa una huella con su alquimia melódica. Cierro los ojos y me transporta a otro mundo más placentero, a un lugar demarcado por interminables alegrías, a un paraíso hecho de todas las flores, tulipanes, dalias, agératos, crisantemos, orquídeas, lirios, en donde perderse resulta una bendición. Es la única forma de evadirme del pensamiento fragoso e incesante.
*
Un estertor sacude el cuerpo del joven. La fuerza, que comprime y suelta con violencia el diafragma, emana de los pulmones e irrumpe con dureza resbalando áspera por su lengua, atravesando las cuerdas bucales que transforman el impulso en sonido ronco y turbio. La tos se materializa en el esputo que atraviesa la garganta y termina en un viaje desde la ventana hacia el jardín. El chico tose largo, con pausas que apenas le permiten un descanso al ardor de las amígdalas. Al mismo tiempo, el impetuoso ladrido de Tomás inunda toda la casa a pesar de hallarse en el patio, y se puede notar que su vigía no ha sido infructuosa, ya que de seguro ha detectado algún bicho escurridizo, o quizá simplemente se trate de una fabulación de sus avejentados sentidos.
*
El timbrado recurrente mueve el silencio mientras escucho a mis espaldas los zapatos de la señora Salomé que se deslizan por la baldosa a toda prisa y que se detienen en su destino para ceder lugar al sonido plástico del levantamiento del auricular. El tintinear de los utensilios del servicio de mesa se eleva a los oídos de Tomás, órganos cansados pero más despiertos que su casi perdido olfato. Quizá exagero y él ha llegado a la mesa por el olor del pescado. El muchacho descansa. Mastico con cuidado la textura del alimento. La suavidad salina que me deleita el paladar y escucho la aniquilación de alguna espina entre mis muelas. La señora Salomé retira los platos. Me comunica, muy formal, que hoy debe salir más temprano por un percance doméstico, debido a lo cual deberá ausentarse un par de días. Asiento en un gesto confirmatorio.
*
Abro el tríptico luego de examinar el mundo derruido. Mi vista recae sobre el lado derecho que está impregnado de ilustraciones complejas. ¿Será el infierno acaso un lugar tan cargado de estruendo?, me pregunto. ¿Será quizá un alarido infinito que haga estallar el cerebro y las entrañas para luego incitarnos a recoger nuestros escombros? ¿O todos estos instrumentos musicales teñidos en la pintura en realidad carecen de sonidos y el silencio infernal sea el destino de los herejes? El infierno no es el dulce aullido del silencio, eso es seguro, es el torrente de crepitaciones que se funden para doblegar el alma. Por ello este condenado está incrustado en las cuerdas del arpa, por ello este otro desdichado está sacrificado en el gigante laúd. Entonces pienso en mi condena. Escruto a este triste sodomita empalado por una flauta como el iniciador de una larga estirpe de sufridores y es como si escuchara su tormento, como si de alguna forma enigmática su dolor ficticio se transfigurara en complicidad dentro de mi intestino y me hiciera recordar lo hórrido del pecado. Contemplo al hombre que es abrazado por un cerdo con velo de monja, y es como si me hubieran introducido en el cuadro, pues siento la fetidez de los susurros obscenos en el constante rumiar cerca de mí, dentro de mí. Cierro con urgencia las puertas de este terrible mundo espiritual y aparece la imagen del mundo terreno, un paisaje que se me antoja más horrendo. Estás lleno de pecado, mundo. Protégenos, Dios. Sálvame, Dios. Me preparo para la misa.
*
Ave María purísima. Sin pecado concebida. He pecado, padre. Cuéntame tus pecados, hija. He tenido pensamientos de lujuria. Anoche lo vi casi desnudo y desee su cuerpo, lo desee con intensidad y ardor. ¿Es eso muy malo, padre?
*
El sacerdote escucha y reprime un suspiro de complicidad. Es la misma historia de cada creyente, desfigurada de forma parcial por un leve matiz. Es el deseo. El pecaminoso, aborrecible deseo. El padre Misael, al término de cada rito de análoga naturaleza, apostillará con la fórmula de rigor y la manifestará como lo está haciendo en este instante, con la más normal de las entonaciones, luego de haber escuchado toda la parafernalia íntima que implica una confesión del espíritu. Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Santo Espíritu para la remisión de los pecados, te conceda, por el misterio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo, y del Santo Espíritu. En el confesionario trona un amén cargado de alivio.
*
Me coloco detrás de la cabecera y agito el frasco de la colonia de nardos con la que humedezco mis manos. Unjo en la superficie de su rostro y creo percibir un parpadeo que es aplacado de inmediato por la fuerza febril de la calentura. El muchacho arde. Creo que yo también, pero por razones otras. Duerme hijo, que cuido de ti. A punto de caer en el sueño, me levanto y noto que los medicamentos han mitigado la infección. Fricciono una vez más mis manos y rozo sus pies con el bálsamo. Me dirijo un tanto aliviado a mi estancia.
*
Alabada el agua bendita de los nardos que han untado en tu cuerpo. Descansa, que mañana te levantarás y andarás.
*
Deliro, puesto que he mirado de cerca el rostro de la bestia, y esto solo puede pasar en mis sueños. Es la fiebre. Su baba inunda mi cuerpo. Escucho su exhalación y no tengo fuerzas para gritar, tan solo bravura para escupir su rostro, ni siquiera con saliva, sino con una mirada de asco y horror. Lloro, como es normal en los momentos de espanto, e imploro al cielo, como es natural en un creyente. Expulsa la bestia al infierno, Señor. Protégeme. Cuídame, Señor. Sé mi amparo. Tú, Señor, eres mi pastor. Contigo nada me faltará. Nada ni nadie podrá lastimarme.
*
El joven al fin duerme, esta vez sin pesadillas, tras el arrebato de la fiebre. El padre, en su habitación, se dispone a cambiar su atuendo por un traje que le brinde la comodidad para el descanso. Se desnuda y contempla su cuerpo frente al espejo. Los vellos convergen en el pubis como un remolino proveniente de los muslos y del ombligo y circunvalan la pelvis llegando al epicentro de su pudenda parte, que poco a poco se yergue en una erección potente. Líbrame del pecado, Señor, implora, sin éxito. Su deseo es mayor que su capacidad de abstinencia. Pero de pronto se siente invadido por un impulso, por una borrasca no natural que hace ensanchar su pecho en señal de satisfacción y que deprime el flujo de sangre que su naturaleza ha impulsado hacia su pene. Agradece a Dios, se coloca el indumento de dormir y se deja caer de rodillas frente a la cama. Gracias, Padre, avanza a expresar, con lágrimas de conformidad surcando sus pómulos. Hoy sus ojos reposarán con serenidad. Sus oídos están tensados hacia el silencio profundo de la noche apacible. Dios, al parecer, lo ha escuchado. Al menos es lo que el padre Misael se empeña en creer.
MARTES Y MIÉRCOLES
Fragancia y hedor
Adveniat regnum tuum.
Circula en el ambiente, evaporándose a ratos, huyendo, divirtiéndose, y luego asomándose con timidez, volviendo a atosigar de placer mi olfato con la impertinencia de su aparición. Recepto la fragancia y siento cómo los músculos de mi rostro se estiran en una sonrisa de deleite. Satisfago mi necesidad de oler infiltrando por mis narinas el cargado aire balsámico, aquieto la premura odorante inhalando más hondo y me pierdo en el sudor de las flores. Al abrir mis ojos, la aparición del rostro del muchacho junto a mí me devuelve a la realidad de mis olfacciones rutinarias pues al saludarlo acojo el aire que ha trocado del aroma de sus mejillas al horrendo tufo hepático de mi aliento mañanero.
*
Decidí que el chico continuara con su reposo, por lo tanto oficié la misa sin su ayuda. En esta ocasión me resultó más tolerable su ausencia. Motivé el movimiento pendular del incensario cuyo humo ha marcado mi piel con una esencia de resina. Ahora lo veo recostado contra el sillón, sacudiéndose la nariz en un pañuelo caqui mientras se introduce una variada dosis de los dibujos móviles que transitan por la pantalla. Salgo hacia la calle, con destino al mercado.
*
Malecón está desierto. El frescor del río me brinda un olor de agua dulce que se mixtura con el sencillo aroma de las palmeras que adornan los contornos. El tránsito es leve. El callejón de siempre me acoge con el hedor a cerveza regada, a orina implantada en despreocupados rincones, con postes manchados de pestilencia. Acelero el paso mientras observo el nombre del nuevo local graficado en letras mayúsculas y cursivas. Un sitio de perdición, Señor, y en mi callejón predilecto.
*
El mercado es un torbellino de olores. Las legumbres y las hierbas, los granos y mariscos, los alimentos procesados y las frutas, derraman una extensa gama de sensaciones que invaden el olfato. Gobierno mi cuerpo hacia la estancia de las especias. Me impregno de la emanación acre de la canela, del comino, de los clavos de olor, de la pimienta dulce. Pago por las especias con algunas monedas que Isaac, el vendedor, hombre solterón y de rostro carnoso, recibe con gesto de simpatía.
*
Tajo el róbalo en rebanadas gruesas que sumerjo primero en agua y luego, ya limpia la carne, en limón y sal. Sofrío y coloco los comestibles en un plato de porcelana. El aroma es apetecible y fuerte, tanto que Tomás ha abandonado su distrito de batalla diaria para velarme con su lengua hambrienta al pie de la cocina, hecho que quizá refute mi escepticismo en la capacidad de su nariz. Muelo las bolillas de pimienta, las rajas de canela, los clavos de olor y el comino. Agrego vinagre. Un líquido lacrimal me recorre desde los ojos y arrojo dentro de la sartén las cebollas picadas con su olor de dulce pestilencia. Incorporo al pescado junto con un poco de jerez. Lo tapo y lo dejo cocer a fuego lento.
*
He recurrido una vez más a la imploración del perdón divino. Estoy arrepentido de haber pecado de pensamiento y palabra, de obra y omisión. Señor, acoge a este pecador suplicante para que vuelva a tu camino y pueda ser salvo en ti.
*
Están allí, bailando con gozo en la putrefacción. Embelesados por la lascivia. La lujuria se satisface en el fango del regodeo carnal y la concupiscencia. Los placeres deshonestos se subliman en peces horrendos, en conchas abismales, en légamos de mierda. Cabras, dromedarios, caballos y aves ansiosas del goce avalan el desenfreno. El espacio hiede a pecado, a lujuria. Corrompen el entorno con una peste emanada del lado más oscuro de nuestro ser. Dejo de observar el cuadro y me cercioro de los pocos minutos que dispongo para el descanso, antes que doblen las campanas.
*
Estoy por acudir a misa con un cansancio muscular enorme. Ingiero dos vasos de agua que aplacan el rugir de mi hígado, o al menos eso imagino o deseo. Me coloco la sotana. Me siento más puro.
*
El chico me inquiere con una pregunta que de momento me pasma. Me obliga a retroceder hasta que caigo vencido en el sofá. Lo estimulo para que se siente junto a mí. Accede no sin anticipar un gesto que me advierte la disposición de no transgredir en su propósito. Acaricio un mechón que resbala por su frente y lo ubico detrás de la oreja, lugar que le corresponde. Siento la mirada cargada de expectación. Trato de no defraudarlo y le cuento que Dios es un ser bueno y misericordioso y que no podemos conocerlo físicamente o imaginarlo con los perfiles anatómicos a los que estamos habituados, pero esta invocación de catequesis no satisface su curiosidad. Me muestro fuerte. Le digo la verdad, que a Dios hay que amarlo y no pretender conocerlo. Me dice, con cara de derrota y resignación, que Dios es complicado. Yo solo tengo vida para aspirar el dulce olor a almizcle que me impregna en la nariz al despegar sus nalgas del mueble. Lo llamo. Él voltea con una mirada luminosa, con esa mirada que me incita a agarrarlo de las mejillas y satisfacer mis impulsos. Pero suplico la ayuda del Señor, que todo lo puede, y entonces, con fuerzas renovadas, encamino al muchacho a mi habitación. Le indico que es un secreto. Le revelo que yo conozco a Dios. Se lo muestro.
*
Dios no es pequeño, aunque lo parezca a simple vista. Está alejado para tener una mayor perspectiva del mundo, eso es todo. Su mirada, sabemos, es ubicua. Sentado en su trono, su cabeza está coronada por una tiara y en sus piernas descansa el sagrado libro. Su espalda está protegida por un largo capote imperial. Lo puedo ver ahora, mientras el padre Misael me muestra esta peculiar pintura. La oscuridad del cuadro me infunde temor. No obstante, lo resisto. En el horizonte, tras la bruma que encapota el cielo encerrado en el vidrio cóncavo, está Dios, y puedo verlo. Ahora lo conozco. Y veo su sonrisa.
*
Me dispongo a tomar el sueño con el fragante hedor de su nuca. Hemos orado juntos, cuerpo a cuerpo, y le hemos pedido a Dios que nunca nos aparte de su camino, para poder congraciarnos en sus preceptos. Hay algo cargado en el ambiente que me impide una respiración normal. Siento la absurda premonición de que estoy a punto de caer en una pesadilla de la que no podré despertar. Afuera ha empezado a golpear la lluvia, muy suave.
*
La mañana está fría. El aguacero ha refrescado el entorno. He dormido tranquilo, en paz con mi espíritu y acogido por la infinita misericordia de Dios. Me tranquiliza saber que las pesadillas han terminado su labor de tortura nocturna y han dado paso a una tregua. Mi optimismo no llega a la certeza de haberlas derrotado. Una parte de mí sabe que saldré airoso de esta batalla contra el demonio, pero otra, la más frágil, me evidencia la envergadura de mi fracaso pues a cada instante mi mente sucumbe a la tentación y cada parte de mi cuerpo infringe esa ley que exige mi alma.
*
He decidió tomar un baño. He sentido la sensación de impureza en mi piel, y no solo por la hediondez de mis axilas cargadas de noche, sino por la montaña de procacidad que acarreo en el pensamiento. Antes de subir al altar debo estar purificado. Refrescarme un poco no me hará mal, de modo que me dispongo a enjabonar mi piel. También enjuago mi alma con los rezos.
*
Se acerca la temporada invernal y los indicios se palpan con el olfato. Lo puede realizar cualquier mortal, pero sobre todo los seres que están facultados de mejor forma para tales menesteres. Así que Tomas, en contra de lo que piensa el clérigo, lo sabe mejor que nadie. Reconoce como ajeno el aroma etéreo que destila el suelo cercano al almendro. Por ello demarca su territorio con frecuencia. La estación estival, ya en su final, es vencida por la humedad elemental de los ciclos. La geosmina emerge e inunda el portal con su éter. Los antiguos aseguraban que el petricor era la sangre de los dioses, la esencia que regentaba sus venas. Hoy no es más que un llamativo aroma que de tanto en tanto, mientras en su calidad de huidizo no se desvanezca, nos causa molestias leves, sin percatamos de que es y ha sido, a lo largo de inmemoriales épocas, el verdadero sudor de esta tierra, su hircismo aflorado. Tomás lo comprende. Su nariz no se ha desgastado hasta el punto de que le sea indiferente el mundo. Algo sabe de los olores. Algo ha comprendido en su dilatada vida de can. Por ello deja de orinar el almendro y se tiende en rara postura mística, ya derrotado por el clima, sobre las hojas húmedas que forman un colchón natural. Su olfato le ha recalcado la condición sagrada de las estaciones. Ahora, por fin, una nube esquiva le brinda un poco de sol que su dermis agradece.
*
En el mercado me he encontrado a un viejo amigo. Hemos mantenido una charla amena aunque breve.
*
La señora Salomé ha llegado mientras estuve ausente. Me explica, a manera de justificación, sus penurias. Le manifiesto que se evite las preocupaciones, que comprendo la situación y que se tome la semana libre. Insiste en preparar el almuerzo de hoy a manera de compensación por la futura ausencia. No me hago rogar. Mientras la señora cocina me encierro en mi habitación y alcanzo una botella de vino desde el lugar de mis secretos. Empiezo a beber con largos sorbos.
*
La botella está a la mitad y la abandono sin precaución alguna sobre la mesa de noche. El vino ingerido me provoca una leve sensación de mareo que pretendo expulsar con una taza de café. Imploro un baño de agua fría, pero la señora Salomé me indica que la comida está lista. Engullo la sopa sintiendo resquemor. El calor aplaca el vacío de mi estómago, el extraño malestar de amargura provocado por la bebida. Me incorporo de la mesa mirando al muchacho que come y me dirijo a mi alcoba con intensas ganas de dormir.
*
Entreabro mis ojos y la primera imagen que observo es la del mundo. Mi borrachera no es apta para escudriñar las asquerosas delicias de su jardín. Imagino el cuerpo desnudo del chico con verdadera lujuria y luego retorno al sueño. Al despertar me percato de una posición inusual del lado derecho del tablero pintado. Conjeturo que alguien ha revisado la pintura. La señora Salomé tiene prohibido ingresar a la alcoba y siempre ha sido respetuosa, por lo tanto mi única sospecha recae sobre la curiosidad del chico. No me enoja, pero tampoco me agrada la intromisión. Entonces, siento la pastosidad que ha manchado mis calzones durante el sueño.
*
Hoy concurrieron a la iglesia menos personas que ayer. No obstante, mis sermones fueron más largos.
*
El último libro de la Biblia anuncia un infierno lleno de fuego y azufre como condena para los que traicionan las normas del Señor. Un infierno de tufos, de vahos malolientes, sería un tormento inaguantable, incluso para cualquier alma ajena a las debilidades del cuerpo. Defeco con lentitud y un poco de dolor. Mi esfínter expulsa un gas despedido en forma de un chillido agudo. Hiede, pero lo aspiro imaginando un tormentoso infierno mefítico saturado de fétidos efluvios, y, aquí sentado, el hedor yuxtapuesto a la imaginación me incita a la náusea. Entreabro apenas la puerta y permito que circule un poco de aire fresco que sacuda los miasmas excrementales, el aire viciado que ha contaminado mi organismo.
*
Tomás olfatea mi pierna, de seguro ha percibido el olor del jabón en mi cuerpo luego del baño. Empieza a emitir desagradables gruñidos. Me hala de la tela del traje de dormir y la rasga inundándola con su baba. Perro malo. Ahora lo veo alejarse, satisfecho de la travesura. Me quito la bata y me descubro desnudo frente al espejo. No me resisto a dirigir una caricia a la zona de mis testículos. Un flujo eléctrico me sacude. Mi pene se inflama en un carmesí oscuro. Al reaccionar, me alejo del espejo con horror. Tomo otro vestuario y me impulso a olvidar mis deseos.
*
El Sanedrín de los sentidos acoge la propuesta de traicionar el alma.
*
Lo despojo de su camiseta con una serenidad que no creo mía. Pero son mis manos las que desnudan su torso. Lo acuesto con su trasero alzándose hacia mi cara que aparto de inmediato, instantáneamente ruborizado. Acaricio su espalda que de seguro estará quemando con el frescor del mentol. Sus pulmones ya lo pueden sentir, estoy seguro de ello, pues mis manos refrescan al compás de los masajes. Contemplo por vez última su culo perfecto de mancebo dominante. Lo volteo con su rostro hacia mí. Impacto el mentol sobre sus pectorales y aprovecho para palpar sus tímidos pezones que surgen sin osadía. El fuerte aroma del eucalipto me penetra.
*
En esta madrugada, ambos duermen con el rumiar de la lluvia azotando la calle. Ni el padre Misael ha tenido la ensoñación del cuchillo, ni el joven Manuel la visión de la bestia. Quizá se han ido para no volver. Estamos en el umbral de un día nuevo. En el centro de la ciudad, la lluvia arrastra todos los hedores de la calle del billar. El aguacero limpia el vetusto árbol del patio trasero. Durante las lluvias, algunos ingenuos aseguran que Dios es el que llora por todos los pecados de la humanidad. La imagen más acertada no estaría simbolizada por las divinas lágrimas que caen sobre el mundo, sino por el chisporrotear del orine que nos empapa, similar a éste, de Tomás, que ahora se desprende de la corteza del viejo almendro. Sea de una forma u otra, después de todo es del cuerpo del inmaterial Dios de donde proviene el líquido que nos baña.
JUEVES
Ardor y gelidez
Fiat voluntas tua, sicut in caelo, et in terra.
Me sacude una descarga quemante cuyo génesis es el occipucio y parte en éxodo destilando por toda mi espina dorsal. Mis tendones despiertan y me obligan a estirar la longitud de mi cuerpo en el placentero dolor que se consuma de manera orgásmica en mis calzoncillos. Siento cómo mi pene desciende de forma lenta, derribado por el agrado convulsivo de la polución al tiempo que en mi alma se gesta un vacío que no soporto. El frío resbala desde la ventana abierta y se columpia en el cortinaje con un ulular lánguido y consecutivo. Miro cómo el terciopelo se estremece contra la pared, impacta contra el vidrio de la ventana, contra el marco fabricado de abeto. Siento la brisa resbalar y colarse entre mis axilas, agitarme la piel en una ráfaga que eriza todo mi cuerpo. Suspiro. Me separo del interior maculado por el semen. Me levanto y rezo por la debilidad de mi carne.
*
La tibieza del café me incita a abandonarlo. Prefiero ingerir con sorbos ligeros el jugo de durazno. El muchacho me cuenta una historia un tanto profana pero no me atrevo a reprenderlo. Solo lo miro y esbozo una sonrisa fría. Hoy tampoco me acompañó en misa y me hizo tanta falta, sobre todo cuando el obispo Pío impuso la bendición. Lo miro y me extasío en sus facciones, en su mirada despreocupada, en el alborotado cabello de la mañana. Me levanto de la mesa con premura, tratando de esquivar hacia otro sitio mis ojos que se dirigen una y otra vez hacia él.
*
He caído con escalofríos. Hoy no saldré de casa ni atenderé a los feligreses que se preparan para el viernes santo. He dejado en encargo determinados compromisos menores, acogiéndome a la recomendación del doctor. El muchacho me prepara una infusión que ingiero junto a los medicamentos. Al voltearse puedo notar el movimiento de sus nalgas en un vaivén provocador. Me rindo al sueño.
*
Al despertar veo el rostro del chico. Me ha hecho compañía todo este tiempo que ha durado la fiebre. Me informa que ha preparado almuerzo y me reconforta el cuerpo con una sopa caliente que insiste en brindármela en la boca cucharada a cucharada. Luego viene un momento duro. Lo reprendo por haber examinado la pintura sin consentimiento y me contesta que deseaba saber lo que contenía el cuadro. No se trata de prohibirle el conocimiento, pero considero que debe consultar antes con una voz autorizada que le confirme si se encuentra capacitado o no para determinado saber. Me replica que se siente apto y me implora que lo guíe por el cuadro. Después de un forcejeo de súplicas y rechazos, cedo a la solicitud y le permito abrirlo. Él expande una cara de asombro. Es hermoso, dice, pero al mismo tiempo horrendo. Es nuestra alma, le digo o simplemente lo pienso. La conmoción residual de la fiebre me aturde. De momento solo me entran deseos de alejarme del muchacho, de gritarle que abandone mi habitación y desaparezca para siempre, que Dios me ha revelado que es un emisario del demonio. Me invade el afán por excomulgarlo de mi vida. Comprendo que haré todo lo contrario, porque me yergo hacia él y poso una mano en su hombro y la sostengo en un abrazo cargado de intenciones. Lo que presencias es un paraíso, un infierno, y esto de aquí, le digo con voz magnánima señalándole la parte central, es el mundo. Por ahora bastará con verlo, ya tendremos tiempo para estudiarlo parte a parte. Mi cuerpo no resiste el impulso y lo beso en la mejilla mientras desciendo mi mano hacia la hendidura de su espalda. Su reacción no es de rechazo. De forma inesperada me pide la bendición.
*
He enviado al muchacho al mercado por provisiones. Siento la ausencia y trato de luchar contra el deseo con una oración, pero estando arrodillado, las palabras se atoran en la garganta. Esta vez no consigo rezar. Me levanto, tomo una ducha de agua tibia, y me preparo a recibirlo lo mejor arreglado que puedo.
*
El muchacho al fin llega, pero lastimosamente acompañado de la señorita Raquel, una mujer servicial a disposición de la Iglesia, joven a pesar de sus casi cuarenta años, soltera a pesar de su belleza. Tras ella ingresa un séquito de damas que se han asociado para hacerme una visita y ofrendarme frutas, compradas precisamente, imagino, a la guapa solterona. Tomás saluda con ladridos de enfado. Las recibo con aparente agradecimiento, les doy, con la autoridad que me otorgan, un par de admoniciones, les impongo una que otra tarea para la preparación de la procesión de mañana y de forma delicada las despido aduciendo el pretexto de mi reposo. Cierro tras ellas la puerta, con su filo de hierro mohoso y de bisagras oxidadas, y me embarco en la búsqueda del chico por toda la casa.
*
Lo invito una vez más a mi habitación. Mantenemos una conversación acerca de ciertos aspectos teológicos que él debate con un leve conocimiento. Lo instruyo mientras poso mi mano abierta sobre su carnoso muslo apetecible. Lo incito a que iniciemos juntos una oración. Me poso detrás de él y elevamos la usual súplica compartida. Percibo el calor de su cuerpo que aplaca lo frío del ambiente y al mismo tiempo refresca la calentura de mis entrañas.
*
El cuerpo me vence. Me recuesto con el sabor de las frutas todavía patente en mi paladar. Ensayo una oración que se derrite en el intento. Mi cabeza no está aquí, sino en la figura del muchacho. Me dirijo con pasos tambaleantes hacia su puerta. La entreabro y descubro el cuerpo dormido en el placer de la siesta en una postura fetal con el bello trasero señalándome, incitándome a acariciarlo, a darle la mordida definitiva. Mi cuerpo aterido hierve de fiebre o de algo más. En un arrebato de lucidez retorno a mi cama.
*
He despertado con la sensación viscosa del sudor adherido a mi piel. Observo el destello del sol de la tarde que se refracta en el espejo e inunda la habitación con su resplandor, invadiendo cada esquina. Comprendo la necesidad de asearme, una ola de calor invade la alcoba y mi entrepierna está pastosa. La fiebre ha pasado. Imploro un poco de agua fresca.
*
He enviado indicaciones por escrito a los fieles para la procesión de viernes santo. El muchacho ha sido mi compañía mientras he redactado la misiva que luego se ha encargado de entregar estimulado por la promesa de enseñarle una parte del cuadro. No he podido reprimir mi interés por sus movimientos, mi mirada ha recaído durante todo instante en él. Incluso me ha hecho desviar la pluma en un par de rasgos.
*
El estuche del disco posee como carátula la imagen de un camino surcado por hojas otoñales que se pierde en un horizonte sugerente. El amarillento pasaje zanja un bosque de apacibilidad absoluta. Ningún pájaro lastima la tranquilidad. Ningún animal se aventura a profanar la serenidad del pequeño universo de hojas y tierra. Todos están por emerger para, de forma briosa, inaugurar un paraíso infernal. Inserto el disco en el reproductor que lo obliga a girar rápidamente. Aquel artilugio se transforma en un minúsculo torbellino infinito que gira a miles de revoluciones por minuto. La música invade la sala, muy lenta, como luchando por despertar de un letargo impuesto por fuerzas restrictivas, inhalando sosiego, absorbiendo silencio, sosteniéndose en el espacio que luego ocupará con su tonalidad imperial. Pero será el frío. El bajo marca el ritmo, prosigue de forma continua, mana con un crescendo que matizan las tímidas intervenciones de los violines: son los pasos del caminante al que apremia alguna tribulación, son los crujidos del hielo a punto de resquebrajarse. Ahora truenan los relámpagos incendiados por el violín solista, la tormenta de la orquesta ruge y sacude el espacio y vibra a los pies del desgraciado. La carrera se origina con el impulso del bajo que palpita con insistencia y marca las huellas rápidas. La magistral imposición del violinista principal invade, golpea con sus ráfagas de viento helado, y el intenso frío obliga a tiritar e impone el crujir de dientes.
*
Ves esta zona de aquí, y me muestra la parte superior del lado derecho de la pintura abierta. Todo el cuadro simboliza los suplicios del pecador. Pero esta parte de aquí, en concreto, es la imagen tópica, la usual, que nos hacemos del infierno. Azufre cayendo en lluvia continua, montañas destruidas y bañadas de oscuridad y gente en un suplicio inenarrable.
En esta zona, indica la parte central con su dedo índice dibujando una elipse, el hielo marca un fuerte contraste con el fuego azufrado, pues dentro de la concepción del infierno como lugar de suplicio eterno, un espacio de hielo es uno de los más horrorosos sitios. Mira aquí cómo se resquebraja y el pobre hombre queda a merced del agua fría.
En esta parte, señala la inferior, está lo que en arte se denomina como el infierno musical, debido a la utilización de instrumentos musicales como símbolos de tortura. Muy usual en ciertos pintores místicos. Ves esta gaita, más acá el laúd, acá está el arpa. Y aquí una flauta, puedes verla.
Le cuestiono si en verdad es así el infierno. Por la ventana noto la noche ya entrada.
Bueno, me dice, la desesperación y el martirio, de seguro que están bien representados por parte del autor, y aquí sobre esta tabla, por parte del imitador, que es, me gusta llamarlo así, un intérprete.
Le pregunto cómo ve el infierno a través de lo que dictamina la sagrada escritura. No responde. Parece sumirse en una reflexión que escapa al momento y a mis dudas. Realmente se está preguntando cómo será el infierno.
El sagrado libro muestra el infierno como un lugar de incandescencia perpetua donde las almas serán arrojadas a los lagos de azufre. Es así como lo capta el pintor en la parte superior de esta obra. De hecho, el profeta lo menciona invariablemente constatando determinadas premisas tales como el fuego que nunca se apaga, el lamento y rechinar de dientes, el castigo eterno.
Habla sin dirigirme la mirada, como conversando consigo mismo.
Desde hace siglos se consideró al fuego y al hielo, es decir al calor y al frío, como los suplicios más atroces en el lugar del castigo perpetuo. Un gran poeta de la antigüedad describe una parte del infierno con la usual lluvia de llamas, y otro segmento, el de los traidores, formado en su integridad por hielo. El demonio, como regente de este espacio de perdición, está incrustado desde la cintura en la helada superficie. Llora con sus seis ojos y agita sus seis alas encolerizadas.
Imagino un infierno de hielo. El Hades sería un paraíso en comparación. Una tortura sin fin en el entumecimiento perenne. Pero lo que tolera ahora mi cuerpo es el calor. Un calor intenso que se prolonga a medida que avanza la enseñanza del padre Misael y que me oprime con el aire cargado por su presencia cercana, tan cercana. Admito sus palabras como una muestra de su sabiduría espiritual. No pretendo molestarlo más con la frivolidad de mis cuestionamientos. Solicito la bendición y me la otorga con mayor fuerza, pues me cincela un sacro beso en la boca.
*
Hemos decidido cenar pan, yo un poco de vino y él un vaso de jugo. En la mesa charlamos sobre temas de especial interés para él. Miro sus ojos y mientras le explico determinadas concepciones sobre sentir al santo espíritu palpo el dorso de su mano. Luego dirijo las mías a su rostro. El impacto del rubor roza mi cara. Acaricio sus mejillas y lo beso de nuevo, esta vez de forma profunda.
*
Palpita el aborrecible beso que demarcará el itinerario de la traición y el infierno.
*
Estoy en su habitación y me señala un pijama beige. Me indica que estoy apto para servir a un representante de Dios en el mundo, que de hoy en adelante seré su auxiliar espiritual. Me explica que la sotana es la única vestimenta sacra que posee el ser humano. Mis nuevas tareas consisten en desvestirlo y colocarle el traje de dormir. Me resulta una ocupación sencilla y accedo gustoso por servir al padre, a un purificado hijo de Dios.
*
Sus manos resbalan lentas por mis muslos. Las siento tibias, reparadoras, tan perturbadoras y apacibles. Contengo un gemido. Vibro al notar su respiración en la zona de mi bragadura sin ropa, en la trepidación de mis vellos que se agitan atraídos por la onda de magnetismo de su piel surcando mi piel por el rose de sus dedos castos. Ahora es mi pecho el que se satisface, se regocija en un deleite que no pertenece a este mundo. Mi piel se eriza. Estoy dominado por su tacto. Arrebatado por el contacto de su dermis inmaculada. Los pliegues de mi camisa se agitan al ser desabotonada con lentitud. Chillo sin contemplación alguna, pero él no se detiene. Parece que ha iniciado una tortura de la cual se sabe verdugo y no quiere ver escapar a su víctima. Presencio este segmento de mi existencia como un momento vital. Lo abrazo y lo mantengo así durante un tiempo que no me atrevo a establecer. Soy yo quien inicia la separación. Me viste con una agilidad insospechada. Un sofoco inflama mi cuerpo. Formal, se arrodilla frente a mí y me implora la bendición. Se le doy con un beso en su cabellera espesa. Vislumbro que mi alma no reposará tranquila hasta que satisfaga mi cuerpo. Mi cuerpo no se encontrará satisfecho hasta inicie lo que niega mi alma. No soporto más y aquí acostado me rindo al dulce suplicio del solitario placer. Luego es el vacío. Rezo toda la madrugada por mi salvación.
*
El padre acepta la derrota de su alma, se ha resignado y se entrega a la voluntad de Dios. Se prosterna sobre el piso de baldosas frescas y reza, caído sobre su rostro. Padre mío, si es posible, no me hagas beber este cáliz. Pero, no obstante, no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú. Confortado por haber eludido su responsabilidad espiritual el padre Misael intenta descansar, pero le resulta imposible conciliar el sueño. Se asoma a la ventana y al fin siente la brisa que golpea su cara y aplaca el largo calor.
El joven ha ingresado en la profundidad del sueño, y con él a la calamidad de la pesadilla que no lo abandona. Esta vez intenta, a pesar de la fragilidad de su hechura, escapar de los jadeos de la ciclópea bestia que está a un paso de alcanzarlo con los colmillos babeantes. Conoce el inevitable fin de su historia. Su sudor serán gotas de sangre que caerán sobre la tierra. Una ráfaga de calor impregnada en el aire circula inútil sobre el cuerpo escalofriado del muchacho.
Todos sabemos que Dios, al ser espíritu, y el más supremo de todos, no siente. Al menos no como este hombre desdichado, al menos no como este pobre joven adolecido de un infierno inaugurado que ni siquiera se ejecuta. Es hora de dormir, padre, descanse, que mañana el mundo traerá nuevos aires. Dios no comprende sus suplicios.
Los hombros del padre Misael reciben un peso colosal. Extenuado, se postra sobre la cama y cierra los ojos. La pesadilla del cuchillo y las orejas volverá a emerger del oscuro rincón de la culpa.
VIERNES
Dulce y amargo
Panem nostrum quotidianum da nobis hodie…
ESTACIÓN PRIMERA
La boca se abre en el bostezo que prorrumpe un inaudible alarido. La lengua cargada y espesa lo obliga a deglutir en seco con la amargura natural de las mañanas. Recuerda la caída de la noche anterior. No es la primera vez que emula la antiquísima práctica de Onán, pero puede decirse que se había apartado del pecado y redimido a través de un vasto camino de expiaciones y fatigosos días de penitencia. Los deseos más elementales han tomado forma de un agitado coro que dentro de su cuerpo reclama satisfacciones que su alma no está dispuesta a consentir. Y este hecho dictamina la condena. Siente sucio el cuerpo, registra maculada su alma, aborrece su entrepierna. Sus manos han quedado manchadas por la secreción y contempla superpuesta en ligera estela la capa rígida que lo delata. Se levanta de la cama y lava sus manos con abundante jabón. Entona una plegaria.
*
ESTACIÓN SEGUNDA
Perdóname, Padre amado, si grandes son mis culpas, mayor es tu bondad. Acoge mi plegaria. No me apartes de ti. Intento soportar en verdad, Padre, esta carga que pesa sobre mis hombros y que me oprime. Bríndame tu ayuda para seguir en pie, no dejes que mis pasos desmayen, no permitas que mi alma desfallezca en el pecado. Sé mi protector. Sé mi guía. Ayúdame, Señor, a mantenerme firme en tu palabra.
*
ESTACIÓN TERCERA
Es bueno, en verdad, sentir el respeto que dirigen hacia la autoridad de un representante de Dios en la tierra. Estas señoras han suplido con éxito mi ausencia en los preparativos y aquí presencio una representación completa del vía crucis traducida por los movimientos torpes de los muchachos. Qué esbeltos se muestran. Sobre todo el mío, transmutado en el hombre zaherido y semidesnudo enganchado en el madero. Un impulso me invita a mirar la cómoda extensión de sus piernas pálidas, los pies que se estiran provocadores, el bulto que se origina en sus calzas y que articula en mi mente una imagen poco decorosa que sacudo con una renovada oración. Siento el despertar de una porción de mí. Aclamo a los cielos para que derribe aquella traición de mi cuerpo.
*
ESTACIÓN CUARTA
Cómo eludir, Padre amado, las incitaciones del demonio. Cómo. Dame fuerzas. Recurro a tu palabra, a tu sagrada palabra y me reconforto.
Luego de cortas invocaciones, me sorprendo de hallar dentro del sacro libro una estampa de la virgen. Observo las líneas que dibujan su perfil, la mirada emanada hacia el cielo, la magnificencia con la que reposa el pequeño sobre su hombro, inconsciente del destino que le aguarda. El chico me llama. Dejo la Biblia casi al borde del escritorio. La estampa la guardo en el bolsillo de mi camisa y salgo. La comida tiene un exceso de sal que no le reprocho al muchacho. El queso, en cambio, se aplasta en mi paladar y atenúa la sensación salobre. La dulce amargura del vino compensa el choque de estos extremos.
*
ESTACIÓN QUINTA
Estoy atento a la actitud del chico en cuyo labio se ha gestado un rasgo de mímica que me permite intuir su propósito de hablar.
Padre, he pensado acerca de lo que hablamos ayer y no quiero estar en el infierno. Quiero cumplir con las medidas impuestas por Dios.
Lo miro con sorpresa. Sus palabras son un apoyo para soportar esta carga que me atormenta, para tapiar de una vez el pesado postigo del deseo que se me muestra como un subterfugio fácil, fatuo, tentador y dañino y acabar, por fin, con mis intenciones.
Las cumplirás, retumban mis palabras en el comedor, mientras comienza a invadirme una cefalea. El timbre, exasperante, prorrumpe en sus llamadas.
*
ESTACIÓN SEXTA
El chico ha dirigido sus pasos hacia la puerta. Por mi parte, me he recostado en el sofá con la molesta sensación de miles de agujas horadando mi cráneo. Observo la anatomía de la señora Salomé que se acerca a atender mi malestar circundada por el saludo fastidioso de Tomás. Por sus gesticulaciones, intuyo que estoy sudoroso puesto que me ventea con un pañuelo. Le explica algo al muchacho que se encamina hacia la cocina. Siento mi cabeza estallar. Luego saboreo el rodar fresco del agua edulcorada. Ha sido un desequilibro en mi presión arterial. Ambos insisten en llamar al doctor, pero me niego de forma rotunda. La señora Salomé se acerca a mí una vez más y con su pañuelo seca de mi rostro el sudor que he destilado en el trance.
*
ESTACIÓN SÉPTIMA
Конец ознакомительного фрагмента.
Текст предоставлен ООО «ЛитРес».
Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию (https://www.litres.ru/pages/biblio_book/?art=57159066) на ЛитРес.
Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек, бонусными картами или другим удобным Вам способом.