Vida De Azafata
Marina Iuvara
La autora es una azafata, que inspirándose episodios reales acaecidos durante los vuelos, logra que el lector respire el ambiente que se vive en una aerolínea, justo en la piel de la vida de una azafata, donde el trabajo y la compleja organización de la vida pública y privada, debido a horarios, turnos y salidas, se convierte casi en un estilo de vida. Se trata de un libro que aborda el tema del crecimiento personal y el cambio, a través de un largo viaje de veinte años, o puede que más, que verá a Ana transformarse de una muchacha ingenua y llena de sueños, a una mujer y madre consciente y realizada, que consigue adaptarse a los inevitables cambios de vida, y está acostumbrada a tener siempre a mano una maleta para recorrer el mundo.
Anna es una azafata que ha dejado su tierra natal, Sicilia, para cumplir sus sueños: viajar, ser libre e independiente. Cansada de sufrir las severas normas impuestas por sus padres y la sociedad en que vive, la protagonista, rebelde y pasional, un día tiene un presentimiento y entiende que solo la profesión de auxiliar de vuelo hará que se sienta feliz y realizada. Comienza así la existencia de una «mujer con alas» que se verá dividida entre el cielo y la tierra, entre lejanos países anhelados por muchas personas y su vida diaria con problemas comunes como el resto de mortales. Una dicotomía que se encuentra en la estructura del libro, donde los recuerdos de la vida de la protagonista, a veces felices y divertidos, a veces tristes y dramáticos, se entremezclan con las historias que suceden durante los vuelos, «ventanas» de un mundo fascinante como el de la aviación civil, poco conocido, aunque complejo y estructurado. Se ilustran así los «usos y costumbres» facilitando información sobre las «aves voladoras», como en la jerga se llama al personal de vuelo, y dando, además, consejos cómicos a los pasajeros. La autora es una azafata, que inspirándose episodios reales acaecidos durante los vuelos, logra que el lector respire el ambiente que se vive en una aerolínea, justo en la piel de la vida de una azafata, donde el trabajo y la compleja organización de la vida pública y privada, debido a horarios, turnos y salidas, se convierte casi en un estilo de vida. Se trata de un libro que aborda el tema del crecimiento personal y el cambio, a través de un largo viaje de veinte años, o puede que más, que verá a Ana transformarse de una muchacha ingenua y llena de sueños, a una mujer y madre consciente y realizada, que consigue adaptarse a los inevitables cambios de vida, y está acostumbrada a tener siempre a mano una maleta para recorrer el mundo.¿Cuáles son los secretos de una azafata? ¿Qué sucede a bordo de los aviones? ¿Qué hacen las azafatas cuando llegan a su destino? ¿Qué formación reciben? ¿Cómo vive una azafata su realidad privada? ¿Cómo logra organizarse con las frecuentes salidas? ¿Qué piensa en el despegue y el aterrizaje? ¿Las azafatas tienen miedo? ¿Qué se les pasa por la cabeza cuando surge una emergencia? ¿Cómo establece las relaciones con la tripulación? ¿Cómo lidia con los pasajeros más difíciles? ¿Cuáles son los defectos de los pasajeros? ¿Qué es la pilotite? ¿Cuáles son los distintos tipos de enfoque en el avión? ¿Y las distintas tipologías de pasajeros? ¿Cuáles son los consejos para afrontar un viaje y qué meter en la maleta? ¿En qué consiste el Manual de supervivencia de a bordo? En este libro hallarás las respuestas a estas preguntas y a tantas otras.
Marina Iuvara
VIDA DE AZAFATA
Una vida de vuelos
El mundo es mi casa
Traducción de Andrea Pérez García
Trabajo con derechos de autor - todos los derechos reservados - cualquier divulgación o reproducción, incluso parcial, está prohibida a menos que esté expresamente autorizado
Copyright © 2019 - Marina Iuvara
Esta obra es la revisión de la primera edición de «Vida de azafata».
Han transcurrido varios años desde la primera publicación de este libro, así que he decidido actualizarlo y completarlo.
Bienvenidos a bordo: this is the next flight.
Marina Iuvara
Ángeles del aire
Mujeres independientes, uniformadas, que dan la vuelta al mundo.
Iconos glam de la libertad.
Mujeres, en su mayoría, que ejercen una profesión con características únicas, y por ello es fuente de alegrías y satisfacciones irrepetibles, aunque también está repleta de complejas consecuencias y de reflexiones muy importantes sobre la propia vida.
En el imaginario colectivo, las auxiliares de vuelo se identifican tradicionalmente por lo que se ve en el exterior: sus uniformes elegantes, las escalas en cualquier parte del mundo, el contacto y conocimiento de innumerables personas, o las compras en todas partes. Es muy probable que te las encuentres en el aeropuerto junto a todo el equipaje: aún a día de hoy, en ocasiones, se les mira con admiración y un poquito de envidia. «Me habría gustado tanto realizar esta profesión», piensan en secreto muchas personas, o bien lo contrario: «En la vida podría hacer este trabajo».
En realidad, las azafatas —los auxiliares de vuelo en general, naturalmente— desempeñan con eficacia y profesionalidad un papel exigente y son, de hecho, un componente fundamental en la línea de seguridad del vuelo, capaces de gestionar con pericia y paciencia emergencias de todo tipo; siempre deben estar preparadas para resolver los imprevistos más impensables y complicados sobrellevando, además, la distancia de sus seres queridos y de casa, o incluso la compleja gestión de su tiempo o los efectos de la diferencia horaria.
En este libro he intentado relatar los aspectos menos conocidos y difícilmente imaginables.
Por estas razones, lo dedico a todas nosotras.
Introducción
La figura de la azafata aparece por primera vez en los años 30 en una aerolínea estadounidense.
Al principio, muchos dudaban de la utilidad de este papel: mujeres frágiles y atractivas cuyo peso no debía superar los 52 kilos, su altura los 163 centímetros, de menos de 25 años, vestidas con el mismo uniforme, rigurosamente graduadas en enfermería, que invitaban amablemente a los pasajeros a ocupar su asiento en el avión.
Con el paso de los años, su figura y su papel han sufrido numerosos cambios.
En 1940, tras el ataque a Pearl Harbour, fueron reclutadas en aviones militares para servir a su patria.
En 1950 se redactó el primer manual de la azafata perfecta: fuerte como un soldado, cariñosa como una madre, disponible como una geisha, informada como una guía turística.
En los años 60 y 70, las azafatas fueron motivo de orgullo por representar a las compañías aéreas y se les comparó con modelos.
Eran vistas como mujeres dotadas de belleza, deseables y envidiables, que tenían la posibilidad, no al alcance de cualquiera, de viajar y de conocer el mundo.
En 1960, en el periódico New York Times, una estadística estadounidense describió a las azafatas como «mujeres perfectas» porque, tras caminar 300 millas entre los sillones de aquí para allá, parecían muy experimentadas y demostraban su resistencia al cansancio.
Con la llegada de la revolución feminista y de las posteriores conquistas en materia de derechos de la mujer, en 1971 se anuló la norma que les prohibía casarse; en 1974 su sueldo se equiparó al de los hombres; en 1975 se eliminó la prohibición de maternidad, y en 1979 se suprimieron los límites de peso.
A día de hoy, la principal responsabilidad de una azafata es garantizar la seguridad de los pasajeros a bordo de los aviones, así como de asistirlos durante el vuelo.
Prefacio
Perfectamente formadas en el ámbito de la seguridad aérea, facultadas y con titulación en primeros auxilios, competentes en lenguas extranjeras, hábiles nadadoras, de aspecto pulcro, sonrientes, bien educadas, las azafatas sienten la necesidad de tener, además de buena predisposición para las relaciones interpersonales, un excelente equilibrio emocional y un fuerte sentido práctico.
El estilo de vida es frenético, el trabajo es extenuante y estresante, también debido a la diferencia horaria, el entorno en que trabajan está presurizado y el suelo sobre el que se mueven en su jornada laboral no siempre está en posición horizontal, y aun así, proceden con un gran control de sí mismas, y siempre deben estar preparadas para desenvolverse en situaciones imprevisibles.
Las azafatas están en contacto con personas de todas las etnias, culturas, educación, procedencia y personalidades.
Se encuentran con niños espléndidos como los rayos del sol o, a veces, a otros más turbulentos que las propias turbulencias, personas de avanzada edad a las que deben tratar con tacto y sensibilidad, personalidades que requieren discreción y confidencialidad, hombres de negocios, grupos de turistas alegres y despreocupados, románticas parejas en su luna de miel, enfermos a los que cuidar, migrantes de países lejanos, profesantes y seguidores de diversas creencias. Todos deben ser tratados con diligencia y profesionalidad.
Asimismo, deberán encargarse de las urgentes tareas que hay que finalizar antes de cada despegue y aterrizaje, cumplir las medidas de seguridad y las funciones y requisitos al respecto, atenerse a las jerarquías exactas que deben respetar, esforzarse antes las múltiples peticiones que deben conceder; están sometidas a los largos y continuos períodos lejos de casa, y a unas relaciones sociales privadas que se vuelven difíciles debido a las peculiares ausencias marcadas por esta actividad profesional.
No son pocas los facetas onerosas de esta profesión única: como mínimo son inimaginables y desconocidas para muchas personas que las observan desde el exterior.
Y aun así, todas las azafatas, a pesar de todo, sienten principios de melancolía y nostalgia cuando no vuelan.
Fantásticas postales inundan sus pensamientos ante cada rotación e incluso el vuelo más difícil es una experiencia enriquecedora.
El sushi japonés, la arena de las Maldivas, los rascacielos de Nueva York, la movida argentina, la alegría brasileña, los cielos de Londres y los perfumes parisinos asoman en el horizonte, cobran vida y regalan emociones inigualables, a pesar de hallarse en restringidos espacios de existencia, a pesar de estar plagados de cansancio por la diferencia horaria, a pesar de ser más y más apresurados por el poco tiempo disponible.
Los atardeceres vistos desde lo alto, sobre las nubes, son imponentes.
Y a bordo de los aviones sucede y puede suceder de todo: muchos pasajeros destacan por su clase y estilo excepcional, otros resultan ser menos elegantes, otros despiertan ternura.
También se da el caso de personas que pierden el control, se ponen nerviosas y se estresan: muchas necesitan apoyo mediante reflexiones psicológicas porque sufren patologías aerofóbicas o claustrofóbicas. De manera excepcional, por ejemplo, sufrimos los episodios de aquellos que, por emborracharse, amenazan con ponerse violentos. El espectro de posibilidades es muy amplio.
En realidad, el más pequeño o aparentemente insignificante episodio o incidente en el avión puede transformarse en algo que requiere la máxima atención.
Los que necesitan cuidados deben ser asistidos de manera inmediata y, con frecuencia, las emergencias médicas se resuelven brillantemente.
Y, prácticamente en todos los vuelos, de forma inevitable, se viven conmovedoras experiencias impregnadas de una profunda humanidad y solidaridad.
¿Cómo reconocer a una azafata?
Echa un vistazo a los objetos que posee en casa: ¿no entiendes qué son?, ¿para qué sirven?, ¿de dónde proceden?
Observa las fotos que exhibe: ¿parece que los escenarios pertenecen a otra parte del mundo?
Investiga si ha probado el pollo frito de los puestos de Bangkok, frecuentado los mejores restaurantes franceses y utilizado el room-service frente al espejo de un lujoso hotel.
Presta atención a los horarios en que come o duerme: ¿no respeta los ritmos habituales?
Obsérvala a la hora de comer: ¿suele comer de pie, pero no ve la hora de sentarse?
Comprueba su frigorífico: ¿ha metido vasos de plástico al lado de las botellas de agua?
Pregúntale dónde ha comprado una de las prendas que lleva: ¿tendrías que coger un avión para tenerla tú también?
¿No puede renunciar a ese par de vaqueros de pata de elefante que encontró en Oxford Street en Londres, conoce las fechas de rebajas de Gap en Nueva York, compra vestidos de marca Gucci en los outlets de Miami, los bolsos de Louis Vuitton rebajados en Tokyo, el palmito para la ensalada en Argentina, el zumo de acai, el pan de queso y la tapioca en Brasil?
¿Solo se da unos reflejos en su peluquero favorito en São Paulo, o en su defecto en Milán?
¿Está convencida de que las cremas de Tel Aviv y los champús orgánicos que venden en Toronto son los mejores?
Obsérvala con atención: ¿se quita los tacones a la mínima de cambio? (los cuales deja bajo la mesa o en el coche).
Echa un vistazo en su zapatero: ¿no faltan zapatos de salón del mismo color?
¿Habla con excesiva desenvoltura de lugares que para ti solo son accesibles en tus fantasías o de los que no bastaría con una vida para visitarlos todos?
Pregúntale cuál es el lugar más interesante y atractivo de todos los sitios que ha visitado: ¿el sofá de casa es el primero de la lista?
Pregúntale sobre las noticias de actualidad, ya sean culturales o políticas, pero sobre todo sensacionalistas: ¿siempre está puesta al día?
Comprueba el contenido de su bolso: ¿puedes encontrar los objetos más dispares para cualquier emergencia? (lima de uñas, maquillaje, una linterna pequeña, paraguas, GPS, cámara de fotos, ordenador portátil, pantis de repuesto, cepillo de dientes).
¿Posee una infinidad de números de teléfono y contactos de compañeros y conocidos, pero no se acuerda del lugar, año y modo en que se conocieron o quedaban?
¿Cada vez que huele a humo identifica de dónde procede y se dispone a buscar el extintor más cercano?
¿Reconoce a primera vista cualquier tipo de carácter y social de cada persona y logra relacionarse con todas ellas, de la más joven a la más anciana?
¿No se acobarda si tiene que auxiliar a alguien en apuros?
¿Sabe socializar de manera brillante en toda ocasión aunque le encanten los momentos de soledad?
¿No siente ni una pizca de esa sensación repentina en el estómago que te da en cuanto el avión empieza a despegar?
Fisgonea en su habitación: ¿siempre tiene una maleta de mano preparada para una salida abrupta?, ¿consigue meter todo lo que podría necesitar para más de una semana en poco espacio?, ¿no se confunde si solo la avisan con una hora de antelación para hacer un viaje inesperado de Roma a Caracas?
Si todas las respuestas resultan afirmativas, no tengas la menor duda: se trata de una «MUJER CON ALAS».
Que tengas un buen vuelo
Cómo solíamos ser
Regreso a mi tierra, Sicilia, al menos dos veces al años, para las fiestas y durante el verano, siempre y cuando los turnos y los días de descanso lo permiten.
Viajar en avión se ha convertido en algo normal para mí, forma parte de mi trabajo.
Aunque hayan pasado muchos años, cada vez que llego, además de un intenso aroma a azahar que impregna los naranjos y el viento de siroco procedente de África, me arrollan los recuerdos de mi infancia.
Hoy es un jueves de julio: treinta y seis grados es lo normal.
Durante el verano, esta tierra es cálida, luminosa y soleada: todo parece más lento y cuesta mantener un estilo de vida dinámico debido a esta temperatura que a mí me encanta, si bien a veces resulta agobiante.
Los rayos de sol besan cualquier espacio libre de la piel, penetran hasta los huesos, a menudo me revitalizan, y otras veces me relajan al punto de aturdirme para después dormirme.
La «pausa de la tarde» es normal en esta región e interrumpe la productividad diurna.
Escucho el sonido repetitivo y casi hipnótico de las aspas del ventilador, apoyado en un antiguo arcón; su brisa contrasta con el aire cálido y bochornoso de esta tarde de cielo azul, exento de nubes.
Por la noche, la temperatura sufre un ligero descenso, y un amable y ligero viento refresca el clima nocturno.
Me alojo en casa de mis padres, y cada detalle en el que mis ojos se detienen trae a mi mente escenas vividas y recuerdos ahora lejanos.
Vislumbro una falda de seda de color crema con delicados bordado de un tono ligeramente más claros, colgada del armario de estilo Luis XVI que mi madre escogió hace más de 40 años para amueblar su dormitorio, y que desde entonces sigue igual, inmutable con el paso del tiempo; yo, en cambio, sí me doy cuenta de lo distinto que es de cuando me agazapaba bajo las mantas de su cama para escuchar los cuentos que me contaba antes de irme a dormir, y distinto también, un montón de años atrás, de cuando era adolescente, cuando me probaba a escondidas sus collares más preciados, y me miraba en el gran espejo con el marco dorado, colocado en el centro de la habitación, mientras bailaba libre y espontáneamente yo sola, como una «desvergonzada», como diría mi padre si me hubiera visto.
Recuerdo que tenía un camisón de color idéntico al de mi madre, y me encantaba ponérmelo por la sensación de ligereza y frescura que me daba durante los días más húmedos.
Por la educación que recibí, esta indumentaria solo se me permitía en casa, y si me lo ponía, debía tener cuidado de bajar las persianas a fin de evitar las miradas indiscretas del exterior, porque el balcón daba a un gran patio.
Desde pequeña me han obligado a esconderme y a cubrirme por mi bien, frente a cualquier persona.
Poco a poco, sembraban en mi alma gotas de pudor, días tras día.
«¡Tápate! ¡Tápate, que van a verte!», oía cómo me decían si alguna vez me demoraba vistiéndome en mi habitación y se me olvidaba cerrar las cortinas.
Hasta la fecha, antes de quitarme la ropa, compruebo que todo esté cerrado y que nadie pueda verme, pero esto no se lo he confesado jamás ni a Valentina, una buena amiga con la que he compartido piso durante años cerca del aeropuerto, en la ciudad donde resido actualmente: Roma.
De pequeña obedecía las reglas rigurosamente para evitar los castigos, que solían ser excesivamente severos.
Imperaba una austeridad de puntos de vista y tradiciones que se transmitía de generación en generación.
Mi tía Carmela, apodada Lina, contaba que la primera vez que se osó a decir una palabrota, la invitaron a abrir la boca y a sacar la lengua.
«Qué juego tan extraño» pensó.
Su madre, mi abuela, cogió una de las horquillas que sujetaban el largo cabello que llevaba recogido y se la clavó en la lengua.
Vistas las consecuencias, pocas hijas y nietas de mi familia dicen palabras malsonantes, aunque, en los momentos pertinentes, las piensan.
Estoy de vacaciones en Catania durante semana, y me reencuentro con antiguos sabores, olores y sensaciones.
Me recibe la sonrisa radiante de mi madre, que se contiene para no abrazarme tan fuerte como le gustaría, quizás por miedo a estrujarme.
Acaricia de manera repetida mi pelo negro como la pez, similar al suyo, largo por debajo de los hombros, suelto, para liberarlo de las restricciones impuestas por las normas de mi trabajo.
La piel de mi madre es blanca y delicada, suave como la arena, y huele a pétalos de rosa mezclados con cítricos.
Siempre me encuentra muy consumida (pese a tener, bajo mi punto de vista, al menos uno o dos kilos extra respecto a mi peso ideal utópico), así que me invita a comer los manjares que empezó a cocinar el día anterior, casi obligándome a consumir lo que me sirve en el plato de forma desproporcionada.
Hoy ha preparado mis platos favoritos: linguine1con tinta de calamar y pez espada en papillote.
Nunca se cansa de observarme y mimarme, eufórica y emocionada ante la mera idea de volver a verme.
Mis tías y primas también me demuestran su afecto con cada detalle siempre que nos reecontramos, ansiosas por oír todo sobre mis viajes y mi trabajo.
Yo soy, en su imaginación, una parte de su mundo que se ha marchado a otra: ese mundo de sueños frente a una revista, atractivo aunque descrito como peligroso, tentacular, capaz de corromperte de forma irreversible. Yo era esa a la que, al igual que a ellas, le brillaban los ojos y un día se marchó. Yo soy la prueba viviente de que el mundo sí te cambia, aunque sigas siendo tú misma, porque eso solo depende de cómo seas en tu interior. Y ellas son, para mí, lo más importante que he aprendido de todos mis viajes: que solo puedes marcharte lejos si tienes en tu interior un lugar del que te has ido y al que puedes regresar. He aprendido que podrás estar en cualquier parte, pero solo te quedarás de verdad donde se hallen tus raíces emocionales.
Se quedan fascinadas con las fotos que he hecho en Nueva York y les gustaría venir conmigo a visitar la Gran Manzana. También desean que las lleve a Hong Kong para dar una vuelta por el Stanley Market o el Lady’s Market, los mercados nocturnos de los que les he hablado tantas veces con entusiasmo, o visitar Casablanca, donde encontramos la Medina, con sus colores y sus especias, donde la menta para té tiene un sabor y un aroma más fuerte que la nuestra, o catar los estupendos dátiles que les di al regresar de un vuelo. O pasear conmigo por los callejones abarrotados de Shanghai, inmersas en la variopinta multitud y los miles de colores que trato de describir, aunque nunca consigo hacerlo como me gustaría.
Destacan por su gran hospitalidad, un arte natural de acogida transmitido a través de los siglos, y siempre me saludan con el habitual pellizo en la mejilla, apretando no precisamente de forma delicada en ambos lados, y con un abrazo al que le sigue la misma frase en dialecto que cuando era pequeña: «¡Mi sangre! ¡Mi dulce niña!».
Mi padre, aunque se alegra de volver a verme, siempre es muy callado, poco comunicativo y extremadamente reservado.
Tenemos el mismo color de ojos, azul cerúleo, pero en los suyos, un ligero matiz violáceo trasluce constantemente reflejos que a veces me entristecen.
Es propenso a hacer previsiones desfavorables, impregnadas de ansiedad y preocupación, como mi mejor amiga Stefania, que también es siciliana.
Es un hombre muy culto, le encanta estudiar y siempre está al día de todos los sucesos sociopolíticos actuales.
De modales discretos y comportamiento formal, se encierra en su estudio durante horas, pero a la hora de comer y de cenar siempre se sienta con nosotros a la mesa.
Lo que mis padres, parientes y la sociedad en que he crecido me han enseñado es la gran importancia de la familia, el respeto de las normas y, en particular, el vínculo inquebrantable del matrimonio: un valor que siempre hay que defender, a toda costa, a menudo con enormes sacrificios.
Una unión que hay que preservar en cualquier caso, a pesar de la presencia de problemas, que siempre se deben superar o reprimir y, en ocasiones, hasta ignorar.
Este vínculo indisoluble posee un carácter sagrado que solo la muerte puede disolver.
«Hasta que la muerte nos separe».
Una promesa que no puede incumplirse desde el momento en que se hace.
Un compromiso riguroso y constante, apropiado para conservar de manera sólida las raíces de la familia.
No son solamente el sentimiento de afecto, la ceremonia oficial o el profundo deber que te inculcan con la educación desde pequeña lo que une la relación matrimonial, el juicio apremiante de la sociedad en la que vives también te induce y trabaja asiduamente para mantener íntegro el vínculo familiar.
En la pareja, la figura femenina tiene un papel muy importante: la devoción al marido y a los hijos es absoluta.
El hombre se compromete a desempeñar el papel de cabeza de familia del mejor modo posible, tiene la obligación de hacerse cargo de la tutela y apoyo de la misma.
Devoción y obligación, amor y respeto.
No importa si faltan los dos últimos términos, suelen desvanecerse.
El matrimonio es algo con lo que puedes contar para toda la vida, los hijos son el bastón de la vejez, no se permite su fin, o es solo una locura, algo que va «contra el orden establecido» que debe evitarse, cueste lo que cueste.
En el rito del matrimonio, la declaración de fidelidad es una promesa que se cumple en su totalidad.
Estas son las normas que me inculcaron desde pequeña. Mi destino, estaba convencida, respetaría tales enseñanzas.
Recibí una educación muy estricta, compuesta de actitudes autoritarias, órdenes, obligaciones y castigos sin tener la posibilidad de replicar o de pedir aclaraciones, así que llegué, en mi adolescencia, a tener serias dudas y confusión sobre qué era realmente correcto o terriblemente erróneo.
Las férreas reglas seguían las directivas educativas que impartieron a mi padre en los años 40, sin tener en cuenta los profundos cambios ocurridos ni los movimientos del 68, en los que fui partícipe solo con mi nacimiento.
A pesar de todo, la revolución social de los años 70 parecía no rozar, ni por asomo, nuestra realidad.
Todo era blanco o negro, correcto o incorrecto, permitido o prohibido, y no existían colores intermedios, excepciones, puntos intermedios.
Bajo mi punto de vista, los modelos y estilos de vida que se seguían eran anticuados y desfasados.
Para mí, el blanco y el negro solo eran los extremos de una amplia gama de colores y, aun así, las enseñanzas debían seguirse sin réplicas ni oposición.
Desde la orientación escolar hasta la amistad, pasando por horarios, a qué lugares ir, ropa, deporte… Todas las decisiones se basaban en el parecer, tendencias y gustos que no eran no míos —y ni siquiera se parecían a mis inclinaciones—, sino de mi padre.
Él deliberaba con quién podía salir tras una cuidadosa selección precedida por una reunión de presentación a la que los elegidos debían someterse.
Tantas veces me pregunté cuál sería mi camino, qué era verdaderamente importante, cuáles eran mis auténticos deseos y objetivos, y a menudo mis respuestas eran totalmente contrarios a las impuestas por mis padres, que seguramente tenían una buena intención para una mejor formación de mi persona, pero que reflejaban solo unos sueños: los suyos.
Acataba obedientemente las «indicaciones sugeridas» y a menudo me daba cuenta de que estaba desempeñando un papel que seguramente gustaba a los demás, pero no a mí, y sentía cómo nacían y se desarrollaban deseos que no representaban el papel que interpretaba, y que no podría revelar, porque sabía que no serían bien recibidos: me fascinaban la libertad y la independencia, los viajes y los lugares lejanos.
Casi siempre he intentado guardar bajo llave estos deseos y sueños, como en un cajón, con un gran candado, dentro de mí, dentro de mi mente, dentro de mi corazón, que latía con fuerza por aquellas atracciones que se consideraban demasiado desaprensivas e inconvenientes.
A menudo ahogaba mis sueños de viajar, de querer vivir en el extranjero, distanciarme de mi familia para irme a vivir sola, y así los tenía bien aprisionados y escondidos; en el interior de aquel cajón no percibía los gritos ni dolor alguno provocado por la tristeza de tal renuncia.
Estaba orgullosa de haber encontrado un lugar seguro para ellos y, al quedarse en aquel lugar tan oscuro, no tenía la posibilidad de visualizarlos de forma consciente.
No deseaba que mis auténticas pasiones salieran a la luz y no quería, ni mucho menos, que existieran, porque no traerían más que problemas en cuanto se hicieran públicas. No solo serían una decepción, sino que, de cualquier modo, no habrían tenido una vida fácil y serían truncadas nada más nacer.
Mi padre, abogado, estaba seguro de que seguiría sus pasos.
Viví así gran parte de mi adolescencia, sin gran sufrimiento, y superaba los problemas brillantemente gracias a mi ingenioso método secreto, es decir, ahogando y escondiendo mis verdaderos deseos y tratando de complacer a los demás.
Un día, sin embargo, uno de los muchos cajones se llenó demasiado y para una mayor seguridad y con mucho esfuerzo intenté ponerle otro candado.
Inesperadamente, reventó, se abrió, escuché gritos, llantos, sollozos, como si pertenecieran a una niña que, pidiendo auxilio, suplicar salir, ser ella misma.
Una vez más, cerré el cajón por la fuerza.
Pero aquellos sonidos y aquellas imágenes trataban de salir y liberarse.
Eran insoportables.
Mi corazón latía cada vez más fuerte para abrumar todo y aturdirme para olvidar.
¡Era un cajón, solo uno!
Había hacinado en él tantos sueños, pensando que así podría ser una mujer serena y feliz.
¿Tendría que haberme preocupado?
¿Qué habría pasado de haberse abierto una vez más, y puede que otra de nuevo?
Eso me aterrorizaba, pero no puedo obviar que empezó a tentarme cada vez más.
Un día me pregunté quién era yo en realidad.
Me pregunté a dónde me dirigía y quién había escogido mi camino.
¿Qué descubriría al abrir el cajón?
¿Podría revivir mi verdadera esencia reducida a agonía por el condicionamiento externo?
¿Sería capaz alguna vez de superar mis debilidades y de afrontar mis miedos?
Soy una persona optimista, amo la vida; soy sociable y considero que la amistad es tan importante como fundamental.
Entre mujeres, no obstante, no es raro que se creen sentimientos desagradables e inútiles a la par como la envidia y los celos. Por ello, encontrar la solidaridad especial y la complicidad que une de verdad se vuelve sumamente raro.
No es fácil encontrar a una auténtica amiga, pero cuando se tiene, la suerte, el orgullo y la competición desaparecen, nace un respeto absoluto y crecen la confianza ciega y la lealtad.
La unión se torna indisoluble; la amistad se convierte en un bien que hay que proteger de acontecimientos negativos, improbables, raros y excepciones que tendrían la fuerza de debilitarla, pero que, normalmente, no son rivales para el agradable bienestar que se siente al estar unidas, al confiarse los secretos más íntimos, al compartir las risas, las pruebas de la vida, las emociones, así como las críticas mutuas y encontrar soluciones comunes. El objetivo principal es la unión y la fuerza de la pareja.
Conozco a una persona especial que muestra estas características. Stefania no es solo una amiga, a veces hace de madre que da consejos, a veces es la hija a la que doy mi amor; puede parecer extraño, pero verla desempeñar el papel de la novia celosa no es inconcebible, sobre todo si la desatiendo un poco, pero siempres es la espalda sobre la que apoyarse, una palabra de consuelo, el respeto a mi silencio, la comprensión de mis debilidades, así como un dulce carga a los hombros.
Stefania tiene un físico atlético, es muy alta, algunos centímetros más que yo.
Su cabello es castaño y brillante, con matices que tiran al rojo oscuro, parecidos a los de la madera de amaranto, que normalmente lleva recogido en una trenza que se mueve sinuosa sobre su espalda. Suele vestir de forma casual; en su vestuario lo práctico tiene prioridad. Yo, por el contrario, prefiero ponerme prendas más femeninas, que a su parecer son cursis y finolis.
Su exuberante sinceridad combinada con una rectitud natural da pie, en ocasiones, a comentarios despiadados.
A pesar de que cientos de kilómetros nos separan, sé que siempre puedo contar con ella, y viceversa.
Nos aguantamos, nos criticamos con obstinación, nos condenamos con dureza, nos elogiamos y nos mandamos a la… siempre con mucho cariño, y no podemos vivir la una sin la otra.
La seguridad recíproca hace especial esta amistad auténtica, un ingrediente que a menudo se echa en falta en las relaciones amorosas.
Tenemos en común una gran pasión: cabalgar hacia metas lejanas.
Siempre me ha encantado viajar, me proporciona una sensación de felicidad.
Cuando me alejo de todo y de todos y me encuentro en diferentes dimensiones y zonas horarias, es como si pudiera evaluar el resto «desde fuera»: desde la distancia, con un alejamiento físico y mental efectivo.
Tiziano Terzani escribió: «Nuestro destino nunca es un lugar, sino un nuevo modo de ver las cosas», y para mí es así, y para todos nosotros también.
Cuando viajo consigo mirar mejor en mi interior, ver claramente quién soy, cómo mejorar.
Es como si el mundo se alejara con todos sus problemas, cambiara de horizonte, y yo recobrara mis fuerzas, mis energías.
Al alejarme de la vida rutinaria real, un chute de adrenalina me fortalece tanto que me da una vitalidad y positividad enormes, y me ayuda a encontrar las respuestas correctas.
Viajar es una evasión a mundos que no son los míos, es una alegría que siempre me proporciona una sensación de libertad embriagadora y que me ayuda a descubrir parte de mi autonomía.
Hace tiempo que cumplí ese gran deseo que tengo desde pequeña: me convertí en azafata.
Han pasado años, pero recuerdo como si fuera ayer el momento en que decidí dar un nuevo rumbo a mi vida. Ese día está grabado en mi memoria. Estaba con Stefania.
Quiero ser azafata
—¡Basta, estoy harta! Mario se ha vuelto insoportable, ha llegado a perseguirme hasta cuando me tomo un café con mis amigas, no quiere que vaya al gimnasio y hasta me prohíbe saludar a mi ex. Quiero pensar más en mí misma y ser independiente. ¿Por qué no creamos algo nuestro y abrimos un negocio juntas? ¿Qué contemplas para el futuro, Anna? ¿Qué trabajo te gustaría tener? —eso me dijo Stefania en nuestra cita habitual matutina para tomarnos un café en el «Bar della Finanza», enfrente de casa, disgustada ante su perspectiva de futura ama de casa, mucho más codiciada por el celosísimo novio que por ella.
Nunca me había hecho esa pregunta en serio, ni tampoco había hecho futuros proyectos laborales bien definidos.
Tras finalizar la educación secundaria y matricularme en la Facultad de Derecho de la universidad, dado que las asignaturas científicas no eran mis favoritas, busqué un empleo de secretaria para poder costearme los estudios y darme algún pequeño capricho.
De modo que, todas las mañanas, me levantaba a la misma hora y, tras un rapidísimo desayuno, me lanzaba al caótico tráfico de la ciudad enfrentándome a tres cuartos de hora de interminable fila en los semáforos y a las ruidosas hileras de coches que, en los cruces, trataban de adelantarme por todos lados para ahorrarse un puñado de minutos necesarios y así llegar a tiempo a la oficina.
Cada día, en la avenida Barriera del Bosco, donde me hallaba atascada en el caluroso punto clave habitual, el semáforo, durante al menos unos quince minutos, me encontraba a menudo con el mismo hombre: un indigente, sentado siempre sobre un pequeño montículo de tierra levantado con sus manos.
Acurrucado bajo la sombra de un árbol, observaba aquel interminable vaivén, siempre igual, día tras día.
La mirada de este individuo era serena y contemplaba una realidad lejana a la suya: todos aquellos hombres, mujeres y niños que pasaban, aprisionados, dentro de sus coches.
Él era bastante discreto, como si no quisiera que se notara que estaba allí, mirando con atención, sorprendido por encontrar cada día los mismos rostros nerviosos y agotados, los mismos coches atascados unos detrás de otros, haciendo rompecabezas siempre distintos, y todos esos cláxones en señal de protesta. Creo que se preguntaba lo difícil que resultaría a esas personas encontrar la tranquilidad que él parecía haber alcanzado.
Sus pupilas se movían atentamente y dirigían una mirada que rozaba la benevolencia y la indulgencia a aquellos numerosos conductores que, a su vez, con compasión y desprecio, lo escrutaban a él y a sus harapos, depositados sobre la hierba, a menudo mojada.
Cada mañana, me preguntaba quién estaba realmente chiflado: yo, una conductora de los nervios, o él.
Pensé todo la noche en la pregunta que me hizo Stefania sobre mi futuro.
La respuesta llegó a última hora de la tarde, a la hora habitual en que regresaba del trabajo dentro de mi «cochecito», tras evitar un choque frontal con un imbécil que se había cruzado por delante tras una interminable jornada de trabajo lidiando con un jefe pendenciero amante de los abusos, y con compañeros falsos y prevaricadores a los que habría evitado con gusto.
Tras salir del edificio, abandoné aquel aparcamiento qué había buscado durante tanto tiempo por la mañana, y que conseguí tras haber discutido de forma bastante violenta con un maleducado convencido de que había visto el hueco antes que yo, que me ordenaba groseramente que me marchara obstruyéndome el paso.
Aquella tarde me encontré un arañazo en la carrocería y el limpiaparabrisas posterior girado de mala manera.
Cada día, al llegar a casa exhausta, ponía las cosas en orden y preparaba rápidamente la cena a causa del hambre famélica que lograba hacer callar temporalmente cogiendo del frigo las sobras frías del día anterior y unos trozos de queso amarillento, porque, en un descuido, el envoltorio de plástico se quedó abierto.
—¡QUIERO VOLAR! —grité de repente—. ¡Sí! ¡Ya lo sé! ¡Quiero volar!
Lo que me seducía de lejos era evitar las mismas rutinas cotidianas, el tráfico de la ciudad, el ver siempre idénticas caras y los mismos lugares. Me encantaría entablar relaciones con gente distinta cada vez, cambiar mis espacios, ampliar mi mentalidad, tener la posibilidad de recorrer el mundo y deleitarme con recetas de la gastronomía internacional.
Lo pensé mientras me comía un cracker y la última oliva que me quedaba.
Mi sueño era volar, quería ser azafata.
Llamé a Stefania de inmediato.
Stefania se entusiasmó con la idea y me anunció que ella también querría hacerlo; su única preocupación era encarar a su novio.
Tiempo después, con los ojos brillantes y con una página de revista rota en la mano, leímos atentamente y llenas de fervor las siguientes indicaciones:
Cómo convertirse en azafata
Una azafata es sinónimo de confianza y dedicación, estilo y cordialidad, extraordinarias capacidades de organización, tenacidad, resistencia al cansancio y, sobre todo, pasión por trabajar para los demás, enfrentarse a culturas y países diversos; estas son habilidades necesarias para hacer frente al trabajo de forma óptima.
En el proceso de selección se buscan sentido práctico, capacidad de anticipación y resolución de problemas, capacidades racionales, responsabilidad, autocontrol, estabilidad emocional y mental, y buena voluntad ante las novedades.
Requisitos:
Edad comprendida entre los 18 y los 32.
Estatura mínima: 164 centímetros para las mujeres y 172 centímetros para los hombres.
Nivel de estudios: título de educación secundaria.
Idiomas: italiano y nivel excelente de inglés, preferentemente, conocimiento de una tercera lengua.
Buenas capacidades atléticas y nadadoras.
Ausencia de tatuajes visibles.
Todo coincidía con nuestras características y aspiraciones. Podíamos probar, podíamos lograrlo.
—Mandemos una solicitud a la compañía aérea con nuestros currículos lo antes posible —dije.
Dicho y hecho.
Stefania rellenó los formularios de participación a pesar de recibir amenazas veladas por parte de su novio, y juntas preparamos todo, acompañado de fotos que sacamos con diligencia y atención.
No dije nada a mis padres, porque estaba convencida de que ni aprobarían ni respaldarían esta idea.
«Venga, hazla, ¡hazla ahora!».
Habíamos escogido nuestra vestimenta con sumo cuidado: el estilo es importante en estos casos, el business-dress era lo ideal.
«Ciérrate la camisa, por favor».
«No, gira un poco la cara a la derecha y mantén los brazos ligeramente flexionados con las manos detrás de la espalda».
Tras quitarnos los vaqueros rotos, la camiseta vintage que escogimos juntas en el mercadillo del viernes y las zapatillas color rosa shocking de algodón de la marca Superga, nos pusimos un horrendo traje de chaqueta azul que habíamos lucido en la boda de Agata, una pariente lejana, que quedó olvidado en el armario durante años; una bonita camisa blanca, pantis transparentes y zapatos del mismo tono que el vestido completaban el conjunto.
Nos recogimos el pelo y lo fijamos con laca y gomas elásticas negra, maquillaje ligero, una radiante sonrisa falsa y andando:
«¡Haz la foto!».
«¡Perfectas!».
Cosa de un mes después, recibimos las cartas con las invitaciones para participar en las primeras pruebas.
Me temblaban las piernas al abrir el sobre; Stefania casi se desmaya.
Cogimos un par de días para hacer un curso intensivo con el que refrescar nuestro inglés, que estaba bastante oxidado.
Estaba decidida a convencer a mis padres, al menos para participar en el proceso de selección. Mi obstinación superó la suya; no lograron impedírmelo y esperaban, como el novio de Stefania, que no consiguiera pasar las pruebas.
Cogimos un avión para llegar a Roma, la ciudad escogida para nuestro importante encuentro.
Stefania tenía que comprarse un atuendo adecuado para la ocasión. Se decantó por un traje de chaqueta negro, bien ajustado, pero un poco rígido, porque no le proporcionaba naturalidad ni comodidad al moverse; yo arreglé el mío debidamente.
En el avión no era la primera vez que contemplábamos con admiración a aquellas mujeres uniformadas que paseaban con gran soltura y profesionalidad por la cabina, pero aquella vez sentí envidia sana.
Justo después de despegar, miré por la ventana del avión.
Vi cómo se encogían los mismos automóviles, siempre en fila, que veía cada mañana de camino al trabajo y apreté con fuerza la mano de Stefania.
Pasamos, sin problema, casi todas las pruebas, que se desarrollaron a lo largo de varios días, impulsadas por las ganas, las agallas y un entusiasmo inimaginables, vencimos nuestra timidez y demostramos, también a nosotras mismas, una insólita tendencia hacia el liderazgo.
La prueba con el psicólogo fue, para Stefy, la más dura.
Yo fui la primera en entrar a una sala luminosa donde se hallaba un hombre que tenía la misión de último examinador, antes del meticuloso reconocimiento médico final.
Para mí fue una charla agradable y relajante, pero noté que aquel hombre quería incomodarme, aunque yo intentaba no ceder a sus intenciones.
Estaba feliz.
Inesperadamente, y tras una breve entrevista inicial de presentación, afirmó que no creía que yo fuera aquella persona positiva, correcta y sociable como me había descrito; le contesté que lo lamentaba, pero que no me preocupaba y que su opinión, tal vez, se debía a que nos habíamos conocido muy apresuradamente.
Me invitaron a participar en la siguiente prueba.
Al salir, le guiñé el ojo a Stefy.
—Nada de qué preocuparse, ve tranquila —le dije.
Stefania entró justo después.
Pasaron pocos minutos y la vi salir con mala cara.
—A la mierda, ¿quién se piensa que es este maleducado?
—Stefania, dime, ¿qué ha pasado?
—¡No sé quién es, pero no quiero volver a tratar con un tipo así! ¡Ha dicho que llevo el pelo desaliñado y que mi ropa es no es adecuada!
—¡Qué maleducado! ¡Cómo se atreve!
—Me ha hecho preguntas inapropiadas, por decirlo suavemente, muy privadas, ¡y yo le he respondido que no era asunto suyo! Después me ha dicho: «Pero ¿quién te crees que eres?». Y yo, llegados a ese punto, encolerizada e histérica le he dicho que cuidara sus palabras, y a continuación le he cerrado la puerta en las narices.
Era la prueba que comprobaba nuestro grado de tolerancia al estrés. Con un trabajo con un contacto continuo con el público, esta era una habilidad necesaria.
No hace falta decir que no invitaron a Stefania a la siguiente prueba.
Regresó a casa pasmada, preguntándose qué había hecho mal. Su novio fue el único satisfecho con el desenlace negativo de la prueba, y sus preguntas quedaron para siempre sin respuesta.
Por el contrario,yo en mi caso inicié un curso de tres meses de duración donde me enseñaron a apagar incendios y a cómo actuar en caso de emergencia.
Estudié, además, las características técnicas de varios tipos de aviones y la composición de las tripulaciones, alguna pincelada de medicina para la habilitación en tareas de primeros auxilios y, tras aprobar los exámenes de técnica, medicina e inglés de Civilavia (el organismo italiano competente para la concesión de patentes), estaba lista para subir a un avión desempeñando el papel que tanto había ansiado: el de azafata.
En el curso conocí a tres chicas y nos hicimos amigas: Eva, Valentina y Ludovica.
Compartimos la misma habitación de hotel durante aquel período y, tras ser contratadas, decidimos alquilar una casa en Fregene, una localidad marítima situada cerca del aeropuerto de Roma Fiumicino, nuestra base de partida.
Así empezó nuestra aventura.
Eva, Valentina, Ludovica y yo
La casa tenía dos habitaciones, cada una con una cama de matrimonio, y el único baño estaba muy concurrido: era muy difícil encontrarlo libre, al igual que el teléfono fijo.
Tratamos de adaptarnos a aquella situación y conseguimos convivir, no sin pequeñas diferencias, tratando de cumplir unos pequeños compromisos mínimos (lo más difícil era decidir cuándo y quién tenía que lavar los platos sucios).
Eva tenía un precioso cabello pelirrojo, ondulado y suave, que se deslizaban sobre sus hombros; sus ojos de color marrón claro parecían verdes en días muy soleados. Era de complexión esbelta y delgada. Procedía de Bérgamo Alta, como ella decía, y tenía alma de «napolitana auténtica», extrovertida y afectuosa; le encantaba su desorden, siempre llevaba una mascarilla en la cara, y a menudo deambulaba por casa con su favorita: arcilla verde ventilada, y usaba aceite de almendras dulces para suavizar el pelo.
Ludovica nunca paraba de hablar, y yo no sabía cómo detener aquel chorro de palabras que te arrollaba en cuanto abría la boca. Ella era rubia con preciosos tirabuzones, ojos de un azul intenso, y tez lisa y clara. Era una mujer de armoniosas curvas. Era ordenada y cuidadosa (¡lo contrario a Eva!), vestía trajes de firma y guardaba sus jerséis de forma individual en bolsas de plástico transparente; cocinaba de maravilla.
Era de Cerdeña y estaba con un chico, paisano suyo, que a menudo se quedaba con nosotras, lo que a veces obligaba a su compañera de habitación, Eva, a dormir en el sofá de la sala de estar.
A Ludovica le encantaba alisarse el pelo.
Yo dormía en la habitación con Valentina, una chica llena de vida y entusiasmo, muy sensible, honesta y generosa.
Su cabello era oscuro y liso, con corte de casco, sus ojos negros, muy profundos y sensuales, era de físico delgado y definido.
Por la noche, a Valentina le encantaba quedarse despierta hasta tarde antes de irse a dormir, mejor si estaba en compañía de su licor de hierbas favorito: Montenegro con hielo. Por la mañana tardaba mucho tiempo en el baño porque sus lentillas eran un incordio.
Estábamos muy unidas.
—Hoy nos han invitado a la fiesta de bienvenida a casa de los pilotos que viven en Via Masotta, frente a nuestra casa —dijo Eva emocionada.
—¿Por qué no nos pasamos? —dije.
—Sí —asintió Valentina—. Siento curiosidad por conocer mejor a nuestros vecinos.
Ludovica fue a secarse el pelo de inmediato, yo me probé casi toda la ropa que tenía en el armario y me pregunté si lograría subir la cremallera lateral de unos fantásticos pantalones azules; Eva se puso su nuevo aceite perfumado de lirio del valle y Valentina se apresuró a maquillarse en primer lugar.
Felices, dimos nuestros primeros pasos hacia aquel pequeño mundo que nos pertenecía, desconocido hasta ese momento: el reino de los «volátiles», muy distinto del de los meros «pasajeros», como suelen distinguir quienes trabajan en los aviones.
Lo que notamos de inmediato en «ellos» era que conocían y frecuentaban lugares que solo habíamos visitado en sueños, y la facilidad extrema de llegar hasta ellos debido a la costumbre de viajar; la capacidad de adaptarse a cualquier parte del mundo debido al conocimiento de sus pueblos y territorios, de la cultura y de las tradiciones, la multitud de amistades en diversos lugares que podían mantenerse vivas porque te relacionabas constantemente; la apertura mental necesaria para mantenerse en contacto con el mundo y sus habitantes, así como muchas obsesiones y fijaciones que todos llevaban consigo desde su casa hasta la maleta, su pequeño segundo hogar.
«Una vez que os convirtáis en volátiles, lo seréis para toda la vida», nos dijeron en voz baja, como si fuera una verdad oculta, una etiqueta que llevaríamos toda la vida. Entendimos que empezar a «volar» sería como vivir dos vidas paralelas que se alternan cada vez que te vas a trabajar y en cuanto regresas a la única realidad privada; es como hablar un nuevo idioma, incomprensible para los demás, donde el mundo es tu hogar, y el hogar es tu mundo.
Descubrimos que casi todas las noches se organizaba algo. Éramos una especie de gran familia que se reunía con los que regresaban de los vuelos y descansaban entre turnos, pero si había que salir al día siguiente, prometíamos, todas las veces, acostarnos temprano para evitar los molestos dolores de cabeza y náuseas matutinas que, volando, se duplicarían con la altitud y el aire acondicionado.
Durante el trabajo había que ser impecable, los vuelos y los pasajeros a los que nos enfrentaríamos serían una prueba dura, lo sabíamos bien.
Tras firmar el contrato de trabajo en la amplia sala de un majestuoso edificio y, con gran sorpresa, al designar al beneficiario de la póliza de seguro en caso de fallecimiento, nos dimos cuenta con gran emoción de que nosotras también nos convertiríamos pronto en «volátiles voladores».
El primer vuelo
El primer vuelo es inolvidable para cualquiera.
Me asignaron un turno hacia París, estaba súper emocionada, cohibida por entrar por primera vez en aquel avión, completamente vacío, listo para acoger a nuestra tripulación antes que a los pasajeros. Empecé a conocer los «secretos del galley», que era una especie de cocina de a bordo, donde se encontraban los microondas para calentar los platos, el frigorífico para mantener las bebidas frías, todos los carritos con la comida, la zona destinada a contener la basura y los equipos necesarios para la evolución del vuelo. En esta zona se prepara todo el servicio antes de su inicio, y para las azafatas, es el lugar más confidencial e íntimo, el único lugar lo suficientemente discreto para conceder unos cuantos minutos de aislamiento de los pasajeros, gracias a una cortina que regala valiosos momentos de privacidad en vuelos excesivamente largos: en este lugar, a menudos se cuenta y desvelan secretos y confesiones en voz baja, es el «cofre de las confidencias» de las azafatas.
Comprobé, junto a la tripulación, que todo se hubiera limpiado de forma minuciosa, que el cáterin hubiera abastecido adecuadamente todos los carritos, los microondas y el frigorífico, que los equipos y las luces de emergencia fueran eficientes y estuvieran en orden.
Yo era todo lo contrario a mis compañeras, deshinibidas y seguras a cada paso, convertidas en veteranas de la empresa», así se les llama.
En el curso vimos todas las puertas, carros y cajones hacinados en el interior del avión; eran interminables, completamente llenos de material necesario para el buen desarrollo del vuelo.
Decidí abrirlos para ver qué contenían y memorizarlos para usarlos con mayor rapidez.
Los cerré y olvidé la posición y el contenido de cada uno, eran demasiados, todos iguales por fuera.
Lo hice numerosas veces. A menudo la suerte me ayudaba a adivinar la ubicación de lo que estaba buscando, otras veces, me rendía al no lograr encontrar los vasitos de plástico después de una victoria parcial con las bolsitas de café y la leche en polvo. Creo que los antifaces para dormir cambiaban de lugar en cada vuelo, casi como un truco de magia: después de verlos en un cajón, o eso pensaba, los encontraba en otro.
Me miraba la falda que apenas cubría la rodilla, los pantis lisos y transparentes que hasta ese momento no había utilizado antes, los zapatos de estilo clásico de piel, del mismo tono que el bolso, con tacón también de estilo clásico; una camisa bien planchada, pañuelo al cuello, chaqueta con emblema y placa de identificación obligatoria.
Ahora lo llevaba puesto. Vestía aquel uniforme por primera vez, de la manera más cuidadosa que pude, sobre aquella insignia estaba grabado mi nombre, y para mí era un gran orgullo; la llevaba con gran estima, entusiasmo, casi con solemnidad: era el inicio de un magnífico sueño.
Me habría gustado hacer otra fotografía y mandársela a mi Stefania; esta vez, la sonrisa peaada a mi rostro que aparecería en la foto sería sincera, no como con nuestras fotos del proceso de selección; le escribiría que la echaba de menos y que me hubiera gustado que estuviera conmigo.
En aquel instante, la vergüenza y la emoción del primer vuelo me «regalaron» una rigidez extrema.
El color de la chaqueta del uniforme era muy parecido al del respaldo de los asientos, y yo me identificaba más con eso que con una «auténtica» azafata.
Afortunadamente, me las apañaba bien y nadie, o eso creo, se dio cuenta de mi inquietud durante todo el vuelo. Quizás se notó durante mi primera presentación del briefing, para visualizar los equipos de seguridad y las diversas salidas de la aeronave.
Todas las miradas estaban puestas en mí, no estaba preparada para enfrentarme con desenvoltura a aquellas innumerables miradas que me contemplaban por de arriba abajo.
Sentí un rubor en las mejillas, y las manos empezaron a sudarme, a temblar ligeramente, cuando mostré cómo abrocharse el cinturón.
Jamás había tenido problemas para meter la hebilla metálica dentro de la ranura, pero en tales circunstancias, me costaba hacerlo; trataba de bloquear aquel temblor incesante de mis dedos que impedía identificar la entrada correcta.
Empapada en sudor, conseguir finalizar aquella extraña demostración, como un baile realizado por los movimientos de mis manos.
Me sentía como la actriz de cine mudo con tanto público que seguía el texto leído y difundido por los altavoces del avión que enfatizaban las instrucciones dadas con mis gestos.
Durante los anuncios de bienvenida, fue extraño e inusual escuchar mi voz por todo el avión, y solo tras muchos vuelos conseguí modularla cada vez mejor, tratando de evitar, cuidadosamente, el empleo del dialecto, sobre todo la pésima pronunciación de la vocal «o», y que debía adoptar una fonética limitada y cerrada, que frecuentemente debía repetir:
«Buenoos días, bienvenidoos a boordo».
«Bienvenidoos a Rooma».
Me di cuenta de que, apretando los mofletes, entrecerrando la boca y la mandíbula, contrayendo y sacando los labios, y evitando la entrada de aire en las fosas nasales, conseguía acortar ese sonido.
«Buenoos», «boordo» y «Rooma» se convirtieron en «buenos», «bordo» y «Roma».
Después de una ruta nacional Roma-Bolonia y una posterior ruta internacional Bolonia-París, llegué a mi destino final, a pesar de que la maldita «o» era omnipresente.
Tras despedirnos de todos los pasajeros, un autocar estacionado al lado nos acompañó a mí y a mi tripulación al hotel y, como solía suceder, después de recoger la llave, reservamos para irnos de cena todos juntos.
«Nos vemos a las ocho, puntualidad».
Eso me dijeron mis compañeros antes de ir a sus habitaciones a cambiarse de ropa.
He aprendido, por las malas, que es importante ser puntual.
Estaba contenta de estar bien acompañada y de que ellos, que conocían bien la zona, pudieran guiarme.
Cenaríamos en el famoso restaurante La Coupole, en el Boulevard Montparnasse, famoso por su entrecot y un excelente vino tinto.
Saborearía las ostras con el aperitivo y haría innumerables fotos para recordar el evento, se las enseñaría a Stefania, a mi madre, a mi padre, a mis primas… Sería su princesa parisina que cenó en un famoso restaurante francés en compañía de personas que viajaban, que conocían el mundo y residían en hoteles lujosos, y yo estaba allí, formando parte de aquel sueño hecho realidad.
Se me ocurrió no ser perfectamente puntual a la cita en la recepción del hotel, porque «una señora siempre debe hacerse de rogar», al menos por mi parte.
Aprendí que «una compañera» no puede hacerlo, porque puntualidad significa «como máximo se permiten cinco minutos de retraso».
Cené sola en el bar del hotel, que solo servía sándwiches gratinados: cogí un croque monsieur de jamón serrano y una divina soupe d’oignons, vulgarmente llamada «sopa de cebolla». Allí todo era distinto, hasta la sopa.
No estaba acostumbrada a comer sola y casi me muero de la vergüenza; escondí mi sofoco tras un libro de Hemingway, abierto al lado del plato, y tenía el teléfono en la mano. Las mesas eran típicas, pequeñas y próximas las unas de las otras. A mi lado tenía a una señora elegante con el pelo recogido y vestida con un traje de Chanel.
A la mañana siguiente, después de visitar la Torre Eiffel, dar una vuelta rapidísima por el Arco del Triunfo y las centelleantes vitrinas de los Campos Elíseos, comí apresuradamente en el famoso Relais de Venice de Porte Maillot, Rue Pereire, y no me privé de pasarme por el respetado peluquero Carita, experto en cambios de estilo, que te cortaba el pelo tras estudiar tus facciones y adaptaba el corte al rostro.
Me lo recomendó una admirable compañera «que entiende del tema» y que llevaba un corte fantástico, a la que me encontré transitando por el aeropuerto.
Nunca se deben seguir a ciegas los consejos de las compañeras.
Con un flequillo horrible por encima de las cejas y la cuenta bancaria temblando (menos mal que llevaba la tarjeta de crédito y que el champán y los canapés de salmón fueron un obsequio del peluquero), regresé al hotel con el tiempo justo para ponerme el uniforme, intentar disimular el flequillo con gomina y tratar de cerrar la maleta que, quién sabe por qué oscuro motivo, a mi regreso parecía no tener la misma capacidad que a mi llegada, y ningún vuelo era la excepción.
En esta ocasión, la falta de espacio se debía a un sombrero de estilo retro de ala ancha circular plisada que, aunque estaba convencida de que jamás me pondría, me hizo soñar, así que no pude resistirme y me lo compré tras verlo en el mercadillo de Saint-Ouen.
Una compañera de aquel vuelo me contó que, durante la parada, había estado, en los grandes almacenes Lafayette, en una tienda en Rue du Bac, donde puedes encontrar desde sillones de P. Starck hasta linternas tan voluminosas como una tarjeta telefónica, pasando por los bolsos de compras más extravagantes y un armario hecho con cuerdas y botones. Tomé nota: yo también iría la próxima vez.
Inmediatamente después de aterrizar, mis compañeros prepararon un happy landing en mi honor, una bebida a base de vino espumoso y zumo de naranja para festejar juntos mi «primera vez».
Regresé a casa exultante, decidida a enseñarle mi nuevo sombrero a Eva, la única que, más que las demás, apreciaría la compra y seguramente me lo pediría prestado. Al menos alguien le daría uso.
Valentina dormía en la cama, exhausta por su vuelo de larga distancia, pues no estaba acostumbrada a aquel repentino cambio de horario y temperatura.
En Buenos Aires es invierno cuando en Italia es verano, y la diferencia horaria es de cuatro horas.
Su cuerpo sentía que era de noche, ya que había estado en pie durante tres horas (aproximadamente la duración del vuelo), pero la luz del sol y aquellos rayos tan potentes confirmaban que era hora de comer, algo insólito, porque hacía poco que había cenado a bordo.
Aquella noche no podría dormir, ni yo tampoco, ya que compartíamos la misma habitación.
El maquillaje emborronado del rostro de Ludovica y sus rizos, como si quisieran rebelarse de los coleteros, cansados de un largo recogido, confirmaban que ella también necesitaba descansar, vistas sus piernas hinchadas como globos debido a la presurización del avión.
No era una novedad que su novio «no volátil», como todos los futuros maridos de azafatas, por la mañana quisiera ir a dar un paseo con su amada a la que no veía con demasiada frecuencia; la hora de comer sería ideal para picar algo, por la tarde, una vuelta por la ciudad, y qué gran idea ir al cine después de cenar.
Es inútil siquiera explicar la necesidad de un largo descanso, sea cual sea el horario que establezca el meridiano de Greenwich.
Cuesta hacerle entender a tu novio que no te has ido a pasar unas vacaciones de placer y que ese sillón suave con reposabrazos y respaldo inclinable está destinado a los pasajeros, no a las azafatas, y que no tenemos tiempo para deleitarnos con la película que proyectan en estreno.
Trabajamos durante largas horas y acabamos reventadas.
Abro el frigo y cato el bife de lomo (filete de ternera) que Vale ha traído de Argentina y que ha conservado con hielo seco durante el vuelo.
En la cocina, al ver el nuevo cuchillo con hoja de cerámica y varias bolsitas de té verde intuyo el por qué de los rizos rebeldes de Ludovica; el vuelo a Tokio dura, al menos, doce horas, aunque su alisado siempre resiste perfectamente. Ludovica, antes de despedirse de nosotras para el necesario «descanso posvuelo», describe sus impresiones de la ciudad, demasiado frenética en contraste con la delicadeza de sus habitantes, con su extrema timidez, que a menudo les lleva a reírse tapándose la boca con las manos, con sus miles de reverencias para saludar. Se quedó impactada por los vertiginosos rascacielos, la multitud de coches y peatones por la calle, por la escritura incomprensible de los caracteres japoneses. Nos contó que estuvo en el mercado de pescado de Tsukiji, el más grande del mundo, muy limpio y ordenado, que había visto papelerías de nueve pisos y bares cuyo aforo máximo es de cinco personas; que se había perdido en Harajuku, un barrio a la última en la minúscula calle Takeshita, entre tiendas de moda frecuentadas por jóvenes de vestimenta llamativa y extravagante; que había descubierto que existían unos restaurantes llamados Maid Cafè, donde las camareras dan de comer a los clientes para demostrar su sumisión, les dan masajes y los entretienen con bailes y canciones, al estilo de las antiguas geishas. Por el contrario, en el Butler Cafè, son los mayordomos los que sirven a las mujeres de forma similar. Nos informó de que los precios de los nuevos modelos de cámaras de foto y videocámaras son muy competitivos y que también pueden encontrarse de segunda mano, pero en perfectas condiciones, al igual que las últimas novedades tecnológicas que todavía no han llegado a Italia, y que los relojes de prestigiosas marcas tienen precios un 35 % más bajos frente a las tarifas italianas, y que también los encuentras usados con garantía en las tiendas Best. Por último nos contó, antes de caer rendida en la cama por el cansancio, que en un restaurante llamado Al dente, los espaguetis son excepcionales, casi tan buenos como los italianos, y que se quedó contentísima por el masaje quiropráctico que le dieron en la zona de Shinjuku.
Aprendimos sencillas, aunque necesarias, reglas que debíamos seguir, que yo escribí diligentemente en una hoja de papel y pegué en el frigo con un imán que Valentina trajo de Buenos Aires, que representaba a dos bailarines de tango con la frase «Bienvenido a Argentina», el primero de una larga serie de imanes procedentes de todo el mundo que, literalmente, inundaban el frigo, y que seguidamente nos hicieron perder de vista aquel recordatorio que en un principio nos fue súper útil y que consultábamos antes de cada vuelo. Con los años se han convertido en parte de mí.
El recordatorio rezaba lo siguiente:
Qué no hacer:
Dar la impresión de tener prisa, jamás.
Hablar de asuntos personales con compañeros durante el servicio, jamás.
Emplear expresiones aburridas o apáticas, o adoptar actitud de estirada.
Utilizar frases autoritarias del tipo:
«¡Cierre la mesa!».
«¡Cinturón!».
«¡Teléfono!».
En su lugar, debemos invitar educadamente a seguir las directrices.
Hablar con los compañeros en voz alta.
Desanimarse al buscar asientos cercanos para personas que viajan juntas en cualquier desplazamiento, mejor es mejor sugerirles que vayan al mostrador de check-in para que tengan mejores posibilidades en la asignación de asientos.
Cosas que recordar:
A. Requisitos fundamentales: capacidad de garantizar la seguridad a bordo, la responsabilidad y la profesionalidad.
B. El pasajero necesita consuelo psicológico, protección ante el estrés y el miedo a volar.
C. Aspectos que no pueden faltar: educación, atención y disponibilidad durante todo el vuelo.
Con el tiempo, entendimos que nuestra actitud es fundamental para contribuir a la resolución de un problema a bordo:
Algunos inconvenientes y disfunciones eran, con razón, objeto de quejas por parte de pasajeros e implicaban la necesidad de una intervención; conseguir comunicar claramente y tratar de resolver dificultades y problemas que surgían a bordo no siempre era tarea fácil.
Había que tener en cuenta la gravedad del problema, el contexto del momento, el carácter y el estado psicofísico del individuo con el que tratabas, porque jamás conocías a la persona con la que te relacionabas, la situación que se podría generar y posibles desviaciones que podrían surgir.
Era fundamental ayudar con calma y determinación, asumiendo como tuyo el problema del otro y presentándose como un referente seguro, así como entender los motivos de lo sucedido y comprender el problema.
Resultaba vital escuchar lo que la otra persona tenía que decir, pero también observar la situación objetivamente, informar y explicar con sensibilidad y responsabilidad, exponiendo las posibles soluciones con transparencia.
Con frecuencia, la insatisfacción del pasajero se veía influenciada por factores externos, como retrasos, tránsitos complicados, embarques desordenados, aviones incómodos, limpieza apresurada… Por ende, un estilo comprensivo y proactivo podía ayudarnos en la resolución de problemas.
Miedo a volar
Un día de octubre, Eva se puso insoportable tras las habituales discusiones sobre la orden que debíamos mantener en casa, porque las advertencias se dirigían a ella principalmente.
Escuché sus palabrotas, amenizadas con frases en dialecto napolitano, en contraste con su discurso, que por lo general carecía de inflexión dialectal.
¿Serían las frecuentes radiaciones cósmicas, los campos magnéticos, las vibraciones o el ruido de los aviones lo que le provocaban esos cambios de humor?
Ludovica, mientras tanto, decidió reservar un masaje ayurvédico para tonificar los músculos, relajar el cuerpo y estimular la circulación en la esteticista india que había abierto un local en el vecindario, y me informó de que se pondría a dieta a partir del lunes porque Eva le había dicho que últimamente la veía más rellena.
Yo me encontraba acurrucada en el sofá, con mi cómoda ropa de estar por casa y un cárdigan masculino deforme de color crema; una manta sobre las piernas me protegía de las primeras corrientes de aire invernales, y estaba decidida a concederme una desconexión mental, una relajación.
No lograba dormir porque la adrenalina del «posvuelo» aún no había desaparecido.
De repente, me asaltó el recuerdo del día que acababa de transcurrir.
A bordo, había conocido al matrimonio Lucherini: la señora Lucrecia y Don Massimo.
Durante el embarque, rápidamente me percaté de signos de tensión en su comportamientos: ambos se apresuraron a ocupar su sillón, con la espalda ligeramente encorvada, caminando de forma rígida, con la barbilla hacia abajo, al igual que la cabeza, y una actitud pasiva, derrotista.
Los brazos de él estaban rectos, estirados de forma rígida a los costados; ella los tenía cruzados, prácticamente tratando de protegerse instintivamente, y los dos miraban a su alrededor, como si estuvieran buscando algo, una vía de escape; tenían las pupilas tan dilatadas que parecía que sufrían midriasis.
Los movimientos de sus cuerpos eran lentos, y yo notaba como me dirigían una ligera sonrisa, que les devolví con delicadeza.
Se sentaron rígidos, apoyados en el borde externo del asiento, con un pie hacia delante y otro hacia atrás, parecía que querían escapar, no paraban de cambiar de posición, como si su asiento quemase.
Mi responsable, físicamente el doble de James Dean, siempre alegre, pero con una nota triste, casi imperceptible, me indicó con la mirada que me ocupara de ellos.
Me acerqué a la pareja y les pregunté si necesitaban mi ayuda. La señora respondió que no, mientras sacudía la cabeza como diciendo que sí, y comenzó a balancear el torso, tratando de contener el aliento para no llamar la atención.
Rápidamente comprendí la situación. La señora sufría un trastorno, muy común en muchas personas, que crea diversos problemas y que afecta de forma indiscriminada: el miedo a volar.
Durante el curso, estudié cómo comportarme en estos casos: el miedo excesivo corre el riesgo de desembocar en pánico; el temor puede volverse insuperable y dar pie a una falta de control.
Los síntomas provocan vértigos, náuseas, nudos en la garganta, palpitaciones, sudor frío y taquicardia.
Aunque no me los pidieron, les di algunos consejos sobre qué conducta seguir en caso de malestar; reprimir la ansiedad no hace más que aumentarla. Por el contrario, hay que aceptar el miedo y adoptar una postura positiva para poder manejarlo y controlarlo.
Además, les recomendé que no tomaran nada de cafeína, que cogieran un buen libro o un crucigrama para mantener la mente ocupada.
Durante el despegue vi cómo palidecían y cómo su posición era una llamada de auxilio.
Me desabroché el cinturón de seguridad y me acerqué para comprobar la situación.
La señora empezó a abrirse:
—Perdone si la molesto —se atrevió a decir con timidez—. Me gustaría informarle de que estoy aterrorizada, en cuanto noto el mínimo bote tengo la impresión de que el estómago se me parte en dos. Mi problema es que la bolsa de aire me provoca una sensación desagradable. Necesito coger el avión para reunirme con mi madre, que es muy anciana, en Alemania, y no puedo evitarlo.
Vi que se pasó la mano entre el pelo y empezó a tocarse un mechón de forma frenética.
Su marido la rodeó con el brazo como para mimarla, ligeramente encorvado y abochornado, con los labios tensos y las manos sudorosas; él también mostraba claros signos de malestar.
—¿Es peligroso el temporal? —me preguntó con voz muy baja, comiéndose fragmentos de palabras, por sílabas y con movimientos continuos de los músculos faciales.
Las manos del marido empezaron a dar golpecitos con los dedos en la mesa de enfrente.
Con tono firme y decidido dije:
—No, todo está bajo control. No habríamos salido si existiera el menor peligro. Todo está bajo control —repetí—. La lluvia no representa ningún problema para nuestra seguridad. El viento provocará alguna molesta sensación que causará un balanceo completamente normal.
Regresé al galley para organizar el trabajo junto a una compañera.
La señora me llamó poco después.
—¡Le ruego que me ayude! Quiero gritar, llorar. Cada vuelo es una tragedia. Me pongo nerviosa un mes antes de salir, ante la mera idea de hacer la maleta. Me avergüenza, pero no sé qué hacer. ¡Me gustaría desaparecer! —imploró con fervor y humildad.
—Esté tranquila, puede darle la impresión de que el avión da tumbos, pero solo es el ajuste de la cota. —Me acerqué lentamente hasta llegar a su lado, sin titubeos. Con voz baja, de forma clara y pronunciando bien cada palabra le dije curvando ligeramente la espalda y aproximándome para intentar proporcionarle la ayuda que deseaba, poner fin a su sofoco y mitigar su ansiedad—: No se preocupe, estoy aquí.
Respetaba su miedo irracional y comprendía el malestar.
Le agarré el brazo con firmeza, y lo apreté delicadamente con ambas manos mientras la miraba a los ojos para establecer un mejor contacto.
La acompañé a su asiento.
La señora se parecía a mi madre, misma edad, muy educada, aparentemente frágil; en esta ocasión, fue fácil conectar con sus sentimientos.
Durante el vuelo, pasé a la cabina más veces, y la acompañaba con la mirada para tranquilizarla.
Volvió a llamarme tras la enésima vibración y yo traté de disipar aquellas dudas y temores que persistían y que se mostraban a través de su postura, permanentemente rígida.
Le comenté que la seguridad en el avión es de un nivel altísimo, que los controles técnicos y el mantenimiento son continuos, y que los pilotos están perfectamente formados.
Durante la preparación de la cabina para el aterrizaje me preguntó con falsa indiferencia:
—¿El estruendo es normal o hay algo que va mal?
Le informé de la procedencia de todos los ruidos que pudieran generar desconfianza: el posicionamiento del tren, la apertura de puertas, la aceleración y variación de los motores, la liberación de los flaps y slats, el tintineo de nuestro microteléfono, los avisos de llamada a los pasajeros…
Notaba que valoraba recibir esta información, aunque seguía mordiéndose las uñas sin darse cuenta.
La invité a inspirar y espirar profunda y lentamente, para oxigenar el cuerpo y así relajar los músculos, dándole indicaciones sobre la técnica de entrenamiento autógeno para un relajamiento progresivo.
Ahora, la señora estaba sentada más cómoda, más a sus anchas, al igual que el señor Lucherini, aunque su rostro conservara una expresión de incertidumbre, un poco ortopédica, con la parte derecha de la sonrisa ligeramente situada más arriba que la izquierda.
—Eres nuestro ángel de la guardia— dijo.
Durante el descenso, solo hubo ligeros temblores al cruzar la perturbación, y el vuelo terminó con un aterrizaje suave.
—Señoras y señores, bienvenidos. Les deseamos una estancia agradable.
Llegamos a Fráncfort puntuales.
La señora, antes de cruzar la puerta de salida, me abrazó con discreción y elegancia y me dijo: «Gracias».
Era yo quien agradecía su amabilidad.
El marido me apretó la mano vigorosamente, con fuerzas renovadas, haciendo gala de la clase que lo había caracterizado desde el principio.
—¡Hasta pronto!
Esos eran los recuerdos del vuelo que acababa de hacer, que aparecieron de improviso en mi mente cuando estaba disfrutando de la calidez de la casa. De pronto, oí la puerta cerrarse.
Eva había salido.
Me cubrí el rostro con la manta para atenuar la luz que entraba por la ventana.
Había llegado la hora de relajarse. Estaba casi dormida, perdiéndome en mis pensamientos, deliberando que volar, limitados y obligados a permanecer en el interior del avión era antinatural, de modo que desarrollar temores inconscientes y remotos es totalmente lícito. En aquel momento, recordé episodios de mi pasado. Comprendí hasta qué punto pueden influenciarte el resto de tu vida.
La adolescencia
De joven, el hecho de tener siempre poco tiempo a mi disposición era motivo de sufrimiento, porque me sentía una especie de prisionera con pocos espacios personales y breves momentos de libertad concedidos ya que debía, atenta y rigurosamente, respetar los horarios impuestos.
No era dueña de mi tiempo.
Recuerdo que, hasta que cumplí los dieciocho, mi hora de regreso, los pocos sábados que me permitían salir, era las diez y media de la noche.
Mis amigos quedaban a las nueve para decidir dónde ir a cenar, e inevitablemente, no estábamos todos sentados a la mesa hasta las diez.
Siempre llevaba prisa, me ponía nerviosa si el camarero tardaba en llegar, no lograba disfrutar de la compañía de los demás porque sabía que tenía que regresar a casa demasiado temprano.
Solo me concedían el tiempo de pedir, confiando en que un veloz servicio me permitiera, al menos, probar la pizza, si es que no había perdido el apetito porque empezaba a sentir los nervios en el estómago y cómo los jugos gástricos se mezclaban por la agitación.
En cualquier caso, me levantaba de la mesa con un perfecto retraso para llegar a casa a la hora acordada. Siempre era difícil convencer a alguien para que me acompañara e interrumpiera su cena, pero el horario de regreso era ineludible y categórico y yo no disponía de medio de transporte alguno.
Durante el trayecto a casa no se respetaba ninguna prohibición de velocidad, bajo mi inconsciente y suplicante petición. Con frecuencia, las luces rojas de los semáforos eran ignoradas con irresponsable temeridad.
El exceso de velocidad con el coche me daba pavor y sigue siendo así incluso a día de hoy. Veía esas luces nocturnas pasar como una bala, como en una pesadilla; los faros de los otros coches y las farolas pasaban demasiado rápido ante mis ojos.
Era el precio que tenía que pagar para evitar las humillaciones y las feroces reprimendas a mi regreso; si me hubiera atrevido a retrasarme, habría encontrado la puerta de mi casa cerrada por dentro y me habría visto obligada a inventar cualquier excusa para no ver la mueca amenazadora en la cara de mi padre, encolerizado por mi desobediencia y mi falta de respeto, más que por preocupación.
La intimidación, el castigo y la desaprobación se manifestaban repetidamente con gritos, bofetadas y nuevas y más estrictas prohibiciones.
Todo esto incluso por un retraso de unos cuantos minutos.
Unos cuantos minutos.
Sin duda, papá era demasiado estricto.
Recuerdo un día en que estaba súper contenta por que me dejaron ir a la fiesta de cumpleaños de mi mejor amiga, pasé días tratando de convencerlo.
Allí coincidiría con un chico, un compañero de clase que me gustaba mucho.
A pesar de que tuve cuidado de que mi ropa siguiera las directrices de mi padre, o quizás sería mejor decir, la rigidez, es decir, nada de faldas demasiado cortas, ropa ajustada o zapatos de tacón, decidí experimentar con una bolsa de maquillaje que me habían regalado.
Mis manos inexpertas exageraron al maquillar las mejillas con aquel colorete tan rosado y que tanto me gustaba, y ese pintalabios tan brillante, tan rojo en mis labios que me hizo sentir más guapa, y un toque de rímel en las pestañas para terminar.
Tenía dieciséis años y aquel maquillaje y resultó horrendo a ojos de mi padre, inadecuado para su pequeña que trataba de aparentar ser una muchacha demasiado seductora.
Crispado, restregó su mano con fuerza sobre mi boca, y me llenó las mejillas de pintalabios con el fin de borrar lo que había pintado cuidadosamente en mi rostro.
Mis ojos comenzaron a lagrimear y se formó un halo negro en los párpados, ahora hinchados por el llanto; me miré en el espejo del baño y vi la máscara de un payaso.
Tras lavarme con un jabón que me quemó los ojos, pero que me quitó todos los residuos del rímel, al final me dieron permiso para asistir y fui a la tan anhelada fiesta, ligeramente colorada y túmida, pero sin maquillaje.
No logré divertirme.
Durante el período de la adolescencia, me habría gustado huir, irme lejos muy lejos, partir, viajar, vivir sola.
Los sueños, armados de terquedad y fuerza mental, a veces se hacen realidad. Pero, aquel día, entendí dónde y cuándo nacieron.
Poco a poco, día a día, mes a mes, año a año, aprendí cosas importantes y experiencias necesarias para poder relacionarme mejor con mis compañeros y con pasajeros que tenían personalidades y características variadas y heterogéneas.
Sin embargo, pronto comprendí que la organización básica de mi vida se decidía a finales de mes, a través del ansiado, siempre con gran impaciencia, «folio de turnos»: un listado aparentemente anónimo y frío que informa del programa de trabajo del mes siguiente.
La aerolínea introducía las comunicaciones oficiales en los buzones personales, una especie de extensión de interminables buzones colocados en una sala digna de una película de detectives en el aeropuerto, que acaban de ser sustituidos por correos electrónicos.
El «folio de turnos», anhelado mes tras mes, me generaba inquietud y, con frecuencia, entusiasmo y grandes expectativas, otras veces, desilusiones, por los descansos y las codiciadas vacaciones solicitados que no siempre eran aprobadas.
Todas las citas, compromisos, bodas de las que también podría haber sido testigo, finales de partidos de fútbol, entradas reservadas para el primer teatro, la despedida de soltera de mi mejor amiga, el cumpleaños de un novio, la comida de Navidad, el aniversario de mis padres, la semana en un apartamento en la montaña, el curso de tango de los jueves por la tarde... a menudo tenían muy pocas posibilidades, la asistencia a todos estos eventos siempre tenía que adaptarse a las decisiones tomadas por el ordenador de la empresa del grupo de trabajo.
A partir de ese momento era posible aceptar o rechazar invitaciones, programar citas importantes, fijar horarios inhumanos para ir al gimnasio, hacer los saltos mortales para llegar a tiempo a cualquier lugar, o llegar, aunque fuera tarde, a la junta de vecinos, decir adiós al torneo de brisca, pero, en cambio, tener la «satisfacción» de ver a Gigi Marzullo, incapaz de pegar ojo debido a la diferencia horaria.
Los días de descanso mensuales eran unos diez, mientras que los veinte restantes requerían el uniforme.
Eva, Valentina, Ludovica y yo siempre esperamos tener horarios y días de salida escalonados entre sí, tanto para tener más espacio en casa, como para una mejor organización del tiempo con el principal inconveniente: el uso prolongado del baño.
Fácilmente, los vuelos despegaban por la mañana muy temprano y el despertador, al amanecer, normalmente se programaba una hora antes.
Después de un desayuno rapidísimo y una buena ducha revitalizante, me ponía el uniforme que había dejado preparado el día anterior, y comprobaba que los zapatos estuvieran brillantes y que los pantis no se hubieran desteñido por los lavados ni estuvieran rotos.
La mayoría de nosotras teníamos un secreto «inconfesable»: nos pillábamos la camisa con los pantis horribles, que a menudo era graduados para evitar la aparición de varices y la hinchazón por la presurización, porque solo así podíamos evitar que la camisa se soltara de la falda al levantar los brazos para guardar el equipaje y ayudar a los pasajeros.
¡Debajo de la falda íbamos espantosas!
Una vez arreglada la ropa, pasábamos a un cuidadoso maquillaje, nos asegurábamos de que el pelo estuviera perfecto y luego revisábamos los documentos.
En la bolsa de mano no podían falta un traje de vuelo, una linterna, un folleto de anuncios, un manual de instrucciones, pantis de repuesto, zapatos de tacón bajo para rutas más largas y guantes de cuero. En el aeropuerto, en el Crew Briefing Center, el punto de encuentro de todas las tripulaciones, la sesión informativa comenzaba en cada una de las salas reservadas.
Allí nos reuníamos para conocer a la tripulación, presentarnos, tratar los aspectos críticos del vuelo, las condiciones meteorológicas, y también nos informaban de los aspectos comerciales, el tipo de servicio y los pasajeros que estarían a bordo.
La clasificación era casi militar, existía una jerarquía y como tal había que respetarla.
Toda la tripulación estaba encabezada primero por el comandante y luego por el copiloto, a quienes seguían por las azafatas, según su rango.
Todos los auxiliares de vuelo, en lo que respecta al servicio prestado y a la relación con los pasajeros, tenían como punto de referencia al responsable de su sector de trabajo, que trabajaba con el jefe de cabina, quien dirigía todo el progreso del vuelo y mantenía contacto con el cockpit, la cabina de vuelo, es decir, la de los pilotos.
Al final del vuelo, cada auxiliar se sometía a un juicio escrito y refrendado, en el que se evaluaba su profesionalidad, sus habilidades técnicas, su conocimiento del idioma extranjero, la asistencia prestada a los pasajeros y si su estética se ajustaba a la normativa.
Y así pasaron los años, vuelo tras vuelo, reunión tras reunión zonas entre diferencias horarias y noches sin pegar ojo, idiomas variopintos, países calurosos y continentes helados, comidas picantes y sabores difíciles, cielos despejados y turbulencias inesperadas.
Una vida imprevisible
Llegó la primavera, y tras un invierno durísimo, al final me encontraría la maleta seca, que en el costado del avión se halla indefensa ante las precipitaciones atmosféricas durante ese breve lapso que los cargadores necesitan para colocarla en el compartimento de carga.
Habría sido maravilloso pasar la Pascua con Valentina, que descansaba aquel fin de semana.
Me habían asignado una «reserva en casa» y estaba a la espera de saber en qué ciudad del mundo tendría que dormir esa misma noche.
Ya había comprendido bien que la vida privada y las necesidades cotidianas se caracterizaban por su mutabilidad y variabilidad: tenían que adaptarse a los cambios constantemente.
Al personal de vuelo le resulta verdaderamente difícil estar al día de todo, especialmente aquellos que tienen familia e hijos, y esto ocurre sobre todo en ese mes en el que aparece la infame «reserva».
Durante el año laboral, durante varios períodos, los auxiliares de vuelo podríamos ser asignados, en el turno que se entrega a final de mes, un período de esa infame «reserva», es decir, una repentina sustitución de personal por lesión, enfermedad u otro motivo.
Por reserva, entendemos la espera diaria de poder salir hacia cualquier turno de cualquier destino con un aviso de una hora para poder preparar, hacer la maleta y organizar una ausencia de casa, de una duración de hasta siete días.
Por lo tanto, no resulta nada agradable escuchar sonar el teléfono, que acaba con tus esperanzas de una comida o cena en familia.
La oficina de turnos, que regula y organiza todas las salidas, se encarga de esta tarea y, dadas las diversas dificultades operativas debidas a la ausencia ocasional de personal de vuelo, distribuye los cambios de personal de servicio descubiertos temporalmente. La reserva puede comenzar a las cinco de la mañana y el tono del teléfono a esa hora es verdaderamente escalofriante, por lo que la maleta «básica» con el mínimo necesario ya debería estar lista para evitar descuidos fáciles resultantes de las prisas por estar lista a tiempo.
Un jersey de lana y un traje de baño serían útiles en cualquier destino.
El neceser siempre debe estar preparado y no podemos olvidarnos de cambiar la pasta de dientes cuando esté a punto de terminarse.
Las camisas de repuesto del uniforme son muy importantes; limpias y planchadas para el vuelo de regreso y un par de zapatos cómodos adecuados para cualquier temperatura, camisón para dormir y maquillaje.
Ahora hacía la maleta casi de memoria.
De cualquier modo estaba —y aún estoy— convencida de que tengo uno de los trabajos más bonitos del mundo: a pesar de todas las dificultades y aspectos negativos, del continuo hacer y deshacer de maletas, con el deseo de regresar a casa, a pesar de las ganas constantes de ver a tus seres queridos. Yo no valgo para la rutina, y el mundo nunca deja de intrigarme, el intercambio de puntos de vista con otros mundos y con personas siempre distintas me impulsa. Además, regresar a casa me regala suspiros y una alegría inusual en comparación con quién está ahí a diario; las cosas pequeñas adquieren un valor inmenso.
Mientras tanto, lo cotidiano me oprimía.
«¿Me marcharé? ¿No me marcharé? —me pregunté aquél día».
Nada, ninguna comunicación, ni una llamada sobre los turnos.
«¡Podrían avisarme con un poco de antelación, es Pascua!».
Nerviosa y un poco impaciente, me puse a meter en la maleta las cosas que me servirían en casi cualquier destino, doblé las camisas y, aunque por una parte esperaba fervientemente no marcharme, por otra deseaba descubrir de inmediato el destino, en caso de no tener la posibilidad de quedarme en casa.
A las tres de una tarde larguísima, Valentina se apresuró a avisarme:
—Ha llamado la guardia operativa, te han cambiado el turno, estás en «reserva en campo», y tienes la presentación a las cinco. Diría que eres una mujer con suerte, tienes casi dos horas para prepararte y llegar al aeropuerto.
Abrí de inmediato el huevo de chocolate para ver la sorpresa, me comí casi la mitad y «fui corriendo» a la habitación, con el corazón cada vez más acelerado por las prisas.
Entre los cajones buscaba prendas muy prácticas para ponerme todos los días, versátiles: con la «reserva en campo» sales de forma inmediata y con pocos minutos de antelación directamente del aeropuerto, con el uniforme ya puesto, y hay que hacer la maleta incluso antes de conocer el destino.
«Vaqueros, cinturón, ropa interior de repuesto, una camisa azul, una camiseta blanca, y también la negra, porque llevaré el bolso y los zapatos negros que pegan con todo, una bufanda gris perla y un jersey del mismo color que, con una falda, crean un look elegante y sobrio… ¿Y si me encuentro con un apuesto compañero que ronda por Milán?».
Eché también la blusa con florecitas rosas y verdes que estaba apoyada en la silla.
No me daba tiempo a plancharme el pelo, justo ese día no me encontraría al susodicho.
Siempre tenía la tentación de llevarme todo. Cogí también una lata de atún, nunca se sabe, puede que se me hiciera tarde y encontrará todo cerrado, que mis compañeros me abandonaran, que hubiera un terremoto… Así me quedaba más tranquila.
Llegué al aeropuerto agotada y caí en la cuenta de que podría trabajar cuatro días seguidos.
Con las prisas, solo había cogido un par de pantalones, y se me habían olvidado el cargador del móvil y la gabardina bon ton con el interior de leopardo: un básico.
«¿Hará ya buen tiempo en Europa? —me pregunté».
En caso contrario, sin embargo, tendría una excusa excelente para irme de compras.
Llegué al briefing, nuestro centro de recepción, firmé mi asistencia y me instalé en la sala dispuesta a tal fin, sobre el cómodo sillón reclinable de piel negra, a la espera junto a otros compañeros uniformados a la espera de que me llamaran en caso de cualquier emergencia o enfermedad repentina de algún miembro de la tripulación en servicio.
Unas cuantas horas después sonó el teléfono: «ganó» un vuelo Roma/Atenas.
Decidí ir primero a la zona de salidas nacionales del aeropuerto para comprar unas tiritas que ponerme encima del talón, por el dolor punzante que me habían provocado los zapatos nuevos que acababa de comprarme, y que descubrí, en aquel momento, que no se habían adaptado perfectamente.
Mi dispuse a hacer un nuevo descubrimiento.
¿Alguna vez has probado a pasearte por el aeropuerto con el uniforme?
Durante veinte minutos, estuve bloqueada respondiendo a las preguntas de todo con el que me encontraba: dónde estaban las farmacias, las paradas de taxi, los autobuses hacia Ostia, los aseos, las puertas de embarque… las preguntas se sucedieron, a pesar de que les explicaba que yo era una azafata que llegaba tarde a su vuelo.
Por ello, tuve que renunciar a las tiritas y corrí exhausta y cojeando a bordo.
El grupo de compañeros ya se había formado, ya tenían cierta confianza entre sí, porque llevaban dos días en rotación, mientras que a mí, llegada última hora me vieron como una intrusa en un primer momento, un tratamiento, por otro lado, bastante habitual con las reservas.
Intenté integrarme y entrar con educación en la armonía que percibí entre ellos.
Me presenté al comandante en la cabina de pilotaje y después a todos mis compañeros de trabajo, desenfundando mi mejor sonrisa.
La compañera que trabajaba en mi zona, al fondo del avión, tenía un aspecto fantástico: cuerpo armonioso, caderas perfectas, rasgos delicados, cabello de un bonito castaño con matices ámbar, ojos verdes pintados con delineador marrón, que resaltaba su color claro, y nariz recta, poco pronunciada.
Antes de la llegada de pasajeros nos pusimos a hablar y, como siempre, revelamos algún pequeño secreto sobre nuestras respectivas vidas privadas.
Mi compañera se comió un caramelo de menta y me ofreció uno, se roció el perfume que tenía en el bolso, se echó crema de manos y fue al baño a retocarse el maquillaje, que ya estaba perfecto.
Echamos un vistazo a los titulares de un periódico que había en el galley.
Llegaron los pasajeros, nos colocamos en la cabina y les recibimos: «¡Bienvenidos a bordo!».
El avión estaba lleno, en aquella época, todos iban de vacaciones. Tras el embarque, me abroché el cinturón, y ya estaba lista para el despegue.
Justo antes de que el avión adoptara una posición aerodinámica que le permitiera estar perfectamente en equilibrio, todos nos pusimos en pie para preparar los carros, calentar la comida de primera clase y ofrecer las welcome drinks.
Establecí contacto, lamentablemente, con algo que tiene poco que ver con el mundo del vuelo y mucho más con una idiotez difundida en cualquier entorno: un pasajero con el que fue amable solo y exclusivamente de manera profesional, y que en un momento determinado me tocó el trasero con la mano y, reprimiendo el instinto de agarrarle la muñeca y retorcérsela 180 grados, preferí, al ser todavía novata en esto, limitarme a fulminarlo con la mirada, reprobarlo por su comportamiento en voz baja y amenazarlo, a regañadientes, con denunciarlo en caso de que volviera a repetirse. Empecé a preguntarme, aquel día y como siempre pasa, si quizás no había sido culpa mía que me había excedido con la confianza y le había creado la convicción de que podía permitirse aquel gesto ofensivo: me culpabilizaba inútilmente. Me respondí a mí misma, y esto lo aplicaría para siempre, que no había sido así, y que jamás consentiría a nadie un comportamiento similar.
Más tarde, me llamó el responsable de cabina porque el detector de incendios del baño estaba parpadeando. Esperaba no verme obligada a usar el extintor para controlar un posible inicio de fuego, pero en mi mente ya había enfocado la ubicación del material necesario más cercano a mí; me acerqué con cautela, y después de llamar a la puerta, la abrí con determinación y me encontré a un hombre de unos cincuenta años que todavía tenía la colilla en la mano y un persistente hedor a humo que emanaba hasta de su ropa. Me transmitió firmemente sus disculpas por el percance y corrió a sentarse.
Una anciana pidió que le dieran su equipaje, colocado en el portaequipaje, porque el aceite de oliva extravirgen embotellado en su país estaba goteando desde arriba, mientras un niño lloraba porque su madre lo obligaba a tener el cinturón de seguridad abrochado.
Había que hacerlo todo de correprisa, pues el aterrizaje era inminente.
El pasajero del asiento 5B dijo que en ese momento no tenía hambre, que comería «después»: me dejó sorprendida, pero solo era el principio de una serie interminable de extravagancias que con el paso de los años han acompañado y seguirán acompañando cada vuelo.
Había que reponer los carritos y todas las bandejas, hacer los anuncios, contar y precintar las bebidas alcohólicas antes del aterrizaje y rellenar el formulario que, a primera vista, me parecía complicado.
«¿Dónde estarán los sellos de seguridad? ¿Cómo se introducen correctamente en la ranura? ¿Dónde escribo el número para la aduana? ¿Qué documentos debo comprobar? ¿Sirven las tarjetas de embarque?».
Mi escasa experiencia a menudo me llevaba a pedir ayuda a mi compañera.
Zaira me lo explicaba todo con calma, con sus delicadas maneras, casi arrollándome con la luz de su fascinación; conocía a la perfección las dinámicas del servicio y los procedimientos de emergencia, e incluso me enseñó, con suma disposición, la reubicación de todos los equipos.
Era una mujer no demasiado joven, creo que hacía tiempo que había cumplido los cuarenta, pero esto no le suponía ningún problema ni parecía preocupada por el paso de los años. De hecho, creo que sabía, de forma significativa, que podía contar más con su experiencia y fortaleza intelectual que con su belleza física que, evidentemente, había poseído en su juventud.
En mi interior sentía que ella sabía claramente cómo controlar las emociones, cómo mantenerlas a raya y adaptarlas a las circunstancias.
Sabía que, recientemente, había afrontado un problema muy grave: su pareja, al que tanto quería, fue atropellado por un coche que conducía a toda leche, indiferente de los pasos de peatones, y recibió el impacto de lleno.
Coma profundo: según los médicos, irreversible.
Zaira había transformado su dolor en silencio, un sonido mudo. Y había seguido amándolo, y lo amaría eternamente, aunque supiera que no volvería a vivirlo como antes.
Hablaba poco, pero aun así lograba desenfundar una sonrisa radiante delante de los pasajeros, desempeñando un perfecto servicio al mostrar empatía y afecto con todos. Su madurez infundía seguridad.
Nunca realizaba juicios apresurados sobre una persona, era una perfecta «anfitriona», siempre estaba disponible; llevaba el uniforme de manera impecable, con los zapatos brillantes y el pelo arreglado; la única excepción a la regla era un pequeña pulsera de oro blanco de Tiffany & Co., que le regalaron un cumpleaños.
La observaba tratando de sacar su fortaleza, con un estilo muy elegante en el modo de mostrarse ante los demás, tan femenino, muy profesional.
Lograba ponerse en la piel de los demás y evitaba los enfrentamientos prudentemente, siempre ofrecía atención y solidaridad.
Según las reglas, sin duda: ese manual de existencia que cada uno de nosotros lee y al mismo tiempo escribe en su interior.
Siempre la tomaba como ejemplo y fue, sin ella saberlo, mi punto de referencia en el plano laboral. A día de hoy aún lo es.
Ella era especial, distinta.
Sobre todo en comparación con otros compañeros más «veteranos», no demasiados, por suerte, y de hecho, a través de los cuales me di cuenta rápidamente de que las novatadas no son un fenómeno exclusivamente militar.
Las azafatas llamadas «novatas» o «temporales», en otras palabras, las que hacían sus primeros vuelos, en mis tiempos estaban sometidas a sutiles formas de hostigamiento mal disimulado, una especie de mentoría inicial.
En los vuelos intercontinentales de largo radio del Boeing 747 eran las encargadas de cortar los limones y, principalmente, se dedicaban a comprobar y calentar la comida en el galley, por este motivo en italiano se las llamaba ghelliste.
Toleraban, de buen grado, alguna broma por parte de compañeros más veteranos y burlones: a menudo perdían tiempo con agotadoras búsquedas de material inexistente a bordo, por ejemplo, sillas, o una escoba que colocaban en el compartimento eléctrico, un lugar casi inalcanzable y de difícil acceso que se encuentra bajo una pesada trampilla del pasillo; en otras ocasiones, las peticiones respondían a servicios sobre presuntas tareas imprevistas, y de las cuales no estaban al tanto; todo ello aderezado con alegría, espíritu de equipo, estima y respeto mutuos.
Las más jóvenes, las de contrato de duración determinada, siempre estaban en el punto de mira, y una sola valoración negativa podría evitar su contratación para la próxima temporada, de modo que sufrían por la precariedad e inseguridad que generaba estaba situación, que se agravaba aún más por las continuas crisis económicas y políticas que azotaban a nuestro país, Italia.
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