Capricho De Un Fantasma
Arlene Sabaris
Capricho de un fantasma
Primera Parte
Cuando Callan las Almas
Por Arlene Sabaris
CapÃtulo 1
El antiguo reloj de pared marcaba las siete de la noche. Aquella inmensa casa parecÃa susurrar por los pasillos su propia historia. Mientras tanto, Virginia tomaba su tercera taza de té de menta e intentaba redactar por última vez el informe que debÃa enviar antes de medianoche. No era una tarea sencilla pensar en el trabajo sabiendo que a sólo unos pasos estaba élâ¦
La habitación pintada totalmente de blanco le transmitÃa paz; la vista desde su balcón a la piscina de la hermosa villa campestre invitaba a un chapuzón y sus dedos inquietos sobre el teclado le sugerÃan que le enviara un mensaje de texto a su vecino del cuarto de al lado. Escogió la pazâ¦
Siguió intentando despejar sus pensamientos, meditó unos minutos y volvió al teclado. Finalmente, cerca de las ocho de la noche, logró enviar el correo electrónico que esperaban en su oficina y pudo cerrar con entusiasmo la computadora. Le dio el último sorbo a su cuarta taza de té y el sabor familiar de la menta le recordó aquellos tiempos felices de mojitos y margaritas, cuando las risas a escondidas con sus amigas eran la orden del dÃa y las historias graciosas sobre estrellas que se van al infinito alumbraban las madrugadas, mientras caminaban en la Zona Colonial de una fiesta a otra. Ella nunca fue una chica de fiestas, pero sà una apasionada de la música, disfrutaba cada canción e incluso de cada pausa, los cláxones de conductores impacientes y hasta la melodÃa que parecÃa provenir de la brisa acariciando los muros de piedra colonial que encerraban terribles fantasmas⦠sus propios fantasmas.
El sonido de unos pasos agitados interrumpió sus pensamientos y se quedó atenta esperando a que alguien llamara a la puerta de su habitación, pero no pasó nada. Se recostó una vez más en la inmensa cama con sábanas blancas y olor a flores frescas. Sintió que alguien pasaba cerca de su puerta y pensó que quizá habÃa sido una empleada de la casa. Regresó a soñar despierta con su recién abandonada juventud⦠apenas pasaron unos instantes cuando el sonido de los pasos la hizo incorporarse. Esta vez puso más atención y su corazón dio un salto cuando escuchó que tocaban la puerta y la llamaban por su nombre.
â ¿Virginia? Soy yo, Andrés⦠¿Puedo pasar?
âSÃ⦠pasaâ¦
âVoy a salir a cenar, ¿quieres ir?
âSÃ, sÃ, ¡me muero de hambre! Salgo en un momento.
El mundo siguió girando, a pesar de que se habÃa parado por un instante o, mejor dicho, por dos⦠primero para Andrés, que habÃa tenido que armarse de valor para tocar la puerta después de su primer intento fallido. Luego se detuvo para Virginia, que dejó de respirar cuando escuchó la voz de Andrés atravesar la puerta. Imposible saber quién intentaba parecer más indiferente o quién estaba más enamorado; su historia era indescifrable a sus propios ojos y a ojos de cualquier espectador. La casa de playa donde estaban hospedados era el escenario ideal para definir hacia donde irÃa su relación, quizá habÃa llegado el momento de que descubrieran qué pasaba entre ellos y por qué, aunque se conocÃan desde hacÃa mucho, habÃan sido incapaces de mirarse a los ojos el tiempo suficiente para descubrir sus verdaderas intenciones.
TendrÃan dos dÃas y dos noches completas solos en esa casa, pues el resto de los invitados no llegarÃa hasta el fin de semana, asà que esa noche del miércoles serÃa la primera vez que se sentarÃan a cenar sin que hubiera nadie en medio⦠porque juntos habÃan salido muchas veces, pero, ¿solos? ¡Solos jamás! Quizá eso les ayudarÃa a desenmarañar su historia; nunca habÃan estado solos, algo superior a ellos dos lo habÃa estado impidiendo todos estos años⦠¡Quizá ese algo no habÃa venido a la playa! ¡Quizá por fin podrÃan mirarse a los ojos!
CapÃtulo 2
Sus ojos café brillaban irresistibles esa noche, pensó ella, a pesar de que apenas y levantó la vista. Se incorporó y decidió cambiarse los pantalones cortos y la camiseta que llevaba por un vestido de playa con flores lilas y azules que llegaba al tobillo, el vaivén de su ancha falda imitaba el movimiento de las olas. También se puso unas sandalias azules adecuadas para caminar en la arena y un bolso diminuto donde apenas cabÃa su teléfono celular. El cabello, ahora largo a media espalda, un poco distinto a como lo llevaba cuando se conocieron, estaba recogido en el inicio de su cuello con sencillez; no querÃa parecer muy arreglada. Salió del cuarto y caminó por el pasillo escudriñando los cuadros en las paredes y procurando no hacer ruido. SabÃa que ellos eran los únicos en la casa, pero la costumbre de salir de casa a hurtadillas de su hija pudo más y se dirigió con sigilo a la sala. Allà lo encontró sentado con la impaciencia tÃpica de los hombres cuando tienen hambre, moviendo la rodilla derecha descontroladamente y mirando el reloj de pulsera que apenas marcaba diez minutos desde la última vez que se vieron.
âPodemos irnos⦠¡Estoy lista! ¿Dónde quieres cenar?â
â ¡Por fin! â La molestó él, como siempre hacÃaâ Lo que quieras, podemos ir al restaurante que está en La Marina.
âDe acuerdo.
La villa donde estaban hospedados pertenecÃa al lujoso y popular complejo vacacional Villas ParaÃso, que se erguÃa presuntuoso en la lÃnea de playa de Las Galeras en la penÃnsula de Samaná. Múltiples celebridades tenÃan propiedades allÃ, por lo que encontrarse a algún actor en la playa era cosa de todos los dÃas. También las familias de alto abolengo disfrutaban los fines de semana en sus villas privadas, respirando aire fresco mientras las aguas del cristalino océano Atlántico se mecÃan a sus pies y el sol en eterno verano del Caribe Tropical bronceaba sus espaldas. En Villas ParaÃso al traspasar la entrada principal viajabas a una dimensión paralela donde no habÃa cuentas que saldar; solo estaban el mar, la música, las piñas dulces, las copas de vino y tú. Un verdadero paraÃso tropical donde no pasaba nada pero a la vez podÃa pasar cualquier cosa; el cielo era literalmente el lÃmite.
Andrés y Virginia salieron sin prisa, subieron al carrito de golf en el que podÃan trasladarse dentro del complejo y se dirigieron al restaurante. Ãl conducÃa y ella pretendÃa mirar el paisaje. Hablaron del clima, como era de esperarse, y finalmente, para hacer más ameno el camino, ella le preguntó qué le parecÃa el novio⦠Cierto, estaban allà por una boda, la de una amiga en común. Iveth se habÃa casado y divorciado muy joven y ahora habÃa encontrado el amor en Gastón, un joven fotógrafo muchos años menor que ella, a quien habÃa conocido en sus clases de Yoga. Era un chico apuesto y caballeroso que habÃa nacido y vivido en Grenoble, Francia, hasta el traslado de su padre a la República Dominicana en una misión diplomática el año anterior. Se habÃa instalado con su familia, compuesta solamente por Gastón y su madre, Elise. Recién graduado en Periodismo por la prestigiosa universidad de su ciudad natal, habÃa hecho también estudios especializados en fotografÃa, por lo que encontró quehacer rápidamente y abrió un estudio fotográfico especializado en exteriores. Hablaba, además del francés, un español fluido, un portugués respetable y un inglés vergonzoso. Todo un galán. Como hubiese dicho la tÃa Esther, si ella tuviera 20 años menos⦠En fin, Iveth y Gastón llevaban juntos unos seis meses cuando decidieron casarse y allà estaban todos unos meses después, esperando a los invitados internacionales, a los familiares y amigos cercanos de la pareja. Un grupo de amigos de la novia decidió rentar una villa y la organizadora de la boda, una chica simpática llamada Lourdes, se encargarÃa de gestionarla. Cuando Andrés recibió su llamada para que confirmara si iba acompañado y si podÃa compartir habitación, él le dijo que irÃa solo y que no necesitaba alojamiento, pues usarÃa la villa de sus padres. De inmediato, ella le preguntó si podÃa cederle lugar allà para guardar algunas cosas en los dÃas previos a la celebración y si habÃa espacio para acoger a algunos invitados de emergencia, a lo que él respondió que estarÃa allà desde el lunes para gestionar algunos temas de mantenimiento, por lo que estaba a la orden si necesitaba algo.
Esta boda tenÃa un itinerario largo, pues primero habrÃa un ensayo el jueves, luego una cena de compromiso el viernes y, finalmente, la celebración serÃa el sábado. Algunos invitados llegarÃan desde el miércoles para el ensayo, por eso Virginia estaba allÃ, era una de las damas de honor y debÃa traer desde la ciudad todo el ajuar de la novia y otros encargos. Lourdes no tenÃa villas contratadas hasta el jueves, asà que cuando ella llegó, debió alojarse en la villa de Andrés.
Cuando sus miradas se cruzaron en la puerta, se dieron el susto de sus vidas. Ninguno de los dos estaba esperando encontrarse con el otro, él no sabÃa quién era la visita que iba a alojar y ella no sabÃa que iba a alojarse con él⦠Ambos querÃan la cabeza de Lourdes en aquel momento. Casi dos años sin verse cara a cara y encontrarse asà de repente, sin tiempo para pensar un saludo adecuado. Se verÃan en la boda, eso estaba claro, ambos lo sabÃan, pero habÃa tiempo y alcohol suficientes para preparar el momento. Ahora, frente a frente, en el recibidor de la villa diecisiete, las palabras no les salÃan, el tiempo se hizo infinito y una fina llovizna de verano comenzó a caer ese veintiuno de junio a las dos de la tarde. Este dÃa de solsticio serÃa muy largoâ¦
CapÃtulo 3
Llueve a cántaros en la carretera de camino a Samaná, pasa del mediodÃa y Virginia solo piensa en llegar a la villa, entregar los paquetes que le encargaron llevar a la organizadora y sentarse a escribir el informe que esperan en su oficina. Su empresa de asesorÃa inmobiliaria está asociada a una multinacional a la que debe rendir informes cada mes y, a pesar de que el de junio no se vence hasta el viernes veintitrés, debido a los dÃas feriados de La Fête nationale du Quebec, su casa matriz solamente recibirÃa informes hasta el miércoles veintiuno. Las horas en carretera la habÃan aburrido inmensamente. Se habÃa pasado las tres horas del camino desde la capital ensayando una conversación imaginaria con Andrés, en la que él respondÃa justo las lÃneas que ella habÃa redactado en su cabeza para él; enfrentaban sus fantasmas del pasado y quedaban como amigos por y para siempre. Sin silencios incómodos, sin confesiones inconclusas y, sobretodo, sin ilusiones. SerÃa inevitable verlo en la boda o inclusive antes, asà que debÃa estar lista.
Lourdes esperaba las decoraciones con ansias y la habÃa llamado un par de veces para comentarle que tenÃa el alojamiento listo, que ya estaba esperándola en la Villa 17 para recoger todo y que ella no tuviera que moverse innecesariamente. Aparcó al lado de un jeep negro en el estacionamiento de la casa; en la entrada, en un auto dorado, estaba recostada una chica agitada y ansiosa que esperaba hablando por teléfono con algún suplidor. Se emocionó al ver entrar a Virginia y la abordó enseguida a la vez que instruÃa a un pobre chico que la acompañaba a que sacara todo del auto, pues los estaban esperando en alguna parte.
âAquà estarás alojada, Virginia, al menos hasta el sábado, que ya debes trasladarte a la villa de la novia. ¡Gracias por venir antes, has salvado mi vida! âexclamó Lourdes, emocionada.
â ¿Entonces estaré sola acá hasta el viernes? ¿Hay empleados durmiendo aquÃ? âpreguntó Virginia mientras se adentraban en los jardines de la casa para alcanzar el timbre.
â ¡Oh, no! ¡No estarás completamente sola, quiero decir! No te preocupes, los empleados no duermen en la casa, pero el dueño sÃ, seguro que se conocen; está invitado a la boda âdijo Lourdes entusiasta mientras tocaba la puerta.
â ¡Ya va! âgritó Andrés desde dentro mientras abrÃa la puerta.
â ¡Aquà dejo a la huésped! Gracias de nuevo por tu hospitalidad. Debo irme, asà que los veo luego a ambos. ¡Ciao! âse despidió presurosa Lourdes alejándose hacia el auto.
Mientras tanto, Virginia, con los nervios de punta, parada frente a él, con la computadora colgada de un hombro, la maleta a su lado en el suelo y las manos llenas de vestidos cuidadosamente guardados en sus protectores, apenas y lo saludó con un:
âHola, ¡no sabÃa que esta era tu casa!
âYo tampoco sabÃa que eras mi huésped⦠¿Necesitas ayuda? âdijo él tomando la maleta y señalando la computadora.
Ella no contestó y se limitó a seguirlo. Se veÃa igual que antes⦠¿O más guapo? Ese último matrimonio definitivamente le habÃa hecho bien, lástima que terminara apenas dos años después. Definitivamente no le habÃa afectado, no se veÃa triste para ser alguien que recién se habÃa divorciado cinco o seis meses antes. ¡Cuántas cosas pasaron por su cabeza mientras caminaban hacia la habitación! «Estoy muy callada», pensó, y decidió hacer un comentario sobre el clima. Ãl parecÃa muy confundido de que ella estuviera allÃ, asà que tal vez también estaba nervioso, ¿o quizá no? Virginia nunca habÃa sido buena para saber lo que él pensaba⦠Si tan solo lo hubiera sidoâ¦
Afuera, la fina llovizna habÃa dado paso a un sol radiante que se reflejaba en la piscina. Toda la sala parecÃa una extensión del jardÃn trasero, pues las inmensas paredes de cristal que separaban la casa del patio no tenÃan cortinas. La luz inundaba la casa y los verdes paisajes del jardÃn trasero integraban la naturaleza con el vanguardismo, mientras el olor a vainilla desatado en el ambiente le recordó a Virginia que necesitaba un café.
Recorrieron juntos el pasillo. La casa tenÃa dos habitaciones en el primer piso y dos más en el segundo. Una mezzanina con vista a la piscina alojaba una terraza adornada con jardines verticales, una romántica y diminuta pérgola de madera, hamacas gemelas y la imperdible vista de la bahÃa. Ãl la condujo a una habitación del primer piso mientras le indicaba que él estaba en la de al lado, ya que arriba estaban reparando los baños y no terminarÃan hasta el dÃa siguiente. Su cuarto con amplias ventanas también olÃa a vainilla y volvió a pensar en el café, esta vez fue más atrevida y se lo pidió sin titubeos a su anfitrión, que inmediatamente la llevó a la cocina y aprovechó para mostrarle el resto de la casa.
Café en mano, subieron a la mezzanina, a la cual se accedÃa desde la sala y, tras ver las hamacas, pensó que ese era su lugar favorito en la casa, hasta que recordó que aún debÃa enviar aquel informe⦠Sus pensamientos de plácido descanso se esfumaron en un santiamén. Le agradeció el café y le dijo que debÃa trabajar. Bajaron las escaleras en silencio y al llegar al salón, Andrés se sentó en el sofá y tomó el control del televisor.
â ¿Quieres que te avise para salir a cenar? Marilú se marcha a las seis de la tarde âdijo Andrés, refiriéndose a la chica encargada de la cocina.
âSÃ, claro. Espero terminar este informe pronto ârespondió Virginia mirando su reloj, que ya marcaba las tres de la tarde.
Se marchó al cuarto, café en mano. Al entrar, buscó su computadora y un lugar para colocarla. Divisó un escritorio blanco donde reposaban una máquina de café eléctrica que no habÃa visto antes, además de café y tés variados listos para preparar y dos tazas de fina porcelana a juego con el papel tapiz primaveral de la habitación. Definitivamente este lugar habÃa sido decorado por y para una mujer. Terminó de beber su café, encendió la computadora, comenzó a escribir y se sirvió su primera taza de té de menta.
CapÃtulo 4
Una leve sonrisa se dibujó en su rostro cuando escuchó la noticia de la boda. Siempre habÃa apreciado a Iveth y sabÃa cuánto habÃa sufrido en su primer matrimonio; su amistad habÃa durado ya muchos años. Se habÃan conocido en la agencia de viajes donde primero habÃan sido compañeros y de la que ella ahora era gerente general. Fue en esa agencia de viajes donde él habÃa visto a Virginia por primera vez hacÃa poco más de diez años. La recordaba con el cabello negro y corto bordeando sus hombros, un traje sastre gris y su voz melodiosa preguntando si podÃa por favor decirle dónde estaba la oficina de Iveth Castillo. Ese dÃa él se ofreció a conducirla con la amabilidad tÃpica de un caballero educado en Quebec y la acompañó hasta que, una vez con Iveth, ella los presentó. Algo pasó ese dÃa, pues el resto de la tarde no pudo evitar pensar en ella un par de veces, aún no sabÃa por qué. Ahora, tantos años después, seguÃa pasando lo mismoâ¦
Esa tarde de junio, mientras veÃa una pelÃcula de James Bond para equilibrar las cursilerÃas inevitables de los dÃas por venir y tomaba una copa de coñac sentado en la sala de la villa, el sonido de las ametralladoras fue interrumpido por el de un auto acercándose a la propiedad. La vio a través de la ventana de la sala bajar del automóvil gris platinado y empezar a descargar infinidad de vestidos, una maleta y quién sabe cuántos ajuares más. Lourdes le avisó de su huésped anticipada unos dÃas antes, pero se refirió a ella como «Betina», y él pensó que serÃa una amiga del novio. Su cabello ahora largo recorrÃa su espalda, los pantalones cortos de mezclilla dejaban ver sus piernas bien formadas y, a pesar de que ensayó más de una forma de saludar mientras esperaba detrás de la puerta a que tocaran el timbre, no consiguió disipar su sorpresa cuando finalmente salió a su encuentro.
Trató de hablar pausadamente para no evidenciar sus nervios, pero no pudo disimular su sorpresa, que era tan genuina como su inquietud. Levantó su maleta y la llevó directamente a su habitación, pensó que quizá debÃa invitarle un trago y justo entonces ella le pidió un café. Su padre estarÃa avergonzado de él, ¡ella habÃa tenido que pedirle algo de beber! Tantos años ejerciendo la diplomacia en Quebec no habÃan servido para nada. Andrés era hijo de un funcionario del servicio exterior asignado por muchos años a Canadá y una dama de alta sociedad dominicana, habÃa estudiado Negocios Internacionales y hablaba con fluidez el inglés y el francés. Llegó a Quebec siendo un niño, pero guardaba recuerdos agradables de las estancias de verano con su abuela materna en Santiago de los Caballeros, la segunda ciudad más importante de su paÃs natal. Ya retirado su padre, la familia regresó al paÃs y él hizo lo mismo al terminar sus estudios en Quebec; sus dos hermanas menores, Anne y Sophie, sin embargo, habÃan nacido en Canadá y habÃan hecho allà su vida, solo regresaban en épocas festivas; su hermano mayor, Dante, era violinista profesional y viajaba con la filarmónica de Quebec todo el año. Todos los hijos de aquella pareja, don David y doña Sonia, habÃan sido educados en el más fino de los protocolos, conocÃan cada palabra apropiada para cualquier situación inapropiada y definitivamente todos sabÃan las reglas de etiqueta para recibir una visita: ¡él las habÃa quebrantado todas!
Regla n.º 1: No hacer esperar a la gente en la puerta si ya sabemos que están allÃ. Espiar qué trae puesto y con quién viene no es correcto. (¡Quebrantada!)
Regla n.º 2: No se detenga a charlar en la puerta, hágales pasar y cierre la puerta. (¡Quebrantada! ¡Por poco tiempo, por suerte!)
Regla n.º 3: Preguntar si la persona desea tomar algo. (¡Quebrantada!)
Regla n.º 4: Mostrar la casa si la visita es de confianza. (¡Quebrantada!)
HabÃa reaccionado tarde, pero al menos todavÃa podrÃa mostrarle la casa y eso hizo una vez le brindó café. « ¡Estoy embriagado!», pensó⦠¿cómo podÃa haber olvidado cosas tan elementales? Pero apenas habÃa tomado el primer sorbo de su coñac cuando escuchó el auto llegar.
Comenzó a enmendar su error mostrándole el primer piso, siguió con el segundo y se detuvieron en el entrepiso, su lugar favorito de la casa, aquel que doña Sonia habÃa diseñado con ilusión evocando el jardÃn de lo que habÃa sido su casa por casi veinte años en Quebec. Pensó dejar los jardines exteriores como última parada del tour, considerando que la piscina climatizada era un atractivo que merecÃa las fanfarrias finales, pero ella interrumpió bruscamente su elaborado mapa mental cuando prefirió irse a su cuarto. Mientras bajaban las escaleras pensó en fingir indiferencia, pero una vez en la sala le comentó algo sobre salir a cenar, ella asintió y asà quedaron en verse más tarde.
Pulsó el botón de reanudar en su pelÃcula de James Bond y unos minutos después pensó en la época en la que él también habÃa tenido que hacer informes, se apiadó de ella y la perdonó de inmediato.
Su primer trabajo en la capital dominicana fue en aquella agencia de viajes, como encargado de los programas educativos internacionales. Pronto se hizo popular entre las chicas por su incomparable gentileza y caballerosidad, tan distinta a la actitud de los demás jóvenes. Su inteligencia era evidente y sus temas de conversación, infinitos, pero sin duda su mejor atributo era su amabilidad. Allà hacÃa los informes, no solo de su gestión, sino que ayudaba con los suyos a los compañeros que no manejaban otros idiomas con fluidez.
Ahora corregÃa informes. Era profesor titular en el Instituto de Formación Diplomática y Consular. También tenÃa una empresa que daba servicios de traducción de documentos y de eventos. Su porte juvenil, a pesar de acercarse peligrosamente a los cuarenta, se debÃa a las muchas horas que pasaba nadando y jugando tenis, sus actividades deportivas preferidas. También jugaba ajedrez y disfrutaba del vino tinto si era en buena compañÃa. Esa tarde, mientras llegaba la hora de cenar, recordó una que otra aventura que involucraba una botella de vino y a Virginia⦠Se acercó un par de veces a la habitación hasta que finalmente tocó. Pasaban de las siete.
Se sentó en la sala a esperar con visible ansiedad, hasta que unos minutos más tarde vio las flores lilas y azules de su vestido asomarse al pasillo. Salieron en el carrito de golf hablando sobre el clima y entonces ella preguntó qué le parecÃa el novio de Iveth. Evidentemente ella no sabÃa que él los habÃa presentado, asà que sin abundar en detalles le dijo que lo conocÃa y era un buen muchacho.
La Marina estaba a cinco minutos de la villa, asà que no tuvieron mucho tiempo para conversar. El recuperó algo de su cortesÃa caracterÃstica y la ayudó a salir del carrito, pues su largo vestido se quedó atrapado en el asiento. En ese momento sus rostros estuvieron tan cerca que era difÃcil distinguir de lejos que no eran pareja. Caminaron juntos hacia el restaurante y la luna en cuarto menguante miraba desde lejos con curiosidad cómo una pareja y tres sombras dibujaban el suelo aquella noche de solsticio.
CapÃtulo 5
La algarabÃa de los comensales de la mesa situada al final de la terraza era insostenible. «Hoy dÃa todos los jóvenes son escandalosos y fuman incesantemente», pensó ella; no le dijo nada a su acompañante para no parecer antipática, pero la verdad es que estaban haciendo mucho ruido y con el paso de los minutos se integraban más chicos a la mesa bulliciosa. La vista, sin embargo, era preciosa; los lujosos yates delineaban el puerto en todo su esplendor, algunos con las luces encendidas reflejando en el agua sus mástiles majestuosos. En alguno de ellos celebraban fiestas y en algún otro la desolada cubierta aguardaba ansiosa a que llegaran invitados.
Andrés interrumpió sus pensamientos cuando le preguntó si querÃa tomar algo.
âUna copa de vino⦠¡Por los viejos tiempos! âexclamó con energÃa, a pesar de que segundos después ya se estaba arrepintiendo de su atrevimiento.
âLos viejos tiempos⦠¿Y tú piensas alguna vez en esos viejos tiempos? âle preguntó él con su caracterÃstico tono jocoso, pero evidentemente ávido de una respuesta.
âMe parece que han pasado mil años desde que abandonamos el tren de la juventud. Es inevitable recordar con nostalgia esas noches en la avenida hablando tonterÃas. ¡He intentado recordar de qué hablábamos, pero no consigo hacerlo!, ¿tú lo recuerdas? âinquirió Virginia, mientras colocaba ambas manos en su barbilla y se inclinaba hacia Andrés con la curiosidad de una niña.
â ¿Puedo traerles algo de beber? âinterrumpió el mesero enérgicamente mientras les observaba expectante.
âUna botella de vino tinto, reserva. Y, por favor, traiga la bandeja de quesos como entrada âdijo Andrés al mesero y luego agregó mirando fijamente a Virginiaâ ¡Como en los viejos tiempos!
Ella se sonrojó y sus pensamientos viajaron nuevamente en el tiempo a una de esas noches juveniles, donde, bajo la luz de una luna llena habÃan caminado juntos en la Zona Colonial con un grupo de amigos, quizá siete en total. Uno de ellos, atrevido como ninguno, pasó una mano sobre su hombro y le preguntó en secreto: « ¿Cuándo saldrás finalmente con Andrés?»
La tomó por sorpresa; no era algo que ella hubiera pensado responderle a él y solo le dijo: « ¿Cómo puedo responderte a ti lo que no me han preguntado ni siquiera a mÃ? ¿Qué te hace pensar que Andrés quiere salir conmigo?». Su amigo sonrió y dijo para sÃ, aunque ella pudo perfectamente: «no sé cuál de los dos está más despistado» y siguió caminando con el grupo. Eso la dejó pensando el resto de la noche y no volvió a mirar a Andrés con los mismos ojos. HabÃan salido muchas veces juntos, pero la multitud que siempre los acompañaba era la protagonista principal de todos sus encuentros, y no ellos. Sin embargo, esa noche comenzó a pensar seriamente si el comentario de Osvaldo habÃa tenido algo de sentido. Esa noche las cosas comenzaron a cambiar, y por primera vez en los meses que llevaban conociéndose, pensó en Andrés con la curiosidad de quien investiga un misterio digno de Agatha Christie.
La bandeja de quesos llegó antes que el vino y el maître abordó la mesa apresuradamente pidiendo disculpas en nombre del camarero y se llevó al pobre chico que, con rostro de confusión indescriptible, sostenÃa tembloroso la bandeja, mientras intentaba pedir disculpas también, aunque no sabÃa exactamente el motivo. Virginia no contuvo la risa y Andrés la contempló divertido, a la vez que recibÃa nuevamente al maître que estaba de regreso con el vino, que descorchó ceremoniosamente. Hicieron el primer brindis y unos minutos después el mundo a su alrededor parecÃa haber desaparecido. Ya no se escuchaba el bullicio de los jovencitos de la mesa del fondo. La bandeja de quesos de repente ya estaba en la mesa y ninguno notó cuándo la habÃan traÃdo, la botella de vino llegaba a sus últimos instantes de vida y ni siquiera habÃan recordado ordenar la cena, estaban ensimismados el uno en el otro, hablando tan bajo que apenas entre ellos podÃan escucharse. En algún momento pidieron otra botella de vino y una bandeja de antipastos, siguieron hablando, riendo y brindando hasta que el camarero despistado interrumpió con la voz agónica de aquel que espera un regaño para avisarles que la cocina iba a cerrar y que si iban a ordenar algo de cenar debÃa ser en aquel momento. Virginia se extrañó por el comentario y levantó la vista para notar que la suya era la única mesa ocupada del restaurante y que casi todas las luces estaban apagadas. Por alguna razón habÃan pasado más de tres horas y no habÃan ordenado ni siquiera la cena. No tenÃan hambre y coincidieron en pedir la cuenta, mirándose con complicidad y a punto de estallar en risas, salieron minutos después del restaurante a punto de alcanzar la medianoche.
âSonia está aquà en el puerto, ¿la quieres ver? âdijo Andrés con tono galante mientras caminaban por La Marina en dirección al carrito de golf.
â ¿Sonia? ¿Y por qué querrÃa yo verla? âdijo Virginia en tono sarcástico, intentando disimular un repentino ataque de celos.
â ¿No te gustan los yates? âdijo él sonriente y percibiendo, feliz, que habÃa logrado molestarla.
â ¡A veces puedes ser tanâ¦! Argghhh! âle dijo ella, molesta cuando entendió que se referÃa al yate de sus padres, que se llamaba igual que su mamá: Sonia.
â ¡Ja, ja! ¿Estabas celosa? âle dijo mientras la tomaba del brazo y la conducÃa de vuelta a La Marina, de camino al bote.
La noche de solsticio definitivamente serÃa larga. La luna susurraba en el cielo un poema de amor, la música de un grupo de jazz emergÃa entusiasta desde uno de los yates vecinos y Andrés y Virginia caminaron juntos como tantas veces, pero solos por primera vez.
CapÃtulo 6
Aquel sueño la habÃa despertado otra vez. Sudorosa y respirando afanosamente se puso de pie y quiso correr a la cocina pero recordó que no era su casa. «Hay agua en la jarra del escritorio», pensó, y fue a buscarla, tomó un sorbo y recuperó el aliento. Eran las tres de la madrugada.
Recapituló la noche poco a poco y pensó que apenas harÃa media hora de su regreso de La Marina con Andrés. Se separaron en la puerta de su cuarto, no porque ella quisiera, pensó en ese instante, sino porque probablemente ninguno de los dos se atrevió a proponer un arreglo distinto para dormir. La habÃan pasado fenomenal en el yate, donde encontraron una botella de vino más y siguieron hablando de los viejos tiempos hasta que la música de jazz de la fiesta vecina se apagó y pensaron que era hora de volver. La corta distancia de La Marina a la casa hizo más fácil conducir el carrito, pero a la hora de encontrar la llave para abrir la puerta, las risas no se hicieron esperar y ambos parecÃan chiquillos traviesos burlándose de la situación. Virginia recordó que alguno de los dos sugirió ir a la piscina, quizás⦠¡TraÃa puesto el traje de baño y no la pijama! Y entonces recordó que por eso se habÃan separado en la puerta, porque se reunirÃan en unos minutos en el jacuzzi. ¿Cuánto tiempo habÃa pasado? Solo sabÃa que habÃa tenido aquel sueño, por tanto, se habÃa quedado dormida al menos unos minutos. Tomó otro sorbo de agua y aún aturdida por el vino decidió lanzar una mirada al patio para saber si él estaba allà esperándola. El traje de baño negro y de una sola pieza cruzaba en tirantes su espalda y dejaba al descubierto un escote discreto, pero escote al fin. Tomó un chal del mismo color que descansaba en la silla del escritorio, se envolvió en él y atravesó el pasillo. Lo vio saliendo de la cocina con un gran vaso de agua en la mano, su bañador azul y una toalla blanca colgada al cuello, estaba mojado, por ende habÃa estado en el agua. Ãl la miró con cara de sorpresa y le dijo:
âYa iba de vuelta a la habitación, ¡pensé que te habÃas arrepentido de ir a la piscina!
âPues la verdad es que me quedé dormida unos minutos, pero sà que me hace falta entrar al jacuzzi y con agua muy caliente, asà que vamos âdijo Virginia pensando en olvidar la desagradable sensación que le dejaba tener aquel sueño, justo cuando todo parecÃa haber sido olvidado.
â ¿Más vino? âpreguntó Andrés riendo a sabiendas de que ya habÃan tomado demasiado.
âNo es de princesas tomar de más⦠âle respondió Virginia guiñándole un ojo y quitándole el vaso de agua para bebérselo ella.
Andrés se dio vuelta entornando los ojos mientras pensaba en lo mucho que le gustaba la idea de quedarse con ella en la casa. « ¡Qué importa!», pensó⦠¡Quizá le gustarÃa quedarse con ella para siempre!
Virginia se deshizo del chal y entró al jacuzzi que burbujeaba incesante. El olor a lavanda impregnaba el ambiente y el agua tibia acariciaba con ternura su cuerpo. Se sumergió por unos agradables segundos que quiso hacer eternos y, cuando salió a la superficie, Andrés ya estaba entrando al agua. No pudo evitar el sobresalto y el grito ahogado que llegó con él, provocando las burlas de Andrés por su «valentÃa».
âNo esperaba verte de repente. ¡Me asustaste! ¡Tú también hubieras gritado! âdijo ella en tono defensivo. Y agregó, cambiando drásticamente el temaâ ¿Por qué el agua huele a lavanda?
âMi mamá insiste en poner sales aromáticas cuando viene a meditar. Han de haberse quedado por allà âmintió Andrés; era él quien las usaba para meditar.
âPues el gusto de tu mamá es impecable. ¡Amo la lavanda! âdijo ella, mientras se sumergÃa otra vez.
Andrés se sumergió también y tomó un largo y profundo respiro mientras se decÃa a sà mismo que habÃa llegado el momento que por tantos años ambos habÃan procrastinado.
Virginia lo sintió moverse a sus espaldas y rodear con sus manos su cintura, no sabÃa si quedarse sumergida o salir, en pocos segundos ya no tendrÃa que decidirlo y, aunque no estaba segura de si ella habÃa emergido o si él la habÃa sacado, lo cierto es que ahora la mitad de sus cuerpos estaba debajo del agua y la otra mitad estaba fuera. Ella esperó impaciente y callada, pues estaba de espaldas. Ãl, sin soltar su cintura, la giró muy despacio en el agua hasta que finalmente quedaron frente a frente. Las burbujas reventaban estrepitosamente por todas partes y bajo la luna del solsticio, Andrés se inclinó hacia Virginia y la besó en los labios, primero con ternura y luego con la pasión de un amor colegial. Virginia pensó que seguÃa sumergida por completo en el agua. SentÃa cómo sus cuerpos se acercaban hasta querer ocupar el mismo espacio, y sus manos, controladas por una fuerza superior a ella, subieron hasta alcanzar el rostro de Andrés. Sus cuerpos se enlazaban como imanes el uno al otro dentro y fuera del agua y, por un breve instante, fueron un solo cuerpo. Mientras tanto, la luna en cuarto menguante sonreÃa satisfecha.
CapÃtulo 7
Diez años atrás, el ambiente festivo de diciembre inundaba el ambiente tal y como ahora con prematura anticipación. Las luces y guirnaldas navideñas comenzaban a adornar las principales avenidas, a pesar de que el mes de octubre no habÃa terminado. Como cada viernes, Andrés pasó a recoger a Virginia a su casa y enseguida se dirigieron a encontrarse con Marcelo, un amigo y excompañero de estudios de Andrés, que lo habÃa ayudado a conseguir su antiguo puesto en la agencia de viajes y habÃa sido su apoyo en esos meses en los que recién abrÃa su empresa de traducciones. Se conocÃan desde hacÃa muchos años y habÃan compartido en múltiples ocasiones, sobre todo cuando acababa de llegar de Canadá.
Marcelo, extrovertido y brillante como pocos, ya era buen amigo de Virginia, pues la conocÃa gracias a Iveth, con quien trabajaba en la agencia. Pero no fue sino hasta que Andrés se integró al grupo que pensó en lo genial que era la compañÃa de Virginia para tomar vino tinto los viernes en los parques de las grandes avenidas.
Esa noche Andrés bromeó con ella al recogerla pasadas las siete y hablaron de un viaje que pronto harÃa todo el grupo a la playa. El teléfono de Virginia timbraba con desesperación mientras hablaban y, a pesar de que ella lo miraba e ignoraba la llamada, Andrés insistÃa para que lo levantara, pues alcanzaba a ver el nombre del interlocutor y morÃa de curiosidad. La situación se prolongó toda la noche, pues su exnovio, realmente enamorado, se negaba a dejarla ir y ella finalmente apagó en algún momento el celular. Llegaron a encontrarse en el parque de siempre, y, como siempre, Andrés sacó del baúl la botella de vino, las copas y el descorchador. En aquella época, Virginia trabajaba en el departamento de ventas de una constructora turÃstica, habÃa dejado a su novio de dos años porque ya no querÃa casarse con él, y exploraba la desconocida y emocionante sensación de sentarse a tomar vino con dos hombres que no eran nada más que sus amigos.
La primera vez que Marcelo la llamó para una de estas aventuras, era ya tarde en la noche y cuando vio su número en el identificador de su celular, vestÃa su pijama. Se acostumbraba a sus primeras semanas sin novio y las llamadas nocturnas que recibÃa solÃan ser del pobre desdichado pidiendo que lo pensara mejor, asà que cuando vio que no era él, tomó la llamada enseguida. Un escandaloso ây evidentemente tomadoâ Marcelo se escuchaba del otro lado en medio de la música diciendo: « ¡Te vamos a pasar a buscar, Andrés quiere salir contigo!». Su corazón latió violentamente, y no alcanzaba a entender con claridad el mensaje, no sabÃa qué significaba aquello y le respondió que ya era tarde y que estaba en pijama.
Ese fin de semana, aquella llamada fue el plato fuerte de conversación con Iveth y Gabriela, sus mejores amigas. Quizá Osvaldo tenÃa razón después de todo y Andrés sà querÃa salir con ella, quizá era Marcelo quien realmente querÃa salir con ella, ¡todo tenÃa tantas aristas en su cabeza! Tuvo que esperar al viernes siguiente, esta vez comieron juntos, como solÃan hacer a veces en una plaza cercana al trabajo de ambos, y Marcelo le dijo que saldrÃan a las siete⦠Ella dijo que sÃ.
Y a partir de aquel viernes esas salidas se hicieron una costumbre solo interrumpida por causas mayores o por salidas en grupos más grandes. La pasaban muy bien los tres hablando, riendo y, al llegar la medianoche, saliendo a buscar algo de comer. Ya lo habÃan hecho un par de veces y con el tiempo empezaron a integrarse al grupo otros amigos de Virginia, asà que la noche de Navidad, Andrés y Marcelo estuvieron bailando hasta el amanecer con ella y sus amigos, en una noche que, aunque memorable, no todos podÃan recordar con claridad. Era un grupo realmente divertido y la pasaban bien⦠el coqueteo era infinito entre ellos dos, pero nunca âque ellos recordaranâ habÃa pasado de puro coqueteo.
Y aquella noche, mientras tomaban su botella de vino, ella descubrió algo en su mirada que no podÃa descifrar. QuerÃa arrancar las palabras de su boca, pero no podÃa. MorÃa por entrar en su cabeza, pero le preocupaba delatarse⦠Una doncella no puede permitirse revelar sus sentimientos jamás. Y cuando Andrés la llevaba de regreso a casa con el respeto y formalidad que lo caracterizaban, Virginia tuvo que luchar contra viento y marea para no preguntarle qué sentÃa por ella; quizá, de haberlo hecho, las burbujas de lavanda hubieran reventado diez años antes.
Todos esos recuerdos pasaban por su cabeza cuando el agua tibia del jacuzzi comenzó repentinamente a tornarse frÃa como hielo, las burbujas de lavanda dejaron de reventar y las luces que iluminaban el fondo de la piscina de un tono azul brillante se apagaron. El resto de la casa seguÃa iluminado, pero todo el patio permanecÃa a oscuras. Ocurrió de pronto y no tuvieron más alternativa que salir del agua, pues la temperatura bajó tan de prisa que parecÃa que todo iba a congelarse. Andrés pensó que algo se habÃa descompuesto y quiso ver los interruptores, pero Virginia le advirtió que dejara a los expertos electricistas que vinieran en la mañana a revisar y sugirió entrar a la casa.
Las nubes comenzaron a ocultar la luna que minutos antes les sonreÃa y se desató una tormenta eléctrica que transformó el romántico escenario anterior. Se acurrucaron envueltos en las toallas en el sofá de la sala para calentarse y ninguno se animó a iniciar la conversación, asà que se quedaron simplemente allÃ, recostados uno en el otro hasta que finalmente Andrés habló, pero ella ya estaba dormida⦠Asà que se recostó otra vez y allà les encontró la mañana.
CapÃtulo 8
El avión aterrizó unos minutos antes de lo pautado en el aeropuerto de Santo Domingo. La escala en Nueva York habÃa sido más larga de lo planeado porque se averiaron los sistemas de transporte automático del equipaje y estaban subiéndolos manualmente. La estancia en Quebec habÃa sido corta pero agradable, sus sobrinas habÃan resultado ser tan adorables como en las fotografÃas que enviaba a la familia su hermana Sophie. La novedad de las gemelas recién nacidas habÃa movilizado a toda la familia a Canadá por unas semanas, interrumpiendo los planes de Andrés para el mes más festivo del año. Partieron a principio de diciembre a Quebec para conocer las niñas y compartir juntos la Navidad y el fin de año, sin embargo a mediados de mes, con la excusa del cierre contable de su recién formada empresa de traducción, Andrés anunció que regresarÃa al paÃs antes de las fiestas.
Ante las protestas de su madre, la conformidad de su padre y la indiferencia de sus hermanas, tomó el avión de regreso y en todo el viaje solo pudo pensar en ella y en el momento en que se encontrarÃan otra vez, en sus noches de vino tinto y ruido citadino⦠Quizá ahora lograrÃa que no estuviera Marcelo, o el resto de personas que solÃan aparecer de la nada justo cuando hubiera querido hablar a solas con ella. Pensó que tal vez no habÃa hecho lo suficiente para que ella notara su interés más allá de la amistad, pero eso definitivamente iba a cambiar. Ya estaba solteraâ¦Aunque su teléfono no dejaba de sonar y ella contestaba; no siempre, pero a veces contestaba. Quizá aún querÃa volver con aquel novio impertinente. Durante las siete largas horas de vuelo pensó en muchas cosas, ninguna tenÃa que ver con la contabilidad de su compañÃa.
El capitán hizo el anuncio de bienvenida a la ciudad, seguido del aviso de que los mantendrÃa en pista unos minutos esperando una puerta disponible, ya que se habÃan adelantado. La noche se deslizaba sigilosa por la ventana y pensó aprovechar que no era tarde para llamarla; no habÃan hablado ni siquiera por correo electrónico durante los diez dÃas que habÃa estado en Quebec, asà que el sonido de su voz serÃa música para sus oÃdos. Y es que, en la soledad de la nieve que arropaba el paisaje, visto desde el jardÃn delantero en casa de su hermana, comprendió que la extrañaba demasiado y, aunque volver significaba pasar por primera vez la Navidad lejos de sus padres, cuando llegó el viernes y su madre le pidió descorchar el vino, decidió que descorcharÃa la próxima botella con Virginia.
El celular repicaba incesante con la canción de apertura de El Fantasma de la Ãpera. Pasaban unos minutos de las nueve de la noche de aquel domingo de diciembre y Virginia preparaba su ropa para ir a trabajar al dÃa siguiente. Sintió la música de su obra de teatro preferida inundar apasionadamente la habitación y miró la pantalla. Sorprendida de ver el nombre de Andrés Nova en su identificador, pulsó con creciente curiosidad el botón para contestar:
â ¿SÃ?
â ¿SÃ?, ¿es la forma de contestar en estos dÃas?
â ¿Llegaste? âpreguntó una desconcertada Virginia.
âCasi⦠Aún no bajo del avión, pero sÃ... âdijo Andrés mientras escuchaba el intercambio de las azafatas indicando que habÃan aparcado el avión y podÃan salir.
Como su asiento estaba en primera clase lo invitaron a salir recordándole que debÃa abstenerse de usar el celular en el área de migración. Se puso de pie para tomar su equipaje del maletero superior, mientras intentaba sostener el celular con su hombro para no interrumpir su conversación.
â ¿De verdad estás todavÃa en el avión? âcontinuaba con incredulidad Virginia, que escuchaba las bocinas dando los avisos mientras hablaban.
â ¿Por qué te sorprende?âle dijo él, sin saber aún el origen de tan repentina valentÃa.
Ya caminaba hacia fuera y empezaron a aparecer las señales de prohibición y no tuvo más remedio que decirle que volverÃa a llamarla desde el automóvil.
Transcurrió una hora completa desde la primera llamada hasta la segunda. Durante esos sesenta minutos de confusión, Virginia marcó a su amiga Iveth, que a su vez puso en la lÃnea a Gabriela y empezaron a elaborar teorÃas del significado de lo que habÃa pasado. La primera vez que hablaron de eso, cuando la llamó Marcelo, quedaron mil dudas por aclarar, esa noche habÃan quedado despejadas. Definitivamente Andrés estaba locamente enamorado de Virginia, no habÃa dudas. Llamarla apenas habÃa aterrizado su avión era la forma más sutil y a la vez exagerada de demostrarlo; decirlo hubiera sido más fácil, pensó Gabriela, ya que, en su opinión, ese gesto hacÃa que pareciera desesperado.
Por varios minutos solo hablaban Iveth y Gabriela, mientras ella esperaba a que sonara El Fantasma de la Opera nuevamente. Cuando eso finalmente pasó, le tomó menos de cinco segundos decirles a las chicas que las llamarÃa después.
â ¡Disculpa! Ni siquiera vi bien la hora, apenas acabo de salir y me espera Marcelo. ¡No debà llamarte tan tarde!
â¡No!, ¡está bien! Es decir, estaba despierta⦠¿Y cómo te fue? ¡Pensaba que regresarÃas después de año nuevo!
âSÃ, pero tenÃa que resolver algunos asuntos de la empresa. Alcanzo a ver a Marcelo, ¿crees que podrÃamos almorzar juntos mañana?
âSÃ, claro⦠Me alegra que hayas regresado⦠A salvo, quiero decir, ¡qué descanses! Mañana me avisas para coordinar âdijo Virginia, algo decepcionada de tener que colgar.
Se despidieron. Un impaciente Marcelo esperaba a su amigo para entender los detalles del anticipado regreso y ahora también querÃa saber con quién venÃa conversando en el celular si apenas acababa de llegar.
âLe avisaba a mi mamá que ya estoy aquà âmintió, ante la insistencia de Marcelo.
El cielo comenzó a nublarse y ocultó la tenue luz de la luna en cuarto menguante. LlovÃa en la ciudadâ¦
CapÃtulo 9
El aviso de tormenta se extendió ese lunes a toda la isla y lo que empezó como una leve llovizna aquel domingo de diciembre del año dos mil siete se convirtió en la Tormenta Olga. El fenómeno atmosférico dejó catorce muertos en la República Dominicana, más de treinta mil personas damnificadas y daños en miles de casas. Además de múltiples poblados incomunicados, los estragos de las lluvias que iniciaron el lunes y se prolongaron por setenta y dos horas, impidieron también el encuentro esperado por Virginia y Andrés.
La ciudad se tornó intransitable durante varios dÃas y cuando finalmente se restablecieron las comunicaciones, las prioridades de todos habÃan cambiado y el trabajo acumulado durante los dÃas no laborables impidió que ese viernes retomaran la rutina.
Cora Gibson, la asistente personal de Andrés, tomaba las llamadas de Virginia a la oficina, algunas veces anotaba sus mensajes y otras simplemente olvidaba entregarlos. La chica era una rara excepción en el mundo de las rubias; hablaba cinco idiomas con apenas veintitrés años, asà que, además de anotar algunos mensajes, recibÃa los pedidos de clientes y se encargaba de las traducciones más sencillas. Era hija de una pareja canadiense, buenos y viejos amigos de sus padres. Pasaron juntos muchas navidades en su niñez, y a pesar de que era apenas cinco años menor que él, la seguÃa viendo como la niña de ojos azules y larga cabellera rubia que siempre jugaba con sus hermanas. Cuando ella llegó a pedirle trabajo recién graduada de una licenciatura en Lenguas Extranjeras, le pareció extraño que, siendo su padre el gerente general de una multinacional canadiense, acudiera a su microempresa de traducción. Era un gran recurso, asà que no dudó en darle el puesto, no sin antes aclararle que la paga era modesta. SabÃa de su inteligencia por los elogios que su madre no cesaba de expresar cuando querÃa reprocharles algo a sus hermanas y más de una vez doña Sonia habÃa insinuado que Dante debÃa salir con ella, pues como era polÃglota podrÃa acompañarlo en sus giras con la filarmónica sin sentirse fuera de lugar. Dante solo contestaba a estos comentarios que: « ¡Ya suficiente hablan las mujeres que conocen una sola lengua! ¡De solo pensar cuánto hablarÃa una que puede hacerlo en cinco lenguas, ya estoy agotado!».
Bromeaba, por supuesto. Cora era bailarina clásica de la academia de artes de Quebec antes de que la empresa donde trabajaba su padre lo escogiera para abrir sus oficinas en Santo Domingo y se mudaran. Se veÃan con alguna frecuencia y en más de una ocasión quiso invitarla a salir; en una época, durante las clases de verano, salÃa de clases al atardecer y esperaba unos minutos en un banco al pie de las escaleras a que saliera ella. Cora vestÃa siempre el uniforme de leotardo negro y mallas rosa, parcialmente ocultas por un tutú de igual color, atado a su minúscula cintura. SolÃa desatar su copiosa cabellera justo antes de bajar las escaleras, y la dorada melena recorrÃa la espalda, apenas cubierta, hasta alcanzar el lazo de su tutú. Ella sabÃa que aquel ritual atraÃa las miradas de más de un estudiante, y sabÃa también que uno de ellos era Dante. El problema era que lo conocÃa por sus romances veraniegos, primaverales y en fin⦠Ninguno duraba más de una estación.
La idea de tener que verlo en Navidad, cuando era seguro que para otoño ya tendrÃa otra novia, desechaba cualquier esbozo de debilidad ante sus propuestas seductoras. Asà que por mucho que Dante insinuó sus intenciones, ella siempre le dejó claro que no estaba interesada en lo absoluto. No habÃa sido sencillo, porque definitivamente él era un gran partido. Su cuerpo bien formado, producto de años practicando la natación y su abundante cabello negro llevado a los hombros eran solo unos pocos de sus atractivos. Era el mejor violinista de la academia; sus solos eran apasionados y brillantes y los rumores de que la filarmónica pronto lo contratarÃa para sus giras internacionales habÃan elevado su popularidad al cielo. Pero Cora, pese a su juventud, era determinada en sus decisiones y no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer.
Asà que los comentarios de doña Sonia no eran totalmente desacertados; sin embargo, con tanta atención, Dante no perderÃa la cabeza por tener una damisela menos en su creciente colección y, con el tiempo, la descartó como pareja y siguieron siendo amigos. Cora, por otro lado, pasó la mitad de su adolescencia lanzando indirectas al «hermano bueno», como solÃa llamar a Andrés cuando hablaba de él con sus amigas de la academia. Pero se veÃan solamente en ocasiones especiales, pues Andrés no contaba las artes como una de sus pasiones y las horas libres las pasaba en la cancha de tenis o en la piscina. La pobre chica hacÃa visitas improvisadas a la casa Nova con la excusa de practicar el arabesque de la próxima función con Anne y Sophie, ambas compañeras de clase; sin embargo, pasaba más tiempo interrogándolas sobre la última conquista amorosa de Andrés, que casi nunca estaba en casa.
Andrés nunca notó, en los años previos a que trabajaran juntos, el creciente interés romántico de Cora por él. Pero, en fin, él habÃa demostrado que no tenÃa buena intuición en el amor. Es por eso que cuando finalmente ella lo invitó a salir sin preámbulo alguno el viernes posterior a la tormenta, la sorpresa se dibujó en su rostro y se preguntó en qué momento se habrÃa convertido esta chiquilla en una adulta.
Desconcertado, usó la vieja excusa de un compromiso previo para desanimarla y, luego de convencerla de forma cariñosa de bajar de su escritorio, continuó trabajando en su computadora mientras ella se alejaba a su puesto con una sonrisa en los labios y la convicción de que en poco tiempo lo tendrÃa a sus pies. La sorpresa de la repentina invitación dejó a Andrés pensando en otros temas y por unos minutos dejó de preguntarse el porqué de su silencio.
El fin de semana, Marcelo sugirió ver una pelÃcula de terror en su casa para levantar los ánimos tras la tormenta. Todo el grupo hizo acto de presencia y más de diez amigos estaban reunidos para ver la cuarta entrega de El Juego del Miedo, estrenada hacÃa un par de semanas en el cine y disponible en copias clandestinas gracias al amigo de un amigo de Marcelo.
Iveth y su prometido llegaron temprano, Gabriela y Osvaldo que ya llevaban un par de meses saliendo juntos se unieron poco después. A la primera oportunidad, Iveth se acercó a Andrés que, sentado en el sofá con una copa de vino, conversaba con Marcelo sobre lo ocurrido con Cora.
â ¿Interrumpo? âpreguntó ella, sentándose al lado de su amigo y antes compañero de trabajo.
â ¡Nunca! âdijo Marcelo, poniéndose de pie para abrir la puerta, que sonaba a pocos pasos de ellos.
â ¿Y tú? ¿Has hablado con Virginia? ¿Sabes a qué hora viene? âinquirió Andrés, con un tono de fingida indiferencia al dirigirse a Iveth.
âSu teléfono celular se descompuso con la tormenta y anoche, que hablé con ella, aún no lo habÃan reparado. ¿De verdad no han conversado ustedes dos? âpreguntó Iveth, mientras observaba su reacción atentamente, pero él no estaba poniendo atención.
Su mirada se dirigÃa a la puerta, por donde hacÃa su entrada Virginia, en un inolvidable vestido rojo, corto y de falda ancha, que dejaba al descubierto sus piernas lindas y bien formadas. Su cabello corto se agitaba con soltura mientras giraba la cabeza de un lado a otro saludando con un beso a todos y dejando discretas marcas de su labial rojo rubà en más de una mejilla. Cuando finalmente llegó al sofá tuvo que sostener su falda para agacharse a saludar a Iveth y luego a Andrés, que se apuró en ponerse de pie, como le habÃan enseñado sus padres que se hace cuando una dama entra al salón.
Se encontraron a medio camino y sus rostros quedaron muy cerca⦠demasiado cerca. La pelÃcula ya iba a comenzar.
CapÃtulo 10
Las gotas de sudor comenzaron a empapar su frente y minutos después la escuchó gritar ahogadamente: « ¡Suéltame!». La tenÃa ligeramente abrazada y pensó que se dirigÃa a él. Levantó su brazo y notó que seguÃa dormida; evidentemente estaba teniendo una pesadilla. Segundos después despertó por completo, visiblemente angustiada y ajena todavÃa al lugar donde se encontraba: los brazos de Andrés.
Un impetuoso sol se colaba por las cortinas y con él una brisa ligera que las agitaba esporádicamente; no cerraron las puertas de cristal que daban acceso al patio trasero. Ambos se incorporaron sin saber exactamente qué decir.
âHace calor hoy. Buenos dÃas⦠âdijo ella, interrumpiendo el silencio.
â ¡Buenos dÃas! Haré café. ârespondió él, poniéndose de pie, no sin antes besar su cabeza, preguntándose qué habrÃa estado soñando minutos antes.
Virginia aprovechó para correr a su cuarto. VestÃa la misma toalla y el traje de baño de la noche anterior, asà que se dio una ducha. El agua frÃa recorrió su espalda y la espuma de baño con aroma a lavanda trajo de vuelta las imágenes de la noche anterior. Salió de la ducha y se envolvió en una elegante bata de baño blanca que colgaba de la puerta. ¿Qué habrÃa pasado con el jacuzzi? Se preguntó mientras cepillaba sus dientes. Secaba su cabello cuando lo escuchó tocar anunciando que el café estaba listo.
â ¡Puedes pasar! âdijo, mientras salÃa del cuarto de baño. Miró el reloj en el escritorio, apenas y marcaban las ocho de la mañana, si acaso habrÃan dormido unas tres o cuatro horas.
â ¡Café! âexclamó Andrés extendiéndole una de las dos tazas azules que traÃa en la mano.
âGracias, me hace falta. ¿No dormimos mucho, verdad? âdijo Virginia con una sonrisa involuntaria dibujada en los labios.
âPues yo considero que tú dormiste bastante. ¿Tienes planes hoy? âpreguntó Andrés, bajando por unos instantes la mirada.
âPues, déjame ver⦠Primero que nada, tengo que recordarte que llames al electricista. ¡Y luego⦠desayunar! ¡Muero de hambre! ârespondió Virginia tomando un sorbo de café.
Los separaban solo un par de pasos y Andrés los redujo cuando rodeó su cintura con su mano libre, la atrajo hacia su pecho y besó sus labios con ternura por apenas unos segundos.
âHueles a lavanda⦠âle dijo él mientras acariciaba su espalda.
âHueles a café⦠âle respondió ella mientras lo empujaba fuera de la habitación para cambiarse.
Quedaron en verse unos minutos después para desayunar juntos. Virginia no podÃa creer lo que estaba ocurriendo en aquel momento, no es que en realidad hubiera pasado algo extraordinario, apenas se habÃan besado, pero lo que sentÃa cada vez que él la tocaba era algo que hacÃa muchos años no experimentaba. Su corazón latÃa como el de una quinceañera entusiasmada con su primer amor y parecÃa insensato hasta para ella, una empedernida romántica que guardaba un ejemplar en capa dura de Orgullo y Prejuicio en su mesita de noche.
Aprovechó para escribir un mensaje a su hija Noelia, que pasaba las vacaciones en SÃdney, Australia, con su padre y abuelos paternos. Estar lejos de ella por todo un mes al principio le resultó una agonÃa, pero era consciente de que no tenÃa derecho a anteponer sus intereses a los de su hija y Dios sabÃa que su exmarido ya sufrÃa bastante con no poder estar con la niña todo el tiempo.
Su matrimonio duró casi cuatro años, Noelia tenÃa dos cuando Virginia decidió poner fin a la relación, ahora la niña tenÃa cuatro. Nunca quiso irse a vivir a SÃdney con el padre de su hija; no era parte del trato. Tal vez nunca lo amó lo suficiente como para dejarlo todo por él, que la amaba demasiado y sà habÃa dejado su familia y su paÃs por ella. Noah era el representante de una universidad australiana que auspiciaba un programa de becas. Pasaba al menos la mitad del año trabajando con las solicitudes, evaluaciones y entrevistas de los candidatos. En ocasiones impartÃa charlas motivacionales a los estudiantes de la universidad local que fungÃa como socio estratégico. Asà se conocieron. Virginia acompañaba a Iveth a una de las charlas, pues se habÃa divorciado hacÃa poco y estaba deseosa de alejarse de todo y de todos. A unas semanas de finalizar la maestrÃa en negocios que cursaban juntas, vieron el anuncio de la charla y entraron a oÃrla.
El apuesto australiano llevaba el cabello largo y rubio sostenido en el cuello con una liga, a pesar de que algunos mechones se resbalaban y colgaban sobre sus pómulos definidos y bronceados. Llevaba una camisa blanca que solo llegaba al antebrazo, sus vaqueros azules combinaban con sus ojos y las botas negras parecÃan adecuadas para cualquier escenario menos para el de una charla sobre becas universitarias para postgrados y doctorados. « ¡Australiaâ¦!», habÃa susurrado Iveth dando un codazo a su compañera, que recordó aquello mientras escribÃa el mensaje para Noelia en su teléfono y veÃa la foto de su exmarido en el perfil.
Fue un encantamiento a primera vista para ambos. La quÃmica no se hizo esperar y una extrovertida Virginia levantó la mano varias veces para hacer preguntas. Su amiga la desconocÃa por completo; estaba coqueteando descaradamente con él, la misma que meses antes habÃa sido incapaz de impedir que el amor de su vida se casara con otra. Los nueve meses que duró el noviazgo parecieron una eterna luna de miel, con las interrupciones necesarias de sus regresos a SÃdney, el resto del tiempo lo pasaron juntos.
Cuando se casaron, sus familias tenÃan distintas opiniones acerca de dónde debÃan vivir, pero todos coincidÃan en algo: era decisión de la pareja. Para ella, Australia siempre fue un destino al que ir de vacaciones; allà pasaban algunas semanas, cuando las vacaciones de su trabajo se lo permitÃan. Eso no cambiarÃa, ya se lo habÃa dicho muchas veces, y él lo habÃa aceptado. Pero cuando nació Noelia, todo se complicó, él querÃa llevar a la niña a SÃdney cada vez que debÃa viajar por su trabajo durante un mes. «Estará bien con mis padres, mientras estoy en la universidad», decÃa él. « ¡Donde esté mi hija, estoy yo!», decÃa ella.
Finalmente, luego de casi dos años de discusiones, a Noah le ofrecieron una vicerrectorÃa en la universidad. Era una tonterÃa negarse, pues el programa de becas cerrarÃa ese año y profesionalmente la oferta era un gran honor. Pero el puesto era en SÃdney y a tiempo completo; ella se lo hizo fácil y le propuso el divorcio, acordaron amigablemente la custodia compartida de Noelia y, poco a poco, ella aprendió a desprenderse de la niña por algunos dÃas, en ciertas épocas del año. Desprenderse de él fue más fácil, quizá demasiado. Se dejó llevar por una emoción y se casó con él sin amarlo; lo apreciaba, eso estaba claro, pero como a un gran amigo. En cambio, claramente él estaba mucho más enamorado y, a pesar de que en las parejas siempre habrá uno que quiera más, si uno ama pero el otro solamente quiere, es obvio que al final alguien saldrá innecesariamente herido. Ella aprendió por experiencia.
Esperó una respuesta a su mensaje; le llegó una fotografÃa de su hija en la playa, luego un video de la niña enviándole un beso⦠Luego él le envió un beso. Afuera, el sol brillaba con nitidez apoderándose con su luz de todo el cielo. Comenzó a vestirse.
CapÃtulo 11
Villas ParaÃso estaba cuidadosamente clasificado en residenciales que respondÃan a los siete colores del arcoÃris y no habÃa más de treinta villas de cada color. La villa de la novia y las que habÃan rentado los invitados estaban en ParaÃso Azul. Muy cerca de allà estaba ParaÃso Cian, donde los huéspedes podÃan disfrutar de la playa y los salones para actividades.
En ParaÃso Violeta estaban La Marina y el centro de actividades nocturnas, que, a pesar de tener poca actividad en dÃas de semana, desde los viernes se convertÃa en una fiesta desde la tarde hasta el amanecer, una fiesta que muchas veces continuaba en ParaÃso Cian. El resto de los colores eran residenciales con villas para huéspedes e instalaciones deportivas y recreativas comunes. La villa de los padres de Andrés estaba en ParaÃso Naranja.
El jueves se dibujaba radiante. En una villa de ParaÃso Azul, una impaciente novia intentaba comunicarse sin éxito por el celular con su dama de honor. El ensayo serÃa en unas horas y necesitaba hablarle, ni siquiera sabÃa si estarÃa a tiempo en Las Galeras. La villa de invitados estaba rentada desde el viernes y querÃa decirle que esa noche podÃa dormir con ella, pero no lograba localizarla.
En el comedor, a unos pasos de la novia, Lourdes movÃa cielo y tierra para conseguir a todos los miembros del cortejo antes de las cuatro de la tarde en la playa. No era su primera boda, pero sà era la primera en Villas ParaÃso y tenÃa que quedar perfecta. Preparaba los guiones para la tarde, cuando escuchó a Iveth dejando un mensaje quejándose de su dama de honor y se acercó con curiosidad.
â ¿Pero⦠estás llamando a Betina? Llegó ayer, no te preocupes⦠¡Tengo todo resuelto con su alojamiento! âdijo Lourdes en tono triunfal.
â ¿Betina? ¿Quién es Betina, por Dios? âexclamó la novia, visiblemente irritada.
â ¡Tu dama de honor, Iveth! ¡Llegó ayer temprano con todo lo que le pedÃ! Está alojada con este chico que nos hace el favor de alojar a otros invitados desde mañana âdijo Lourdes completamente confundida.
â ¡Lourdes! ¿De qué hablas? ¡Mi dama de honor se llama Virginia, Virginia Duval, por Dios! ¡Vas a provocarme un ataque! ârespiró ligeramente aliviada Iveth, aunque visiblemente molesta con su planificadora.
â ¿Estás segura? âinsistió con incredulidad la jovencita, mientras agitaba los guiones que tenÃa en la mano buscando el nombre que tenÃa anotado.
â ¡Pero claro que estoy segura! ¿Acaso no voy a saber cómo se llama mi mejor amiga? âle reclamó elevando el tono de voz y preguntándose de dónde habrÃa sacado la idea de contratarla.
Finalmente Lourdes consiguió encontrar a Virginia Duval en su lista y le reiteró a la alterada novia que estaba alojada ya en otra villa, al menos hasta que estuviera lista la suya. Cuando le dijo en qué villa estaba, se aseguró de buscar en su lista el nombre correcto del dueño, pero la novia se dio tal susto que el ataque anterior le habÃa parecido una broma comparado con este. Corrió a la cocina por agua y le preguntó si acaso habÃa hecho algo mal al alojarla allÃ.
Pero Iveth no la escuchaba. Marcaba con insistencia el número de celular de Virginia, que seguÃa repicando sin respuesta. Intentó llamar a Andrés, pero obtuvo el mismo resultado; pensó en correr a la villa, que no estaba lejos de la suya y se detuvo para mirar a Lourdes, que seguÃa sosteniendo el vaso de agua con el rostro descompuesto por el miedo.
â ¡Eres una genio Lourdes! ¡No sé por qué no se me ocurrió a mÃ! ây se marchó escaleras arriba dejando a la chica más confundida que antes.
Iveth escribÃa los mensajes con la mayor rapidez que le daban sus dedos temblorosos. Por apenas unos segundos olvidó que era la protagonista de aquel fin de semana y siguió escribiendo. Finalmente su teléfono timbró.
â ¿Me puedes explicar qué pasa, por favor? ¡Vas a hacer que dé a luz antes de tiempo y entonces me perderé la boda! âreclamaba con curiosidad Gabriela desde la otra lÃnea.
â ¡La chica hippie que me has recomendado para planificar la ceremonia enloqueció y los ha puesto a dormir juntos! âle decÃa Iveth sin poder ocultar las carcajadas.
â ¡Pero, por Dios, no te entiendo nada! ¡Has escrito en el mensaje puras consonantes! ¡CreÃa que tus sobrinos habÃan tomado el teléfono! âinsistÃa su amiga, que por su embarazo de casi ocho meses no llegarÃa sino hasta el sábado.
â ¿De verdad? ¡Juraba que habÃa escrito claramente! ¡En fin, que Lourdes ha mandado a Virginia a dormir desde ayer en casa de los padres de Andrés! Pensaba que él vendrÃa el sábado. ¡Esta chica le cambia los nombres a todo el mundo y me dijo antes que quien llegaba el lunes era Ãngel, un amigo de Gastón! âtrataba de explicar con creciente emoción Iveth.
â¡¡¡No te lo puedo creer!!! ¿Pero, qué te dijo Virginia? ¡De seguro pensó que fue tu idea y te quiso matar! ¿Y esperas hasta ahora para decÃrmelo? ¡Si ella salió ayer pasado el mediodÃa! âle reclamaba con vehemencia Gabriela.
â ¡Pues te diré que no he hablado con ella! Ni siquiera sabÃa que habÃa llegado⦠Me acabo de enterar. Como esta chica cambia los nombres a todos, me decÃa que lo que se necesitaba me lo habÃa traÃdo una tal Betina. Pensé que era su empleada o algo⦠âcontinuó, excitada, Iveth.
La conversación se extendió unos minutos más y la curiosidad por saber lo que habÃa pasado en las últimas veinticuatro horas las mantuvo en vilo a ambas un par de horas más. El sol seguÃa brillando con insistencia, eran las dos de la tarde y el ensayo se realizarÃa a las cinco. Mientras tanto, en la villa número diecisiete, dos celulares vibraban incesantes en alguna parte del entrepiso.
CapÃtulo 12
El animado joven del clima anunciaba un sol cálido durante la mañana y brisa ligera para todo el fin de semana. Lourdes respiraba aliviada porque, exceptuando el incidente del cambio de nombres que casi le provoca un ataque de nervios unas horas antes, estaba saliendo todo de maravillas. El cortejo estaba compuesto por la dama de honor, dos damas adicionales, la niña de las flores y el sobrino de la novia, que entregarÃa los anillos.
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