Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín

Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín
Giovanni Odino







Giovanni Odino




Ha caído un piloto en mi jardín


Amores, crímenes y magia en las colinas del Oltrepò Pavese

Novela

Título original: È caduto un pilota nel giardino

Traducción de Delia Nieto Sanz




(http://www.odino.com/)




Copyright


Ha caído un piloto en mi jardín

Amores, crímenes y magia en las colinas del Oltrepò Pavese

de Giovanni Odino

Novela

Tektime - Traducción de libros

Traducción de Delia Nieto Sanz

El proyecto gráfico y las imágenes de la cubierta son del autor.

Los caracteres utilizados para la cubierta es Diplomata Licenza SIL Open Font Licenz (https://www.fontsquirrel.com/license/diplomata)e.

Para las imágenes número 1 y 2, provenientes de internet, no se han encontrado créditos de autor. Rogamos nos disculpen por toda omisión involuntaria. Las imágenes número 3 y 4 son del autor.

Los personajes y los nombres son ficticios. Toda referencia a hechos acontecidos y a personas que han existido realmente o que todavía viven debe considerarse absolutamente casual.

© Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin autorización, excepto breves pasajes en el marco de una crítica literaria.




La historia


Edoardo está volando sobre los viñedos del Oltrepò Pavese [01], pulverizando un pesticida, cuando, por una distracción durante una maniobra, se precipita en el jardín de la casa de Carlotta. Se inicia una relación cargada de pasión y erotismo entre el piloto y la mujer, pero con fases alternas. Carlotta, liberada de un matrimonio infeliz, se confía a prácticas de dudosa eficacia para retener lo que considera un regalo caído del cielo. Edoardo descubre que los rumores y las supersticiones de los paisanos atribuyen a la mujer la culpa de dos hechos de sangre ocurridos en el pasado y decide investigar. La historia se enlaza con las experiencias eróticas, pasionales y culinarias del protagonista y de los otros personajes, en un ambiente popular y rural.




Personajes principales


Adelmo Ferrari - Agricultor

Adinolfi - Mariscal de los carabineros

Alessandro - Cocinero

Alessio - Dependiente del bar

Angela - Agricultora

Anna - Mujer de Maurizio

Armando - Recepcionista del hotel

Bondone - Abogado

Carlotta Bianchi - Dueña de la casa con jardín

Carlo Rossi - Mecánico del helicóptero

Clelia Benzi - Vitivinicultora

Cremonini - Tendero

Cosimo Respighi - Padre de Edoardo

Diego Monferrino - Piloto joven

Edoardo Respighi - Piloto del helicóptero

Elisabetta Ferrari - Madre de Adelmo

Infermiere - Del servicio de urgencias

Marcello - Ex-marido de Carlotta

Mariolino Marini - Molinero

Martina Mengoli - Hija de la familia Mengoli

Matilde - Ex novia de Edoardo

Maurizio - Agricultor

Mengoli, coniugi - Gerentes de una taberna

Oronzo Amoruso - Dueño de la droguería

Santino Panizza - Propietario de Eli-Linee

Scafato - Cadete de los carabineros

Sergio - Dueño de un restaurante

Sonia - Exnovia de Edoardo

Vanzi Bruno - Agricultor

Vanzi Mariagrazia - Agricultora, mujer de Bruno

Valeria Ferrari - Hermana de Adelmo




Dedica


Dedico esta novela a todas las personas que he conocido durante los quince años dedicados al vuelo en el marco de los servicios con helicóptero a la agricultura, y que me han acompañado a lo largo de ese período de mi vida.




Epígrafe


Es tiempo de volar

A nuestro alrededor se oye,

armónica de las arboledas

notas sutiles

dedos de remolino

vertiginoso, la ansiedad

resonar en las ramas.

Enredados como ovillos

improvisados, pensamientos fugitivos

desde las colinas ruedan a la llanura.

Dan saltos ligeros,

sordos; se despliegan

a lo largo de los senderos.

La mirada se dirige a lo alto

donde el viento dibuja

el río de los recuerdos.

Caminamos juntos, busco tu mano:

es tiempo de volar.

(Poesía del autor)



Ha caído un piloto en mi jardín




I


21 de junio de 1988, martes — El accidente

Aún unas horas de trabajo y habré acabado por hoy. Mañana será el último día. Si sigue haciendo buen tiempo, tendremos al menos tres días de descanso. Uno para perfeccionar el vuelo en helicóptero de Diego y dos para mí.

Veamos la estela... bien, no se expande fuera del viñedo. Cierro la bomba. Subo el morro, giramos. Junto a ese poste, ahora abro la bomba de nuevo. La velocidad es correcta. Más potencia, ahora otra vez hacia abajo. Las temperaturas son correctas; todavía tengo gasolina para media hora.

A lo mejor doy un salto a casa de mis padres. O dos días en Recco, o Camogli. Se tarda media hora con el coche. Pero ¿con quién? No quiero problemas. Me gustaría algo relajante.

Cierro la bomba. Giro. Controlo la estela. Retomo desde allí. Más potencia. Bomba. Revoluciones del motor, cuidado.

Podría pedírselo a la chica del estanco. Creo que no tiene novio y siempre me sonríe cuando voy a comprar los cigarrillos.

Cuidado con la barra de la derecha. ¿Paso, con ese poste? Así está bien. Al fondo veo el cable del teléfono. Tengo que recordarlo.

Tendrá veinticinco años. Un poco joven, pero no lo suficiente como para no saber qué significa pasar dos días en el mar. Hoy iré a comprar dos paquetes. Entraré solo si no hay nadie y le preguntaré si quiere ir a Camogli conmigo. Nos vamos el sábado después de comer y volvemos el domingo después de cenar. No está mal. Seré claro, una cosa entre amigos. Sin complicaciones amorosas. Solo sexo sano.

Cuidado con el árbol. Más potencia... ¡Mierda! He tocado. Vibra un montón. Empieza a dar vueltas. Pedal. No funciona... he tocado con el rotor de cola. Menos potencia. Hay un espacio abierto. Abre la válvula, empina al máximo. Velocidad cero. Las revoluciones... las revoluciones. ¡Dios mío, qué pocas! Nivela la posición. Las revoluciones... cae demasiado rápido. Sobre el prado. Se ha hundido el asiento.

Las palas del rotor han golpeado el suelo. Salgo disparado.

Cuidado con la cabeza. Debo mantener la tensión muscular. Los mandos tienen sacudidas. Se me escapan de las manos. Un trozo de una pala se ha empotrado en el árbol. El motor sigue en marcha. Menos mal que he bajado las revoluciones. No consigo atrapar los mandos. Me estoy cayendo, pero por mi lado.

Qué golpe.

El motor se ha parado. Esperemos que no se incendie. Qué silencio.

¿Qué es esta agua? Es el producto que entra en la cabina. No puedo moverme. Espero no haberme roto la columna.

Dudaba de cómo reaccionar. Venciendo sus miedos, se dirigió hacia la puerta de la cocina que daba directamente a la amplia veranda que se asomaba al jardín. Se acordó de la tarta: no podía quemarse bajo ningún concepto, sea lo que fuere que había pasado. Volvió al horno, lo apagó y salió.

Rodeado de rosales variados y de manchas de las mil flores multicolores de las plantas de la huerta, de los árboles frutales y de los ornamentales, había un amasijo informe de piezas metálicas humeantes: era un helicóptero, roto y abollado, en medio del amplio jardín de la villa.

La nave estaba volcada hacia un lado, con un patín levantado hacia el cielo, como la pata de un pájaro víctima de un cazador.

De la amplia fisura de un depósito se escapaba un líquido azul que se vertía en el interior de la cabina, sobre las partes metálicas y también sobre el motor todavía caliente, produciendo una columna de vapor sibilante. El derrame llegaba hasta la hierba del jardín, donde se había formado un charco alimentado también por el contenido de otro depósito, aplastado entre el helicóptero y el terreno. Las palas del rotor estaban arrancadas y esparcidas por el jardín, y la cola estaba rota y plantada en la tierra como para sujetar la estructura.

Carlotta se acordó del helicóptero que trabajaba los veranos para los viticultores de aquellas colinas del Oltrepò Pavese, esparciendo el pesticida que protegía los cultivos de los ataques de mildiu. Más o menos una vez por semana lo oía volar sobre los viñedos que cubrían las colinas alrededor de su casa. Se dio cuenta de que no veía al piloto.

Esperemos que no se haya hecho daño.

Estaba intentado decidir si debía acercarse cuando el rugido de un motor atrajo su atención. Un Fiat Ritmo blanco frenó bruscamente delante de la verja de acceso a su casa, produciendo, al derrapar sobre el camino blanco, una nube de polvo. Del coche salieron tres personas que, después de trepar el pequeño muro y el seto de laurel, corrieron hacia el helicóptero. Carlotta los vio pasar por delante de ella sin que ninguno diera indicios de haber notado su presencia.

—¡Edoardo! Edoardo, ¿estás bien? —gritó, nerviosísimo, el hombre más anciano de los tres, mientras corría hacia el helicóptero.

—Espera, Maurizio. Espera antes de acercarte, podría haber riesgo de incendio —le previno el segundo hombre, más joven, que iba corriendo detrás de él llevando un extintor portátil. Tenía una expresión serísima y parecía muy preocupado.

El tercero, un chico atlético con el pelo castaño claro bastante largo y unos ojos azules brillantes, se paró antes, más cerca de Carlotta, como si no tuviera el valor de acercarse más a la escena del siniestro. Carlotta notó que, a parte del hombre más anciano, vestido con el estilo de los agricultores cuando están de faena, con pantalones amplios y camisa de cuadros arremangada, los otros llevaban unos monos de color azul con grandes bolsillos.

—Buenos días. —Carlotta saludó al joven para llamar su atención.

El chico se dio la vuelta y la miró, como si se hubiera dado cuenta de su presencia solo en ese momento.

—Buenos días, señora. Perdóneme, pero no la había visto.

—Me he dado cuenta. Soy Carlotta Bianchi y este es mi jardín. Sois del helicóptero, me imagino.

—Sí, sí. Hemos venido por el accidente —respondió precipitadamente el joven, volviendo a mirar el helicóptero con los ojos desorbitados.

—Edoardo. Respóndeme, ¿cómo estás? —seguía llamando con voz fuerte el primer hombre, mientras intentaba meterse bajo la mole de metal, pringándose en el charco azul que se había formado bajo y alrededor del helicóptero.

—Joder. Sacadme de aquí. ¡Me estoy ahogando en el producto! —pidió con vehemencia el piloto, que permanecía atrapado bajo la nave volcada.

—Gracias al cielo está vivo. Diego, ven y empuja la cabina. Tienes que conseguir levantarla unos diez centímetros mientras Carlo y yo intentamos extraer a Edoardo —dijo el hombre más anciano.

—Vale. Voy —respondió el chico, haciendo un gesto a Carlotta, como pidiéndole permiso para alejarse.

—Edoardo, ¿puedes mover las piernas? Inténtalo con cuidado, y si sientes dolor no fuerces el movimiento —dijo Maurizio, que había tomado la dirección de las operaciones con autoridad.

—Puedo, e incluso lo haría mejor si no tuviese esta mole de chatarra encima. Sacadme de aquí y os haré ver un par de pasos de vals.

—Veo que estás bien, puedes soltar las tonterías típicas de todos los días —dijo Carlo, que, mientras tanto, había dejado el extintor en el suelo y había conseguido cogerle un brazo.

—¿Listo, Diego? Cuando diga «vamos» levanta lo más que puedas.

Carlotta observaba con una cierta admiración la aparente facilidad con la que los tres hombres se estaban coordinando en el salvamento. Se veía que estaban acostumbrados a trabajar juntos.

—Vamos, Diego, levanta... ¡para! —ordenó Maurizio—. No te muevas, Edoardo, te sacamos nosotros. Venga, Carlo. Juntos. Tiii-ra, vamos, tiii-ra, último esfuerzo: tiii-ra.

Edoardo apareció de debajo del helicóptero con gran satisfacción de todos. Se puso de pie soltando un grito a todo pulmón:

—Aaagh… —Después, apretando fuerte los puños y cerrando los ojos, volvió a gritar—: Aaagh … —como un guerrero maorí queriendo asustar a sus enemigos.

Carlotta vio erguirse en medio del amasijo aquella figura imponente, con el mono de vuelo empapado pegado al cuerpo. De la cabeza a los pies, estaba todo recubierto de un bonito color azul. Le pareció un extraterrestre y pensó en el helicóptero como una nave espacial. Sintió una breve perturbación en el pecho y le vino en mente la letra de una vieja canción:

Extraterrestre llévame lejos,

quiero una estrella para mí,

extraterrestre ven a atraparme,

quiero un planeta para volver a empezar.

Edoardo jadeaba, tosía y escupía una saliva azulada. —Joder. Qué asco me da esto. Soy un idiota. Un idiota. Sabía que tenía que volar más alto. Lo sabía.

—Túmbate, tranquilízate un poco. Hemos llamado a la ambulancia y estará aquí dentro de poco —dijo Maurizio.

—Pero ¿qué ambulancia? No tengo nada. Quiero ir al hotel a lavarme y quitarme esta porquería.

»Mierda. ¿Habéis avisado al jefe? Tenemos que pedir otro helicóptero para seguir con los vuelos.

—No te preocupes por el trabajo —intervino Maurizio—. Eso ya lo arreglaremos más tarde.

—Pues llevadme para que me lave. ¿No veis cómo me he puesto?

Llegó una ambulancia y aparcó rápidamente detrás del Fiat Ritmo de Carlo. Maurizio hizo un gesto con la mano para llamar la atención. Salió una persona y corrió hacia el grupo.

—Soy el enfermero. ¿Quién es el herido?

—Él —dijeron Maurizio y Carlo al mismo tiempo, señalando a Edoardo.

—Pero qué herido ni qué ocho cuartos. ¡No me he hecho nada! —exclamó el piloto—. Aquí el único herido es él, piensa qué puedes hacer para reanimarlo. —Se dio la vuelta señalando con el índice en dirección del helicóptero.

Carlo intervino:

—Érase una vez un helicóptero de constitución sana y robusta. Después tuvo relaciones íntimas con un piloto poco recomendable.

El enfermero los miró a todos como si hubiera llegado allí por error. Se recuperó rápido, porque él también estaba acostumbrado a gestionar situaciones de emergencia.

—Tenemos que ir al hospital para asegurarnos de que no hay lesiones internas o un traumatismo craneal. —Hizo un gesto al conductor de la ambulancia y al voluntario, que completaban el grupo que había llegado con él, para que se acercaran con la camilla.

—Joder. ¿Cómo tengo que deciros que no me pasa nada? Alejad esta camilla de aquí. Da mala suerte, y al final alguien va a necesitarla de verdad.

—Al menos déjeme hacer los controles mínimos para determinar su estado —pidió pacientemente el enfermero—. ¿Era un líquido tóxico? ¿Lo ha ingerido?

—Me ha llegado a la boca, pero no lo he tragado. No puede ser muy venenoso, si no, estaríamos todos muertos hace tiempo —respondió Edoardo. Después se sentó en la hierba y consintió, mientras se calmaba, a que le hicieran unas pruebas. Después de un examen rápido, el enfermero excluyó el traumatismo craneal y los daños a la columna vertebral.

—Si realmente no quiere ir al hospital me tiene que firmar esta hoja en la que declara que renuncia por voluntad propia.

—Démela, firmo todo. Pero que no haya facturas después.

El enfermero, que tenía mucha experiencia, sonrió: había notado una cierta alteración en el comportamiento del piloto, debida a la adrenalina que todavía circulaba por su cuerpo, pero también veía, por lo que había podido verificar durante las pruebas y por cómo se movía para todos lados, escupiendo y blasfemando, que no había sufrido ningún daño físico. Una vez firmada la declaración curioseó unos minutos más junto a los otros dos colaboradores alrededor de los restos del helicóptero, y después decidió que podían irse. Los tres volvieron a entrar en la ambulancia e intentaron marcharse. Lo intentaron, porque durante todo este tiempo se había juntado un pequeño grupo de curiosos, y sus coches habían bloqueado la carretera. Tras unas cuantas maniobras y varias imprecaciones, la ambulancia consiguió marcharse. También el grupo de curiosos se marchó, después de las muchas invitaciones amables, pero firmes de Maurizio y de Carlo a que lo hicieran.

—Bueno. ¿Queréis llevarme al hotel? —preguntó, irritado, Edoardo—. ¿Tengo que llamar a un taxi? ¿Tengo que ir en helicóptero?

Empezaron a reír todos, que lo miraban mientras se observaba a sí mismo, con las manos en la cintura, goteando líquido azul.

—Vamos. Te llevo yo —dijo Maurizio.

—Si quiere, puede ducharse aquí —intervino Carlotta.

Se dieron la vuelta para mirarla. Maurizio, que conocía a la mujer por haberla visto alguna vez en el pueblo, pero sobre todo porque vivían en la misma colina, se dio cuenta de que ni siquiera le habían pedido permiso para entrar. Le habló, con una clara expresión de embarazo en su cara:

—Gracias, señora Bianchi, perdónenos por la intrusión. Hemos sido maleducados, pero estábamos preocupados por el piloto.

—¿Y quién no lo habría estado? —respondió ella. —Para nosotros no hace falta, pero si el piloto pudiera, sería muy amable por su parte.

—Como les he dicho, no hay ningún problema. Maurizio se dirigió a Edoardo:

—Tú, es mejor si te arreglas aquí. La señora te deja usar su baño. Nosotros vamos rápidamente a limpiarnos y volvemos enseguida. Nos encontraremos dentro de media hora, todos arreglados.

—De acuerdo, hasta luego —respondió Edoardo. Todavía se sentía algo aturdido, y la idea de darse una ducha inmediatamente lo seducía. Después añadió—: Maurizio.

—Dime.

—Dame uno de tus cigarros. Los míos ahora solo valen para los pitufos. —Enseñó la caja de cigarrillos holandeses, aplastada y empapada de agua azul.

—Cuidado al fumarlo. Es para hombres de verdad, no como tus cigarrillos para mariquitas.

Edoardo sonrió con expresión de resignación, y cogió con dos dedos, para no mancharlo, el cigarro toscano que le daban.

—Démelo, señor Edoardo, he oído que le llaman así, así lo mantendré seco. Soy Carlotta Bianchi.

—Edoardo Respighi, es un placer. Siento la que he montado...

—No se preocupe. Lo importante es que no esté herido.

—Entonces, hasta luego —dijo Maurizio.

Carlotta precedió al piloto hasta el cuarto de baño. Cogió unas toallas limpias de un mueble apoyado en la pared, y un albornoz para hombre. Se aseguró de que en el estante de la ducha hubiera gel y champú y colocó una alfombrilla en el suelo y unas sandalias havaianas.

—Están limpias —dijo—. Deberían ser de su talla.

Edoardo la miró y se excusó otra vez:

—Gracias, señora. Siento tanto las molestias...

—No se preocupe, tómese su tiempo.

Los ojos del hombre, que resaltaban en el azul de la cara, le hicieron el efecto de la mirada de un animal... de un animal herido, todavía peligroso, con toda su fuerza, pero que también necesitaba esconderse y curar sus heridas.

Se acordó del gorila que había visto hacía muchos años —todavía era una muchacha joven— en un zoo llamado impropiamente jardín zoológico, ya que de jardín no tenía nada, instalado en un espacio que no bastaba para contener su deseo de libertad. Cuando Carlotta cruzó la mirada con él recibió un impulso de fuerza animal constreñida por la impotencia. Se había sentido asustada y al mismo tiempo atraída por aquella llama de humanidad primordial que había notado en la mirada del gorila. En su interior se había creado un estado de excitación que se calmó solo cuando, al reparo de un árbol enorme y algunos arbustos, convenció a su novio para hacer el amor.

—Marcello, tesoro... más fuerte. Más fuerte —insistía con la voz ronca, mientras lo abrazaba con todas sus fuerzas. Solo en otras pocas ocasiones le había susurrado, casi como si no quisiera que le oyera, aquellas palabras que ahora sin embargo pronunciaba lentamente acompañándolas con potentes movimientos de cadera. No tardó mucho en alcanzar el culmen del placer, lo cual alivió a su compañero: no habría podido resistir mucho más un tal asalto. Después recordaría aquel episodio como una prueba del amor fuerte y el gran deseo que Carlotta, de joven, sentía por él. Ella, por el contrario, intentó olvidarlo, porque el recuerdo de aquella relación física le traía a la memoria, inevitablemente, la mirada triste e inquietante del gran simio.

***

Oía el ruido del agua en la ducha. La historia no la había asustado, pero dentro de ella se había instalado una turbación sutil que no conseguía interpretar. Daba vueltas por la cocina, quitando el polvo a las superficies sin polvo y ordenando las cosas que ya estaban en su sitio.

Se dirigió hacia el cuarto de baño. Seguía oyendo el ruido del agua que fluía, y nada más.

Llamó a la puerta.

—Señor Edoardo, ¿está bien? ¿Necesita algo?

No hubo respuesta.

Lo intentó de nuevo, llamando más fuerte.

—¿Todo bien? ¿Necesita algo?

Otra vez, ninguna respuesta. Solo el sonido del agua que cae.

A lo mejor se encuentra mal, mejor controlar.

Ya sabiendo por qué, pero sin querer admitirlo, entreabrió la puerta. El baño estaba envuelto en vapor. Lo entrevió apoyado con la frente a la pared, inmóvil. Dejaba que el agua se demarrase por su espalda.

Entró en la sala y repitió:

—¿Está bien? ¿Necesita algo?

Edoardo salió del limbo en el que se hallaba y se giró de golpe hacia ella. La figura robusta surgió en el espacio de la ducha saturado de vapor. El agua que salía del grifo se derramaba desde arriba, fluyendo sobre su pelo negro corto, su cara y sus hombros y después sobre su tórax velludo, sobre su sexo y sobre sus piernas.

—Perdone. No quería… —dijo Carlotta, dando un paso atrás.

Edoardo se tapó con las manos en un gesto espontáneo de pudor.

—Tiene razón, llevo mucho tiempo en el baño. Salgo ahora mismo.

Los ojos marrones asumieron una vaga expresión de niño pillado infraganti. A Carlotta, ese hombre grande y fuerte le pareció indefenso. Le volvió a la mente ese día, ya lejano, cuando buscó en su novio, que después se convirtió en su evanescente marido, un hombre fuerte y tierno, protector y necesitado de protección, amante y necesitado de amor. El hombre despojado de las superestructuras culturales, el hombre en su esencia que entrevió por un momento en la llama vital de los ojos del gorila atrapado en la jaula del zoo.

Se quitó el vestido ligero, que dejó caer al suelo. Se quitó el sujetador y las bragas y entró en la ducha. El impacto con el líquido caliente fue casi doloroso. La temperatura alta la proyectó a una dimensión paralela. El agua le parecía venir de una cascada altísima que, desde lo alto de la boca de un cráter volcánico, caía primero sobre ellos y luego sobre el magma, produciendo el vapor que les envolvía. La cercanía del cuerpo vigoroso del piloto, que la superaba sobradamente en altura y corpulencia, disolvió las últimas barreras.

Entró en ese mundo que había portado siempre dentro de sí y al cual podía dar, finalmente, forma y acción. Hizo que el piloto se apoyara con la espalda en la pared, se agachó y cogió su sexo entre las manos. Lo tocó con el cuidado que reclaman las cosas preciosas, lo besó como un recuerdo de amor, lo saboreó como si fuera la primera comida después de un largo ayuno, lo movió en la boca hasta que sintió que se reforzaban la estructura y las contracciones. Cuando él empezó a mover la cadera y le sujetó la nuca con las manos para mantenerla quieta, la presión en la garganta se hizo demasiado fuerte, así que apoyó las manos en sus ingles y con una presión tierna y continua lo separó de su boca. Lo miró a los ojos buscando su alma desnuda en lo más profundo. Se tumbó en el suelo de la ducha y separó las piernas, abriendo su sexo con las manos, en una invitación que formaba parte del mismísimo origen del mundo. El piloto se tumbó encima de ella; el agua caía abundantemente sobre su espalda y que después se demarraba sobre la mujer que estaba debajo de él. Sujetando los pies contra una pared de la ducha amplia, con el cuerpo de ella bloqueado por la pared opuesta, salió de la condición de depresión incipiente a la que el accidente lo estaba llevando. Alivió la herida de su orgullo y encontró gratificación como siempre han hecho los hombres desde que la evolución los llevó a tener una psique compleja y frágil: creyó dominar a la mujer, solo porque ella estaba bajo la exuberancia de su cuerpo, creyó poseerla, solo porque ella había emitido gemidos lánguidos bajo sus empujes vigorosos, creyó haberla sometido, solo porque parecía casi que ella se retiraba cuando su sexo llegaba a lo más profundo. Edoardo, finalmente, reencontró su orgullo y su equilibrio. De nuevo era un hombre fuerte y vencedor. Carlotta sintió el líquido del placer de Edoardo entrar en ella. Serró los músculos internos en su deseo de mantener a Edoardo dentro de sí. La fuerza de hombre que había sentido hizo estallar su antiguo deseo de ser mujer. Era el mismo deseo que en su inconsciente la había empujado a seducir al piloto. Quería un hombre suficientemente fuerte como para protegerla y suficientemente frágil como para que la necesitara. Un hombre al que habría atendido y servido, cuyo deseo solo se encendiera con ella, y tan enamorado que no podría engañarla. Nunca.

Le llegó desde el exterior el sonido de un claxon que avisaba de la vuelta de Maurizio, Carlo y Diego. Edoardo reaccionó rápidamente, se secó y se puso el albornoz que tenía a su disposición: le estaba un poco pequeño, pero bastaba. Se puso las sandalias, que eran de la talla justa. Antes de salir se acercó a Carlotta, la cual, mientras tanto, y sin hablar, se había vestido. Apoyó sus manos sobre sus costados, se acercó a ella y le dio un beso leve en los labios.

—Me voy —dijo.

A ella le pareció el sello de un pacto nuevo, suscrito entre él, ella y el resto del mundo. Le pareció leer en sus ojos todas las promesas que aquel amor grandísimo habría exigido; le pareció que sus labios pronunciaron todas las palabras que la amante de un amor inigualable desea oír. Percibió, a través de sus manos, todas las caricias futuras una mujer desea recibir de un hombre. El piloto se ofrecía a su sola propiedad, a condición de que ella lo amase, lo asistiera, lo satisficiera totalmente y sin escatimar nada. Y ella suscribió todos los artículos de aquel contrato que pensaba que él también había firmado.

***

Carlo examinó atentamente el helicóptero. Sabía, mientras esperaban al encargado de la Dirección General de la Aviación Civil que iba a llegar próximamente desde Milán, que no debía tocar nada. En caso de accidente aéreo, aun cuando no hay heridos, como en este caso, es obligatoria la investigación de la Aviación Civil, y él no debía modificar la escena de la catástrofe.

Había llamado inmediatamente a Casale Monferrato, al dueño de la empresa, Santino Panizza.

—¡Me cago en la leche! —gritó—. ¿Por qué tiene que volar siempre tan bajo?

—Porque es lo que prefieren los clientes. Él lo sabe y a veces se pasa.

—Lo sé, lo sé, maldita mala suerte. ¿Qué tal está? ¿Seguro que no se ha hecho daño?

—No se preocupe, se está lavando y dentro de nada, en cuanto me cambie, vuelvo a buscarlo. ¿Puede avisar usted a la Dirección de Linate?

—Sí, llamo yo.

—¿Se acuerda del área de descanso de Oliva Gessi? ¿Donde nos reunimos la semana pasada con Maurizio?

—Sí, me acuerdo, la que está bajo la carretera, con los barriles de agua.

—Exacto. La casa donde cayó el helicóptero está a unos doscientos metros siguiendo por la misma carretera.

—Ahora llamo a Linate y voy para allá inmediatamente. Mejor, cogeré cita para acompañarlos, si no, no van a encontrar el sitio. Tardaremos unas tres horas. Hasta luego.

—Allí estaré.

Al final, Panizza, después del sobresalto inicial, se había mostrado comprensivo. Por lo demás, con ese trabajo, que obliga a los helicópteros a volar entre casas, tendidos eléctricos, y árboles varios, a pocos metros del terreno, sabía que antes o después alguien se iba a chocar con algo. Bastaba una falta de atención de un segundo para provocar un accidente. De hecho, solo se maravillaba de que le hubiera pasado a Edoardo, al que consideraba el mejor y el más atento de sus pilotos.

—Qué pasa, gente —exclamó Edoardo—. ¿Cómo va todo por aquí fuera? ¿Estáis curando al pajarito?

Había salido por la puerta de la cocina y se había parado en la veranda. Alto, envuelto en el albornoz blanco algo pequeño anudado a la cintura, miraba a los presentes con la cara iluminada con una sonrisa irónica. En la mano, entre el pulgar y el índice, sujetaba el puro que le había dado Maurizio y al cual daba unas caladas que luego exhalaba con grandes remolinos de humo.

Maurizio, Carlo y Diego, que estaban cerca del helicóptero, se giraron para mirarlo.

—Has recuperado un aspecto humano —dijo Carlo—. Te habías transformado en el Jolly Blue Giant [02]; de los valles y viñedos del Oltrepò Pavese, el gigante bueno que defiende las vides del mildiu.

Carlo sonreía, divertido al provocar a Edoardo.

—Solo que, ahora que el Jolly Blue Giant ha destrozado el helicóptero, tendrá que colgarse un gagarin [03] a la espalday pulverizar su esencia azul por todas las colinas. Además, ¿no es su trabajo?

Había un tono de reproche en las bromas de Carlo. Estaba contrariado por el accidente. Sabía que ahora empezaría una discusión sobre las responsabilidades de cada uno, y que los inspectores de la Dirección General de la Aviación Civil empezarían a mirar con lupa todas sus operaciones de mantenimiento. Eso le preocupaba.

Edoardo se dio cuenta, pero no se enfadó. Lo entendía, y comprendía sus temores.

—No tienes que preocuparte —le dijo, acercándose al grupo, pero manteniéndose alejado del pantano azul—. Puedo afirmar, delante de todos, que todo ha sido mi culpa. Bajé demasiado y toqué aquel árbol, en el límite del jardín con la viña que estaba fumigando.

Señaló un bonito cerezo con la mano, que desde hacía unos cuantos decenios prosperaba indiferente a las exigencias del vuelo de helicópteros.

—He modificado la posición para subir, pero no pensé que, al hacerlo, la cola habría descendido. De esa manera he acabado tocando una rama. Me he dado cuenta de que se había dañado el rotor de cola. Solo he podido evitar que el helicóptero cayera encima de la casa.

—Gracias. Sabía que eras una persona seria, además de un amigo —dijo Carlo, con expresión de alivio.

—Hoy he aprendido cómo salvarte cuando golpeas un árbol. Menos mal que lo he aprendido en tierra y no a bordo —intervino Diego.

Todos rieron, descargando la tensión.

—No te preocupes por tus lecciones de vuelo. Sigue trabajando bien y te garantizo que las darás todas como estaba programado —lo tranquilizó Edoardo.

—Vale, vale. Ni me lo había planteado.

—Te he traído uno de mis monos —dijo Carlo—. Como los llevo un poco grandes debería valerte. Sale de la lavandería. Si te está cómodo, te he traído también una camiseta, dos calzoncillos y un par de calcetines. Todo limpio y perfumado.

—Gracias, Carlo. Intentaré entrar en tu ropa. Más tarde te lo devolveré todo lavado y planchado.

—Ni se te ocurra. Después de llevarlos tú lo único que se podrá hacer es quemarlo todo.

Un Alfa Romeo Alfetta de los carabineros se paró silenciosamente detrás del Fiat Ritmo.

—¡Demonios! —exclamó Carlo—. ¡Se me ha olvidado llamar a los carabineros!

—Los he llamado yo —dijo Maurizio—. Como el cuartel competente es el de Casteggio y los conozco bien, he preferido llamar yo para explicar bien el lugar del accidente e informar de que no había ningún herido.

—Gracias —dijo Edoardo—. Siempre te anticipas a los problemas.

Mientras tanto, los dos carabineros habían bajado del coche y se habían acercado a ellos.

—Buenas tardes, mariscal, buenas tardes, cadete —dijo Maurizio.

El mariscal, una persona de media edad, bastante alto y con un físico vigoroso que le confería una fuerte presencia, respondió al saludo llevando su mano a la visera. También el cadete saludó con estilo militar.

—Presento yo que os conozco a todos —volvió a decir Maurizio—. El mariscal Adinolfi, comandante del cuartel de Casteggio, y el cadete Scafato. —Después, señalando a sus compañeros—: Él es Edoardo Respighi, el piloto. Como se ve por su mono de vuelo a medida.

El chiste provocó la risa de todos. Edoardo, que llevaba todavía el albornoz dos tallas más pequeño, recogió la ropa y se alejó unos metros, poniéndose de espaldas, para ponerse la ropa interior y el mono que le había traído Carlo.

—Me cambio enseguida, antes de que os divirtáis todos más de la cuenta —dijo.

—Ese tan serio es Carlo Rossi —continuó Maurizio—. El mecánico del helicóptero, y él es Diego Monferrino, un piloto joven que nos está ayudando. Todos saludaron con las típicas expresiones.

—¿Me confirma que solo había una persona a bordo y que nadie ha resultado herido? —preguntó el mariscal a Edoardo, que ya se había vestido. Lo único, seguía llevando las sandalias.

—Nadie, mariscal. Solo estaba yo y estoy perfectamente.

—¿Puede darme todos los datos del helicóptero: propietario, empresa e información del personal? Me refiero a ahora, al momento del accidente.

—Yo se lo doy, mariscal —intervino Carlo—. Tengo todo en el coche. Estamos esperando a los ingenieros de Aviación Civil, que deberían llegar desde Milano Linate junto al titular de la empresa. Si lo desea, mañana le puedo entregar las copias de los documentos del helicóptero.

—Gracias. Mientras tanto ayude al cadete a copiar los datos principales y después le agradeceré enormemente que me facilite las fotocopias.

El mariscal se dirigió a Edoardo de nuevo:

—Un pequeño resumen de lo que ha pasado, sin pretender imitar a los responsables de Aviación Civil, sí que tendrá que hacérmelo. Por ahora me basta que me lo cuente brevemente, pero mañana, dos líneas escuetas, con su firma, las necesito junto con las fotocopias de los documentos.

—Muy bien. Aunque es muy fácil explicar lo que ha pasado.

Edoardo explicó la dinámica del accidente y concluyó con:

—Y ese es el resultado. —Señaló, desconsolado, los restos del helicóptero en mitad del jardín.

—Viendo cómo ha quedado, se puede decir que usted ha tenido mucha suerte —comentó el mariscal.

—Hoy no era mi día —respondió Edoardo, soltando una enorme nube de humo del puro, a la que prosiguió un ataque de tos.

—Ya te había dicho que era demasiado fuerte para ti. Eres demasiado joven —bromeó Maurizio, que le mostró cómo se daban caladas al cigarro, dejando salir el humo por la nariz sin hacerlo llegar a los pulmones—. Solo superficialmente; no hay que respirarlo.

—Un poco de saliva se me ha ido por el otro lado —se justificó Edoardo.

Carlotta apareció detrás de la puerta de la cocina, y se dirigió hacia ellos. Se había puesto otra ropa. Ahora llevaba un vestido con un lazo delante: simple, pero de calidad. Le quedaba bien, y hacía resaltar su cuerpo bien proporcionado. Tenía el pelo castaño oscuro, de longitud media, todavía húmedo después de la ducha, que se iba secando en suaves rizos desordenados a los lados de su rostro. Los ojos, de un bonito color chocolate, tenían un diseño alargado, y las cejas, bien delineadas, resaltaban su dulzura. Una nariz griega acompañaba la mirada de quien la observaba desde los ojos hasta los labios, ligeramente carnosos, que servían de marco a unos dientes pequeños y regulares. En los pequeños lóbulos de las orejas llevaba dos simples anillos dorados, que acompañaba con un collar del mismo estilo. Calzaba unas sandalias con una pequeña cuña que la obligaban a asumir unos andares vagamente perturbadores. Mientras bajaba los escalones de la veranda, sus caderas se movieron capturando la atención de los presentes, sin excepciones. Los hombres se preguntaron cómo habían hecho para no verla antes. Pensaron que se debía al hecho de que su atención se había centrado exclusivamente en el accidente que acababa de ocurrir. En realidad, Carlotta se había transformado, y había sustituido a la mujer de pelo sin vitalidad, vestido estival anónimo y zapatos bajos y anchos por la versión seductora que tenían delante de ellos ahora.

—La señora Bianchi es la dueña de la casa. Nos está ayudando, y soportando, con una paciencia enorme —dijo Maurizio.

—Conozco a la señora; ya nos habíamos visto en algunas ocasiones —respondió el mariscal—. ¿Cómo está? Veo que han intentado demoler su casa.

—Lo más importante es que nadie ha resultado herido; lo demás se puede reparar —respondió Carlotta. Después, mirando a todos, dijo—: Les he preparado algo para comer. He oído que tienen que esperar a unas personas, y he pensado que sería mejor hacerlo sentados en una mesa. No es nada especial, solo una merienda y algo de beber.

—Ya la hemos molestado demasiado... —Maurizio intentó rechazar la invitación, con poca convicción.

—No es ninguna molestia; es un placer. Todo está bien, podemos olvidar lo que ha pasado tomando algo. Son las tres y me da que se han saltado la comida. Me hará feliz, naturalmente, que el mariscal y el cadete se apunten.

—Gracias, señora —dijeron al unísono los dos carabineros mencionados. El mariscal añadió—: Aunque estamos de servicio, se agradece poder comer algo. El cuerpo de Carabineros nos perdonará este pequeño pecado.

Tras estas muestras de cortesía se dirigieron todos hacia la casa de buen grado.

—Aquí fuera. Está todo preparado al exterior. —Carlotta señaló el lado de la construcción donde estaba, a esa hora completamente a la sombra, la veranda amplia, ligeramente elevada con respecto al césped. En su centro había una mesa que ofrecía una gran variedad de comida y de bebidas: salami de Vanzi, coppa de Piacenza, panceta del Oltrepò, queso de producción local, pan y focaccias. No faltaban, dispuestas a lo largo de la mesa, botellas de agua, de cerveza y de vino.

—Siéntense y sírvanse —dijo Carlotta, que entró de nuevo en la cocina. Un poco después, volvió con una tarta de mermelada de melocotón que exhalaba un fuerte aroma, y que colocó sobre la mesa.

—Está recién hecha. He apagado el horno cuando se ha caído el helicóptero. La mermelada de melocotón es casera; la hice el año pasado.

—Entonces está destinada a acabar como el helicóptero: destruida —dijo Maurizio, mientras cogía el cuchillo con la intención de cortar una porción.

En ese momento llegaron, en dos coches distintos, el dueño del helicóptero y dos ingenieros de la Aviación Civil, encargados de llevar a cabo una breve investigación del accidente.

—Comandante, carajo, ¿qué ha hecho? —dijo, en tono serio, pero no duro, el dueño del helicóptero.

Edoardo, que se sentía humillado por los daños causados, se disculpó, avergonzado. Contó el toque con el árbol y la consecuente pérdida de control. Quizá el tamaño de las plantas le había dado unas referencias engañosas.

Los ingenieros le hicieron más preguntas, acumulando todos los elementos necesarios para su informe.

—Pueden sentarse a la mesa —intervino Carlotta, señalando todo lo que había encima—. También los señores que acaban de llegar.

Edoardo la presentó al dueño del helicóptero y a los ingenieros.

—Es muy amable, señora —le dijo Santino Panizza, al tiempo que le daba la mano—. Me tiene que decir lo que le va a costar reparar los daños. El seguro se lo pagará.

—¿Solo por un agujero en el jardín y un poco de tierra contaminada? Es muy poca cosa. Buscaré a una empresa especializada para que retire la tierra. Ahora, siéntense.

Santino apoyó la mano sobre el hombro del piloto y le dijo:

—Vaya mañana a Casale para usar el helicóptero de reserva. Cuidado, que es el último, ¿eh? Si lo perdemos, cerramos y volvemos a los tractores.

—Usaré el Fiat Uno de la empresa y volveré con el helicóptero. En cuanto podamos, iremos a recoger el coche.

—De acuerdo, hagamos así —respondió Panizza, que ya empezaba a mostrar interés por lo que estaba sobre la mesa.

Se sentaron, y empezaron con la tarta, que atraía a todos con su perfume de hojaldre. Lo acabaron muy rápido. Después continuaron con los embutidos y el queso, al revés de lo normal, ya que se suele empezar por lo salado y acabar con lo dulce. Una media hora después el mariscal dijo que su presencia no era necesaria y que se marchaba. Recordó a Carlo y a Edoardo que hicieran fotocopias de los documentos y un breve informe.

—No se preocupe, mariscal. Mañana tendrá todo —confirmó Carlo.

—Gracias, señora Bianchi. Todo estaba muy rico. El mariscal se despidió de Carlotta dándole la mano y esbozando un saludo militar, en un perfecto estilo de galantería militar. Se llevó la mano a la visera dirigiéndose a los demás:

—Buena continuación. —Se marchó junto con el cadete, el cual también saludó de manera militar.

Los ingenieros de la Aviación Civil continuaron su trabajo sin dificultades particulares: no había ningún secreto que descubrir, todo estaba clarísimo, y la versión que había proporcionado el piloto bastó para no requerir una investigación adicional. Por la noche, cuando se marcharon todos, quedaron sobre la mesa de la veranda muchas botellas vacías y algunos restos de comida. La cantidad de dulces, embutidos y queso consumidos, acompañada adecuadamente por vino local y cerveza, había contribuido a la conclusión rápida y benévola de la investigación.

Durante toda la tarde Carlotta se había dirigido a Edoardo de manera formal, sin dejar ver ninguna confianza. Habló con todos, él incluido, tratándoles de usted. Y todos tuvieron la misma cortesía cuando se dirigieron a ella, a pesar de que, al pasar la tarde y llegar la noche las relaciones se habían ido relajando poco a poco. Ella se había dado cuenta de que él la miraba a veces, pero había hecho como si nada. Por una coincidencia particular, de la que no había hablado con ninguno de los presentes, ese mismo día, 21 de junio de 1988, había cumplido cuarenta años.

Ahora, en el silencio de la noche, mientras limpiaba la veranda, se paró para observar la chatarra que antes había sido un helicóptero ágil y elegante.

No me esperaba que me llegaría del cielo un regalo tan bueno, y de una manera tan ruidosa.

A Carlotta le pareció ver mariposas luminosas volando alegres alrededor de los hierros.

No son mariposas, son luciérnagas. Luciérnagas macho. Son ellas las que vuelan, las hembras esperan en el suelo.

Respiró otra vez, casi un suspiro, apoyada sobre la escoba, y después siguió limpiando todo con energía renovada.




II


22 de junio de 1988, miércoles — Recogida del helicóptero accidentado

Al día siguiente, Carlo y Diego llegaron al lugar del accidente temprano. La vista del helicóptero destrozado produjo una impresión extraña a Carlo. Todavía no había digerido bien lo sucedido, quizá porque era el primer accidente en el que, de algún modo, estaba implicado directamente.

Diego también estaba perturbado.

«No era necesario», se dijo.

—Vale, digámoslo. Hasta ayer Edoardo era considerado el mejor. ¿Y ahora? Basta tan poco...

—Tranquilo —le respondió Carlo—. Todos los pilotos, incluso los mejores, tienen algún cadáver en su currículum. —Le puso una mano sobre el hombro y siguió hablando con tono grave—: Para tranquilizarte, puedo asegurarte que te pasará a ti también.

—Vale, vale. No he dicho nada.

Mientras tanto, Carlo había llamado al timbre; no quería entrar sin permiso, ya habían molestado lo suficiente el día anterior, y quería dejar una buena impresión a la dueña de la casa. La puerta de la villa se abrió casi inmediatamente.

—Buenos días. Veo que son madrugadores —los saludó Carlotta, con una sonrisa que mejoró la visión del mundo de los dos.

—Buenos días —respondieron al mismo tiempo. Después Carlo continuó—: Dentro de poco va a llegar un camión; ¿puede entrar por la verja grande? Tenemos que cargar el helicóptero. O, mejor dicho, lo que antes era un helicóptero.

—Hagan lo que más les convenga. Si necesitan usar el baño, o llamar por teléfono, o cualquier otra cosa, pídanmelo. Estoy en casa. —Después añadió, sin darle ninguna importancia—: No he visto al piloto, ¿ha tenido secuelas del accidente?

—No, está bien. Gracias a Dios —respondió Carlo—. Ha ido a Casale Monferrato, a la sede de la sociedad Eli-Linee, para coger otro helicóptero. El dueño, usted lo conoció ayer, tiene uno de reserva, precisamente para estas ocasiones.

—¿Santino Panizza, ese señor tan simpático, alto y con gafas? No me pareció especialmente contrariado por el accidente.

—Sí, es él. En su trabajo, incluso como emprendedor, tiene que aceptar que pueden pasar estas cosas.

Carlotta se tranquilizó al saber que el motivo por el que el piloto no había ido a su casa eran meras cuestiones organizativas. Le había asaltado el pensamiento de que, para él, no hubiera pasado nada importante y que no tuviera interés en volver a verla. Y ahora estaba agradecida al mecánico por haberle dado esa información.

El día de su cuadragésimo cumpleaños no esperaba a nadie. Y nadie había ido a buscarla. Que su marido no diera señales de vida en los eventos no era ninguna novedad, pero ningún otro pariente, ni amigo, o conocido, se había acordado de esa fecha. El destino había hecho que cayera un helicóptero en su jardín, y con el helicóptero, también Edoardo. Había sido una sacudida en su vida, y ella no tenía ninguna intención de desperdiciar este regalo que le había llegado del cielo.

—¿Cuándo volverán a volar?

—Mañana. Casi habíamos acabado, y mañana ya terminaremos este turno de fumigación. Con un poco de suerte conseguiremos mantener la agenda. El lunes que viene empezamos con la siguiente ronda. En este periodo tenemos que hacer una cada semana, y después, si no llueve, disminuiremos la frecuencia.

—Entonces acabarán el veintitrés de junio: perfecto —dijo Carlotta.

—Sí, el veintitrés. Mañana —respondió Carlo, que no entendía por qué era perfecto, pero no pidió explicaciones. En ese momento solo quería acabar con la limpieza del jardín.

—Les dejo algo de beber aquí, en la mesa de la veranda. Si necesitan algo, estoy en casa.

—Gracias. Tomaremos, sobre todo, agua. Hace calor y solo son las nueve. —Carlo hizo el gesto de darse viento en la cara con las manos.

—Señora Bianchi... —Hablaba un hombre de unos cincuenta años, con pelo escaso y gris, y un ligero sobrepeso. Llevaba un delantal amplio de espesa tela verde que le cubría el torso. A su lado había una mujer más o menos de la misma edad, vestida con un estilo anodino, con el pelo teñido de un amarillo ajado y que denotaba un uso evidente de bigudíes.

Ella también la saludó:

—Buenos días, señora. —Tenía un marcado acento de esa región.

—Buenos días. ¿Habéis visto lo que ha pasado? Menos mal que Bruno no estaba en el jardín, como suele ser el caso.

—Uno de los pocos días que no estábamos en casa; si no, habríamos llegado inmediatamente —dijo la mujer—. Ayer era el día de visitar a mi suegra. Pasamos todo el día en Casteggio y volvimos después de cenar. Lo siento...

—Pero ¿qué dice, Mariagrazia? —la interrumpió Carlotta—. ¿Qué es lo que siente? Menos mal que no ha resultado nadie herido, y, de todos modos, no habríais podido hacer nada.

—¿Hoy podemos ayudar? —preguntó el hombre.

—¿Quiere echar una mano a los del helicóptero?

—Será un placer.

—Carlo, perdone —llamó Carlotta.

—Dígame.

—Él es Bruno Vanzi y ella es su mujer Mariagrazia. Me ayudan con la manutención de la casa y el jardín. Él es Carlo, el mecánico del helicóptero. —Se dieron la mano, y la mujer continuó—: Carlo, Bruno se ofrece para echarles una mano. Sabe qué herramientas hay en el taller.

—Su ayuda nos vendrá bien, seguro. Venga, señor Vanzi, vamos a amarrar la chatarra.

—Llámeme Bruno, mejor.

—Yo soy Carlo.

Llegó el ruido de un motor diésel potente desde la carretera, acompañado por unas sonoras imprecaciones. Después vio el camión, y el conductor con la cabeza fuera de la ventanilla para controlar por dónde pasaban las ruedas.

—Estáis locos. Si hubiera sabido cómo es la carretera, no habría aceptado este trabajo. He llegado de milagro y solo porque no había manera de dar media vuelta. Esta carretera es para las mulas, no para los camiones.

—Bueno, ahora, ya que estás, carguemos el helicóptero. Abro la verja y entra en el jardín —dijo Carlo, sin hacer caso de las quejas del chófer. Lo conocía desde hacía tiempo y sabía que, después de las protestas, se pondría a trabajar.

—Ahora que estoy, ahora que estoy... tendría que dejaros metidos en vuestros líos. Pero ahora ya... Solo lo hago por el señor Santino, que es una buena persona.

—Exacto. Ahora, vamos a ello —convino Carlo.

Sobre la una, utilizando la pequeña grúa que había en el camión entre la cabina y el remolque, tanto la carcasa del helicóptero como todos los trozos desperdigados estaban cargados y asegurados. Para evitar que los trozos pequeños se perdieran durante el transporte, los habían cubierto con una lona sujeta con cuerdas a los ganchos fijados a tal efecto en los bordes del remolque.

—¿Es mejor que siga en la misma dirección por la carretera o que dé la vuelta? —preguntó el chófer.

—Siga en la misma dirección. Solo habrá dos curvas difíciles, y después la carretera se ensancha —respondió Vanzi—. Vaya tranquilo, vivo allí abajo y conozco bien el trayecto.

—De acuerdo. Entonces vuelo a Casale con el helicóptero en el remolque. Es más seguro sobre el camión.

—Qué gracioso. Sobre todo, intenta no volcar. Un accidente es más que suficiente.

—Hasta luego.

Carlotta, que había visto las maniobras del camión para salir del jardín, se acercó a la veranda. Carlo y Diego fueron a despedirse.

—Muchísimas gracias por su amabilidad y su paciencia, señora. Hemos quitado todo, pero si encontrase algo, háganoslo saber y vendremos a recogerlo —dijo Carlo, que había supervisado la operación.

—No se preocupen. No es nada, comparado con los problemas que han tenido ustedes...

—No le damos la mano porque las tenemos sucias de grasa —dijo Carlo—. A propósito: según los cálculos de probabilidades puede estar tranquila. Estadísticamente, es muy difícil que vuelva a caer un helicóptero en el mismo sitio. —Extendió el brazo y señaló la colina enfrente—. Es más fácil que ocurra por allí.

Miraron donde señalaba Carlo y solo después comprendieron que era una broma, y soltaron una carcajada.

Esa tarde, Carlotta no se dedicó a su clásica actividad en la cocina. Dejó que se marcharan los señores Vanzi, cogió dos libros de recetas de la pequeña estantería y, equipada con un lápiz y un papel, se sentó en el sofá del salón. Al final del día había preparado un menú completo y la lista de la compra correspondiente. Volvió a la estantería y cogió dos libros que trataban de mitos paganos y ritos chamanísticos: uno era sobre los Druidas de los Celtas, y el otro, sobre la Santería en Haití. No comió nada, pero se preparó una tisana en una taza grande. Volvió al sofá y se sumergió en la lectura hasta bien entrada la noche.




III


23 de junio de 1988, jueves — Invitación a cenar

El jueves por la mañana Carlotta salió pronto con su Austin Mini Clubman. Tenía que ir a comprar todo lo que necesitaba para preparar la cena. Por la ventanilla abierta le llegaba el ruido del helicóptero que había retomado el trabajo sobre los viñedos. Sabía dónde estaba la explanada que usaban para repostar entre vuelos, y se dirigió en esa dirección. Llegada al lugar, se paró a la sombra de un grupo de acacias y bajó del coche.

Edoardo aterrizó después de realizar un amplio viraje. La posición acentuada que impuso al helicóptero con el morro elevado, para disminuir la velocidad antes de bajar hasta el suelo, provocó un flujo de aire contra Carlotta, que estaba de pie a pocos metros de la explanada. El vestido ligero se le pegó al cuerpo, resaltado los senos, los costados, y la curva de las ingles. La evidencia del cuerpo de la mujer, esculpido por la presión del aire, hizo recordar a Edoardo, potentemente, la intimidad de hacía dos días, provocando un inicio de excitación.

En cuanto los patines estuvieron estables en el suelo, Diego se acercó al helicóptero. Edoardo abrió la puerta de la cabina.

«La signora Bianchi ha chiesto di parlarti. La posso far avvicinare?»

«Sì. Stai attento che non si faccia male. Falla venire da questa parte.»

Diegì fece muovere Carlotta ponendo molta attenzione che stesse lontana dal rotorino in coda all’elicottero e che mantenesse il busto basso per avere più distanza dalle pale del rotore principale in movimento.

—Dime.

—La señora Bianchi quiere hablar contigo. ¿Se puede acercar?

—Sí. Ayúdala para que no se haga daño. Haz que venga por este lado.

Diego acompañó a Carlotta llevando mucha atención para que permaneciera lejos del rotor de cola y mantuviese el busto bajo para tener la mayor distancia posible con las palas del rotor principal, en movimiento.

Edoardo dejó la puerta de la cabina abierta.

—Buenos días, qué bonita sorpresa —dijo, con una amplia sonrisa, de las que hacen los hombres que saben que gustan.

—Buenos días. He venido para invitarte a cenar. —Edoardo notó que lo había tuteado.

—¿Esta noche? Lo siento, llegaremos tarde. Tenemos que acabar el trabajo.

—En realidad, solo te estoy invitando a ti, y la hora no importa. Ya sé que tenéis que acabar el trabajo.

—Si es así, iré con placer. Seguro que hará buen tiempo —dijo Edoardo, mirando al cielo.

—Sí, hará bueno. Es la noche justa —dijo Carlotta, con un rayo de luz en sus ojos oscuros.

Edoardo sintió una inquietud extraña, y la atribuyó a esos ojos bonitos.

—Bien. Entonces, ¿a qué hora? Me vendría bien a las diez..., así terminaré de ordenar las cosas del trabajo sobre las nueve y luego podré darme una ducha. ¿Es demasiado tarde?

—A las diez es perfecto —dijo Carlotta. Después añadió—: ¿Cuándo es tu cumpleaños?

—En invierno, ¿por qué?

—Por nada, por curiosidad. ¿Qué día?

—El veintidós de diciembre cumpliré cuarenta y cinco años. ¿Está bien? ¿Soy demasiado viejo? —respondió ligeramente autocomplacido, sabiendo que era ella quien había ido a buscarlo, y tenía un físico de aspecto vigoroso.

—Es una buena fecha. Adiós —dijo Carlotta. Sin añadir nada más dio la vuelta, se despidió de Diego y de Carlo, y se dirigió a su coche.

—Adiós —respondió Edoardo, intentando comprender el sentido de esas palabras.

¿Una buena fecha? Para una cena con una mujer bonita todas las fechas son buenas. ¿O quería decir otra cosa?

Los dos se quedaron mirándola unos segundos mientras se alejaba.

Los depósitos para el fitofármaco ya estaban llenos. Edoardo cerró la puerta de la cabina, aumentó las revoluciones del motor para despegar y salió, descendiendo junto al flanco de la colina.

Carlotta sentía crecer dentro de ella la emoción por el encuentro. Decidió concentrarse en la cena, de la cual tenía bien presentes, en su cabeza, todos los pasos necesarios para su preparación. Encontró algunos productos en las tiendas cercanas, y después fue a una pequeña lechería no muy lejana para comprar requesón de leche de vaca, mascarpone y mantequilla. La calidad se beneficiaba de la bondad de la leche obtenida de pequeños ganaderos que usaban el heno de los prados de la región para alimentar sus propias vacas. El requesón de leche de cabra lo compró en otra lechería, asociada a una granja ovina, a unos veinte kilómetros en dirección de la Liguria.

Los dos requesones servirían para rellenar los tortelli, y la mantequilla, para cocinarlos, y el mascarpone lo usaría para preparar el postre. Valía la pena emplear el tiempo necesario para ir a comprar a esos productores: el resultado le devolvería con creces el esfuerzo.

Cuando volvía a casa se paró en otra pequeña tienda, de una pareja de agricultores, que se encontraba a algunos kilómetros de distancia en la carretera que iba a Montalto Pavese. La mujer tenía una pequeña granja avícola con gallinas, pavos, pollos y pintadas. Todos crecían libres y eran alimentados de manera tradicional. La agricultora recibió a Carlotta con la cortesía habitual.

—Señora Bianchi. Me alegro de volver a verla.

—¿Cómo está, Ángela? Parece que está en forma.

—¿Qué quiere? Una no para nunca de trabajar, y así se está haciendo ejercicio siempre. Luego, cuando me viene el dolor de espalda, entonces se puede ver a una pobre mujer jorobada deambulando por la granja.

—Pero ¿qué me dice, Ángela? ¿Qué toma cuando le duele la espalda?

—Los analgésicos típicos, pero me hacen poco efecto.

—Lo mejor es el reposo. Pero creo que esto ya lo sabe.

—Lo sé, lo sé. Es mi marido quien no lo sabe.

—¿No descansa?

—No, él descansa. No me deja descansar a mí. Se rieron las dos. Las críticas a los hombres siempre tienen un efecto beneficioso para las mujeres.

—¿Qué necesita? ¿Huevos o carne?

—Querría una buena pintada. Viva.

—¿Una pintada viva? Basta con que venga a buscarla cuando la vaya a cocinar y se la tengo preparada, matada y limpia.

—La quiero para mi corral. La dejaré libre en el jardín.

—Bah. Si le hace ilusión. Dígame cuál prefiere. Carlotta señaló a la elegida. Ángela la atrapó, le ató las patas, y se la dio a Carlotta, aconsejándole que llevara cuidado con el pico.

—Las pintadas son malas —dijo.

—Mejor —respondió Carlotta. Pagó y preparó el animal, cuidadosamente, en el maletero de su pequeño coche familiar.

Cuando volvió a su casa, se encontró a los Vanzi en el jardín. Habían preparado una pequeña pira de madera en el centro del prado.

—Buenos días, señora —dijo Bruno—. Hemos preparado la pira... como los demás años.

—Buenos días, Bruno. Gracias. Me parece perfecto. Veo que también habéis arreglado el prado. Se ven muy pocos signos del accidente.

—Creo que no necesita llamar a una empresa especializada. Se vertió muy poca gasolina, y el producto para las plantas es el mismo que se usa en las huertas con las plantas de tomate y de pimiento. Poco a poco el césped se recuperará por sí solo.

—Buenos días, señora —le dijo también Mariagrazia—. ¿Necesita ayuda para descargar el coche?

—No, gracias, lo puedo hacer sola. Lo que es más, podéis iros a casa. Y mañana no necesitaré que vengáis.

—¿Necesita ayuda para encender el fuego? ¿Quiere que venga esta noche?

—No, está bien así. Tengo ganas de estar sola, hoy y mañana. ¡Nos vemos pasado mañana!

El matrimonio Vanzi esbozó una sonrisa y se marchó. Sentían curiosidad por saber la razón de todo ese tiempo libre, pero no querían que se notara.

Hoy ya, dos mentiras; una con la pintada y ahora, con ellos. Tendría que conseguir hacer mis cosas sin necesitad de mentir.

Carlotta descargó el coche y llevó todo a la cocina, excepto la pintada, que dejó, con las patas atadas, en una caja sin tapa en el interior del maletero del coche. Metió el requesón, el mascarpone y la mantequilla en la nevera, y ordenó las demás cosas en el aparador.

Miró el reloj: era mediodía. Decidió relajarse escuchando música y siguiendo con las lecturas que había empezado la noche anterior. En el salón tenía un equipo de alta fidelidad de buena calidad y una discreta colección de discos. Puso en el plato a Harry Belafonte, encendió el tocadiscos y ajustó el volumen. Colocó en su lugar en la estantería el libro sobre los ritos de los Celtas, que había terminado, y se concentró en el libro de las religiones de las comunidades afroamericanas de las Antillas: un libro sobre el vudú.

Más o menos a las cuatro de la tarde, Carlotta fue a su habitación. Sacó del armario un vestido negro, largo y fino, que le llegaba a los tobillos. Al cogerlo, se acordó de cuando, para ir al teatro con su marido, se lo había puesto por la primera vez. El contacto con el tejido le recordó la emoción que había sentido durante la representación de la ópera de Wagner Las hadas.

Había conservado el vestido y, cuando se había mudado a la casa de campo, lo había puesto junto a las cosas que se iba a llevar. Le gustaba ponérselo de vez en cuando, en verano, pero no sabía bien por qué. Algunas mañanas lo encontraba arrugado, una señal evidente de un uso que ni siquiera recordaba.

Se quitó el vestido, los zapatos y la ropa íntima. Se puso el traje negro, mirándose en el espejo de cuerpo entero que estaba en la pared al lado del armario. Se quedó descalza. Volvió a la cocina, donde cogió, de un cajón, un cuchillo grande, y, después se dirigió al garaje. Abrió las puertas traseras de su Mini y cogió la pintada por las patas. Se dirigió a la veranda. Estaba convencida de que podía hacer algo para ayudar al destino, para hacer que ese interés, esa atracción, se convirtiera en una relación indisoluble. Desplazó la mesa del medio de la veranda y la pegó a la pared de la casa. Puso la pintada encima. El animal se agitó un poco, pero después se calmó, casi con resignación.

Carlotta había nacido el día del solsticio de verano. Quizá por esta razón siempre había sido sensible al aspecto mágico de la naturaleza. El hecho de que el helicóptero hubiese caído en su jardín justo ese día y que el piloto se hubiera sentido tan atraído por ella le parecía un evidente signo sobrenatural. También la fecha de nacimiento de él, el día del solsticio de invierno, la percibía como un elemento en una lógica de signos del destino. Esa mañana, se lo había preguntado al piloto con la intuición de que era una fecha importante que habría contribuido a aclarar ese sentido de inevitabilidad que ella sentía en las cosas que estaban ocurriendo. Y la respuesta había sido una confirmación de sus sensaciones.

Se dejó envolver por un velo ligero y agradable de sensaciones mágicas, y se instaló en su «sueño de una noche de verano» personal, donde los confines entre la realidad y el sueño se disolvían y se confundían.

Cogió cuatro velas grandes, de esas amarillas con la cera en un tarro de base ancha y que se usan en el exterior para ahuyentar a los mosquitos. Encendió las mechas y las colocó en los cuatro lados de la veranda. Cogió las gafas de sol Ray-Ban, que estaban sobre la balaustrada. Eran del piloto; las había perdido durante el accidente. Carlotta las había encontrado en el jardín después de que se hubieran llevado el helicóptero, y las había conservado. Las puso en el suelo, en el centro del porche. Con la mano izquierda cogió el cuello de la pintada, sujetándola contra la mesa de madera, y con la derecha, con la que sujetaba el cuchillo igual que un verdugo que va a ejecutar a un condenado, dio un golpe seco para cortarle el cuello justo por encima de donde la sujetaba. Mantuvo el agarre y, mientras acababan los espasmos del cuerpo del animal, caminó con paso rápido alrededor de la veranda, dejando que la sangre cayera por todo el perímetro. Después volvió al centro del porche, se puso justo encima de las gafas, y dejó que la sangre cayera sobre ellas.

Carlotta se sentía invadida por una energía eufórica. Todo lo que hacía le venía de manera natural: estaba pidiendo a las fuerzas de vida, que ella sabía que existen, alrededor y dentro de nosotros, que la ayudaran, y sabía que sería escuchada. Esa especie de rito era el resultado del recuerdo de sus estudios y de las lecturas de la tarde y noche del día anterior. Dijo, a media voz, con tono monótono, mirando las gafas como si fueran los ojos de Edoardo:

—No verás a nadie más que a mí, no verás más que mis ojos, no verás más que a través de mis ojos. —Después quitó la mirada del suelo y la levantó hacia el cielo. En la misma posición, justo encima de las gafas, levantó el vestido hasta descubrir sus muslos, y separó las piernas—. Beberás solo de mí, comerás solo de mí, te saciarás solo conmigo.

Así terminó ese rito, mezcla de religión y paganismo, de superstición y de espiritualidad. Tiró la cabeza de la pintada al cubo de basura y fue al garaje, donde colgó el cuerpo del grifo del lavabo para que terminara de desangrarse. Cogió dos trapos, llenó un cubo de agua, y volvió a la veranda, de la que limpió cuidadosamente toda mancha de sangre sin dejar trazas. Apagó las velas, volvió a colocar la mesa en el centro y puso encima, también perfectamente limpias, las gafas.

Empezó a preparar la cena, empezando por el postre. Sacó el mascarpone de la nevera (doscientos gramos), lo colocó en el bol y lo trabajó con una cuchara de madera hasta conseguir una consistencia cremosa. Cogió dos vasos para postres y los llenó hasta la mitad con la crema del mascarpone. Abrió dos tarros de Mostaza de Voghera, la llamada «mostaza de fruta [04] (#litres_trial_promo) y vertió el contenido sobre el mascarpone, dejando caer también parte del líquido dulce y al mismo tiempo picante. Introdujo el dedo en la fruta macerada y lo chupó.

Edoardo, quiero besarte con la boca embadurnada de esta mostaza y quiero que tu boca busque mi dulce y mi picante.

Abrió la nevera y metió los vasos con el postre.

Esto ya está listo, ahora preparamos el relleno de los «tortelloni».

Quería hacer el relleno según la histórica receta boloñesa, que incluía un poco de ajo. No le gustaba a todo el mundo, pero a ella le encantaba ese aroma, y estaba segura de que le gustaría también a Edoardo. Abrió los dos paquetes de requesón, un bote de leche de cabra y uno de leche de vaca, y cogió cien gramos de cada una. Trituró finamente media cabeza de ajo, y añadió un puñado de perejil. Mezcló todo en una tarrina, con treinta gramos de queso parmigiano reggiano rallado, una yema de huevo batido y una pizca de sal.

Mientras mezclaba el relleno, el recuerdo de ellos en la ducha había aumentado su deseo, ya estimulado por el líquido de la mostaza. Carlotta añadió un poco de su fluido íntimo, generado por el recuerdo del amor con Edoardo, al relleno de los tortelloni. Recordó todo lo que había dicho en la veranda.

Esto lo origina mi amor, lo encontrarás en tu comida y lo querrás siempre como tu alimento.

Metió el relleno en la nevera, dentro de un plato hondo cubierto por otro plato.

Cogió doscientos gramos de harina de grano blando de tipo «0» y los dispuso como un monte en el banco de madera que estaba sobre la mesa robusta que había querido tener en la cocina para poder trabajar sobre una base estable.

Hizo un agujero en el centro de la harina y rompió un huevo dentro, con mucho cuidado para que no cayera dentro ni un trocito de cáscara. Lo batió delicadamente con un tenedor, y después empezó a mezclarlo todo con cuidado, amalgamando la harina con los dedos y ensanchando poco a poco el cráter central. Carlotta no usaba la amasadora, le gustaba usar las manos. Podía reconocer la consistencia de la masa y saber cuándo la proporción entre la parte líquida y la harina era correcta. Tampoco usaba sal, según el estilo de la región de Emilia Romaña. Cuando el borde de la fuente [05] se redujo al mínimo posible para contener la parte más líquida en el interior, recogió, con el canto de la mano, la harina de los bordes externos y tapó el cráter. Trabajó la masa lejos de las corrientes de aire para que no se secara, unos cinco minutos más. Al final le dio la forma de un pan, que dejó reposar en una tarrina cubierta.

Fue a buscar la pintada al lavabo del garaje, donde la había dejado goteando sangre. Cuando volvió a la cocina la sumergió durante unos segundos en una cazuela llena de agua hirviendo para que fuera más fácil desplumarla, operación que le llevó unos veinte minutos.

Empuñó un cuchillo de lama fina y bien afilada e hizo un inciso en la parte baja del vientre para poder sacar las vísceras. Después quitó el cuello, las patas, la cola y la grasa alrededor de esta. Cortó las alas, los muslos y los contramuslos. Dividió en dos partes el pecho y el busto. Ahora tenía delante de sí los trozos de la pintada. Cogió una gran cacerola de acero de debajo del banco de cocina. Preparó una mezcla de ajo, romero y salvia e hizo un sofrito con una generosa dosis de aceite de oliva extra virgen del Golfo de Tigullio. Pasó los trozos de la pintada sobre la llama, para asegurarse de eliminar todos los restos de plumaje.

Volvió a abrir la nevera grande, y extrajo un buen trozo de la suave, dulce y deliciosa panceta del Oltrepò. La colocó con cuidado sobre la plataforma de la máquina de cortar a mano, sólidamente anclada al mueble bajo de la cocina, empuñó el mango y lo giró con decisión, provocando el movimiento alternado de la plataforma. Paró cuando tuvo una loncha para cada trozo de carne de la pintada.

Introdujo los trozos de carne, envueltos cuidadosamente en la panceta, en la cacerola donde se refreían las hierbas.

Añadió una loncha de más y una salchicha con especias desmigada.

Cogió un limón de Sorrento que un frutero de Casteggio tenía la costumbre de conseguir para ella y otros pocos clientes. Cortó algunos trozos de cáscara sin la parte blanca y los puso en la sartén. Después exprimió medio fruto y lo añadió al preparado. Dio la vuelta a los trozos de la pintada, con cuidado para no separarla de la panceta y, cuando estuvo todo bien dorado, lo cubrió hasta la mitad con vino blanco Riesling típico de la zona.

Después de unos tres cuartos de hora el líquido se había absorbido y la pintada estaba en su punto. Carlotta apagó el fuego y dejó la cacerola, cubierta, donde estaba.

La actividad física necesaria para las operaciones de cocina era un elemento importante en el equilibrio que Carlotta había encontrado en los días, todos iguales, una vez agotado su matrimonio, y después de todos los intentos de relaciones afectivas interrumpidas forzosamente. Le gustaba trabajar en la cocina, y los resultados que obtenía con sus acciones le resultaban muy gratificantes. La comida nacida de su esfuerzo, ligada a los productos de la tierra y al ciclo de las estaciones, la unía al sentido profundo de la existencia. La nutrición del cuerpo como cura del contenedor del alma: así percibía su trabajo.

A las ocho y media decidió que podía hacer los tortelloni. No podía pasar demasiado tiempo entre el final de su preparación y su cocción.

Cubrió el plano de trabajo con harina y colocó encima la masa que había dejado reposando. Sacó el rodillo del armario. Lo cogió con las dos manos muy cerca la una de la otra. Separó los antebrazos, con los codos separados del cuerpo, para que la presión sobre el rodillo viniera de la parte de la palma bajo el dedo pulgar. Carlotta acompañó la fuerza de sus manos con movimientos alternados de la cadera; así ejercía presión sobre el rodillo sin sujetarlo.

No sucederá otra vez. No lo permitiré.

Sincronizó la alternancia de la presión sobre el rodillo con el recuerdo de los movimientos rítmicos de Edoardo.

Con fuerza y control, extendió la masa hacia el exterior, girándola cada veinte segundos un cuarto de giro. Cuando el espesor de la masa fue tan fino que era casi transparente, la cortó en cuadrados no demasiado grandes: alrededor de ocho centímetros de lado. Sacó el relleno de la nevera y colocó una porción del tamaño de una nuez pequeña en el centro de cada cuadrado. Preparó dos docenas, que cerró rápidamente, para evitar que el relleno se secara. Primero los dobló en forma triangular, apretando sobre los bordes, después giró las solapas alrededor del dedo índice, superponiendo los dos extremos, sobre los que presionó, para que se cerraran bien. Resultó la forma clásica de un tortello. Los dejó en la nevera, encima de una bandeja espolvoreada con sémola de grano duro, para evitar que se quedaran pegados.

Para la preparación de la mesa usó un mantel y unas servilletas blancas, sin bordados, y vajilla también blanca, de buena calidad y de diseño simple. Unos vasos de proporciones variables y los clásicos cubiertos de acero de forma cómoda completaron la presentación.

Carlotta puso en el compartimento menos frío de la nevera los vinos rosados que pensaba servir. Sabía que no era conveniente hacerlo, pero supuso que una hora de enfriamiento no les haría daño, sino que los haría más agradables en esa cálida noche de junio.

Después pudo centrar su atención en el cuidado de su aspecto. Fue al cuarto de baño y se liberó del vestido largo que todavía llevaba. Entró en la ducha. El recuerdo de Edoardo y ella dos días antes le provocó un temblor que subió desde sus costados hasta la nuca. Abrió el grifo y dejó que el masaje del agua relajase sus músculos, mientras se abandonaba a sus pensamientos. En un cuarto de hora acabó con el aseo y fue al armario. Le habría gustado ponerse el mismo vestido, pero se había ensuciado con la sangre de la pintada. El escotado ya se lo había puesto el día del accidente. ¿Qué podía ponerse para la noche de San Juan con Edoardo? Su guardarropa, que llevaba mucho tiempo sin renovar, no le dejaba mucha elección. Al final se decidió por una falda coloreada, larga y cómoda, de aspecto vagamente gitano, y una camisa blanca liviana con mangas anchas e hinchadas. A los pies se puso las mismas sandalias con cuña que llevaba el día del aperitivo que ofreció después del accidente. Y eligió los mismos anillos de oro como pendientes, combinados con el collar.

Buscó qué tenía para maquillarse. Abrió los muebles y miró en su interior. Al final solo usó un lápiz de ojos negro, con el que acentuó el contorno de sus ojos, un pintalabios, que usó con moderación, y un esmalte de uñas para las manos y los pies. Tanto el pintalabios como el esmalte eran de un bonito rojo bermellón, y combinaban bien con uno de los colores de la falda. El pelo había sido sometido al tratamiento clásico: lavado y dejado secar solo, y se había ordenado a los lados de la cara formando unos rizos suaves. No miró el resultado final de los cuidados hechos a su persona en el espejo. Tenía miedo de no gustarse.

Me tiene que ver con sus ojos, tiene que verme a mí y dentro de mí, mi corazón con su corazón.

Pensó en las gafas de Edoardo, que esperaban encima de la mesa de la veranda.




IV


La cena

Se había hecho de noche poco tiempo antes. La luz del crepúsculo, esos días, era persistente. Carlotta acababa de encender las cuatro velas, colocadas a los lados de la veranda, cuando oyó el ruido de un coche que se paraba delante de la casa. Fue a la puerta peatonal del jardín.

—Bienvenido.

—Buenas noches, Carlotta —respondió Edoardo. Se inclinó para darle un beso en la mejilla, y después le dio un ramo de flores—. Para ti. Espero que te gusten.

—Es muy bonito. ¿Cómo lo has hecho? Las floristerías están cerradas a estas horas.

—Con nuestros horarios, estamos acostumbrados a prepararnos con antelación. He llamado a una tienda de Casteggio y he pedido que me lo llevaran a la base del helicóptero. Lo he comprado por teléfono, fiándome de las explicaciones que me daban.

—Lo has hecho muy bien —dijo Carlotta. Después, señalando la botella que Edoardo tenía en la mano, añadió—: ¿Y eso?

—Un brut de pinot de la zona, para el aperitivo. —Enseñó la etiqueta, y luego continuó—: He pensado que podría estar bien. Está a la temperatura justa. —La sonrisa de Edoardo hizo desaparecer las últimas reservas de Carlotta.

—Hay vasos encima de la mesa en la veranda. Sírvelo tú, que yo tengo que volver a la cocina. —Desapareció en el interior de la casa.

Cogió la botella de tomate triturado que había preparado en agosto del año anterior: tomates de distintas variedades, sal, unas hojas de albahaca y nada más. Puso una buena cantidad en una cazuela que puso a fuego bajo. Sacó el bloque de mantequilla que había comprado esa mañana de la nevera y lo dejó sobre la mesa. Una cazuela casi llena de agua puesta a calentar completó el principio de la preparación.

Volvió al porche. Edoardo había cogido los vasos y había preparado la botella del brut espumoso de pinot.

—¿Estás lista? No podré retenerlo mucho más. —Con una presión ligerísima sobre el tapón lo hizo saltar, y salió un chorro de espuma, que dirigió al interior del vaso de champán—. Sé que no debería salir disparado, pero es mucho más divertido. —Le dio un vaso a Carlotta y lo tocó con el suyo—. A ti, a nosotros, a la noche de San Juan.

—Sí —dijo Carlotta—. A nosotros y a esta noche de San Juan. —Bebió echando la cabeza hacia atrás. Su pelo se alejó del cuello, descubriéndolo. Edoardo tuvo el impulso de ir a besarlo.

«Tranquilo, Edoardo, ¿no has visto nunca un cuello de mujer?»

—Pero ¡estas son mis Ray-Ban!

—Las encontré en el jardín. No están rotas, y las he limpiado. —Carlotta se sentó de lado encima de Edoardo, cogió las gafas y se las puso, dejándolas sobre la punta de la nariz, para poder mirarlo a los ojos de cerca. Le susurró—: Dan suerte. Acuérdate de llevarlas siempre; tienes que ver el mundo a través de ellas.

Le dio un beso suave. Edoardo sintió los labios húmedos refrescados por el espumoso. Notó cómo el cuerpo de ella se apoyaba contra el suyo, y sintió el perfume proveniente de sus senos cálidos.

«Oh, dios mío... peor que el cuello...».

—Es un vino que nos sostendrá con su fuerza: me gusta esta referencia a la fuerza que da la madre tierra a sus hijos —dijo Carlotta, leyendo el nombre de la etiqueta—: Anteo. —Después siguió leyendo las características—: Método Martinotti [06], efervescencia fina; color amarillo pajizo con reflejos brillantes; buqué fresco y elegante con notas iniciales de pan fermentado y finales de cítricos; sabroso, equilibrado, con buena persistencia. Es lo mínimo que podemos esperarnos de un producto de la tierra con este nombre —añadió Carlotta—. Tomaré un poco más, tengo que ser fuerte.

Edoardo llenó los vasos. Bebieron mirándose a través de las burbujas.

—Voy a buscar el primer plato. —Carlotta le dio otro beso y se levantó, recorriendo la cara de Edoardo con una caricia de su mano. Veía claramente el efecto que había provocado y eso la hacía feliz. Edoardo sintió indistintamente cómo le subía el pulso. La miró alejarse y después se sirvió otro vaso de espumoso.

Sacó los tortelloni de la nevera y los echó en el agua salada que hervía. Apagó el fuego de la cazuela con el tomate triturado y añadió un trozo generoso del bloque de mantequilla. Después de unos minutos los tortelloni estaban listos; los recogió con la espumadera y los depositó en una sopera junto con la salsa de tomate y mantequilla. Cogió un plato, en el que colocó un trozo de queso parmesano curado y un rallador. Llevó todo al porche.

—Aquí estoy —dijo Carlotta, satisfecha. —Cogió un cucharón para servir y puso una docena de tortelloni en el plato de Edoardo—. Tortelloni de requesón condimentados con mantequilla y oro, Bononia docet [07]. El parmesano está a parte, puedes rallar la cantidad que quieras, pero se aconseja que sea entre poco y nada. Para el vino, podemos seguir con tu brut; en mi opinión, es perfecto.

Edoardo había trabajado todo el día y solo había comido un bocadillo a mediodía. Se lanzó sobre los tortelloni con la misma energía que la que dedicaba a volar con el helicóptero sobre los viñedos. Y con la misma energía se los comió todos.

—Buenísimos. ¿Me equivoco, o hay una nota de ajo? Una maravilla.

—Esperaba que te gustaran con el ajo —dijo Carlotta.

—¿Es una broma? Me encanta el ajo, y... las mujeres que huelen a él. —Dejó de hablar y se desplazó hacia Carlotta, que estaba a su derecha en la mesa, que había puesto para que comieran en dos lados adyacentes. Hizo un gesto como si la olfateara y luego la besó. Pasó su lengua sobre los labios de ella, como para limpiarlos. Puso un dedo en la sopera, recogió un poco de salsa y lo puso en la boca de ella, que la cerró a medias para permitirle meter el dedo lo mínimo para que ella pudiera chuparlo. Le dio un beso largo con la lengua, que movió junto a la suya en esa mezcla de mantequilla y oro.

—Tienes un sabor buenísimo —dijo.

—Tú también —dijo Carlotta—, y yo puedo decirlo con conocimiento de causa.

La alusión, directa y maliciosa, tuvo un efecto demoledor sobre Edoardo. Se levantó, encontró el interruptor de la luz al lado de la veranda y la apagó, dejando que la única iluminación fuera la de las débiles llamas de las cuatro velas en las esquinas. Volvió al lado de Carlotta y dijo:

—Esta es una condición de desigualdad que tiene que ser corregida inmediatamente.

Giró su silla, de manera que no estuviera mirando a la mesa, se arrodilló delante de ella y metió las manos bajo la falda, subiendo desde las pantorrillas hasta los muslos y más arriba aún. Sintió que Carlotta separaba las piernas para facilitar sus acciones. Se dio cuenta de que no llevaba ropa interior. Llegó con las manos hasta la cadera y tiró de ella hacia sí, haciéndola adoptar una posición medio tumbada en la silla. Subió la falda hasta la cintura para descubrir su sexo, que se abrió rosa y húmedo en medio del negro del pelo exuberante. Edoardo sumergió su boca en él y lo probó, adaptándose a los movimientos que ella imprimía a su cadera.

Sintió sus manos sobre la nuca y oyó sus palabras:

—Querido... querido. Bebe de mí... tendrás sed de mí.

Después, las mismas manos lo detuvieron.

—Ya está bien. Ahora que conoces mi sabor, podemos comer el segundo plato. ¿Qué te parece?

Edoardo la miró y sonrió.

—Es un placer mirarte desde esta perspectiva —dijo.

—Después podrás mirarme desde todas las perspectivas que quieras —respondió Carlotta, dándole un golpecillo sobre la nariz con su dedo índice.

Se levantó y se fue a la cocina. Sacó las botellas de vino de la nevera y las acercó a la puerta:

—Abre el vino, uno de los dos, que se ha acabado el brut y, de todas maneras, ahora es mejor cambiar.

Edoardo eligió una botella y dejó la otra en una mesa de servicio que estaba cerca. La destapó y la puso en la mesa.

Carlotta encendió un fuego fuerte bajo la pintada. Tenía que calentarla un poco. Después de calentarla rápidamente, apagó el fuego. Decidió llevarla a la mesa directamente en la cacerola.

Edoardo había llenado dos copas de vino hasta la mitad.

«Buttafuoco» [08] con la pintada —dijo—. Esta es mi elección.

—¿Te has dado cuenta de que lo he enfriado ligeramente? Espero que no te moleste, a pesar de que los expertos lo desaconsejan.

—Es una buena idea. Solo está un poco más frío de la temperatura aconsejada.

—¿Por qué has elegido el Buttafuoco?

—Me ha hecho pensar que tiene algo de tu impresión.

—¿Mi impresión? —Carlotta cogió la botella y encendió la luz que Edoardo había apagado.

Giró la botella y leyó la etiqueta.

—De color rojo rubí vivaz con reflejos violáceos. —Miró a Edoardo—. Diría que, por su aspecto, debería ser más bien un rosado.

—He dicho de tu impresión, no de tu aspecto —rebatió Edoardo con tono serio.

—En nariz —continuó Carlotta—, buena intensidad, penetrante, con una nota ligera de regaliz, mermelada de grosellas con matices especiados. ¿Entonces?

—Buena intensidad, penetrante, matices especiados y una nota de regaliz. Confirmado. No me acuerdo de cuál es el perfume de las grosellas, así que sobre eso no me pronuncio. Si tienes jugo podré comprobarlo.

Carlotta siguió leyendo.

—En boca: completo, redondo, robusto. —Lo miró con esa expresión que solo las mujeres saben adoptar. Esa mezcla de inocencia y malicia que impide dormir a los hombres—. Ahora sí que puedo afirmar que me recuerda a ti.

Cogieron las copas. Él lo olió y dijo:

—Mmm... es justo así: impresión de regaliz. Ella bebió un sorbo y añadió: —Mmm... es justo así: completo y robusto. —Rieron los dos y se sirvieron tanto trozos de pintada como vasos de vino.

¿Desde cuándo eres piloto? ¿Te gusta? ¿Dónde vives? ¿Estás casado? ¿Dónde trabajas normalmente? ¿No preferirías volar para llevar de paseo a los ricos? ¿Es peligroso volar sobre los viñedos? ¿Tienes novia? ¿Con cuántas mujeres has estado? ¿Tus padres?

¿Por qué vives sola? Sé que estás casada, pero ¿dónde está tu marido? ¿Dónde has aprendido a cocinar tan bien? ¿Tienes hijos? ¿Sabes que eres guapísima? Casi, casi, doy gracias de haber tenido el accidente, si no, no te habría conocido. ¿Has estado con otros hombres?

Las típicas preguntas que se hacen al principio de una relación que se percibe como importante. Con la disminución de la pintada en la cacerola y del Buttafuoco en la botella aumentó, en proporción inversa, el conocimiento que cada uno tenía del otro. O, mejor dicho, el conocimiento de todos los hechos y situaciones que definen la imagen que los demás se hacen de otra persona. No hablaron de sus aspectos más íntimos, más protegidos. Esos, apenas habían empezado a explorarlos con sus relaciones sexuales.

—No he entendido bien cuántas novias has tenido. ¿O a lo mejor lo has dicho y no lo he oído? —preguntó Carlotta.

—Pocas, se cuentan con los dedos de una mano.

—¿Usando una calculadora?

—No, mujer... no me acuerdo bien, pero habrán sido dos o tres.

En realidad, Edoardo jugaba con el significado legal de noviazgo, y no lo entendía (o no quería entenderlo), según el sentido de la pregunta, es decir, con cuántas mujeres había flirteado, o con cuántas se había acostado.

—Y tú —continuó, fiel a la teoría de que la mejor defensa es un buen ataque—, me has dicho que, además de tu marido ha habido otros, pero decir que has sido evasiva es poco. ¿Puedes contarme algo más?

—Te lo diré en cuanto pueda. Dame tiempo y sabrás todo de mí. —La expresión de Carlotta y su tono de voz se habían vuelto serios, y Edoardo no quiso insistir. Así evitó también entrar en el asunto del número de sus novias.

Volvieron, podría decirse que de común acuerdo, a la comida que estaba en la mesa. Empezaron a comer con las manos. El buen sabor de la carne de la cazuela, comida así, realzaba todo su valor. Edoardo no se retuvo y usó un trozo de pan de miga blanda para rebañar el jugo delicioso del fondo de la cazuela.

—Llévatela, por favor. Sería capaz de secarla —dijo, chupándose los dedos para quitar los restos de salsa.

—Supongo que podemos pasar al postre —dijo Carlotta—. Sigue haciendo de invitado y trae el vodka que está en el congelador.

—¿Vodka? ¿Con el postre?

—Ya verás.

Carlotta volvió con los dos vasos llenos de mascarpone y mostaza, colocados en medio de un plato en el que había puesto también una pequeña rodaja de gorgonzola fresco y suave, y algunos trozos de nueces.

Edoardo, que la había seguido hasta la cocina, sacó la botella de vodka y los vasos de licor del congelador.

—La combinación con la mostaza era muy difícil. He pensado en el sabor simple, limpio y fresco del vodka Moskovskaya y a su carácter suave y envolvente, carente de aspereza. Te propongo que seas mi cobaya en este experimento.

—Me encantará ser el cobaya de todos tus experimentos. ¿Cómo piensas usarme esta noche? ¿Tienes en mente experimentos muy científicos?

Carlotta sonrió y se acercó para besar a Edoardo. Fue un beso largo.

—Vamos con el postre, que dentro de poco van a ser las doce —dijo.

—¿Por qué? ¿Tienes que marcharte a medianoche, antes de que la carroza se transforme en calabaza? Déjame ver tus escuderos —dijo Edoardo, haciendo como que iba hacia la huerta.

—No, no hay nada especial. Solo, que había pensado hacer el amor contigo a medianoche —respondió, sonriendo, Carlotta.

—Entonces, vamos. Démonos prisa. No podemos faltar a nuestras obligaciones —dijo Edoardo, con énfasis.

Llenó una cuchara con mascarpone y mostaza. La metió en la boca, y quedó maravillado por la armonía de los sabores que probaba por primera vez. Con el vaso de vodka congelado, los sabores se diluyeron, dejando la boca preparada para la siguiente porción.

Después de dos cucharadas de mascarpone con mostaza, probó, en la siguiente, a añadir un trozo de gorgonzola y uno de nuez, aportando una variedad sorprendente a los sabores, y predisponiendo de nuevo la boca a la limpieza con el vodka. Con el tercer vaso de vodka acabaron el postre.

—Mira las hogueras de los campesinos —dijo Edoardo, señalando una serie de fuegos que veían brillar dispersos por todas partes, en la oscuridad—. Estas viejas costumbres son hermosas —continuó.

—Sí —dijo Carlotta. Después, acercó su silla y apoyó la cabeza sobre su hombro—. Yo también la hago todos los años. Le he pedido al campesino que me ayuda con el jardín que me prepare una. Es hora de encenderla. ¿Me ayudas?

En el centro del césped había una pequeña pira formada por ramas secas de varios tamaños. Carlotta se levantó, cogió una de las velas, y se dirigió hacia la pira protegiendo la llama con la mano. Se inclinó sobre la pira y encendió unas hojas de papel y unos trocitos pequeños de leña en la base del montón. Poco después, una llama enorme iluminó esa zona del jardín. Edoardo no pudo evitar ver que se encontraba justo donde él había caído con el helicóptero.

—Qué curioso, el otro día estaba mi helicóptero en el sitio de la hoguera. Menos mal que no se incendió. Mejor quemar la leña del jardín.

—Sí. Este año ha habido muchas coincidencias —dijo Carlotta.

Edoardo sacó un cigarrillo del bolsillo de su camisa. Le había gustado el puro Toscano, pero prefería el humo más suave y aromático de sus pitillos holandeses. Lo encendió con la llama de un trozo pequeño de madera. Carlotta observó cómo realizaba ese gesto simple.

Es guapo, y me está destinado.

—Ven, vamos a buscar hierbas para quemar.

—Había comprendido que el programa era distinto.

—Ven a la huerta, hay hierbas aromáticas.

Edoardo la siguió, divertido. Le gustaba esa chica, esa mujer. Y, cuando era misteriosa, le atraía todavía más.

—Anda, toma: un ajo, un cebollino, menta, una ramita de romero, verbena, un poco de ruda y, por supuesto, hipérico, que crece espontáneamente en los bordes de mi jardín.

—¿Hipérico?

—Sí, la hierba de San Juan, para ahuyentar a los diablos.

Carlotta le frotó las flores en la nariz. Se quitó las sandalias y siguió andando descalza. Edoardo estaba fascinado por esa imagen, que lo excitaba. Sabía que no llevaba ropa interior, y se la imaginaba desnuda bajo la falda. La camiseta blanca dejaba entrever unos senos bastante grandes y sostenidos. Los pezones, que se habían endurecido, se estampaban insolentes contra la tela ligera. Su manera de andar sin las sandalias le daba un aire selvático que lo embrujaba.

—Acércate —dijo Carlotta.

—¿Por qué quemas las hierbas?

—Para que sigamos teniendo buena salud, realicemos nuestros deseos y ahuyentemos a los diablos. Todos menos uno.

Se rio, pero estaba seria. Al menos, él tuvo la sensación de que hablaba con ligereza de cosas importantes.

Carlotta había cogido la mano de Edoardo y se había sentado en la hierba con las piernas cruzadas, como los indios. Le invitó a que se sentara igual que ella, a su lado. Lentamente, cogía las hierbas del racimo y las tiraba al fuego. Después dijo, o más bien recitó:

—Pido que no se canse de mí, pido que me busque siempre, pido que no tenga más mujeres que yo.

Edoardo no dijo nada. Daba pequeñas caladas al cigarrillo, dejándose envolver en su aroma del humo. La miraba fascinado y ligeramente asustado. La mujer, cuyo semblante estaba iluminado por las llamas de la hoguera, parecía estar envuelta en un aura misteriosa, y la atmósfera lo tenía intrigado.

—Pido que se cierre el círculo. Pido que se acabe la persecución y que sea libre de amar —continuó Carlotta, tirando las últimas hierbas en las llamas.

Edoardo no entendía el sentido de esas palabras, pero sintió cómo la atracción por ella se extendía por todo él. Tiró el cigarrillo a la llama de la hoguera, la abrazó y la besó, mucho rato. Degustó sus labios, su lengua. Le besó el cuello y los hombros. Le acarició el rostro, los costados. La hizo tumbarse sobre la hierba al lado del fuego, le levantó la falda y siguió besándola el vientre y los muslos. Le desabrochó la camisa y besó sus senos y sus pezones. Se puso de pie, se quitó los zapatos y la camiseta y se bajó los pantalones y el bóxer.




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Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín Giovanni Odino
Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín

Giovanni Odino

Тип: электронная книга

Жанр: Эротические романы

Язык: на испанском языке

Издательство: TEKTIME S.R.L.S. UNIPERSONALE

Дата публикации: 16.04.2024

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