La Tragedia De Los Trastulli
Guido Pagliarino
Italia, años 60 del siglo XX: Una serie de delitos y de desgracias afectan inevitablemente, sin solución de continuidad, uno por uno, a los miembros de una familia de conocidos comerciantes turineses, como si fueran personajes de una tragedia griega, que, de forma irremediable, continúa desarrollándose, episodio tras episodio, sin verdaderos culpables, con un padre y un hijo, ambos de carácter noble y sus familiares no innobles.
Italia, años 60 del siglo XX: Una serie de delitos afectan inevitablemente, uno por uno, a los miembros de una familia de conocidos comerciantes turineses, los Trastulli, cuya pareja de cabezas de familia participó en la lucha de Liberación del nazifascismo y ocultó y protegió a judíos buscados por las SS en los años más oscuros. Una verdadera tragedia vital que arrolla a los miembros de la familia, causada por acontecimientos superiores incontrolables, como la gravísima crisis económica del trienio 1963-1965, que, desatándose inesperadamente, convulsiona dramáticamente la economía italiana, interrumpiendo el llamado milagro económico, es decir, la sorprendente expansión de Italia iniciada en los años 50 y desarrollada, desordenada pero potentemente, hasta 1962; o como, en 1964, el golpe de Estado que tiene en su cúspide a personas importantes del gobierno y al comandante en jefe de los Carabineros, un general de las fuerzas armadas y héroe varias veces condecorado de la Resistencia. Afectando a acontecimientos económicos, sociales y políticos de alto nivel de carácter ineluctable sobre seres humanos individuales, la mítica musa Melpómene inspira simbólicamente una tragedia existencial. En busca de justicia, entran en escena un comisario jefe de la Comisaría de Turín, también héroe de la Resistencia al haber participado en 1943, aún como muy joven subcomisario, en la insurrección de la ciudad partenopea honrada por la historia como «Los cuatro días de Nápoles», y su ayudante, un joven subbrigada. Estos indagan, en primer lugar, una muerte que tiene todo el aspecto de un suicidio por motivos económicos, pero que podría haber tenido como causa muy altos intereses políticos y militares. Luego se van sucediendo otros decesos y desgracias, afectando, uno a uno, a todos los miembros de la familia Trastulli y no siempre un familiar es ajeno al mal de otro, aunque indudablemente el hecho mismo parece debido a causas superiores. Entretanto, otra familia, que está encabezada por un austero general de brigada y expartisano y está relacionada con la primera por una firme amistad entre los dos cabezas de familia, ve cómo se entrecruzan trágicamente sus vidas con las de la otra. Último libro en orden de redacción con Vittorio D’Aiazzo y Ranieri Velli como protagonistas, pero tercero de la saga según el orden cronológico de los acontecimientos, una serie que termina con la novela, publicada desde hace tiempo «El terror privado y el terror político», ambientada en el año 2000.
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Guido Pagliarino
La tragedia de los Trastulli
Novela
Traducción de Mariano Bas
Guido Pagliarino
La tragedia de los Trastulli
Novela
Traducción del italiano al español de Mariano Bas
Obra distribuida por Tektime
Copyright © 2021 Guido Pagliarino – Todos los derechos son propiedad del autor
Ediciones de la obra original en italiano:
1a Edición: La tragedia dei Trastulli, romanzo, distribución Tektime, Copyright © 2021 Guido Pagliarino – Todos los derechos son propiedad del autor Guido Pagliarino
2a Edición: La tragedia dei Trastulli, romanzo, distribución e impresión Amazon, Copyright © 2021 Guido Pagliarino – Todos los derechos son propiedad del autor Guido Pagliarino
Imagen de la portada: Máscara trágica, detalle, mosaico romano del siglo I a.C., que representa en su conjunto ambas más caras teatrales, la trágica y la cómica, Museos Capitolinos, Roma.
Aparte de las referencias generales a hechos históricos, los acontecimientos narrados, los personajes, los nombres de personas, entidades, empresas y sociedades y sus productos y servicios que aparecen en la obra son imaginarios y debe considerarse como absolutamente casual e involuntaria cualquier eventual referencia a la realidad personal, familiar, profesional o institucional, presente o pasada de cualquier persona física o jurídica.
Índice
Capítulo I (#ulink_21135a5e-3814-5c79-9c03-657004194f68)
Capítulo II (#ulink_47bce787-90e5-593e-a5f8-309851ad4787)
Capítulo III (#ulink_d4aa6e01-f0b2-5b13-9abe-361cfb204899)
Capítulo IV (#ulink_606c474c-2318-568c-854e-c5cd9a737023)
Capítulo (#ulink_037b4e13-7a04-569d-b947-f1e8b9deba2e)V (#ulink_037b4e13-7a04-569d-b947-f1e8b9deba2e)
Capítulo (#ulink_38055eaa-6f29-580c-9e2e-78167ec228fa)VI (#ulink_38055eaa-6f29-580c-9e2e-78167ec228fa)
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo I X
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Obras del autor basadas en los personajes de Vittorio D’Aiazzo y Ranieri Velli (según el orden cronológico de los acontecimientos)
FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO
Fotografía, con objetivo de gran angular, del edificio de la Comisaría de Turín, sacada desde la esquina entre corso Vinzaglio y via Grattoni, tomada del Quotidiano Piemontese del 19 de agosto de 2014 en la página de Internet https://www.quotidianopiemontese.it/2014/08/19/provincia-torino-lacqua-gola-vende-palazzo-questura/ (https://www.quotidianopiemontese.it/2014/08/19/provincia-torino-lacqua-gola-vende-palazzo-questura/)
Capítulo I (#ulink_87dc22dd-e8d3-5af7-abf0-7b9cf29ec45f)
Era el principio de la tarde del 22 de diciembre de 1961, viernes. Nuestro superior directo y amigo mío Vittorio D’Aiazzo nos había reunido en su despacho, un cuarto luminoso con vistas a la calle sobre corso Vinzaglio y en un largo y ancho pasillo en el primer piso, que albergaba la Sección de homicidios y delitos contra las personas de la Brigada Móvil de la Comisaría de Turín del Cuerpo de Guardias de la Seguridad Pública,
una sección formada por más unidades operativas, cada una a las órdenes de un comisario. El despacho de mi amigo no era muy grande, como casi todos, salvo dos salones, en el mismo piso, habilitados como despachos del subjefe y del comisario jefe, pero yo me encontraba bien, sentado en mi pequeña mesa, a la izquierda de la de dirección del comisario D’Aiazzo, de quien yo era ayudante.
Esa tarde mi amigo quería bañar con nosotros, tomando un aperitivo, la promoción a comisario jefe
comunicada esa mañana. Los miembros del grupo éramos diez: además de Vittorio y de mí, el jovencísimo comandante y segundo de nuestra unidad, el comisario Aldo Moreno, de veinticuatro años, cuatro agentes, dos agentes escogidos y el cabo
Evaristo Sordi, de veintiún años de edad, que llevaba con nosotros menos de dieciocho meses y se había mostrado desde el principio bastante capaz: ascendiendo de grado por méritos, en los años 90 llegaría a la categoría más alta posible para alguien sin formación superior: inspector superior sustituto oficial de seguridad pública, comúnmente llamado comisario sustituto. El resto de la brigada no había tenido que pasar a través del pasillo para llegar hasta nosotros, pues tenía de hecho su sede en dos cuartos a la derecha del nuestro, comunicados con este y entre ellos.
Habían traído una gran bandeja con dos botellas de vermut rojo y una docena de vasos de un bar junto a la comisaría. Por orden de D’Aiazzo, dos de nuestros agentes habían servido los vasos.
—Servíos —nos dijo el nuevo comisario jefe, tomando uno de los vasos y, levantándolo, nos dijo, con una mirada y una sonrisa socarronas—: ¿Qué os dije? ¿Había llegado el momento o no? —Y, tras beber el primer sorbo—: Ah, chavales, empecé a trabajar a principios de 1943, ayer mismo. ¿Esperaba o no esta promoción?
—¡Seguro que sí! —me salió de forma espontánea, sabiendo bien los méritos de mi amigo, no solo como colaborador durante muchos años, sino siendo además conocido en toda la sección de Homicidios que él, un verdadero napolitano, había sido uno de los valerosos combatientes en los Cuatro Días de Nápoles, honrado por la República con la medalla de bronce al valor militar bajo el motivo: Combatir heroicamente contra los alemanes en los gloriosos Cuatro Días de Nápoles,
días en los que el pueblo italiano, por primera vez en la historia de la Resistencia europea, había atacado y vencido a los invasores alemanes, expulsándolos de la ciudad y entregándola enseguida a los angloamericanos, que entraron en Nápoles poco después con gran pompa triunfal sin haber combatido.
Todos se unieron a mi sincera exclamación de aprecio:
—Seguro.
—Claro que sí.
—Ya era hora…
D’Aiazzo, de acuerdo con el reglamento que atribuía a su nuevo grado funciones de dirección y coordinación de más unidades orgánicas en la comisaría en la que los comisarios jefe eran asignados, o iba a tener funciones superiores, o se convertiría en vicecomandante de las secciones de Homicidios bajo el subjefe director, un tal Alonzo Zappulli, o seria transferido a otro lugar con tareas de nivel similar: ¿Dejaría de estar con él?, me pregunté después del brindis.
Como si hubiera habido telepatía, solo un momento después me dijo:
—Oh, a partir de ahora tendré a cargo todas nuestras secciones: el comisario jefe Maronti ha sido promovido a subjefe, se va a Mantua y asumo su cargo. Naturalmente, tú, Ran —Diminutivo que mi amigo me había puesto abreviando mi nombre de Ranieri—, a pesar de tu grado te quedas conmigo. —Yo solo era subbrigada,
mientras que normalmente el ayudante del comisario jefe era al menos brigada,
si no un subteniente—
Lamento que seas un firmaiolo.
Si hubieras entrado en la Escuela de Policía como Evaristo,
por veteranía ya serías brigada, en lugar de estar todavía esperando; en todo caso, no me importa que solo seas subbrigada, te mantengo igual como ayudante directo. Tal vez antes o después salga un concurso interno para pasar al servicio permanente efectivo y presentarás tu solicitud: te mereces el grado y un salario mayor e incluso recorrer toda la carrera hasta teniente en lugar de quedarte como brigada.
—Gracias —le respondí. En realidad, hacía tiempo que me rondaba de vez en cuando la idea de no reengancharme al acabar mi plazo de servicio (era el segundo plazo) y dedicarme enteramente a la escritura, mi verdadera vocación y un campo en el que ya había tenido ganancias esporádicas como periodista, publicista y laureles como poeta: laureles, porque carmina non dant panem. En todo caso, era grande el miedo a quedarme del todo sin pan al perder el salario.
¡Qué recuerdos me trae ese tiempo! En 1961 era un hombre de veintinueve años, longilíneo, de un metro noventa de alto, no un encorvado anciano desplumado y flácido como hoy y disfrutaba de una fuerza leonina; un vigor que puedo sentir en mi interior solo en esos sueños en los que uno se encuentra joven y con el futuro delante de los ojos, no detrás de las espaldas. Soy Ranieri Velli y, solo para mi amigo Vittorio, Ran. Desde hace muchas décadas (¡demasiadas, ay!) soy escritor y periodista profesional
, lleno de achaques.
En cuanto a D’Aiazzo, entonces tenía cuarenta y dos años. Era un hombre fuerte, pero no alto, en torno al metro sesenta y cinco y tenía una exuberante cabellera negra que, con el tiempo, se iría haciendo más rala. Éramos amigos desde hacía años y nos tuteábamos en privado. Quién sabe: tal vez la amistad había surgido por una acción armada que había evitado ser el objetivo de un pistolero enajenado al que herí y detuve poco antes de que hiciera fuego o sencillamente podía haber nacido de tener gustos similares: entre otros intereses comunes, también a Vittorio le apasionaba la literatura clásica y muchas veces, fuera de servicio, hablábamos entre nosotros, en su casa o en el restaurante o paseando en torno al gran cuadrilátero
de soportales que recorre el centro de la ciudad: entre los poetas italianos, después de Dante, que era evidentemente el primero de todos, para mi estaba el inmenso Leopardi y para él, Foscolo. Por otro lado, él era mi único amigo y entendí que lo mismo pasaba con él, algo a lo que colaboraba nuestra profesión, estresante y sin horarios.
El nuevo comisario jefe puso fin a toda prisa a la celebración:
—Ya vale, chavales, ahora a trabajar, que tenemos asuntos pendientes y, por ahora, todavía estamos en nuestra unidad. Mañana os comunicaré los cambios. —Tras salir los demás, se dirigió a mí—: Escucha, Ran: en Navidad no estarás de guardia, ¿qué te parece si te invito a comer en el restaurante Palestro? ¿O tal vez mamá y tú prefiráis hacer juntos la comida de Navidad?
Después de mi primer destino, a las órdenes de Vittorio, pero en la Brigada Móvil de Génova, en 1959 fuimos transferidos ambos a Turín, mi ciudad natal y había vuelto a vivir con mis padres, encantados de acogerme, como hijo único, en su pequeño apartamento en una antigua casa en via Ignazio Giulio, no muy lejos de la Comisaría. Con gran pena por nuestra parte, mi padre murió en 1960, de repente, debido de un ictus grave que le había dado en casa el 28 de diciembre; había pasado felizmente la Navidad con mi madre y conmigo. Este año mi madre se quedaría sola a la mesa si aceptaba la invitación.
—No sé —respondí después de un par de segundos de duda—, ¿te puedo contestar mañana?
Lo entendió:
—… ¿Y por qué no invitamos también a mamá?
—Ah… pues sí, ¡gracias! Estupendo, se lo digo y te contesto mañana.
—… Espero entonces hasta mañana.
Mamá prefirió no aceptar:
—Come en Navidad con tu superior, tranquilamente, yo como sola, no me importa: una ensalada, un huevo y pasta con tomate. Yo celebro la Natividad de Nuestro Señor en la iglesia. Pero querría pedirte un favor, Ranieri: esa mañana, ven conmigo a misa a la Consolación. La basílica está aquí delante y no hay que caminar y es una misa especial, no solo por ser de Navidad, sino también porque la he reservado desde hace meses en honor de del alma santa de tu padre. Vendrás, ¿verdad?
Asentí con alegría:
—¡Por supuesto que voy! Por supuesto, si además es por papá y así celebro contigo a tu manera. ¿A qué hora es?
—Es la misa de las once. —Sonrió con gran satisfacción por llevar a misa, al menos una vez, al pecador de su hijo.
FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO
Postal de 1936 que muestra el Santuario de la Consolación, en la que aparece al fondo, a la izquierda del lector, la via Carlo Ignazio Giulio, la calle donde vivían Ranieri Velli y su madre. La imagen, de dominio público, está en la dirección web https://it.wikipedia.org/w/index.php?curid=282190 (https://it.wikipedia.org/w/index.php?curid=282190)
Cap (#ulink_87dc22dd-e8d3-5af7-abf0-7b9cf29ec45f)í (#ulink_87dc22dd-e8d3-5af7-abf0-7b9cf29ec45f)tulo II (#ulink_87dc22dd-e8d3-5af7-abf0-7b9cf29ec45f)
Mi madre y yo acabábamos de salir de la basílica de la Consolación poco antes del mediodía, faltaban tres cuartos de hora para la cita y Vittorio aún no había empezado su misa en Santa Bárbara, una parroquia no muy lejana, en via Assarotti. Habíamos quedado delante de la iglesia a la una menos cuarto.
—Feliz Navidad, querido —me despidió mi madre con una caricia.
—Feliz Navidad —le respondí sonriendo con un afecto íntimo, pero sin expresión física: nunca había sido una persona expansiva, ni siquiera de niño, y mi madre en esos años había sufrido, como me diría tiempo después, pero afablemente, por la dulzura de su carácter: solo una vez y luego nunca me lo volvió a reprochar, lo que no significa que ya no le doliera, como hoy puedo intuir, al haberme suavizado con el paso de los años; solo que no me lo volvió a dar a entender.
Mi madre se volvió a su casa, mientras yo me iba por la via Assarotti a paso lento. De todos modos, llegué antes de tiempo, por lo que me di una vuelta por la zona. Hacia la una menos veinte estaba de nuevo delante de la iglesia y esperé; una espera breve, pues mi amigo salió con los demás fieles pocos minutos después.
Había reservado la comida de Navidad para la una. El restaurante, un local antiguo que todavía hoy existe, está casi en via Garibaldi y no muy lejos de Santa Bárbara, por lo que fuimos aprisa.
Creo que, siendo el día de Navidad y nosotros solo dos, no habría sido posible tener un buen lugar amplio en ningún restaurante. Nos habían reservado una pequeña mesa triangular en un rincón de la sala. Todas las sillas estaban ya ocupadas cuando llegamos, salvo las de una mesa junto a la entrada, pero que estaba reservada, como indicaba un pequeño cartel que vi fugazmente al entrar. Después de cinco minutos llegó un grupo que, por indicación de un camarero, había ocupado el lugar: un grupo al que, como entonces no podía saber, en el futuro le interesarían mucho nuestras investigaciones, porque acabaría con una serie de acontecimientos tan funestos que casi podríamos hablar de una tragedia griega. Eran siete: una pareja de bastante más de setenta años, un hombre de unos cuarenta, con una bonita mujer de la mano, aparentemente un poco más joven que él, que podía ser su esposa, dado que con ellos entraron una joven y una niña que supuse que eran sus hijas; por último, un hombre joven que se parecía al anterior, tal vez su hermano. El anciano debía conocer a Vittorio y haber mantenido una buena vista a pesar de su edad, pues le dirigió la mirada y le dijo:
—Felicidades, comisario.
Respondido casi de inmediato por el amigo, que, levantando la vista y viéndolo, le contestó:
—Feliz Navidad, aparejador.
—Ellos también viven en via Cernaia, en mi misma casa y en mi mismo piso —me dijo Vittorio en voz baja— y, aparte de la nuera, todos trabajan en el negocio de la familia. Tienen dos apartamentos adyacentes y comunicados por una puerta interior; en uno viven el padre y la madre ancianos y el segundo hijo, soltero, y en el otro el primogénito con su familia. Al principio, cuando aún estaban solo los Trastulli ancianos y sus hijos, se trataba de un solo piso de más de trescientos metros cuadrados, como me comentó un día nuestro portero, un hombre inconteniblemente deslenguado. Lo dividieron en dos, con algunas reformas para tener dos cocinas y cuatro baños, cuando el mayor se casó y sus padres le entregaron uno de los dos apartamentos. Su comedor y otra sala de estar de los padres da pared con pared con mi apartamento y, por ser estas muy delgadas, puedes entender que algunas noches, a la hora de la cena, tengo que oír, sin querer, algunas de sus molestas discusiones en voz alta, que siempre tratan del trabajo. Ya sabes, Ran, que mi casa es del siglo pasado y todos los pisos tienen paredes gruesas, como solía pasar cuando se construía bien, pero no es así en el murete que me separa de los Trastulli, con solo una hilera de ladrillos, supongo que de papel de seda, exagerando un poco. ¿Cómo es que solo pasa en esa pared?, me preguntarás. Sencillo, mi apartamento y el de los Trastulli, y esto no me lo dijo el portero, sino una señora cuya familia lleva viviendo en el edificio desde hace varias generaciones, de finales del siglo anterior, era una sola morada faraónica de gente muy rica, propiedad de dos hermanas, unas ciertas marquesas del Ton Chamus Goncour, tal vez del valle de Aosta o de ascendencia saboyana, dado su apellido francés. Mis habitaciones, como sabes, son muy pequeñas, salvo el dormitorio, y eran la zona de servicio de esas dos nobles y mi acceso al descansillo era la entrada de servicio. Cuando murió la segunda hermana, sus herederos, primos suyos, vendieron el edificio y, dada su enorme superficie, algo así como 400 metros cuadrados, pudieron encontrar no una sino solo dos familias compradoras, la de los Trastulli, que se quedaron con más de 300 metros cuadrados, y la de unos tales Ferrari, que se quedaron con unos noventa, que luego me vendieron en 1959, cuando me trasladaron a Turín desde Génova. Esos primos lazzaroni engañadores
no pensaron en nada mejor que separar los dos espacios con paredes de papel de seda que te he dicho. Así que, en un edificio con muros muy gruesos me encuentro siendo el único que tiene que oír hablar a eso vecinos en voz alta durante la cena. Y además siempre de asuntos aburridísimos. —Sonrió con alegría—: Está bien, Ran, aquí acabo las lamentaciones
no bíblicas y veamos qué han preparado de bueno por aquí.
Tomó la copia del menú que tenía delante, como todos nosotros, encima de una servilleta bien doblada colocada sobre el plato para los entremeses. Como podía ver directamente en mi ejemplar, el menú de comidas y bebidas estaba decorado con dibujos esquemáticos de abetos dorados haciendo una corona alrededor de la atractiva lista. Empezó a leer a media voz para que se le oyera, pero sin molestar a la mesa vecina:
—Entremeses calientes al estilo piamontés, agnolotti con salsa de estofado o mantequilla fundida, a elegir, luego… bueno, evidentemente el estofado con guarnición y, para acabar, el postre: fruta, panna cota bañada en chocolate fundido y, es evidente esto, porción de panettone o pandoro, a elegir, recubierto por crema pastelera. En cuanto a la bebida, aperitivo Torino Milano, sí, lo conozco, es bueno: un cóctel sencillo compuesto por vermut de Turín y aperitivo rojo de Milán,
cubitos de hielo y una piel de naranja. Evidentemente en Milán lo llaman Milano Torino. Además, vino de mesa de la casa en botella, tinto o blanco a elegir, para mí blanco y elige tú el tuyo y, con los dulces, una flûte de prosecco veneciano o de moscato piamontés. Está bien, Ran, parece que es todo de tu gusto. Para un napolitano como yo, en medio de los demás platos habría estado muy bien un primero con marisco y algo de pescado, pero… —Hizo una mueca entre divertido y molesto simulando aguantarse—, paciencia, me contentaré.
Con la comida y la bebida, solo salimos a mitad de la tarde. Justo delante de nosotros acababa de salir la familia de los vecinos de mi amigo e iba unos quince metros por delante en dirección a via Cernaia. Discutían todos a la vez, sin preocuparse por su entorno, supongo que por ser cómplices de profundas libaciones con la comida. Sus palabras nos llegaban de forma confusa, pero no mucho después se levantó alta y clara la voz de la anciana, que, enarbolando una mueca de desagrado, como no se podía evitar ver a pesar de los metros de distancia, dijo bruscamente:
—¡Ya basta! ¿También en Navidad? ¿Podéis dejar de ser como Caín?
Evidentemente, tenía problemas con sus hijos.
Vittorio me susurró que fuéramos más despacio y dejáramos que se alejaran. Como el grupo caminaba lentamente y continuaba levantando la voz, después de unos pasos me hizo una señal con el pulgar derecho para tomar la cercana via Boucheron. Enseguida entendí la razón: le había venido la necesidad de hablarme de esa familia, tal vez colaborando también con él el aperitivo, el vino y el espumoso; a pesar de eso, estaba alegre, sí, pero lúcido, de hecho, no quiso que sus parlanchines vecinos le oyeran.
—Así podemos conversar mientras paseamos… —empezó—. Oh, a ti te va bien dar un paseo para hacer la digestión, ¿no?
—Claro.
—¿El paseo habitual por los soportales?
—Perfecto.
—Bien. Así que tengo que decirte algo de esas personas… bueno, ahora giramos aquí a la izquierda y así llegamos igualmente a via Cernaia, la atravesamos y llegamos directamente a corso Vinzaglio.
Habíamos doblado en via Manzoni.
—Te estaba hablando de esa familia: tiene una gran tienda donde trabajan todos, salvo la nuera, con diversas tareas. Venden lavadoras, neveras, televisores, grabadoras, tocadiscos y discos: el mes pasado yo mismo compre un par de 33 rpm.
—¿Jazz?
—No. ¿Qué jazz ni jazz? ¿A ti te gusta el jazz?
—¡Mucho!
—Vale. A mí me gusta la música sinfónica y la ópera. Era Mozart. En todo caso, estaba a punto de decirte que la tienda está casi siempre llena de gente, los Trastulli están disfrutando del boom económico.
Tienen seis escaparates y dos plantas de exposición y venta, aquí cerca, en via Garibaldi, bajo los soportales, casi en la piazza Statuto. Es un negocio muy antiguo, aunque en el pasado no vendían televisores, evidentemente, porque no había. Supongo que eran cosas como gramófonos de mano y aparatos de radio. En todo caso, era un negocio conocido y floreciente desde años antes del boom: lo inauguraron en 1930 los dos ancianos poco después de casarse, con un capital que él había heredado de su padre, que acababa de morir. El año de la fundación del negocio está escrito por todas partes dentro del local y en los escaparates. El rótulo que hay sobre ellos muestra el apellido de la familia: Trastulli, seguido de Televisores Electrodomésticos Equipos Música. El anciano tiene el diploma de aparejador.
—… Lo sé. Le llamaste así al saludarlo.
—Ya. Es el aparejador Aristide Trastulli. Antes de heredar, trabajaba como empleado en una empresa constructora y había conocido a su futura esposa, Iride, un día en que por motivo laborales había ido a la casa del jefe: era la chica del servicio. Su hijo mayor se llama Arturo y no tuvo muchas ganas de estudiar, hizo hasta tercero de escuela media, o tercero de gimnasio, como se decía antes,
y empezó a trabajar con la familia con catorce años. El segundo hijo, Clemente, tiene más estudios, consiguió el título de perito mercantil antes de entrar en el negocio de los padres. Volviendo a su madre, la señora Iride, es la décima hija de unos campesinos. Como todos en su familia, aunque había estudiado poco, se expresaba con propiedad. Inmediatamente después del examen de tercero de la escuela elemental
tuvo que ayudar a los suyos en el trabajo, como ya hacían los hermanos y una de las hermanas; al cumplir los catorce, como habían hecho otras hermanas, sus padres la mandaron a la ciudad para trabajar como empleada del hogar, al tener demasiadas bocas que alimentar para su pequeño trozo familiar de tierra. Son cosas que he sabido a lo largo del tiempo a través del ostiario, como yo lo llamo.
—¿Ostiario?
—¿No sabes quiénes eran los ostiarios?
—Hm… mea culpa —fingí lamentarme.
—Perdonado —bromeó él también—, después de todo, la figura real del ostiario ya no existe desde hace mucho, sustituida por la del sacristán. Se trataba de un clérigo, de menor nivel que los sacerdotes, que había recibido el llamado ostiariado que abarcaba diversas tareas dentro de un edificio eclesiástico: guardar el edificio, abrir y cerrar de acuerdo con el horario de ingreso e impedir el acceso a las malas personas; también hacer sonar las campanas en su horario y, ayudado o no por sirvientes, proceder a la limpieza de la iglesia. Llamo ostiario a nuestro portero, en broma, porque es un mojigato que hace saber a todos que va a misa todas las tardes después de cumplir con su horario y que recita siempre el rosario con su mujer antes de acostarse, rezando por todo el edificio. Es una lástima que luego cotillee a discreción a las espaldas de los propietarios: tal vez también de mí, ¿por qué no?
«Pero también es alguien malo el que escucha, como tú», me vino a la mente y me arrepentí de inmediato, pues conozco el buen corazón de mi amigo. Después de un momento, me dije: «Bueno, después de todo, la curiosidad es algo normal en un policía, ¿no?»
Entretanto, ignorante de mis pensamientos, Vittorio continuó:
—De entre ellos, al que mejor conozco es al anciano porque fue, como yo, un partisano y, como yo, está inscrito en la ANPI:
nos encontramos algunas veces en la sede y en celebraciones en la calle. También la esposa está inscrita, trabajaron en pareja contra los fascistas y los ocupantes alemanes, ambos tienen la medalla de plata del valor militar de la Resistencia, pero ella no suele ir a la Asociación.
—Imagino que para ir a la montaña a combatir cerrarían la tienda.
—No. Operaban aquí, en Turín, de otras maneras necesarias, como conseguir armas a lo resistentes, trasportándolas en persona en el furgón de la empresa, escondidas entre sus mercancías, o recibir y transmitir órdenes del CLNAI
mediante un oficial del ejército que militaba en los partisanos azules, los de tendencia liberal monárquica, el mayor Amedeo Ronzi di Valfenera, entonces general de Carabineros.
También lo conozco porque es turinés y está inscrito en nuestra sección de la ANPI: es un gran amigo del viejo Trastulli. Además, en muchas ocasiones los cónyuges acogieron bajo el techo de su tienda a antifascistas buscados y, en un caso, corriendo grandes riesgos, ocultaron hasta el final de la guerra a una pareja de judíos, salvándola de una meticulosa redada de los nazis y de su consiguiente deportación a un lager.
—Perdona, Vittorio: el hijo mayor de los Trastulli debía tener ya más de veinte años. ¿Fue partisano con ellos?
—No, al desatarse el conflicto Arturo fue reclutado y enviado de inmediato al frente, permaneciendo de servicio hasta julio del 43, primero en Francia y luego en Sicilia, donde fue hecho prisionero y luego deportado a Gran Bretaña: parece que lo trataron bastante bien, trabajando primero como campesino en una granja y luego como jardinero y hortelano del terreno en torno a la villa del coronel que dirigía el campo de prisioneros. Solo volvió a Italia en 1946. ¿Quieres saber también del más pequeño?
—¡Claro!
—Clemente estaba en la escuela elemental en 1940 cuando el 10 de junio Mussolini declaró la guerra a Francia y Gran Bretaña. Los suyos lo alejaron de inmediato de Turín, e hicieron bien, ya que el primer bombardeo de la ciudad por parte de los ingleses fue inmediato…
—… ¿A mí me lo dices? ¡Me acuerdo muy bien!
—Claro, tú eres turinés.
—Sí, fue la noche entre el 11 y el 12 de junio, no lo esperábamos tan pronto mis padres ni yo.
—¿Reclutaron después a tu padre?
—No, era obrero de la FIAT y estos eran útiles allí donde estaban.
—Ya, como fábricas del Ejército y la Aviación,
—Sí. Volviendo al bombardeo, después de un momento de miedo corrimos los tres al sótano, pero nuestra casa, por suerte, no se vio afectada, aunque se lanzó sobre el centro de la ciudad: ¡17 muertos! Luego se sabría que el objetivo habría debido ser la FIAT, que apenas se vio afectada. Por eso se corrió la voz, murmurada, de que Churchill tenía acciones de la empresa, pero seguramente se trataba de una patraña.
—Seguro. Pero volviendo al menor de los Trastulli, los suyos lo enviaron con la hermana soltera del padre, una tal tía Erminia, que vivía en el pequeño pueblo del que provenía la familia, Cavaglià, a unos cincuenta kilómetros. La tía era y es una persona acomodada, al haber heredado la otra mitad de los bienes paternos. Acogió y cuidó encantada a su sobrino durante los años de la guerra, queriéndolo como un hijo y el niño a ella: me lo contó su padre, añadiendo que Clemente quería mucho más a su pariente que a su madre.
—El aparejador cuenta muchas cosas.
—No a todos: en la ANPI habla voluntariamente solo conmigo y con ese general de quien es amigo. No solo me habla de asuntos de guerra, sino también de los suyos privados: es una persona espontánea y un muy buen hombre. Por el contrario, la señora Iride no me gusta demasiado… es verdad que es también una heroína de guerra, pero… también es ‘na fareniella,
una mujer arrogante que se cree la reina de Saba. Lo he comprobado más veces.
—Entiendo, pero dime algo de la esposa del hijo mayor. —Al final, también yo, en cuanto a curiosidad, no estaba mostrando menos que mi amigo; bueno, ambos éramos policías, ¿no?
—Ah, sí, completemos el cuadro: se llama Clodette, es una francesa rubia, más alta que su marido, una guapa mujer, pero ya la has visto. Arturo la conoce en unas vacaciones en Liguria. Ella se ocupa solo de las hijas, nada más, en casa tienen una criada de la nueve a las siete y media de la tarde, que hace todo y se llama Genoveffa. Clodette y Arturo discuten, porque a él le gustaría que trabajara en la tienda, de hecho, a su suegra le gustaría que estuviera allí a toda costa y a él le gustaría satisfacer a su madre, es un poco un hijo de mamá, es decir, un mamón según las palabras que incluye nuestro vocabulario, mientras que su hermano no lo es. Imagino que la madre malcriaría al primero de pequeño y no pudo hacerlo con el otro porque estaba con su tía. La nuera no quiere acabar dependiendo de la suegra, el marido insiste y los dos discuten y también la suegra le dice a la nuera cosas poco bonitas y entonces Clodette, aunque conoce bastante bien nuestro idioma, le dice impulsivamente «merde».
—La célebre palabra del general Cambronne en Waterloo —repliqué—, pero he leído que los franceses la usarían más como interjección de desagrado que como insulto contra alguien.
—Ya, pero ella se la lanza con un tono que no deja dudas sobre la intención de definirla precisamente como una merde. Ah, a veces usa el epíteto emmerdeuse.
—Solo conozco el inglés: ¿quiere decir mierdosa?
—No: tocapelotas. El hecho es que para la vieja la empresa es como una hija, incluso puede que algo más y a los hijos y a su nuera con ellos, los quiere a todos al servicio de los negocios: ha consentido al primogénito y continúa haciéndolo, pero quiere que la corresponda, lo he entendido por palabras que le dirige ciertas veces, frases del tipo: «Es la tienda la que te mantiene y te he dado todo lo que has querido y me tienes que hacer caso siempre».
—Brr… mejor un trabajo de empleado que estar bajo una madre así.
—Seguro. En resumen, por un motivo u otro, todos discuten, salvo el aparejador, que, sin embargo, aunque sea excepcionalmente, cuando es evidente que no puede más, grita a todo pulmón: «¡Parad de una vez!» Entonces todos callan, menos la esposa que, impertérrita, continúa y él se enfurece todavía más y añade en piamontés: «¡Piàntla-lì, ciula brüsca!»
¿Lo he pronunciado bien, Ran?
—Muy bien, incluso la ü de brüsca.
—Ya, ya. —Sonrió jocoso, entrecerrando los ojos para simular satisfacción. Luego, de nuevo serio, añadió—: Las únicas que se quedan calladas, aunque sean pequeñas, y ellas sí tendrían derecho a chillar de vez en cuando, son Ida y Aurelia, las niñas: quién sabe lo que sienten en su interior en medio de esas peleas.
—Que también tú soportas, Vittorio.
—Pues sí, nunca he golpeado con un martillo contra la pared divisoria, aunque lo habría hecho unas cuantas veces si no fuera porque me encuentro con el aparejador en la ANPI y somos… bueno, no, estaba a punto de decir amigos, pero no es verdad, la amistad es una cosa preciosa y rara, digamos que somos colegas de lucha y no quiero discutir.
«… Y eres una persona estupenda», me vino a la cabeza.
Capítulo III (#ulink_87dc22dd-e8d3-5af7-abf0-7b9cf29ec45f)
Está bien que, en este momento, antes de proseguir con la narración, explique, aunque sea a grandes rasgos, el periodo histórico italiano en el que discurre nuestra historia, no solo para presentar el entorno, sino, sobre todo, cómo ciertos acontecimientos y lugares de aquellos años fueron la causa principal de las vicisitudes y los dramas de nuestros personajes.
La población de Turín y sus alrededores creció desde el inicio de los años 50, debido a la emigración desde otras regiones, sobre todo meridionales, de familias en busca de empleo. El crecimiento se había acelerado durante el llamado boom económico, hasta más de seiscientos mil nuevos residentes: Turín se había convertido en una metrópoli de un millón de habitantes, y contando con las localidades del extrarradio, de casi dos millones. Los inmigrantes trataban de que los contrataran preferentemente en las cadenas de montaje de la FIAT, una empresa potente que todavía era casi enteramente turinesa, más poderosa en la ciudad que el propio alcalde y sus asesores y concejales. En la FIAT y en muchas otras empresas, muchas de las cuales eran satélites de la primera, trabajaban muchos de esos obreros, por supuesto, pero no había viviendas preparadas para sus familias, ni en la FIAT, ni en sus empresas satélites, ni en el ayuntamiento y solo desde finales de los años 60 se empezaron a construir barrios periféricos populares. Así surgieron, construidos por esas mismas personas pobres trasladadas a Turín, multitud de barrios improvisados de chabolas, tanto en los suburbios de la ciudad como en otras diversas zonas, mientras que los menos desafortunados encontraban vivienda en casas del centro, sobre todo en la zona de Porta Palazzo en pequeños pisos y en buhardillas de palacios con barandillas del siglo XVIII, algunos arruinados. Esta masa humana incorporada al trabajo y que se contentaba con salarios muy bajos, había sido un potente combustible para el llamado milagro económico italiano, o boom, si se quiere llamar así. Ese boom, sin embargo, no prosiguió ininterrumpidamente: en 1963 se detuvo el quinquenio eufórico, como lo definiría al año siguiente el hipercrítico diputado republicano Ugo La Malfa, hombre de la izquierda no marxista muy apreciado por mi padre, republicano histórico,
así como, siguiendo su modelo, el escritor Ranieri Velli.
La expresión milagro económico se extinguió, el entusiasmo de los industriales y los comerciantes disminuyó enormemente hasta desaparecer, mientras que los ocupados en la industria y los servicios empezaban a preocuparse bajo la amenaza de despido (o ya despedidos), al haber empezado a disfrutar de un cierto bienestar, uniendo a su consumo básico bienes duraderos pagado a plazos con letras de cambio, como neveras, lavadoras o televisores, con formidables beneficios para las industrias fabricantes y las tiendas de esos productos, como por ejemplo el local comercial de la familia Trastulli que ya conocemos. Y no eran pocos los obreros que habían osado permitirse la compra a plazos de un auto, normalmente un pequeño FIAT 600 o un pequeñísimo FIAT 500. Muchos obreros habían empezado incluso a disfrutar de al menos un par de semanas de vacaciones en agosto en una pequeña pensión, normalmente en la vecina Liguria, mientras que casi todos los que, sobre una riada de letras de cambio, eran propietarios de un utilitario o incluso de un FIAT 1100, realizaban cada agosto, valerosamente, un largo viaje, a un media de 70 kilómetros por hora, hasta su propio pueblo natal, felices de poder mostrarse a la llegada sobre un auto conseguido con su apreciado trabajo en la cadena: de montaje, se entiende.
En los años anteriores a 1963, muchos empresarios, apoyándose en un endeudamiento bastante sencillo y unos salarios muy bajos habían ampliados sus actividades, a veces enormemente con respecto a su dimensión original, hasta el punto de que diversas empresas artesanales se habían agrandado hasta un nivel industrial, con numerosos empleados, incluso centenares de ellos; sin embargo los dueños no tenían la preparación económica adecuada para no trabajar a mano, como en su anterior pequeña o mínima dimensión, ni tampoco previeron con agudeza, en cada caso, las posibles consecuencias de sus iniciativas ni consideraron la posibilidad de la aparición inesperada de la competencia de fábricas extranjeras.
No habían entendido, entre otras cosas, que los salarios bajos habían favorecido mucho su ascenso. Cuando los obreros, después de años de luchas sindicales, consiguieron por fin aumentos significativos, empezaron las dificultades para todas las empresas, dificultades bastante graves, en primer lugar, para las actividades improvisadas, sin quedar luego exentas las empresas antiguas, firmes y bien dirigidas, por cuanto las relaciones entre productores de bienes y proveedores de servicios son cadenas ligadas a su vez con las de los sectores crediticio, asegurador y consultivo. En otras palabras, se trata de una red de negocios entre proveedores de materias primas y fuentes de energía, productores de bienes y servicios y distribuidores de estos mismos y esa red está conectada a su vez con los estudios de consultoría, la banca y los seguros.
Empezaron las quiebras y se hicieron cada vez más numerosas con el paso de los meses. Se fueron sucediendo, aún más graves, hasta bastante más allá de 1964, año que supuso el apogeo de la crisis, en el que los beneficios de las empresas y los profesionales y las rentas familiares se verían golpeados aún más seriamente por el imprudente aumento de los impuestos sobre la gasolina y uno nuevo a la compra de automóviles, impuestos decretados por políticos poco expertos en la ciencia financiera: la falta de consideración del impacto de dichos impuestos aumentó evidentemente los costes de los transportes comerciales y así gravó aún más toda la economía. Pero el mal mayor provino de las relaciones de crédito y débito entre las empresas y de las acciones legales de los bancos, que, habiendo concedido primero crédito con generosidad a los empresarios, empezaron entonces no solo a reducir drásticamente las nuevas aperturas de crédito y el monto de los préstamos ya acordados, sino a aumentar el coste porcentual y, peor aún, a pedir el reembolso a los clientes morosos, muchas veces sin éxito: ¿cómo podía una empresa reembolsar un préstamo si muchos de sus clientes no le pagaban sus servicios? La coyuntura se convirtió en peligrosamente adversa en 1964. La palabra coyuntura, en el lenguaje popular, se convirtió sencilla y tristemente en La Coyuntura, entendida como sinónimo de crisis, aunque, en realidad, ese vocablo no significa estancamiento o recesión, sino la situación de los negocios, que puede ser negativa, positiva o estancada. Al principio del trienio había estancamiento, provocado por una reducción de las inversiones debida al notorio aumento de los salarios y las nóminas y al duro aumento de los tipos de interés sobre los préstamos bancarios, aumentos que restringían el capital disponible para las inversiones para la compra de materias primas, fuentes de energía, mercancías, maquinaria y demás. Peor aún, el fenómeno era todavía más grave porque, ya en 1963, pro sobre todo en el 64 y el 65 muchos grandes empresarios dirigieron una buena parte de sus capitales líquidos, cuando no todos, hacía ciertos países extranjeros, paraísos bancarios, para cubrir los riesgos de su posición económica y a su propia persona en caso de bancarrota. Del estancamiento se pasó a la recesión: menos inversión, menos producción, menos intercambios comerciales, menos transportes, menos trabajo, y por tanto despidos, con menos salarios y nóminas y menos consumo con menores retornos monetarios a las empresas; para muchas de ellas, nula inversión, menor producción posterior, más despidos: un círculo vicioso en el que se producían quiebras entre empresas relacionadas, la mayor parte de las veces no desencadenadas por proveedores-acreedores, que deseaban salvar a sus clientes deudores, quienes, de hecho, iban renovando normalmente las letras de cambio que habrían intentado descontar en su momento en los bancos para financiarse, pero atacados precisamente por los bancos que, implacables, al ser sus créditos prioritarios por ley, empezaron a acosar al mundo empresarial con solicitudes de quiebra.
Con respecto a las empresas y a los vendedores ambulantes de productos de primera necesidad y a muchas familias obreras que eran sus clientes, anteriormente estas últimas pagaban sus compras cotidianas de una vez, al final de la semana, una vez cobrado su salario, o a fin de mes después de embolsarse la nómina de empleado. Al presentarse la recesión, en muchos núcleos familiares uno o más miembros se encontraron desempleados, por lo que esas familias pedían que lo pagos, al menos en parte, se retrasaran al mes siguiente y, entretanto, reducían las compras a lo esencial; luego, tras acumular deudas y más deudas, no podían pagarlas.
Por otro lado, los grupos familiares que habían comprado bienes duraderos a plazo con pacto de reserva de dominio firmando las letras habituales, como televisores, lavadoras y otros electrodomésticos, o incluso un automóvil, en el momento de la crisis dejaban vencer el protesto de esas mariposas cambiarias y sufrían el embargo de esos bienes. A su vez, las empresas proveedoras de los locales comerciales se encontraban con el impago de sus clientes, dado que ellos mismos no tenían ya dinero para liquidar sus compras en los plazos previstos. Si los primeros a los que no se pagaba era a los proveedores de los comerciantes, en segundo lugar venían los empleados de estos, con despidos de algunos o de todos; finalmente, no pocas tiendas vieron bajar sus persianas, o por abandono del negocio, cuando podían, gracias a sus ahorros, liquidar antes todas sus deudas, o, más a menudo, por quiebra.
Como sabríamos Vittorio y yo, también se encontró con la recesión, con letras protestadas de clientes y dificultades para pagar a los proveedores, la vieja y famosa tienda de via Garibaldi Trastulli Televisores Electrodomésticos Equipos Música¸ de cuyos titulares, después de esa Navidad del 61, yo me había olvidado completamente, pero que pronto volverían al escenario de mi vida: por motivos de sangre.
Capítulo I (#ulink_87dc22dd-e8d3-5af7-abf0-7b9cf29ec45f)V (#ulink_87dc22dd-e8d3-5af7-abf0-7b9cf29ec45f)
El annus horribilis del trienio 63-65 fue 1964, no solo por el aumento de la presión fiscal, por las enormes fugas de capitales hacia el extranjero, por las muy numerosas quiebras de empresas y por el desempleo cada vez mayor, sino también porque, en los meses que fueron de la mitad de marzo a la mitad de julio, colgaba de un hilo sobre la cabeza de los ciudadanos la afilada amenaza pública de un golpe de Estado.
No solo la crisis, sino también ese plan subversivo, aunque este solo fuera de refilón, iba a contribuir a las desgracias de la familia Trastulli.
Como fuentes públicas comunicaron al público solo tres años después, entre los objetivos del plan subversivo no había estado la derogación de la Constitución, pero, aunque hubiera sido así, indudablemente no era poca cosa el propósito revelado de los conspiradores, por cuanto buscaban la eliminación de la escena política de parlamentarios comunistas y socialistas y el bloqueo violento de numerosas reformas sociales articuladas que estaban a punto de expresarse por el gobierno al cargo, de centro izquierda, a diferencia de los de los años 50 y principios de los 60, compuestos por personas de centro o de centro derecha:
el Partido Socialista Italiano, marxista, admitió pulsar el botón de alarma junto a la habitual fuerza mayoritaria, la Democracia Cristiana o, mejor dicho, a sus corrientes de izquierda, que se habían convertido en predominantes.
El responsable del plan subversivo era el entonces comandante general del Arma de los Carabineros, expartisano azul monárquico, condecorado por la República, por méritos en la Resistencia, con una medalla de plata, tres cruces de guerra al mérito y muchas distinciones militares y, en 1955, nombrado para el delicadísimo cargo de jefe de los servicios secretos, que había mantenido durante cerca de siete años antes de su nuevo cargo.
El 25 de marzo de 1964 había reunido en la capital a sus subordinados generales miembros de las tres divisiones de las fuerzas armadas y a sus generales de brigada ayudantes de campo y dado órdenes detalladas sobre el plan, con la indicación de estar listos para activar sus tropas armadas en cualquier momento, en cuanto recibieran sus órdenes. Estaba prevista la ocupación de las prefecturas, de las principales comisaría de nuestra Seguridad Pública, de las sedes de la RAI-TV, de los partidos políticos marxistas, de los periódicos que los apoyaban y además se había dispuesto para más de setecientas personalidades públicas del Partido Comunista y del Partido Socialista, sindicalistas socialcomunistas de la CGIL e intelectuales que apoyaban o simpatizaban con la izquierda, su arresto y su traslado a campos de concentración en Cerdeña, dispuestos en áreas militares vetadas al público.
El 26 de junio de 1964, viernes, se produjo un hecho nuevo: la crisis del Gobierno, que caía por una disputa, tal vez injustificada, sobre las subvenciones a las escuelas privadas, que los democristianos querían y los socialistas no. La mayor parte de los periódicos que no eran de partido, la llamada prensa independiente, que, en aquellos tiempos, normalmente, no simpatizaba con la izquierda,
calificó muy negativamente al presidente dimisionario del Consejo, Aldo Moro, jefe de la corriente democristiana de izquierdas e indicó como un desastre las acciones gubernativas de los ministros socialistas. Habría sido el momento en el que el plan subversivo podría haber actuado. El líder histórico del Partido Socialista Italiano, Pietro Nenni, que había sido advertido, probablemente por los estadounidenses, reunió al instante a lo notables del partido y les informó haber oído en el fondo de la crisis un ruido de sables y en este momento los socialistas accedieron a pactar. El proyecto subversivo se vino abajo, las tres divisiones de los Carabineros y las respectivas brigadas quedaron inertes y el 17 de julio se acordó un nuevo gobierno Moro, también con el Partido Socialista, pero que había aceptado eliminar todos los puntos polémicos de su programa innovador, anteriormente declarados absolutamente esenciales: otra vez la política se había revelado como el arte de lo posible.
El plan del golpe de Estado fue abandonado justo a la mitad de julio, un momento antes de ponerse en marcha, al considerarse el nuevo centro izquierda bastante menos innovador que el anterior y seguramente, como se sabría después, faltando completamente la aprobación de los muy influyentes Estados Unidos de América, los cuales, al contrario que los subversores, valoraban positivamente al centro izquierda como instrumento para aislar a los comunistas: el Partido Comunista Italiano, en efecto, había sido y seguía siendo contrario a la participación de los socialistas en el Gobierno, buscando por el contrario un futuro Gobierno de pura izquierda socialcomunista. Luego correría un rumor insistente de que el Estado de la Ciudad del Vaticano, informado por el embajador estadounidense del plan subversivo, actuó para impedirlo, tal vez con amenazas secretas de excomunión a ciertos católicos poderosos de derechas de la Democracia Cristina: la Santa Sede y su correspondiente Estado estaban en esos años bastante considerados y a menudo escuchados en los entornos políticos y militares italianos y la noticia no era inverosímil, pues asimismo la Iglesia, entonces encabezada por el papa Pablo VI, hombre de la derecha católica, era muy favorable a la admisión de los socialistas en el poder ejecutivo.
En esos mismos días, cuatro políticos centristas murieron de infartos, casi uno detrás del otro, coincidencia insólita, aunque no del todo imposible.
Las autoridades procuraron que los ciudadanos no llegaran a conocer estos hechos y otros menores por mucho tiempo, ¿tal vez para evitar arranques de preocupación en el pueblo? Más probablemente por un desprecio autoritario al derecho a la información.
Tampoco Vittorio y, como él, nadie de nuestro Cuerpo de la Guardia de la Seguridad Pública oyó hablar del proyecto subversivo y lo mismo debió pasar en los demás cuerpos de Policía:
el plan se había mantenido magistralmente en un absoluto secreto.
La noticia solo se supo en 1967 y, relatada por el semanal L’Espresso, sería divulgada por este el 14 y el 21 de mayo de ese mismo año, con una investigación periodística, convirtiéndose en dominio público. Entre otras cosas, se supo que solo en diciembre de 1965 y no antes, es decir, al final de un largo periodo de indecisión de los poderes políticos, el Comandante General de los Carabineros y excomandante de los servicios secretos había sido destituido de su cargo y había corrido el rumor, seguramente por informaciones de la omnipresente agencia de espionaje estadounidense, la CIA, de que si ese general de un cuerpo armado resultaba ser el cerebro del plan subversivo, este podía haber sido voluntad de ciertos políticos importantes de la derecha democristiana
Después de mayo de 1967, y gracias a los artículos de L’Espresso, se constituiría por fin una comisión parlamentaria de investigación sobre los hechos. ¿Sus conclusiones? Se habría tratado de un plan de emergencia especial tutelado por el orden público, «un lamentable desvío», pero no un intento de golpe de Estado.
FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO
La primera página del número 21 del 21 de mayo de1967 de la revista L’Espresso
Capítulo (#ulink_87dc22dd-e8d3-5af7-abf0-7b9cf29ec45f)V (#ulink_87dc22dd-e8d3-5af7-abf0-7b9cf29ec45f)
Aristide Trastulli, que salió de su tienda a las siete de la tarde del sábado, 18 de julio de 1964 para dar un paseo corto en solitario, había desaparecido.
Todavía no habían aparecido los primero teléfonos móviles, así que los familiares no pudieron llamarle para saber dónde estaba. Ya hacia las diez de la noche, la mujer y sus dos hijos denunciaron la desaparición en la comisaría: la ley italiana de ese momento, contrariamente a las de otros Estados, no consideraba necesario que, antes de poder proceder al aviso de la desaparición de un familiar o pariente a un cuerpo de Policía, hubieran transcurrido cierto número de horas o incluso días, de hecho, consideraba que sería mayor la posibilidad de encontrar a la persona si se actuaba lo antes posible.
El funcionario de turno encargado de recoger la denuncia, un brigada llamado Pitrini, después de invitar a sentarse al trío delante de su mesa, les preguntó:
—¿Hay alguien en casa?
Arturo le respondió:
—Sí, mi mujer con mis hijas.
—Su padre podría haber vuelto mientras ustedes venían aquí. Para empezar y hacer bien las cosas, ¿me dan su número de teléfono?
Tras recibirlo, había llamado usando el disco del aparato que tenía sobre la mesa, pasando de inmediato el auricular a la madre.
Clodette respondió, para su decepción:
—No, por desgracia no está. Tampoco ha telefoneado.
La suegra suspiró y, sin despedirse de la nuera, devolvió el auricular al brigada.
El funcionario colgó y a continuación ordenó a un agente de su oficina, un tal Bianchini, que llamara a todas las casas de socorro de Turín preguntando si un tal Aristide Trastulli había sido ingresado allí.
El agente lo hizo. Tiempo después comunicaría al brigada que no había nadie con esos datos.
Entretanto, el brigada preguntó a los denunciantes si habían traído alguna foto del hombre.
—Sí, lo habíamos pensado: dos fotografías —le respondió la señora Iride. Sacó de su bolso una foto a color de su marido, de cuerpo entero, y una foto de carnet en blanco y negro, igual que la que aparecía en su documento de identidad. Se las alargó al brigada.
Pitrini las dejó sobre su mesa y ordenó al agente mecanógrafo que se sentaba poco distante, listo para pulsar la teclas de su máquina:
—Te las llevas después y las adjuntas al expediente. Empezamos a escribir. —Preguntó a los denunciantes—: ¿Cuándo han visto por última vez al desaparecido?
La madre dijo:
—Poco después de las siete de la tarde, inmediatamente después de cerrar nuestra tienda…
—… ¿Situada?
—La tienda Trastulli está en via Garibaldi, casi en la piazza Statuto, unos treinta metros antes.
—Ah, sí, una tienda con muchos escaparates, la conozco.
—Sí, decía que mi marido salió inmediatamente después de cerrar, saliendo de la trastienda junto a sus dependientes, mientras que nosotros, como todas las tardes, nos quedamos para hacer la caja y comprobar que todo estaba bien antes de irnos. La mayor parte de las veces nos íbamos con él en el coche, pero esta tarde no ha dicho que, para abrir el apetito, quería dar un corto paseo por su ruta habitual.
—Detállemelo, deberemos empezar a buscarlo en esas calles.
—Saliendo de la tienda en via Garibaldi, gira a la izquierda en corso Valdocco, luego gira a la derecha en via del Carmine, continúa hasta la piazza Savoia, gira a la derecha en via della Consolata, luego, siempre recto, llega a corso Siccardi y finalmente gira a la derecha en via Cernaia y llega a nuestra casa, que está casi a la altura de corso Palestro.
—Me ha dicho que el paseo no es un hecho demasiado excepcional.
—Exactamente, brigada, la hace una y a veces dos veces por semana. Nos ha dicho al salir que nos veríamos en casa para cenar, lo decía siempre, por costumbre. Cuando volvimos a casa, no había llegado.
—¿A qué hora?
—Eran las ocho y algo, digamos las ocho y diez. Era raro que todavía no hubiera llegado, pero no mucho, ya había pasado un par de veces antes y en ambas se había encontrado a un buen amigo que vive en via del Carmine, el general de los Carabineros, Amedeo Ronzi di Valfenera, y se habían ido a sentarse en la mesa de un café, no sé cuál, para tomar un aperitivo y charlar un rato: ninguna de las dos veces pensó en telefonearnos desde el café. Es así, brigada. Hemos dejado pasar aproximadamente una hora. Ya estábamos muy preocupados, obviamente. Así que hemos pensado en comunicar inmediatamente la desaparición, pero antes quisimos telefonear a nuestros empleados por si habían advertido, al salir con él, en qué dirección había empezado a andar Aristide, por si esta vez hubiera cambiado el recorrido: podría ser útil para su investigación.
—Han hecho bien. ¿Y?
—Dos de ellos no estaban en casa…
—… ¿Cuántos empleados tienen?
—Cuatro.
—Continúe, señora.
—El teléfono del primero sonó…
—… ¿Nombre y dirección?
—Mario, Mario Rollini, vive en corso Francia, vive solo, al menos según el libro de familia que los dependientes nos entregan para eventuales asignaciones familiares. No sé en qué número vive, lo tenemos en la tienda, pero no lo recuerdo de memoria, sé que es cerca de la piazza Bernini.
—Está bien, no importa, ya lo encontramos nosotros. ¿Después?
—Decía que su teléfono sonó sin que nadie contestara.
—¿Y los demás?
—El segundo al que llamé es Cesare, Cesare Chiodi para ser exactos. Vive en via Don Bosco con su mujer. Estaba, pero me dijo que no se había fijado en qué dirección se había ido mi marido. El tercer empleado, Amilcare Nobis, sí que lo sabía: le había visto dirigirse precisamente hacia el corso Valdocco y entendí que había tomado la calle habitual. Tampoco estaba Umberto, me refiero a Umberto Ronzi di Valfenera, que es hijo del general amigo de mi marido: Marta, su madre, estaba sola en casa y me contó que su marido llegaría tarde, porque había tenido que quedarse con su comandante de brigada y, en cuanto al hijo, le había llamado desde un bar informándola de que no iba a llegar pronto.
—¿Motivo?
—Porque había comido en una pizzería con un compañero del último año de la superior al que se había encontrado por la calle, alguien que había sido su amigo y se había mudado a Milán tras diplomarse: solo estaba de paso por Turín y decidieron en ese momento ponerse al día comiendo juntos la pizza.
—Ese tal Umberto tiene algún título, por lo que entiendo.
—Sí, es contable, lo contratamos como un favor para el padre.
—¿Como contable?
—No, como dependiente. La contabilidad la lleva mi hijo. —Señaló a Clemente—. Umberto tiene el título, pero lo consiguió con la nota mínima y con veintidós años, después de varios suspensos, por lo que no solo no había superado después el examen para la admisión en la Academia de Cadetes de Módena, como habría querido su padre, sino que tampoco había podido conseguir ningún empleo a la altura de su título. Pero hay que decir que es bueno como vendedor, tiene mucha labia.
—Menuda desilusión para el padre no verlo vestir el uniforme como él.
—Sin duda, brigada, conozco bien al general: mi marido y yo cooperamos con él en la lucha de Liberación.
—¿Usted era partisana, señora?
—Sí, el general preguntó a mi marido si tenía un puesto de dependiente para su hijo y, ante de la sorpresa de Aristide, que sabía que era contable, le contó cómo estaban lamentablemente las cosas: Umberto, tras suspender el examen de admisión de la Academia, había intentado exámenes internos en un banco, un instituto de derecho público, para el cual tenía que superar un concurso, y no había conseguido nada. Lo mismo en Correos. Luego, en la FIAT, su solicitud de admisión escrita no fue ni siquiera tomada en consideración: ni siquiera habían respondido. Así que…
—… Así que el general pensó en ustedes. ¿La dirección exacta de esa familia?
—Viven en la via del Carmine, en una buena casa casi delante de la iglesia, el piso es de su propiedad, muy grande, con techos de cuatro metros de altura, en la planta principal; yo no he estado nunca, pero lo sé por mi marido, a quien le invitan a menudo a cenar con el general y su esposa. De todos modos, tengo el número de la calle en la tienda: nuestro Umberto vive con sus padres.
—Ya la encontramos nosotros. ¿Tienen algún dato que sea útil para encontrarlo?
—No —respondieron al unísono los tres.
—Pues díganme qué estado de ánimo tenía el desaparecido hoy y en los últimos días.
Habló la señora Iride:
—Digamos… que no estaba muy bien.
—¿Concretamente?
—Estaba nervioso y se sentía débil: estamos preocupados.
—¿La causa de los nervios y de la astenia podrían haber sido preocupaciones laborales?
—Oh, no, la empresa va bien.
—¿También va todo bien en casa? —preguntó entonces—. Perdonen la pregunta, pero es necesaria: ¿discusiones?
—No, no, faltaría más. Va todo bien.
—Por tanto, ¿no tienen idea de los motivos de la inquietud de su familiar?
Todos a la vez:
—No.
—No.
—No.
También las desapariciones eran competencia de nuestra la Sección de homicidios y delitos contra las personas, al poder implicar delitos de sangre, por lo que, al día siguiente, antes de terminar su trabajo, el brigada Pitrini, llevó, como correspondía, a la oficina del comisario jefe D’Aiazzo y mía el relato de los Trastulli, junto con un par de denuncias nocturnas más, para que a su llegada el superior las asignara a sus comisarios subordinados.
Yo estaba el despacho y el colega, tras dejar sobre la mesa de Vittorio su pila de carpetas e indicarme con el índice derecho la que estaba en lo alto, me dijo:
—Estos han denunciado esta noche la desaparición de su marido y padre, pero no me parecían demasiado preocupados. La esposa dijo que estaban inquietos, y puede que sea así, pero no parecía que lo estuvieran mucho. No sé, tal vez sea una impresión falsa, es verdad que la gente sabe contenerse externamente mientras sufre mucho en su interior. Pero creo que será mejor decírselo al jefe. Me voy a casa, ¿se lo puedes decir tú?
—Sí.
Aún tenía ganas de hablar:
—Tal vez yo sea un malvado, pero me parece que estaban más interesados por los asuntos de dinero que por la desaparición del familiar.
—¿Te han dicho que les van bien los negocios?
—Más o menos, con otras palabras.
Cuando salió el colega, abrí distraídamente el expediente. Me vino a los ojos que la familia vivía en la misma dirección que mi amigo y que se llamaban Trastulli e inmediatamente me vino a la cabeza esa Navidad de 1961 en la que nos encontramos con ellos en el restaurante.
FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO
Antigua centralita y sala de operaciones de la Comisaría, en los años 50-60 del siglo XX. Archivo fotográfico de la Policía del Estado
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