CEGADOS Parte III
Fran Sánchez
Una gran catástrofe asola a tu ciudad. Una intensa luz cegadora ilumina por unos instantes el cielo. Casi todos los habitantes se han quedado ciegos, solo unos pocos logran escapar a esa situación.
Imagínate afectado, en un país entero de ciegos, todo en el más absoluto negro, perdido en medio de la ciudad o en casa. Ningún servicio público funciona, ¿nadie para socorrerte?
Descubre el origen de esta catástrofe y el destino final de los protagonistas.
Cegados
Parte III
Por Fransánchez
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Calificación por edades: mayores de 18 años
© 2019 Francisco José Sánchez Contreras
© Imagen de portada 2019 Francisco José Sánchez Contreras
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1.ª edición
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Tabla de Contenido
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Derechos de Autor (#u8297d66f-af8f-5816-9ff4-7309234e1fae)
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CEGADOS Parte III (Saga Cegados, #3) (#uf4f7f960-75f8-5d2f-b6f8-ed48af8b19d5)
Episodio 1 | El policía (#uac44081b-6cdb-570a-8fb4-bb94dc35d4fb)
Episodio 2 | El escritor (#ufcea1c21-b05b-5235-9a15-f76d0015de5d)
Episodio 3 | Susana y Jaime (#u5afa2939-9665-5274-a738-367a43307b13)
Episodio 4 | ONU (#uc6cfce6e-c74e-526a-bdaa-0c9ec0072181)
Episodio 5 | El monumento (#ucef9d48a-72e9-57df-a9f7-eada7c5459f8)
Epílogo (#u721c30d1-f66e-56f4-948b-23f728fe6467)
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About the Author (#u1aab732b-bbdc-5482-86a2-c5c7f3206e8b)
Índice
Episodio 1 (#u4006b95d-c134-4c44-b30b-31fdfd8f2c25)El policía (#u4006b95d-c134-4c44-b30b-31fdfd8f2c25)
Episodio 2 (#u600cfadb-db66-4586-be0b-a868e82e338a)El escritor (#u600cfadb-db66-4586-be0b-a868e82e338a)
Episodio 3 (#u5ad973e8-c17d-4895-a46c-3ef346e81c34)Susana y Jaime (#u5ad973e8-c17d-4895-a46c-3ef346e81c34)
Episodio 4 (#u9a91411b-977f-46ee-8827-4ed5e647a7f1)ONU (#u9a91411b-977f-46ee-8827-4ed5e647a7f1)
Episodio 5 (#u1f07039c-268c-4f81-87f2-b40b8b145a88)El monumento (#u1f07039c-268c-4f81-87f2-b40b8b145a88)
Epílogo (#uea0a5ef5-0d2f-4676-a5ea-30604f00333e)
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Episodio 1
El policía
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No se podía permitir ningún fallo, Ángel preparaba el equipo con mucho cuidado, comprobó que la batería estaba completamente cargada y bien adherida a la pierna del detenido. Pegó con cinta el micro en el peludo tórax y realizó una prueba de voz.
—Di algo —ordenó el policía.
—Algo —respondió el drogadicto.
—¡No!, algo más largo —volvió a ordenar.
—Algo... algo más largo —repitió con su característica tartamudez, cuando iniciaba una frase, duplicaba siempre la primera palabra.
Tras la carcajada general de sus compañeros, el agente, algo enfadado, le replicó:
—¿Tú eres tonto o te lo haces?
—Si... si usted lo dice, muy listo no soy.
—¿Te estás cachondeando de mí?
—Señor... señor comisario, le juro por mis muertos que no.
—Y dale, que ya te he dicho que no soy comisario.
—Como... como es el que manda.
—Señor comisario —dijo otro de los funcionarios en tono jocoso—, el equipo de grabación funciona correctamente.
—¿Ve... ve como sí es comisario?, me está liando.
El policía prefirió no darle más pie y se centró en su trabajo. Volvió a explicarle el procedimiento de la operación. Recogería a su amigo de toda la vida a la salida de prisión y le acompañaría para intentar averiguar dónde estaba el botín del atraco, ellos estarían siempre cerca y muy importante, debía evitar que descubriese el micro.
Estaban a punto de resolver el asalto a un banco perpetrado quince años antes. Dos delincuentes de poca monta, ambos drogadictos, atracaron una sucursal bancaria de una céntrica calle de Almería. Tras disparar una tanda de cartuchos contra el director, que casi pierde la vida, aunque quedó tetrapléjico, consiguieron un botín de veinte millones de pesetas de la época.
Las rápidas pesquisas policiales obtuvieron como premio, unas pocas horas después, la detención de uno de ellos, el autor de los disparos, conocido como El Indalecio. Pero nunca confesó dónde escondió las sacas ni delató a su compinche. Todas las sospechas recayeron sobre aquel pobre tartamudo, apodado Culebra, pero sin pruebas quedó en libertad, y tras meses de seguimientos y verificar su pésimo estilo de vida, dedujeron que nada sabía de aquel dinero.
El chorizo de gatillo fácil fue sentenciado y encarcelado en la prisión de la ciudad. Tras una rebaja de condena, quedaba en libertad quince años después. La policía, presionada por la compañía de seguros que cubrió el quebranto de aquel robo, deseaba recuperar aquel dinero. Decidieron buscar al tartamudo y presionarle para que colaborase con ellos, Ángel tenía un especial interés personal en el caso.
Lo encontró en los alrededores de un conocido punto de venta de drogas al menudeo, estaba en las últimas, excesivamente delgado, desnutrido, desaliñado, sin dinero y con síndrome de abstinencia. Le trasladaron a comisaría, donde le apretaron las tuercas. Él suplicaba y suplicaba por una dosis, aunque fuera de metadona, pero los policías fueron inflexibles. Jugaron al clásico poli malo y poli bueno. Un agente le amenazaba con ingresarle en presidio endosándole un reciente robo a un supermercado. Siguió intimidándolo aún más, le destinaría como compañero de celda otro delincuente con el que tenía cuentas pendientes. El poli bueno, Ángel, le ofrecía dejarle libre, incluirle en un programa de desintoxicación e incluso una pequeña recompensa por la recuperación del botín.
El desesperado no pudo resistir más, claudicó y aceptó las condiciones. Ángel redactó el acuerdo y después de firmar le trasladaron al hospital para tranquilizar su ansiedad y descansar para estar en unas mínimas condiciones de operatividad. Por la mañana, muy temprano, tras la instalación del micro y repetir varias veces las pautas del procedimiento, le facilitaron el más destartalado de los vehículos requisados, decorado para darle verosimilitud y evitar cualquier sospecha.
Ángel conducía el vehículo policial camuflado detrás de él a una distancia prudencial mientras se dirigían hacia El Acebuche, nombre que recibe el centro penitenciario de la provincia de Almería. El resto del operativo de apoyo se quedaba esperando noticias en la comisaría. De repente, el coche de delante se detuvo en el arcén derecho, el conductor abrió la puerta y salió por piernas por un descampado de matorrales en dirección a unas laberínticas plantaciones de invernaderos.
—Mierda, será hijoputa el tartamudo, nos quiere joder la operación —dijo el policía de paisano que lo acompañaba.
Se detuvieron con un gran frenazo tras el otro vehículo y salieron corriendo detrás de él.
—El cabrón nos hará sudar esta mañana —dijo su compañero.
—¡Alto, alto! ¡Detente! —gritaba Ángel con un torrente de voz.
El delincuente hizo caso omiso a las advertencias y azuzado por la adrenalina se acercaba esperanzado a su objetivo.
—¡Detente o disparo! —volvió a gritar mientras sacaba su arma reglamentaria.
Los policías estaban en mejor forma física e iban ganando terreno, pero el drogadicto aún les llevaba cierta ventaja. Si llegaba a los invernaderos le podían dar por perdido, así que disparó un par de veces al aire. Las dos detonaciones sonaron como truenos y el asustado Culebra se echó a tierra.
—¿Qué mierda haces? —preguntó Ángel con dificultad al llegar hasta él mientras intentaba recuperar el resuello.
—Soltadme..., soltadme, no puedo hacerle eso a mi colega, no puedo...
—¡Mira, atontao! —le reprendía con violencia mientras le agarraba fuerte de la pechera y se acercaba con una mueca de odio a su cara—, ¡tenemos el papel firmado por ti donde detalla que eres un jodido judas!
Lo levantaron, le agarraron por los brazos y mientras se encaminaban a los coches Ángel continuaba con la bronca.
—¡Vamos a hacer fotocopias y vamos a empapelar tu barrio y El Acebuche para que todo el mundo sepa la clase de tipejo que eres! ¡Vas a durar menos que un pastel en una merienda de gordas!
—Pero... pero comisario, ¿usted no era el poli bueno?
—Tío, ya llegamos tarde, como le perdamos la pista al Indalecio lo llevas mal, muy mal —respondió impaciente.
—Dame... dame algo bueno, pa los nervios.
—Toma un paquete de tabaco, si te portas bien pillarás algo luego —prometió.
Antes de volver a subirle al coche a regañadientes, su compañero revisó que el equipo de grabación no hubiera sufrido daños, mientras, Ángel atendía una llamada en su móvil.
—Hola —susurraba alejándose—, sí, estoy en ello..., como te prometí, en cuanto tenga oportunidad me los cargo, ha llegado nuestro momento. Tranquilo, tendré cuidado..., yo también te quiero.
Regresó a los vehículos preocupado y pensativo.
—Vamos a continuar con el operativo, como nos la vuelvas a jugar, ya sabes lo que te espera —le advirtió.
Continuaron la marcha, esta vez iban más próximos al coche que les precedía. Al llegar se detuvieron en un lugar estratégico desde donde controlar la operación.
Con unos prismáticos confirmaron que su objetivo principal estaba de pie esperando el próximo autobús. El tartamudo, haciéndose notar, giró la glorieta derrapando rueda y de un brusco frenazo se detuvo al lado de su amigo. Ángel escuchaba la charla a través de los auriculares, sus saludos, conversación banal, por poco se delata el tartamudo mencionando la cantidad exacta del botín, que su compinche desconocía. Emprendieron la marcha hacia la casa del preso, al lado del cementerio. El parloteo giraba sobre la situación actual de sus antiguos conocidos, se estaban poniendo al día.
Tuvieron que aparcar en las inmediaciones del barrio marginal para no delatar su presencia. El sonido disminuyó en calidad e intensidad, pero era audible. Los delincuentes, tras permanecer un rato en la antigua vivienda de El Indalecio, se pusieron en marcha a pie hacia el cementerio, Ángel se emocionó, el presidiario acababa de confirmar que el botín estaba escondido allí.
—¡Atención central! —comunicó por la emisora—. Unidad de seguimiento solicita grupo de apoyo en el cementerio. Confirmado, el dinero está dentro del cementerio.
—¡Recibido seguimiento! Unidades de apoyo en marcha, nos colocaremos en la puerta, ustedes síganlos dentro y manténganos informados.
—Recibido, procedemos.
Desde su posición se acercaron a la puerta del camposanto. Recién abierto, a esa hora se respiraba mucha tranquilidad, apenas encontraron visitantes, por lo que les resultó muy fácil detectarles y seguirles a una cierta distancia. Anduvieron un rato mientras se adentraban en el gran cementerio, dejaban atrás los patios y calles de nichos y entraban en la llamada zona noble, compuesta de panteones familiares y mausoleos, algunos lujosos, otros en buen estado, pero algunos medio abandonados.
El tartamudo se quedó fuera mientras el otro bajaba a una cripta subterránea y muy envejecida, casi en ruinas.
Ángel se ocultó detrás de una gran lápida, observando, parapetado por entre los pies del ángel que la coronaba.
—Unidades de apoyo en posición —escuchó por el pinganillo.
El cementerio, muy cuidado, estaba muy bonito aquella soleada mañana, resaltaba el color del césped y los altos cedros. De repente, el verde fue tornándose más claro cada vez, como diluyéndose, y con él todos los colores, hasta convertirse en blanco, un blanco tan brillante que dañaba los ojos, un blanco tan brillante que obligó a Ángel a cerrarlos y protegerlos con sus manos. Tras ser cegado por el inexplicable resplandor y pasados unos segundos de desconcierto, los abrió, negrura total. No podía mantenerlos abiertos, los pegajosos párpados se lo impedían. Llamó al compañero que permanecía a su lado, estaba en similares condiciones que él. Intentó contactar con el equipo de apoyo, pero nadie respondía.
Estaba nervioso, asustado, muy alarmado y a la vez ansioso por obtener respuestas, conocer y entender qué había sucedido y por qué estaba pasando.
Por el pasillo central del cementerio escucharon voces, eran el tartamudo y su colega.
—Socorro, no vemos, nos hemos quedado ciegos —gritó Ángel.
—Mierda..., mierda, seguro que son pasma, que estos cabrone nos han seguío —les delató el Culebra.
Los dos compinches apretaron el paso para huir, Ángel sacó su arma reglamentaria y apuntando a ciegas les dio el alto, estuvo tentado en abrir fuego, pero no quiso correr el riesgo de alcanzar a ningún inocente. Como no obtuvo respuesta, alzó el brazo hacia el cielo y disparó varias veces al aire con la intención de asustarles y la esperanza de que se entregaran. Esperó unos segundos, ningún ruido, ninguna señal, dedujo que habían huido, solo le quedaba una esperanza.
—Equipo de apoyo, tenemos problemas, se escapan, reténganles a la salida.
—Negativo, estamos ciegos, no sabemos qué ha pasado, estamos todos ciegos, venid a ayudarnos —contestaron con gran desespero.
Ángel se arrodilló impotente y lloró apenado, y no por su ceguera, sino porque no había podido cumplir su promesa, sus lágrimas eran de furia y rabia. Sus pensamientos evocaban aquel director de banco obligado a vivir de por vida postrado en una silla de ruedas. Su pareja sentimental desde que se conocieron, muchos años atrás. Su ansiada venganza por amor quedaba de momento en suspenso.
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Episodio 2
El escritor
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Al abrir los ojos, veo todo negro, o lo que es lo mismo, no veo nada, de todas formas no puedo mantenerlos abiertos, tengo los párpados como pegajosos. No sé qué ha pasado, tras el inexplicable resplandor me he quedado ciego. Tengo que reconocer que estoy nervioso, asustado, muy alarmado y a la vez ansioso por obtener respuestas, conocer y entender qué ha sucedido.
Permanezco un buen rato sentado en mi sofá preferido, con la vana esperanza de que mis pobres ojos vuelvan a funcionar. Tengo el ordenador caliente sobre mi regazo, ignorando las elementales normas sobre ergonomía, he estado tecleando encorvado un retoque a los últimos capítulos de mi obra. Llevo desde muy temprano pulsando las teclas con frenesí, las madrugadoras musas, susurrándome sin cesar al oído, me habían desvelado. Ignorando el hecho de mi nueva situación, me centré en mi primera preocupación, mi novela. Hace como más de una hora que no guardo el archivo y un miedo atroz a perder mi reciente trabajo invade mi atormentada mente. Tras unos interminables minutos de reflexión y valorar infinitas posibilidades, opto por depositar el portátil en el cojín contiguo, confiando en que la duración de la batería permita el autoguardado.
Ya puedo concentrarme en mí, soy consciente de mi debilidad, sin duda, necesito ayuda. Presto atención a los sonidos de la solitaria casa, el leve rumor del motor del frigorífico, el compás de mi respiración, los suaves pitidos de mensajes entrantes en mi móvil. ¡Mi móvil! No anda muy lejos, no recuerdo exactamente dónde, así que tanteo como puedo a derecha e izquierda. Por su pulido tacto y pequeña forma rectangular es indudable que lo he encontrado. Claro que ahora me surge otro problema, mi primera intención es llamar a mi esposa, que se encuentra trabajando, es profesora de francés. Cambio de idea, después de meses en paro, hoy es su primer día en ese elitista colegio privado. Ante la incertidumbre laboral, prefiero avisarla después de su jornada. Me quedo pensativo sobre la idoneidad de mi siguiente paso. Contactar con el servicio de ambulancias podría ser una solución. Al levantar el móvil, caigo en la cuenta de que es imposible marcar a ciegas. Recuerdo a uno de mis mejores amigos, experto en tecnología, días atrás me daba un consejo para activar y configurar la marcación por voz. ¿Por qué no le haría caso? De todas formas, me guardo el teléfono en el bolsillo.
Tengo ganas de orinar, me levanto con precaución y camino miedoso a ciegas con mis protectores brazos en posición horizontal. La punzada de la esquina de la gran mesa del comedor en mi abdomen me recuerda que debo ir con sumo cuidado. Cruzo el umbral de la puerta y apoyo mi mano en la pared del pasillo, la sigo lentamente mientras avanzo unos pasos, el roce con uno de los cuadros colgados provoca su desequilibrio, por instinto intento asegurarlo. El resultado es nefasto, la esquina del marco me impacta sobre el dedo gordo del pie, grito por el dolor y el vidrio del retrato se hace añicos al aterrizar sobre el suelo. En apenas cinco minutos ya llevo dos percances sobre mi persona. Como no espabile, esta situación no llegará a buen fin. Oigo el crujir de cristales bajo mis zapatillas al llegar a la cerrada puerta. Entro al estrecho aseo, orinar de pie, como es mi costumbre, no me parece hoy buena idea, así que me bajo los pantalones y me siento sobre la taza. Normalmente, me lavo las manos después de estos menesteres, pero dada la situación debería simplificar mis rutinas, aunque quizás me vendría bien un buen aclarado de ojos, quizás milagrosamente mejore. Media hora de agua sobre mi rostro no varía mi situación, sigo igual.
Apenas tomé un solitario café al levantarme, así que ahora tengo hambre. Desplazarme a la cercana cocina y preparar algo para comer se me antoja una ardua misión. Sopeso los pros y los contras, pero el ronroneo de mi estómago me convence por fin. Me pongo de nuevo en marcha, recurro al mapa mental que me proporciona mi memoria para ayudarme a llegar a la cocina, recorro la distancia con calma, sin prisas. Me desenvuelvo bastante bien, recuerdo la situación espacial de los muebles y dónde guardo cada cosa, claro que tampoco me complico mucho, un par de magdalenas y un pequeño zumo frío en tetrabrik es la dieta de hoy, hasta que retorne mi esposa.
Vuelvo al salón y me recuesto en el sofá, busco sobre la mesita el mando de la televisión, pulso uno a uno varios botones hasta que escucho el característico sonido de conexión. Con dificultad logro cambiar poco a poco de canal, pero no encuentro ningún noticiario en la emisión. Lo dejo en un importante canal nacional a la espera de que emitan un telediario. Debo repensar mi situación, quizás me interese buscar ayuda de los vecinos e incluso salir a la calle. Tengo muchas dudas, esa aventura me parece ya algo peligrosa y arriesgada. Puede que al salir me desoriente, me pierda y no sepa volver a casa. Si la puerta se cierra, me parece incluso muy complicado insertar la llave en la cerradura. Prefiero no arriesgarme, mejor me quedo en la comodidad de mi hogar, esperando a mi esposa.
Tampoco sé la hora que es, es tal mi desorientación que he perdido el control del transcurrir del tiempo. Durante las pocas horas de mi afección voy descubriendo cuán difícil y complicado es la vida de un ciego. Me siento indefenso y débil. Por lo inesperado, doy un rebote por el susto, de súbito mi móvil ha comenzado a sonar, tardo en reaccionar y cuando consigo extraerlo del bolsillo la llamada ha finalizado. Exploro los bordes del aparato y por la posición de las hendiduras y botones logro identificar su orientación correcta. Espero un rato y vuelve a sonar, intento responder, pero no lo consigo. Intuyo que es mi querida esposa quien llama. Menos mal que insiste, la suerte se halla de mi lado y consigo conectar para hablar con ella. Está muy preocupada, me narra su apocalíptico día, compañeros y alumnos están todos ciegos. Ella, sorprendentemente, no está afectada, se ha librado de chiripa. Ha intentado pedir ayuda oficial, pero no lo ha conseguido. Ingenuamente, me pide que acuda en su ayuda porque está desbordada. Llora con gran desconsuelo cuando conoce mi verdad. Desea acudir enseguida a socorrerme. Le respondo que no hay prisa, que de momento me defiendo bien. Creo que es mejor que espere a la ayuda gubernamental, los niños la necesitan mucho más que yo. Me ruega, me implora que no salga al exterior, que evite cualquier peligro, que tenga paciencia, ella llegará cuando las circunstancias se lo permitan. Nos despedimos con un beso, un te quiero, un hasta luego.
Algo más relajado, me concentro en el televisor, la emisión actual no me interesa, así que avanzo por los canales uno a uno sin conseguir nada de actualidad. Me viene a la memoria la posibilidad tecnológica de oír la radio en la televisión. Paso de cadena en cadena, deteniéndome a escuchar un rato, hasta que consigo algo interesante.
Un cansado locutor emite un corto y repetitivo parte de noticias. Narra que todo se ha iniciado con una potente luz cegadora cuya procedencia se desconoce. El presentador aventura varias hipótesis, ninguna contrastada. Podría ser por una bomba atómica, algo poco probable, no parece que exista la devastación que sabemos acompaña a este tipo de armas, además el país no sufría amenazas directas ni motivos para ninguna agresión de esta tipo. Aunque tampoco se descartaba algún nuevo tipo de ataque terrorista. Quizás la entrada de un gran meteorito en la atmósfera provocara una gran llamarada, otra posibilidad sería un desconocido efecto climatológico o alguna anomalía provocada por el sol, como una enorme erupción solar. El locutor continúa dando algunos consejos básicos, como que aventurarse en la calle podía ser peligroso, mejor permanecer en casa, por ser el lugar más seguro, y esperar a recibir ayuda.
Parece ser que, sensatamente, estoy haciendo lo más correcto, aunque la espera a oscuras es tan aburrida y tediosa que me vence el sueño.
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Episodio 3
Susana y Jaime
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