Veneficus El Embaucador
Piko Cordis
“Una original novela histórica que afronta con maestría, lingüística y estilística, las intrincadas vicisitudes de la Corte francesa. Con extrema credibilidad cobran vida las dinámicas de palacio sin que nada sea omitido u otorgado a la casualidad. Una escritura coherente y adaptada al contexto de la narración acompaña al lector, de manera apasionante y nunca aburrida, gracias al dinamismo y al ritmo apremiante conferidos por los diálogos, en un placentero recorrido de experiencias. Intrigas, juegos de poder, mentiras, revelaciones, envidias, pasión e inteligencia son la flor del ojal de una obra digna de mención”
Francesca Tuccio, IX Edizione Premio Letterario Internazionale Gaetano Cingari.
Veneficus es una novela de ambiente histórico: sigue las vivencias del joven conde Mathis Armançon, que se entrecruzan con las de Cagliostro. Mathis es un galán de la rica e influyente duquesa Flavviene du Beaufortain, que dispone de él como le parece: ya sea desde el punto de vista sexual, aspecto en la que es secundada con gusto por el joven, ya sea desde el táctico y social. Manda a Matrhis en su lugar en ocasiones muy delicadas y con acompañantes muy particulares, y en este caso el conde obedece a disgusto. Los acontecimientos afectan a la figura importante y ambigua del conde Cagliostro: alquimista y siniestro embaucador, intenta engatusar a los nobles y ricos con sus pociones y las pantomimas masónicas para poderse enriquecer y obtener poder. Cagliostro es huésped del cardenal Rohan y esto molesta al Papa Pio VI que le manda una espía, una mujer noble, culta e inteligente, sagaz y contraria al mago. Los acontecimientos que entrecruzarán los caminos de Cagliostro y Mathis decretarán la caída en desgracia del segundo que, a causa de su insubordinación a la duquesa y al sórdido tío Nicolás, arriesgará la vida, será deshonrado y proscrito.
Autor: Piko Cordis
Veneficus, el embaucador
IN VERBIS, IN HERBIS, IN LAPIDIBUS
Alessandro Cagliostro
Traductora: María Acosta Díaz
Copyright © 2020 - Piko Cordis
En Versalles las ambiciones sin mérito encuentran
modos incómodos de obtener ventajas
María Antonietta, reina de Francia
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La vanidad herida amarga los ánimos, aumenta los agravios,
produce intolerancia, genera odio.
Pierre Ambroise François Choderlos de Laclos
Marquesa de Morvan, cuando hayáis leído esta carta habré cruzado la frontera francesa. Voy a ver a la baronesa Von Wiffen que habéis conocido en el baile de Bordeaux. La duquesa de Beaufortain ha usado todo su poder para hacerme huir de París, de Versalles y de todos. Aquellos a los que creía amigos son mis detractores más duros. Si Dios quiere espero que sigáis siendo mi amiga y confidente.
Mathis Armançon
Francia, verano de 1781
El castillo del marqués de Villedreuil era la referencia para todos los aristócratas que hacían de la frivolidad su modus vivendi. No ser invitados a aquella magnífica mansión donde incluso sus Majestades habían sido hospedadas, significaba ser un noble provinciano.
El salón donde tenía lugar la recepción era lujoso y luminoso. El techo, lleno de frescos llevaba la firma de una escuela pictórica italiana, reproducía temáticas bucólicas que daban al ambiente un estilo refinado. En las paredes, tapicería de damasco rojo. Desde el techo colgaban arañas con varios círculos superpuestos, donde los cristales de prisma reflejaban la luz de las velas colocadas alrededor.
La duquesa Flavienne llevaba puesto para la ocasión un vestido de color rosa intenso orillado de organza azul turquesa mientras que el conde Mathis Armançon llevaba un traje color tabaco. El joven, desde hacía tiempo, se relacionaba con la noble Flavienne de Beaufortain, poderosa y rica dama de mediana edad.
Aquella tarde una multitud de personas abarrotaban la mansión del señor Jean-Baptiste de Villedreuil, una construcción de origen medieval con modificaciones de varias épocas. El esplendor de los mármoles, molduras, piedras labradas y ornamentos miniados, consagraban el orgullo y la gloria de la poderosa familia que lo habitaba. El linaje Villedreuil se enorgullecía de su descendencia nobiliaria que incluía valientes generales involucrados en batallas y guerras al lado de los reyes de la dinastía Capeto. Un noble de esta dinastía era recordado por haber estado entre aquellos que salvaron al soberano Luis IX del rapto tramado y dirigido por el conde de Bretagna.
– Conde, ¿vislumbráis a la marquesa de Créquy? ―preguntó madame Flavienne a su acompañante acariciándole la mano.
–No, desde aquí no consigo verla, os dejo un momento para buscarla.
La duquesa, que se había agenciado una copa de Chablis, lo degustaba complacida, encantada por aquel suave néctar obtenido de uvas amarillentas de Borgogna.
El conde llegó hasta su benefactora avisándole de la llegada de la marquesa.
Las dos amigas, después de efectuar los saludos de rigor, se pusieron al día.
–Duquesa, estoy muy contenta de volveros a ver y de tener la oportunidad de hablar con vos. Soy la embajadora de mi amado primo el cardenal de Rohan que os hace oficial la invitación a su castillo de Saverne para conocer al Gran Maestro Cagliostro, su invitado de honor. Como ya hace tiempo habéis solicitado, seréis recibida dentro de un mes. Su Excelencia ha hecho de todo para organizaros una semana en compañía de las personas que vos deseáis y de Alessandro Cagliostro.
La dama tomó de manos de la marquesa la invitación tan esperada para luego dársela al conde Mathis.
Las dos damas continuaron conversando placenteramente para, a continuación, unirse a los otros huéspedes y proseguir la velada en su compañía.
El conde guardó cuidadosamente en el bolsillo de la casaca la invitación para Saverne del cardenal y en la primera ocasión que tuvo a solas con la duquesa, durante la velada, volvió a retomar la conversación:
–Al final habéis conseguido alcanzar el objetivo que desde hacía tanto tiempo os habíais prefijado, me complace. Ahora os esforzaréis para llevar a cabo los diversos proyectos que más os preocupan. Pero, decidme, ¿qué sabéis de Cagliostro?
–Poseo alguna información sobre él, es huésped en el castillo de Saverne de mi amigo el cardenal Rohan desde hace un año y se esfuerza para sanar a las personas. Con sus artes y sus experimentos satisface las expectativas de mi amigo.
La duquesa miró a su alrededor derrochando sonrisas de circunstancia a los invitados que le demostraban su benevolencia y con un movimiento de la cabeza les respondía satisfecha.
Respondió el conde con un gesto de desilusión:
–Las noticias con respecto a él, comprendidos los diversos chismes, son las que todos saben, me muero de ganas de conocerlo ―exclamó con una mirada cómplice en dirección a Mathis.
–¿Habláis así porque querríais aprovecharos de sus poderes por alguna razón?
–Es verdad, conde, no os equivocáis, es más, estoy meditando una estratagema para poder rehacerme de un intolerable incumplimiento.
El conde levantó una ceja intuyendo las astutas intenciones de la duquesa. Cambiando de tema señaló a una dama que llamaba su atención.
–¿Habéis notado el entusiasmo de madame de Lamballe? Sus ojos están brillantes de felicidad...
–Creo que sé porqué están tan radiantes. Está a punto de organizar una fiesta que, como de costumbre, hará de tapadera a los deseos de la reina.
–¿Esperáis una invitación también para nosotros dos? ―replicó inmediatamente el conde.
–¿Por qué dudáis todavía de mi indiscutible comportamiento, mi dedicación a la Corte, como mis relaciones de salón, no os han hecho entender lo que yo represento? Sabéis bien quién soy, no lo olvidéis. La protección de la soberana me interesa mucho.
La duquesa se acercó a los otros nobles para rendir homenaje a la princesa María Teresa Luisa de Savoia - Carignano, viuda de Luigi Alessandro di Borbone, príncipe de Lamballe, en ese momento amiga íntima de la reina María Antonietta.
Mientras tanto la sala había sido enriquecida con nuevas personalidades prominentes y los dos cómplices se mezclaron con los otros huéspedes, la duquesa se informó sobre los acontecimientos de moda durante la estación, el conde emprendió una conversación sobre la literatura inglesa con algunas damas.
La condesa Chalons, amiga de la duquesa, después de haber expresado su opinión sobre los nobles que intervenían en la fiesta, con su elocuencia, puso en conocimiento de la amiga un último chisme.
–Me han dicho, querida amiga, que el conde Cagliostro se quedará en la mansión del cardenal Rohan durante mucho tiempo y que os invitará a pasar unos días en su compañía en Saverne.
–¿Cuándo debería ocurrir eso que afirmáis?
–Perdonad, pero no he acabado, debéis saber también que la recepción de la princesa de Lamballe, por encargo de la reina, se desarrollará en los mismos días en que el emperador Giuseppe II estará en Francia.
–¿El hermano de nuestra reina estará en la corte?
–Sí, ha sido confirmado. Sin embargo, pienso que para vos será complicado escoger entre la reina y Rohan, no se le puede decir no a ninguno de los dos.
La observación de la condesa llamó la atención de su interlocutora que, en ese momento, fue asaltada por un increíble dilema y, para no ser tomada por sorpresa, respondió:
–Confiad en mí, querida amiga, no cometeré errores diplomáticos. La circunstancia me obligará a una elección pero, no lo dudéis, escogeré de la mejor manera.
Después de decir esto, la duquesa y la condesa se separaron. Pero, mientras tanto, la angustia se había introducido en la cabeza de la noble dama. Ella no podía estar en dos lugares al mismo tiempo, de todas formas creyó que sabría cómo actuar.
La velada transcurrió alegremente entre manjares soberbios y bebidas añejas. El conde Mathis se entretuvo con el dueño de la casa conversando de esgrima. Jean-Baptiste se enorgullecía de una prestigiosa colección de armaduras y, vanidoso como era, quería mostrárselas al joven. Las dos salas del tesoro incluían una miríada de panoplias y corazas dispuestas sobre un lado de la pared, una serie de yelmos con cimeras y otros de tipo barbuta
. Los pertrechos completos, pertenecientes a personajes ilustres de la historia, se apoyaban sobre tapices provenientes de Savonnerie.
El marqués de Villedreuil, como sus antepasados, amaba la confrontación en el campo, las campañas militares, pero también las reuniones mundanas y los bailes, subyugado por aquella vanidad de la que no podía sustraerse.
A última hora de la tarde, después de las diversiones y los juegos de cartas, Mathis y la duquesa decidieron tomar el camino de vuelta a casa. Durante el trayecto en la carroza la mujer, más resuelta que nunca, pidió al joven que cumpliese una misión en su nombre.
–Conde, sabéis perfectamente cuánto me fío de vos, por desgracia debo poneros al corriente de que, durante los días de fiesta de la princesa de Lamballe, no estaremos juntos...
–Madame, ¿vais a dejarme sólo en vuestro castillo?
–No he dicho esto, vos no vais a estar solo en mi mansión. Es más, tendréis mucho que hacer, trabajaréis para mi demostrándome vuestra lealtad.
El joven insistió:
–¿Qué queréis decir exactamente?
–Esos días vos iréis al castillo de Saverne y, justo en ese lugar, conoceréis a muchas personas entre las que se encuentra el conde Cagliostro. Lo que quiero es un informe detallado de lo que ocurra y, sobre todo, desearía también poseer algunas de sus pociones para mis fines.
El conde se quedó en silencio escuchando con solicitud las instrucciones de la mujer, comprendiendo que la duquesa había decidido no aceptar la invitación de Rohan.
–Sí, haré como ordenáis, pero no os escondo la desilusión que me provoca el alejarme de vos.
–Mi queridísimo Mathis, después de todo sólo deberéis ser paciente durante unos días.
–¿Unos días? –exclamó desesperado el noble
–Sí, lo habéis entendido, pero no os angustiéis, veréis como la diversión no os va a faltar, sin embargo, cuidado, debéis recordar siempre que estaréis allí para desempeñar una misión que es muy importante para mí.
Catorce días más tarde
–Conde, os diré los nombres de los invitados que encontraréis con Su Excelencia cuando seáis su huésped. El príncipe de la Iglesia Louis René Edouard de Rohan, puesto que está emparentado con los Borbone y los Valois, aquí en Francia tiene un gran prestigio. El purpurado es un hombre exagerado, no se preocupa de las críticas, seguro de su poder. Es el ídolo de los salones de Francia, es amable y galante con las mujeres, pero vanidoso y narcisista como nadie y quiero aprovecharme de su debilidad.
La duquesa, sin apartar la mirada de Mathis, se acomodó en el asiento ajustándose el corpiño a la vez que movía el escote.
–Monsieur Seguret, es el hijo de un primo mío y tiene unos diez años más que vos.
Al oír pronunciar aquel nombre el conde se sobresaltó.
–¿No me digáis que también él estará presente?
–Sí, uno o dos días solamente. Conozco la antipatía que tenéis por Faust Seguret, pero no quiero comentarios por vuestra parte. ¿Lo entendéis? Os hará feliz conocer a la marquesa Sylvie de Morvan, dama de la corte y mujer ingeniosa.
–Un espíritu libre y una mujer particularmente hermosa –subrayó el conde interrumpiendo a la duquesa.
–Monsieur Armançon, respetad a una dama noble como la marquesa de Morvan –exclamó la duquesa fulminando al joven con una mirada. –Continuamos, el vizconde Ignace-Sèverin du Grépon. Es un hombre de una honestidad única, puntilloso, estará allí para cuestionar y criticar al conde Cagliostro. A pesar de su edad, es realmente adverso a ocultistas y magos, la alquimia y las ciencias alternativas le dan miedo, convirtiéndolo en agresivo.
La dama miró fijamente al joven con complicidad, preocupándose por aconsejarle:
–Os sugiero que lo convirtáis en vuestro amigo, de objetar lo menos posible a sus provocaciones y de permanecer neutral. Sed astuto y casi adulador, una fría pero meditada diplomacia es lo que distingue a los hombres sabios.
Cuando acabó de hablar, la duquesa miró fijamente a los ojos al joven.
–¿Qué sucede, conde? Os veo confuso. ¿Las personas que os he nombrado os dan miedo? Todos ellos son, de distinta manera, amigos míos, gracias a mí ya os han aceptado y tendréis la ocasión de haceros conocer y cabe esperar que lo hagáis de la mejor manera.
–Os puedo asegurar que no temo a ninguno de ellos, os temo a vos. Ambos sabemos que tendré problemas para permanecer indiferente a las provocaciones de ese balón inflado que es el barón Seguret y debido a esto os desilusionaré. Nos detestamos mutuamente y estoy seguro de que habrá algunos enfrentamientos entre él y yo.
Después de escuchar las inquietudes del conde, la mujer con un tono suave contradijo a Mathis:
–Vos conocéis perfectamente las sutilezas de la sinceridad y hacéis un buen uso de ella pero conmigo debés tener cuidado. Os estáis justificando por cosas que pensáis hacer, yo no os daré mi aprobación. También yo tengo personas que me desagradan, envidiosos preparados para quitarme de en medio con sus informaciones. En la Corte se vive a diario una competición a veces difícil, se sale adelante gracias a las alianzas y resisten hasta que se consigue la benevolencia de nuestros reyes. Os mando a Saverne por mi cuenta, os estoy confiando un trabajo importante. Necesito el apoyo de Rohan y de Cagliostro, vuestra enemistad con Faust, sinceramente, no me importa nada.
–Perdonad mi egoísmo.
Las excusas del joven conde eran sinceras y la dama suavizó el tono intentando tranquilizar a su protegido:
–Conde, tengo una gran confianza en vos y no es por casualidad que estáis a mi lado desde hace unos años, no me desilusionéis.
Los ojos de la duquesa decían, con su mirada, que sus deseos no podían ser malinterpretados. Mathis estaba obligado a seguir sus órdenes.
Capítulo 1
Durante el viaje hacia Alsacia, Mathis pensó en muchas cosas, sobre todo en la duquesa que le había cambiado la vida y que lo había introducido en Versalles.
El joven conde era consciente de su atractivo, de aquel poder de seducción que el destino le había concedido. El regalo era tangible. Sus ojos y su rostro perfectos le habían abierto muchas puertas.
El conde se dedicó a la lectura, ciertos cuentos lo llevaron más allá de los lugares conocidos. Fantaseaba con la mansión del famoso cardenal. El castillo de la familia Rohan estaba situado un poco antes de la frontera con la antigua Prusia.
El viaje proseguía con paradas y momentos de tranquilidad que permitían al noble quedarse dormido.
Cerca de la pequeña ciudad el conde fue avisado por su guardaespaldas Andràs, sentado al lado del conductor. Faltaba poco tiempo para entrar en la ciudad. El conde, curioso, comenzó a escrutar las construcciones que, poco a poco, se estaban materializando ante sus ojos, al principio casas aisladas, luego cada vez más numerosas hasta llegar a un centro urbano. La carroza llegó hasta las proximidades de una cuesta sobre la que se elevaba una estructura de notables dimensiones. La entrada conducía a un viejo edificio adyacente que, tiempo atrás, era el núcleo central del castillo de Saverne, destruido por un incendio hacía dos años.
En cuanto llegó al castillo alto el conde descendió de la carroza mirando a su alrededor. Mientras su equipaje era descargado y llevado a las habitaciones a él destinadas, Mathis quiso bordear la estructura yendo hacia la otra parte de la mansión para comprender mejor la magnitud de lo sucedido Después de llegar al gran descampado pudo imaginar la belleza de la que había sido una de las más prestigiosas residencias de Francia.
Mathis encontró, supervisando los trabajos, al abad Georgel, el vicario general de su Excelencia. El conde fue hacia él mientras lo saludaba con cordialidad buscando su atención. El brazo derecho de Rohan saludó a Mathis demostrando estar disponible.
–Abad, soy el conde Mathis Armançon.
–Os esperábamos, ¿habéis tenido un buen viaje?
–Creo que sí.
El joven, sintiendo curiosidad por los papeles que tenía en la mano el religioso, echó un vistazo a los diseños.
–Son los proyectos del nuevo castillo, todavía hay mucho trabajo que hacer, pero como podéis ver vos mismo se trabaja sin descanso.
Mathis echó una ojeada a la nueva estructura que se entreveía entre los andamios donde los obreros trabajaban a un gran ritmo. El castillo había sido medio destruido, ahora se estaba intentando reconstruir aquella ala que no se había salvado.
El conde se dirigió hacia una mesa que formaba parte del mobiliario que había pertenecido a la mansión, refinada, pero quemada por diversos sitios. Allí, unos cuantos folios habían sido bloqueados con unas piedras.
–Estos son los planos completos –comentó el abad señalando los folios.
–Ya veo pero estoy observando la mesa.
–Estaba en uno de los salones, el fuego la ha desfigurado.
–Pero todavía es útil –Mathis seguía sintiendo curiosidad –Ha debido ser horrible.
–Yo estaba y os puedo asegurar que todavía hoy no consigo olvidar lo que sucedió –Georgel suspiró –Venid, os quiero mostrar algo.
El abad condujo a Mathis hacia un cobertizo cubierto con algunas telas enceradas y con un ademán veloz descubrió los restos de aquella noche. Una pila de utensilios informes, vigas y otros materiales indefinidos. El hombre cogió un poco de tierra y comenzó con su historia:
–La fachada y la parte central estaban iluminadas por llamas altas, lenguas de fuego que salían de las ventanas. Grupos de chispas caían por todas partes mientras que, en el interior del edificio, se escuchaban los derrumbes y ruidos sordos. Estancia tras estancia, local tras local, el fuego había tomado el control. Las paredes caían livianas, las habitaciones, privadas del techo, eran agujeros. Muchos, aquel día, se habían lanzado en medio de aquel infierno para salvar lo que podía ser salvado. Hombres valientes, intoxicados por los vapores mientras sentían aumentar el calor, la piel del rostro encendida, las sienes que latían y la respiración fatigosa: el orgullo de Rohan estaba quemándose, la suntuosa mansión estaba siendo devorada. Tapices valiosos que se enroscaban sobre si mismos, marcos que se quemaban, obras de arte sustraídas para siempre a la atención del mundo.
–¡Dios Míos! –exclamó atemorizado Mathis.
–Sí, y es a Él que hemos devuelto las almas de las víctimas. Hoy queda sólo el castillo alto donde os alojaréis junto con otros huéspedes.
–¿Y el cardenal?
–Su Excelencia se ha retirado al ala posterior de esta zona del edificio salvada de las llamas, destinada a su servidumbre y a las cocinas. En este espacio han sido almacenados todos los objetos que se han librado del incendio.
Conmocionado, Mathis tocó el hombro del religioso despidiéndose apesadumbrado.
Mientras paseaba por el parque, entre los setos geométricos de hoja perenne, reencontró la paz. Entre las espesas hileras de boj enano con los bordes a ras de tierra, intercalados con arbolillos de alheña podados continuamente, encontró el pabellón chino y a lo lejos reconoció el invernadero. Al levantar la vista, desde esa distancia vislumbró la construcción del castillo alto con una torreta que se elevaba sobre toda el área y al lado una iglesia de dimensiones medianas.
Volviendo atrás, Mathis pasó de nuevo por delante del edificio. La mirada recayó sobre trozos de vigas y sobre los muros ennegrecidos mientras que una camarera lo recibió con amabilidad y una reverencia.
–Bienvenido, conde, por favor seguidme a vuestros aposentos.
El noble aceptó la invitación de buen grado y en silencio recorrió los largos pasillos, advirtiendo un especie de soledad que pesaba sobre aquellos muros.
–Señor conde, estas son vuestras estancias. La cena está prevista para las siete en el salón de los querubines que se encuentra en la planta baja.
Con aquellas palabras la muchacha se despidió de Mathis.
El joven le dio las gracias con poco entusiasmo, luego, observando la habitación admiró el mobiliario. Cansado del viaje se dejó caer sobre el lecho. Mientras los ojos contemplaban el horizonte pintado en el cuadro enfrente de la cama, el sueño le ganó la batalla a los pensamientos de la misión que le había encargado su duquesa.
Antes de las siete, el joven aristócrata, estaba ya en el salón de los querubines.
Dos señoras: madame de Morvan, la noble nombrada por la duquesa Flavienne y otra dama desconocida, estaban hablando amablemente.
–Mathis, bienvenido entre nosotros –el saludo de Sylvie de Morvan fue alegre y amigable.
La marquesa, de mediana edad, era fascinante y propicia a pensamientos amables, incluso con alguna que otra arruga bien mantenida podía rivalizar con mujeres más jóvenes. Su presencia servía de apoyo a Mathis.
El joven hizo una reverencia a ambas damas esperando ser presentado.
–Conde Armançon, os presento a la condesa Cagliostro.
–Os conozco de algunas historias y lo más interesante es que todas las habladurías os describen como muy hermoso, y lo sois.
–Señora, la mujer de un gran hombre es por fuerza una mujer excepcional –replicó Mathis engreído por la apreciación. –La descripción que hace de vos Giacomo Casanova es la pura verdad.
La mujer sonrió graciosamente cubriéndose una parte del rostro con el abanico.
Seraphina Cagliostro tenía 27 años: la cabellera dorada, los ojos azul claro y las largas cejas resaltaban sobre un rostro de rasgos amables. Las formas generosas la convertían en apetecible.
–¿Vuestro marido está ahora en el castillo? –preguntó el conde.
–Está pero no se deja ver… siempre así, cada vez que se llega a un lugar nuevo, su preocupación es la de encerrarse en el laboratorio a trabajar. Sinceramente, no sé si conseguiréis conocerlo, su vida mundana es muy reducida.
El cardenal, acompañado por otro huésped, entró riendo por varias tonterías. El joven aristócrata, con una gran sonrisa, se acercó al Príncipe de la Iglesia que le tendía la mano, exhibiendo su anillo cardenalicio. Mathis, en señal de devoción, se inclinó para besar el zafiro.
–Conde Armançon, por fin habéis llegado –exclamó monsieur de Rohan.
–Sí, Eminencia, pero con un poco de retraso.
–Perfecto, perfecto… quiero presentaros al vizconde Ignace-Sèverin du Grépon. Ya veo que os habéis familiarizado con las otras señoras, por lo tanto demos comienzo a la cena –pontificó Su Eminencia.
Rohan caminó hacia el salón invitando a sus amigos a sentarse a la mesa.
La servidumbre puso sobre la mesa una gran cantidad de botellas y bandejas rebosantes de caza y verduras, mientras que encima de un alambicado mueble rococó desplegaban crostate d’albicoche
, dulces de pasta de almendra recubiertos de chocolate espeso y fruta exótica, una visión golosa para los invitados. A la cabeza de aquella mesa rectangular, el dueño de la casa estaba sentado en una butaca con un alto respaldo tallado y ribeteado de oro con el emblema de la familia esculpido. Desde su trono, Rohan observó a sus huéspedes. Los aristócratas sentados alrededor estaban ocupados en distintas conversaciones con su vecino de mesa, quien con argumentos fútiles y quien menos. Una discusión sobresalía entre las otras.
–Cagliostro ha arruinado la vida profesional de muchos médicos –tronó categórico el vizconde dirigiéndose al puesto de honor de la mesa.
–Vizconde du Grépon, por la buena amistad que nos une y por la estima que siento hacia Alessandro, intentaré hablar con moderación, orientándome hacia la utilidad y el beneficio social. Considero a Cagliostro un benefactor. –Después de esta afirmación el cardenal echó una mirada a cada uno de los comensales y una amable inclinación de cabeza hacia donde estaba la bella esposa del conde Cagliostro, para a continuación seguir con el elogio del marido –Cagliostro, decía, es un benefactor. Produce beneficios en provecho no sólo del individuo sino de toda la comunidad. Nuestro magnánimo amigo cura a todos indistintamente sin conocer ni el nombre, ni la proveniencia, ni la riqueza.
Al enésimo resoplido del vizconde por las palabras del Gran Limosnero
, el tono del prelado se hizo más incisivo como queriendo atacar al escéptico aristócrata.
–Ya se trate de un hombre noble o de humilde origen, los prodigios y las virtudes los prodiga sobre todos. La obra milagrosa y los distintos fenómenos han sido siempre puestos al servicio de la humanidad, jamás por propio interés.
Rohan defendió con insistencia a su nuevo amigo, intentando acallar al vizconde. Ignaze-Sèverin du Grépon se volvió, entonces, a la consorte de Cagliostro.
–Condesa Seraphina, soy del parecer de que vuestro marido no puede permitirse curar a los enfermos gratuitamente, un gran amigo mío médico está furioso por su comportamiento.
Al ser sacada a colación la condesa rebatió tanta arrogancia:
–¿Cómo podéis afirmar que curar a los indigentes sin solicitar honorarios sea una acción vergonzosa? Además querría haceros notar mi desprecio con respecto a esos doctores que no se preocupan tanto por los enfermos sino más bien de las ganancias. Alessandro se ha formado espiritualmente allá donde han nacido las fes milenarias del mundo, a la sombra de las majestuosas Pirámides, bajo la mirada enigmática de la Esfinge. Además, ha profundizado en el estudio de las religiones y ciencias como la astrología, la nigromancia y muchos otros saberes.
El cardenal, en el momento en que iba a morder un muslo de faisán, volvió a sus obligaciones, yendo en socorro de la dama.
–Vizconde, ayudar a los pobres es el deber de todo buen cristiano y creo que vuestras palabras son dignas de reprensión. Os invito a que hagáis una atenta reflexión sobre las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo por lo que respecta al bien hecho al prójimo.
Convencido admirador de Cagliostro, el cardenal de Rohan continuó a exaltar de él las alabanzas:
–Os informo de que Cagliostro, en este período, está colaborando incluso con un remedio para la pelagra. Ha sido consultado por los más expertos con respecto a este descubrimiento del médico español Gaspar Casal. Mi amigo Alessandro está contribuyendo a la investigación y ha remitido a los expertos algunos de sus descubrimientos. En el laboratorio ha producido un compuesto derivado de elementos naturales simples. Frapolli, un médico italiano, ha alabado sus méritos. El emperador Giuseppe II de Ausburgo está interesándose en el estudio de esta enfermedad y tiene la intención de abrir un hospital en Italia, la ayuda de Cagliostro será fundamental. Esto, señores, os debería hacer reflexionar sobre sus intenciones y su altruismo.
Mathis había estado atento durante la discusión pero, al escrutar a los invitados, observó el rostro de la marquesa de Morvan que lo miraba con curiosidad.
Acabada la cena, el prelado pidió hablar a solas con Mathis:
–Jovencito, estáis aquí porque así lo quiere una amiga mía, la duquesa de Beaufortain, y hablaréis con Cagliostro en su laboratorio. Este privilegio exclusivo no se le concede ni siquiera a los adeptos de su masonería, consideraos afortunado.
–¿Cuándo deberá ocurrir todo esto?
–A su debido tiempo, no os preocupéis.
La conversación confidencial entre los dos hombres fue interrumpida por la irrupción de la marquesa de Morvan.
–¡Eminencia, os lo ruego, confesadme inmediatamente! He tenido pensamientos libertinos sobre un joven.
El cardenal, que conocía a su amiga, no dio importancia a sus palabras, pero esto no impidió que la mujer continuase hablando.
–Realmente sois tremendo, Mathis.
–¿Por qué me decís esto, señora?
–Vos no hacéis nada, son mis pensamientos los que os llevan a mis brazos.
–Si es sólo un abrazo no es un crimen. Para cumplir con mi deber de confesor, os dejo delinquir –el prelado se alejó riendo.
–Venid, conde –los dos se pusieron a caminar y la marquesa continuó hablando divertida –Mathis vos tenéis tantas cualidades: belleza, audacia, fuerza y virilidad, pero la mejor es la inteligencia.
–Os doy las gracias, madame. ¿A qué se deben todas estas lisonjas?
La marquesa de Morvan tenía intención de responder una vez que estuviesen en la biblioteca, en cuanto entraron el estupor del joven no se lo consintió.
–¡Que maravilla! ¡Un santuario de la cultura! ¿Estará al segundo puesto sólo por encima de la biblioteca de Alejandría en Egipto?–mientras se acercaba a los estantes comenzó a acariciarlos con las manos –Madame, mirad estos volúmenes encuadernados en piel roja y verde y también estos otros de delicadísima piel de cabra. Increíble la rebuscada elegancia de estas incisiones heráldicas en oro...
–Más que elegancia a mi me parece un gesto de megalómano. ¡Ha impreso incluso el emblema de familia en cada uno de sus libros!
–Marquesa, si os gustan las comedias antiguas aquí he encontrado una obra de Aristófanes, Las Tesmoforiantes.
–Amigo mío, si os debo ser sincera, encuentro las comedias griegas divertidas en los diálogos pero tediosas por sus continuas alternancias cantadas.
Habiendo comprendido el escaso interés de la marquesa de Morvan por el teatro helénico, Mathis volvió a poner el libro en su sitio.
–Conde, me estoy aburriendo –exclamó con un suspiro la noble dama –Os lo suplico, hablemos de otra cosa –dijo cerrando con llave la puerta de la biblioteca.
Mathis secundó a la mujer con una mirada cómplice.
–Durante la cena, cuando el vizconde du Grépon estaba contradiciendo al dueño de la casa sobre Cagliostro, vos no habéis dicho ni una palabra. ¿Estáis a favor o en contra?
–Soy sincero, marquesa, he oído hablar mucho de él pero no me he hecho una idea concreta. Estoy aquí para conocerlo.
–Conde, sed menos diplomático. Conozco los planes de Flavienne. Estáis aquí con el fin de codearos con Cagliostro y con la complicidad de Rohan visitar su laboratorio.
–¡Qué va! ¿Cómo se os ha ocurrido semejante cosa?
–Mathis, os lo ruego, no insultéis vuestra inteligencia y tampoco a la mía. La mentira no os pega.
El joven conde se puso tenso y en sus ojos apareció un destello de cólera. La marquesa levantó los hombros en un gesto de excusa.
–Sí, es verdad –Mathis fue categórico al responder provocando a la marquesa –¿no os gusta?
–Claro que sí.
–¿Pero...? –preguntó Mathis instigándola.
–Querría vuestra colaboración para una empresa mía. A los servicios que vais a hacer a Flavienne podríais añadir mis necesidades.
–¿Qué serían...?
La marquesa, con aire malicioso, se sentó en el sofá, invitando al conde a ponerse a su lado.
–Mathis, mis peticiones son muy sencillas. Cuando estéis en el laboratorio de Cagliostro deberéis recoger alguna prueba de que es un charlatán.
–¿Qué tipo de pruebas?
–Escritos, notas, venenos y todo cuanto pueda ser usado contra él.
–Marquesa, ¿pero con qué fin hacéis esto?
–Cagliostro tiene muchos amigos poderosos, no es por casualidad que se encuentra aquí en la mansión de Rohan, pero tiene también muchos enemigos. Yo y el vizconde de Grépon formamos parte de un grupo que lucha contra este embaucador sin escrúpulos.
–Durante la cena, igual que yo, no habéis dicho una palabra contra Cagliostro.
–En toda guerra que se respete, hay siempre el frente y la retaguardia. El primero ataca y la segunda organiza los refuerzos y los abastecimientos. Se actúa con astucia.
–¿Yo qué gano con todo esto?
–Mi amistad.
–Entonces, consiento sin dudarlo.
–Perfecto, estamos de acuerdo, haréis todo lo posible también por mí, secundando los deseos de nuestra amiga la duquesa, pero esto ella no deberá saberlo.
–¡Marquesa! Os pido sólo que me hagáis entender lo que me es difícil comprender en toda esta historia –añadió Mathis con una voz en la que se advertía una nota de sufrimiento –Vos y la duquesa de Beaufortain parecéis ser amigas pero, en esta ocasión, actuáis a sus espaldas, usáis sus medios para alcanzar vuestros objetivos, este es un comportamiento típico de un hipócrita –acabó de decir el conde sonrojándose un poco.
–Yo y Flavienne nos conocemos desde hace tiempo; no siempre pensamos lo mismo o nos gustan las mismas personas, y cuando esto ocurre no nos entrometemos. Nos toleramos. Para sobrevivir en este mundo son necesarias las alianzas y la nuestra funciona a pesar de todo. Y, de todas formas, ¿quién os dice que no conozca ya mis intenciones?
Mathis sonrió con tranquilidad, tenía otras preguntas para la marquesa:
–Habéis hablado de un grupo contra Cagliostro; ¿cómo es posible que el cardenal no esté al corriente? Y sin embargo, vos y el vizconde sois sus huéspedes, y el anciano Ignace-Sèverin no ha sido suave con el Gran Maestro.
–No subestiméis al cardenal, también él sabe jugar bien a este juego –la afirmación de la marquesa de Morvan encendió la curiosidad en el joven que levantó una ceja mirándola fijamente a los ojos. –Du Grépon es el ojo de lince, el oído atento del rey. Rohan lo sabe y ha aceptado de buen grado la presencia de este noble que conoce desde hace mucho tiempo; si el rey hubiese mandado a uno de sus generales de confianza o al vizconde de Narbonne, para Su Eminencia hubiera sido peor. El cardenal ha escogido el mal menor.
La marquesa, visiblemente satisfecha, se dejó ir.
–Antes habéis hablado con sinceridad, así que, decidme conde, ¿qué os han dicho sobre mi persona?
–Marquesa, es innegable que vuestras detractoras os describen como una comehombres. Las calumnias contra vos se refieren al campo de la conquista, de la seducción, del embaucamiento. Los difamadores os pintan como una irresistible Circe y una inagotable seductora. Marquesa, no debería ser yo quien os debe recordar que en Versalles la reputación de una persona es ridiculizada o degradada según los casos.
El conde leyó en el rostro de su interlocutora una mezcla de complacencia y una velada tristeza.
–Sin embargo, al mismo tiempo, está el juicio benévolo de mi amada duquesa que, al describiros, ha usado sólo palabras de elogio, de estima y de respeto. Por lo tanto, creo que es sumamente difícil juzgaros sin haber tenido el placer de conoceros.
–Me alegro. Ser mujer es un arte, ser una amante es sublime. Pensad en la gloria de la seducción, en las numerosas batallas de los placeres carnales y en la alegría al ver la propia victoria en los rostros de nuestros adversarios. Ser la rival de otras mujeres y prevalecer sobre ellas y vencer, es una satisfacción única en el mundo. Si en mí no fuese innata esta voluntad, hoy no estaría aquí, delante de vos, alabando los elogios de este delito para mí tan querido. El hecho delictivo, para mí, es siempre único, fatal y en ese instante que acompaña al orgasmo de los sentidos de la víctima escogida, que estará para siempre en mi poder. En mi caso, el hombre con el que me he casado es el que íntimamente conozco menos. Sabed, conde, he visto siempre la lujuria como una comilona y yo adoro comer.
–Estoy de acuerdo con vos, las pasiones deben ser secundadas, perseguidas y conducidas a buen fin.
–Entonces, ¿me autorizáis a que os seduzca?
Con aquella salida alegre, la dama acogió el pensamiento expresado por Mathis como una invitación para proceder a su conquista.
Los dos explotaron en una risotada común y cómplice.
La marquesa era un mujer ingeniosa, débil ante la belleza, maleable a las pasiones. Ardía en los mismo deseos pecaminosos que Mathis y esto los hacía sentirse próximos.
El conde comprendió el interés por parte de la dama. Sus miradas se volvieron coquetas.
–Sois una maldita intrigante, vuestra edad no corresponde con vuestra seducción.
El placer recíproco los arrastró a un beso apasionado. La marquesa se concedió aquella evasión con deleite, gozando de los labios sensuales del joven que, como un maestro, dieron placer a la noble dama.
–La fechoría se ha consumado, ahora, de verdad, tengo que ir a confesarme con el cardenal.
Ante esta broma, los dos rompieron a reír y la marquesa, bromeando, volvió a hablar al conde.
–Silencio, no demos pábulo a más habladurías a nuestra cuenta. Contención.
Los dos volvieron a su habitual conducta
–Trahit sua quemque voluntas –dijo Mathis.
–La sensualidad acompaña siempre al vicio –añadió la marquesa.
Cuando llegaron los otros huéspedes que, mientras tanto, se habían juntado en otra sala, interrumpieron la conversación.
–¡Bienvenidos! –exclamó el vizconde du Grépon –¿Os habéis perdido en los meandros del castillo?
–En realidad, en la biblioteca. Antes de iros deberéis pasar algunas horas en ese salón, veréis sorpresas maravillosas.
Después del breve cambio de palabras, el vizconde se despidió para retirarse a sus aposentos.
También la condesa de Cagliostro decidió retirarse y el vizconde se ofreció a acompañarla a sus habitaciones. La marquesa de Morvan pestañeó hacia Mathis, invitándolo a hacer lo mismo. Después de dejar a la dama en su alojamiento, el joven se dirigió, sin detenerse, hacia su habitación para liberarse de su indumentaria y para comenzar con la escritura de la carta a su duquesa, como había prometido hacer al acabar cada día.
Mi amada duquesa:
Os mando fielmente mis impresiones sobre Saverne y sus huéspedes. Pongo en vuestro conocimiento mi preocupación por lo que respecta al conde Cagliostro. Su consorte, la condesa Seraphina, me ha informado de que mi encuentro con el alquimista, tan deseado por vos, podría resultar arduo por culpa de sus muchas obligaciones.
He reflexionado sobre esto, pensando que la condesa no estuviese al corriente del encuentro programado con el marido, ya que si fuese así, el cardenal me lo habría dicho, y pienso también que deben permanecer secretas vuestras peticiones al Siciliano.
La jornada ha transcurrido en armonía, he sido presentado a todos los nobles convenidos. La marquesa de Morvan, vuestra querida y estimada amiga, es una mujer de intensa profundidad que me ha acogido de manera calurosa y ha animado mi introducción en el castillo de Rohan.
El vizconde du Grépon, por su manera directa de hablar, podría resultar poco simpático pero, personalmente, creo que es un hombre interesante e independiente de pensamiento.
El cardenal de Rohan se está mostrando muy amable conmigo.
Con la esperanza de haberos hecho un servicio agradable, prometo escribiros de asuntos que han acabado bien y de apetitosas charlas, a las cuales tendré atento el oído y que os harán feliz cuando los leáis.
Vuestro Mathis.
Capítulo 2
Habiéndose despertado pronto Mathis se dio cuenta de que era el único huésped despierto en todo el castillo. Decidió no tomar el desayuno solo e investigar los alrededores de la residencia. Observó los altísimos abetos plantados a los lados y las fontanelas dispuestas simétricamente en los jardines.
El joven conde fue hasta los límites del parque y, transcurrida una buena hora paseando, decidió volver a entrar en la mansión. Se dirigió hacia la estancia a la derecha de la entrada, de donde provenían las voces familiares de los otros nobles. En la mesa el anciano vizconde y la marquesa de Morvan estaban desayunando.
El primero estaba ocupado tomándose un té mientras que la dama tenía en la mano un plato de dulces, ésta, al ver entrar a Mathis, le dijo:
―Buenos días, conde. Sed amable conmigo, echadme un poco de té, agradecería incluso el mismo que está saboreando el vizconde.
El conde fue hacia una consola y sirvió a Sylvie.
―Buenos días, vizconde, ¿a vos en que os puedo servir? ―dijo risueño Mathis volviéndose al anciano noble que no lo había saludado.
―En nada ―respondió du Grépon.
El conde Mathis, hambriento, volvió a la consola rebosante de manjares y se sirvió. Después de prepararse un plato se sentó al lado de la marquesa y la mujer comenzó a hablar:
―¿Habéis dormido bien, conde?
―Magníficamente, marquesa.
―¿Habéis dormido solo? ¿Ninguna condesa os ha visitado?
―¡No! ¿Qué queréis decir, señora? ―el joven estaba desconcertado.
―A la condesa de Cagliostro no le habéis sido indiferente ayer, y se sabe que es una buena potranca.
Ante aquel descaro de la marquesa, el vizconde, que estaba saboreando su té, tragó por el sitio equivocado, casi ahogándose.
―Ignace, ¿va todo bien? ―exclamó la noble preocupada.
El vizconde tosió e hizo una señal afirmativa con la cabeza intentando recuperarse.
―Marquesa, ¿conocéis bien a la condesa? ―preguntó Mathis todavía confundido por la broma de la mujer noble.
―No, pero sus modales son de dominio público, como también las del maleducado de su consorte que ni siquiera se ha dignado a dejarse ver, ni trasmitir sus saludos.
―Por lo que he entendido, el conde Cagliostro es una persona muy atareada, tanto que no tiene tiempo para la vida social. Él mismo es consciente de su don y de lo que tiene que hacer, actúa por el bien común.
Placenteramente sorprendida por las palabras de Mathis, la dama replicó:
―Os veo muy apasionado defendiendo al siciliano, ¿estáis seguro de que vale la pena?
―Sabed, amada marquesa, ante los prodigios que él ha producido yo no puedo hacer otra cosa que creerle. De otro modo, ¿cómo podría juzgar a un hombre así sin caer en una irreverente arbitrariedad?
El vizconde du Grépon tomó al vuelo la ocasión para echar leña al fuego:
―Yo, señores, sostengo que además de ser un bufón, es de esos que se pavonean.
―Efectivamente, es un hombre muy extraño, pero hay testigos de sus empresas cumplidas con éxito ―continuó con su defensa Mathis.
―Jovencito, dada vuestra edad, no estáis todavía acostumbrado a ciertos sujetos que engañan a las personas de buena fe acuden a él ―replicó con pasión el noble Ignaze-Séverin ―En Londres ha estado implicado en el escándalo de los números de la lotería al persuadir a una burguesa acomodada para que le diese sus joyas. Ni siquiera hace dos años, Catalina de Rusia, a pesar de no conocerlo, le anticipó el dinero que sabía que le sacaría con sus artimañas. Vive como un rajá pero ningún banquero le ha hecho pagar nunca una letra de cambio o dado una bolsa de dinero.
―Vos, vizconde, según me parece, sois su mayor detractor, no sólo por el hecho de que conocéis anécdotas espinosas sobre su vida ―puntualizó Mathis.
―Es necesario saber de todo de los propios enemigos para poder desafiarlos ―concluyó el vizconde.
La marquesa se unió a su amigo:
―También yo tengo información sobre el siciliano.
Aquella afirmación capturó la atención del joven conde:
―En Varsovia, parece ser que ha sido bien acogido por el príncipe Poniski.
Interrumpiéndola, el vizconde dijo:
―Madame, esto fue porque el heredero al trono es un apasionado de la alquimia. Cagliostro en ese país ha encontrado un inocentón de rango, ideal para sus fines. Por no hablar también de otros poderosos de Europa, gente que ha creído en sus charlatanerías de vendedor de sueños.
―Amigos, os lo ruego, todos los hombres comenten errores, intentemos permanecer indiferentes a las noticias con respecto a este científico y juzguémoslo sólo después de haberlo conocido ―concluyó Mathis, harto de los prejuicios.
―¡Conde! Me asombráis, sois prudente y posibilista, estoy complacida ―la noble dama se puso seria y dispuesta a polemizar ―pero, ¿estáis seguro de que no sea un jactancioso y presuntuoso hombrecillo que se beneficia de una inesperada buena suerte?
―Podría ser, pero quiero conocerlo.
―Conde, vuelvo a repetir que vuestra ingenuidad es debida a vuestra edad. Haced caso de la experiencia, yo y la marquesa somos personas de mundo y sabemos reconocer a los malhechores y aquí, con Rohan, tenemos a uno de la peor especie.
―Por vos, vizconde, albergo una gran estima y estaré dispuesto a honraros en el momento en que consigáis desenmascarar a Cagliostro pero, por el momento, permanezco en zona neutral.
―El vil huye de la confrontación, si sólo pudiese debatir con él, estoy convencido que callaría a ese embaucador ―continuó hablando el vizconde seguro de sus intenciones.
―Estoy convencida que lo conseguiréis y yo os daré mi apoyo ―afirmó con decisión la marquesa de Morvan sonriendo al amigo vizconde.
La ausencia de Cagliostro alimentaba las discusiones acerca de él, financiando aquella máquina de maledicencia que ahora ya se había puesto en marcha contra él. El vizconde, el peor de sus detractores, no hacía otra cosa que echar descrédito y desprecio sobre el alquimista y también la marquesa hacía sus críticas, aunque estas resultaban más sosegadas, a pesar de ser igualmente calumniosas. Ambos nobles se habían unido en una guerra sin cuartel contra el conde Cagliostro, defendido solamente por su amigo Rohan, máximo admirador y su obediente discípulo.
El Príncipe de la Iglesia Rohan, después de haber concedido audiencia toda la mañana y disertado en la mesa con sus apreciados huéspedes, organizó un pequeño concierto para ellos por la tarde. La jornada soleada consintió que se desarrollase el acontecimiento en el gran quiosco del parque. Los aristócratas se prepararon para escuchar al clavicémbalo a una famosa concertista vienesa.
La agradable temperatura era adecuada para que las damas mostrasen sus escotes, luciendo cada una sus propios encantos.
La condesa Seraphina se unió a los otros convidados bastante tarde. Su exigencia de aparentar le imponía una larga preparación. Su traje había sido traído desde Italia, confeccionado con un tejido veneciano con referencias a la Serenísima y a su grandiosidad. Por otra parte, Casanova era su estimado admirador. Valiosas eran sus joyas, un feliz homenaje a su famoso marido que se enorgullecía de haberlas creado él mismo.
El vizconde saludó a la recién llegada y tomó la palabra:
―Queridísima condesa, ¿dónde habéis encerrado a vuestro consorte? Me convertiré en vuestro cuidadoso guardián.
―¡Ja, ja! ― comenzó a reír la señora condesa ―ya gracioso a estas horas.
La charla y el buen humor fueron el preludio de aquel placentero acontecimiento concertístico que tendría lugar dentro de breves instantes.
―Mathis, ¿no os deja un poco perplejo esta ausencia del conde Cagliostro? ―preguntó la marquesa un poco enojada.
―Está trabajando ―respondió el joven conde en tono irónico.
También el cardenal se unió a la comitiva sin dar importancia a las palabras de su viejo amigo.
A las cuatro de la tarde tuvo lugar el concierto. Los nobles tomaron sus puestos de frente a los artistas a punto de comenzar con las arias. En el momento de afinar los instrumentos al contrabajo le saltó una cuerda. Para Mathis fue la ocasión para ser el alma de la fiesta por encima de la torpeza del músico que, con maneras apresuradas y torpes, intentó poner remedio al incidente. Resuelto el problema, la esperada de la artista vienesa dio el primer acorde. Los músicos empezaron con el movimiento alegre, restableciendo la atención en un público efusivo y alegre.
Con las elegantes notas de las distintas sonatas que tocaron, el tiempo transcurrió alegremente y los espectadores, raptados por la música, no se dieron cuenta de la llegada de otro huésped, el conde de Cagliostro.
De estatura media y de complexión robusta, el rostro redondo y los rasgos simétricos y armónicos, una nariz recta y bien formada, una frente amplia y alta y los expresivos ojos negros. Sin molestar se sentó al fondo de la platea permaneciendo en silencio hasta la conclusión del concierto.
Después de los aplausos finales, la atención se dirigió hacia él.
―Amigos ―dijo Rohan ―tengo el placer de presentaros a aquel que gracias a sus experimentos es ahora ya famoso en toda Europa: el conde Alessandro Cagliostro.
El cardenal se esforzó en presentar lo mejor posible a su amigo pero el hombre fue acogido con frialdad.
Ningún aplauso, ningún tipo de reconocimiento surtieron las palabras del cardenal y esto enfrió el entusiasmo del dueño de la casa y del famoso huésped.
Mathis, para rebajar la tensión, se levantó homenajeando a Cagliostro con una reverencia, conquistando el reconocimiento de Rohan.
―Finalmente tenemos el honor de conoceros ―exclamó el conde de Armançon todavía inclinado en señal de respeto.
―Gracias, conde. Sí, delante de vos tenéis a aquel que es mi guía, el ejemplo en el que me inspiro: misericordioso con los infelices, amable con las necesidades de los menos favorecidos, me sirve de inspiración en su entusiasmo por el prójimo necesitado.
A pesar de que Rohan había hablado en modo enfático de su amigo, aquellas palabras no surtieron tampoco el efecto esperado en sus huéspedes. Las miradas desconfiadas y juiciosas de la marquesa de Morvan y del señor du Grépon decían mucho.
Después de un justificado resoplido Cagliostro comentó con cierta sutileza:
―Vuestro entusiasmo me emociona, conteneos caballeros.
―Los buenos ejemplos se imitan sólo en la gloria y en la virtud ―volvió a la carga du Grépon.
―Somos demasiado educados con respecto a vos ―dijo a continuación la marquesa de Morvan molestando al alquimista.
―Eximio Gran Cofto habladnos un poco de vos ―le pidió Mathis.
―Sobre mi vida se han dicho cosas buenas y a veces cosas malas se han escrito. Es verdad, no tengo títulos académicos pero las curaciones que he hecho por todas partes son un loable testimonio de mi ciencia. Los ataques a mi persona por parte de esos doctores que infaman mi obra no son otra cosa que celos.
―Sinceramente ―intervino el vizconde ―los doctores que yo conozco no sienten ninguna envidia hacia vos. Vuestras obras os ridiculizan. Hace unos años habéis convencido a un anciano noble de que eráis capaz de hacerlo rejuvenecer y devolverle las fuerzas. Sois sólo un fanfarrón.
Sonriendo y mirando a los otros invitados el vizconde Ignaze-Sèverin continuó hablando:
―Es inútil que concluyáis el caso del pobre iluso, ya habéis comprendido por vos mismo cómo han ido en efecto las cosas.
Con aquella afirmación el vizconde se marcó un punto a su favor pero su interlocutor respondió cambiando de tema:
―Estas difamaciones os hacen comprender cuán temido soy por los doctores tradicionales y mi confirman que su conocimiento de la medicina no es par al mío. Os exhorto a reflexionar sobre todo lo que estoy a punto de deciros: ¿cómo es que estos iluminados temen tanto mi persona?
―Quizás porque están dotados de aquellas acreditaciones que a vos os faltan, porque vuestra fanfarronería es evidente y no comprenden cómo podéis recolectar tanto éxito de la nada.
―Según mi parecer esos mediocres doctores que creen tener todos los conocimientos, ante lo concreto de los resultados que yo consigo con mis curaciones, creen no tener armas para hacerme frente y ser inferiores.
―Quien generosamente os ha ayudado se ha empobrecido, no recuerdo ninguno que se enorgullezca de enormes riquezas después de vuestro mágico paso. Sois un desastroso ciclón.
El prelado abrió los ojos como platos e intervino para ayudar a su protegido.
―Os lo suplico, tranquilizaos, vizconde ―se entrometió Rohan ―dejad a un lado vuestros ciegos prejuicios que os están haciendo juzgar injustamente a Alessandro, sois vos el que os engañáis, dejad que yo hable en su defensa.
―Os escucho, Eminencia, esperando que seáis prudente.
―Señores, sería muy honesto ser considerado con el hombre que pone a disposición del prójimo los poderes de sanación magníficamente concedidos por Nuestro Señor Omnipotente. No debemos hacer otra cosa que ayudar a su obra y admirar su buen sentido, empujándolo a continuar en la honorable empresa. Sabiamente deberemos, asimismo, extraer de ello una enseñanza, implorando la continuación de ella con ayudas cristianas. Mi amigo Cagliostro hace propaganda del arte y el trabajo del curandero tan bien que incluso los más escépticos que se enfrentan a la evidencia de los hechos se quedan asombrados. Yo mismo he podido constatar los milagros: el príncipe de Soubise, mi hermano, enfermo de escarlatina, desahuciado por todos los médico, después de las curas de Cagliostro ha sanado. Su voz seductora y profunda pone de manifiesto esos pensamientos inspirados e importantes que quiere divulgar. La fascinación del misterio consigue encantar a todos, intrigando y emocionando a las gentiles mujeres de Europa e interesando a los hombres sensatos. Como ya acostumbro a decir, este Paracelso demuestra ser un poderoso hombre con cualidades milagrosas.
―¿Paracelso? Cardinal, también vos, os suplico que no despotriquéis, este es un mago de cuatro patacones.
―¡Vizconde! ¡Cómo osáis! Las palabras injuriosas que estáis usando me ultrajan. Sois merecedor de la excomunión. Me habéis llamado blasfemo y a Alessandro mago, estoy muy desilusionado.
―Os pido excusa sólo a vos, cardenal.
―Definir a Cagliostro como mago, según mi parecer, ofende su obra en todos los campos e incluso en sus misiones caritativas.
De nuevo, du Grépon fue asaltado por un fuerte descontento:
―Mago, en cambio, sería apropiado ya que en Venecia, bajo un falso nombre, quería convencer a todos de que era capaz de transformar el cáñamo en seda y de poder fabricar oro.
―Monsieur, vuestra insistencia es incalificable ―espetó enseguida el cardenal.
Mathis permaneció escuchando, reflexionando sobre toda esta cuestión de manera imparcial.
La marquesa, en cambio, se lanzó sobre el alquimista:
―Lo que estoy por afirmar es vox populi. Vuestros dos mil y pico años de edad me hacen reír. Según vos, excelso inmortal, no ha habido ningún personaje de la historia que no os haya consultado antes de cada una de sus empresas. Decidme, ¿habéis embrollado a nuestro amigo Rohan, haciéndoos perdonar aquella irreverente teoría de que habéis conocido a Jesucristo?
El tono de la afirmación y las taimadas acusaciones de la dama molestaron al alquimista, haciéndolo reaccionar con voz firme y decidida:
―Según vos, marquesa, ¿si yo a partir de ahora refiriera a todos mis conocidos que vos sois una mala persona, dentro de un tiempo cómo creéis que vuelva a vuestros oídos esta calumnia? Según yo creo, más endurecida y más falsa.
―Os informo de que ya soy objeto de esta infamia ―puntualizó la noble dama con tono áspero.
Igualmente ofendido el cardenal continuó a defender valerosamente a Cagliostro.
―Mi consideración sobre el hombre que hoy todos estáis conociendo es la misma que tengo por los beatos de la Iglesia a la que represento.
Después de esta afirmación Rohan miró fijamente a Cagliostro buscando su aprobación. Sus huéspedes, en cambio, escandalizados por lo que había afirmado, estaban comprendiendo cómo el prelado había sido subyugado por el alquimista.
Una ligera y fresca brisa comenzó a sentirse haciendo añorar el sol que estaba ya desapareciendo y obligando a las señoras a cubrirse con coloridos chales.
―Las cosas absurdas que se han dicho han hecho cambiar el tiempo ―afirmó convencido el vizconde provocando la risa de la marquesa.
Alguien se sobresaltó al oír un trueno a lo lejos. Después de entrar de nuevo en el castillo a toda prisa, la discusión se reanudó en el salón habitual.
Insistente y pretencioso el vizconde Ignace-Sèverin continuó:
―Vuestra Eminencia, permitidme contradecir las afirmaciones dictadas por los principios que os inspiran. Creo que los fraudes de un pasado reciente urdidas por supuestos curanderos, nos han puesto en alerta y convertidos en escépticos hacia los milagros. El desencanto de los científicos, de los médicos y de los sabios refuerzan estas dudas que todos nosotros tenemos hacia Cagliostro. La llamada de la riqueza ciega también al hombre más razonable llevándolo a delinquir.
Ante estas palabras el noble siciliano saltó furioso:
―Zoquete sin educación, iluso atrasado, no sois nada con respecto a la sabiduría.
Ante el estupor de todos, el científicos recuperó la calma y la contención y continuó con suavidad:
―Os perdono vuestra ignorancia e irresponsable incredulidad, pero de vuestras negativas apreciaciones no hago caso dado que sois incapaz de gobernar vuestra razón.
―Conde, es mejor para vos que yo sea un enemigo, de manera que a través de mi podáis comprender mejor vuestros defectos.
―No hay abusador más fastidioso que los que creen ser graciosos ―replicó picado Cagliostro concluyendo a continuación con una máxima que calificaba, según él creía, al vizconde: Vasa inania multum strepunt.
―¡Cierto, y vos lo sabéis muy bien! Las macetas rotas hacen mucho ruido ―tradujo el vizconde la máxima citada por Cagliostro apropiándosela a su vez.
―Vizconde, sois el padre de la maledicencia.
―Y vos, Cagliostro, la inspiración natural.
―¡Vizconde! No puedo tolerar este ultraje al Gran Maestro, también vos sois mi huésped, pero me veré obligado a poneros de patitas en la calle si no os tranquilizáis inmediatamente.
El contundente desagrado que mostraba el rostro de Rohan hizo retroceder a monsieur du Grépon. El alquimista, consolado por su amigo el cardenal, se despidió de todos para volver a sumergirse en su trabajo.
El cardenal Rohan quedó a refutar las insolencias del vizconde con respecto a su amigo Alessandro.
―Siempre os he estimado y admirado, Eminencia, pero no entiendo cómo os habéis podido dejar engatusar por un sablista de su calaña como Cagliostro. Volved en vos, expulsad al despreciable hombrecillo y retomad la acreditada estima de todo aquellos que os aprecian.
Perplejo por las palabras, el cardenal acabó la disputa y decidió ir con Alessandro a su laboratorio junto con Mathis.
La condesa Seraphina, también bastante alterada, salió del salón para volver a sus habitaciones.
La marquesa de Morvan se acercó al vizconde e le renovó su estima por haber dado voz a sus pensamientos.
El irreductible Ignaze-Sèverin junto con la marquesa se deleitó con una bebida y brindaron por ellos mismos.
Mientras tanto las condiciones meteorológicas estaban empeorando: una sucesión de truenos y relámpagos herían la oscuridad y delineaban las siluetas de los árboles.
Rohan y Mathis descendieron la pequeña escalera que conducía a los subterráneos. El sonido de los pasos resonaba por el estrecho pasillo advirtiendo a un laborioso Cagliostro la llegada de los dos hombres.
―Acercaos ―la invitación del mago era educada.
Mathis se acercó a él inclinándose con extrema deferencia, como le había ordenado el dueño de la casa antes de bajar.
El cardenal puso en manos del señor del laboratorio una carta y se alejó para ir a colocarse la bata de trabajo.
Cagliostro, con la ligera presión de la mano, hizo saltar el lacre con el emblema de los Beaufortain y comenzó a leer.
Excelso Maestro:
Cuando leáis esta carta tendréis delante de vos a Mathis, un joven noble de grandes cualidades que, humildemente, pongo a vuestra disposición.
Disponed de él como más os agrade.
El conde Armançon es cortés y complaciente, os servirá fielmente
Vuestra devota Flavienne.
Resonó un trueno, señalando el inicio de un aguacero repercutió en toda la zona levantando un viento silbante que alimentó la fascinación sentida por Mathis en aquel taller de ciencia.
Durante la lectura, Mathis inspeccionó el lugar con cuidado. Aquella especie de templo inspiraba veneración y admiración.
Libros voluminosos abiertos encima de los cuales había otros más pequeños que presentaban imágenes con escritos en cirílico.
Había grandes y pequeños tamices tirados a lo loco, prensas, morteros y balanzas de todos los tamaños, todavía sucios por los polvos utilizados en los múltiples ensayos. Las ampollas de distintos colores conservaban sustancias volátiles encerrando inocuos efluvios pero también indefinibles sensaciones: fuertes y desagradables al olfato. El joven, irritado, se alejó y se dirigió hacia otra zona del laboratorio.
Macetas de jaspe se alternaban con otras de pórfido, morteros con vegetales de diverso tipo, troceados y luego destilados con aquellas retortas curvas. Ramitas de anís, ramos de menta y berros, acedera e hisopo, al lado de una variedad de sales: gris de Bretagna, negra de Chipre y la sal gema azul de Persia. De aquellos elementos y de aquellas mezclas, el conde Alessandro obtenía pociones, placebos y pastillas capaces de lograr un beneficio según las circunstancias.
Cagliostro levantó la mirada hacia Mathis. Recorrió lenta y repetidamente la figura del conde.
El joven era atlético y de bello aspecto. Los espesos cabellos castaño claro estaban bien peinados, los ojos verdes y penetrantes completaban un rostro regular y angelical.
―La duquesa de Beaufortain os tiene en gran estima.
―Gracias a ella sean dadas ―respondió Mathis.
―¿Sois su amante? ―Cagliostro interrogó al joven no consiguiendo contener su curiosidad.
El conde, cogido por sorpresa, farfulló algunas palabras y el alquimista lo presionó.
―No es improbable. La duquesa es todavía deseable y provocadora, los placeres de la carne deben ser secundados.
Mathis estaba realmente avergonzado y Cagliostro lo intuyó.
―Vayamos al grano, vos serviréis a mis necesidades ―ordenó perentorio el mago ―en breve se nos unirá una espía del Estado Pontificio. Pio VI, por suerte, ha mandado a una mujer. Vuestra obligación será complacerla en todo. Complacedla, escuchadla, haced preguntas también y contádmelo todo.
Mathis inclinó la cabeza en señal de asenso:
―A vuestras órdenes.
―El Papa quiere respuestas a sus dudas y nosotros se las suministraremos, pero con mis condiciones. Esa mujer debe ser convertida a mi causa, de cualquier manera.
―Confiad en mí, monsieur, estaré a la altura de la misión que me estáis pidiendo ―afirmó categórico el joven sosteniendo la mirada de su interlocutor.
Los ojos de Cagliostro eran insondables, él estaba decidido, aquella expresión fría asombró a Mathis.
―Conde Armançon, vuestra presencia aquí es un privilegio. Mi atención es un beneficio, si sabéis interpretar mis deseos, obtendréis una ventaja impensable.
―Palabras sagradas, miradme ―exclamó el cardinal orgulloso de su puesto al lado del mago.
―Dicho esto, sois libre. Si, sin embargo, queréis permanecer aquí y observar mi obra, hacedlo.
Mathis se quedó en muda contemplación delante de una damajuana. Pero la curiosidad lo empujó a hacer una pregunta:
―¿Qué habéis preparado?
―Vino egipcio. Será servido en la cena en honor de la enviada del Papa.
―Es muy especiado ―exclamó Mathis al olerlo profundamente.
―El sabor de la canela y de la nuez moscada es dulce y exótico y mitiga el más picante de la cúrcuma zedoaria. El cardamomo y el jazmín completan este precioso néctar.
―Parece delicioso.
El cumplido del joven alegró al alquimista.
―Conquistaré a la papista.
―¿Por qué el Papa os ha mandado a una espía?
―¡Me teme!
―¿Os teme a vos o tiene miedo de vuestra influencia sobre los otros?
―Para él soy el demonio. El éxito de mis experimentos lo aterroriza. En el pasado mi nombre era susurrado, ahora ya muchos lo gritan. Muchos poderosos de Europa se enorgullecen de mi amistad.
―Sois codiciado.
―Así me parece.
Mathis se movía en el laboratorio pasando delante de distintas retortas humeantes. Los olores eran intensos, el aire estaba viciado.
Cagliostro sacó de una carpeta de cuero unos folios. Eran pedidos de clientes. El conde intentó echar un vistazo, a lo mejor entre tantos habría podido encontrar a algún personaje muy importante.
―Por lo que parece tenéis mucho trabajo.
―Son tantos los que vienen, éste, por ejemplo, es vuestro tío Nicolas Armançon.
―¿Ah, sí? ¿Qué os ha pedido? Si es lícito...
―Mis famosas gotas amarillas.
―¿Qué beneficio aportan?
―Preservan del contagio, es un antídoto.
―Tan sólo puedo imaginar el uso que pueda hacer de él ―replicó conmocionado Mathis que no soportaba muy bien al tío. ―Si me permitís… vuestra riqueza es debida también a estas innumerables peticiones, aparte de a la transmutación del oro.
―En parte es verdad, pero mi tesoro son mis valiosos libros.
Mathis miró a su alrededor y asintió.
―También Pío VI querría meter en ella sus manos. Algunos son piezas únicas, imposibles de encontrar. Algunos ya han intentado sustraérmelos.
―¿Cuál es el que más apreciáis?
―Me gustan todos, pero… ―mientras se movió buscando un texto particular Cagliostro retiró mucho polvo ―Este es el que busca Pío VI.
Mathis cogió de las manos de Cagliostro un libro de medianas dimensiones.
―¿Sceptical chymist de Robert Boyle?
―Sí, el detractor de Paracelso. Ojeadlo y admiraros.
El joven conde atendió a la orden. Comenzó con curiosidad a pasar las páginas del libro publicado en el 1661. Valioso pero apestoso.
Hacia la mitad descubrió un tesoro. El interior del libro guardaba diversas monedas de oro. Apiladas unas sobre otras, encajadas en cinco agujeros hechos en el interior de las páginas.
―Estos son algunos de los florines de oro del banquero de Dios, Giovanni XXII, que hace más de cuatrocientos años, ha condenado la alquimia y producido víctimas ilustres. Sustrayendo a ellos textos raros ha cedido a continuación él mismo a los poderes de esta magia. Con unos pocos hombres, en gran secreto, ha creado doscientas barras de oro de un quintal cada una, transformándolas a continuación en dieciocho millones de florines de oro. Hoy en día, para la Iglesia, este experimento de Giovanni XXII no es un orgullo. Pío VI sabe que conservo las pruebas de la avaricia del pontífice.
―Así que, ¿la papista que viene hacia aquí, lo está haciendo para entrar en posesión de este tesoro?
―No lo puedo excluir.
―Sois realmente una amenaza para la Iglesia.
Celosamente Cagliostro volvió a coger el libro. Lo volvió a cerrar y dijo a Mathis de manera despótica:
―Ya os he dicho demasiado ―hizo una breve pausa y continuó molesto ―por lo que respecta a las pociones y a las pastillas ordenadas por vuestra duquesa, estarán listas antes de que partáis.
―Perfecto ―asintió Mathis, continuando con una petición ―os quería preguntar si entre vuestros compuestos tenéis también alguno que sea irritante para la piel humana.
―Nada más fácil, os la pondré en la orden de la duquesa ―le aseguró Alessandro.
El joven noble insistió:
―Sinceramente, lo necesitaría esta noche.
A Mathis se la había ocurrido una bienvenida especial para el barón de Seguret que llegaría al castillo durante la noche.
―Puedo intuir vuestras intenciones pero no quiero saber más.
―¿Satisfaréis mi petición?
―Secundaré vuestro deseo de manera discreta. Pero, visto que estáis más interesado en las bromas que en la ciencia, preferiría que me dejarais a solas con Rohan, el trabajo nos tendrá ocupados toda la tarde ―la orden de Cagliostro era categórica.
Mathis hizo una reverencia a los dos hombres y mientras salía, con cuidado de no dejarse ver, se acercó de nuevo a los libros y con rapidez de ladrón cogió un volumen y desapareció.
Aquella noche a los huéspedes se les sirvió la cena en la habitación. El vizconde du Grépon se estaba recuperando de la encendida confrontación que había tenido con Cagliostro y Rohan. La condesa Seraphina tenía una fuerte migraña y la marquesa de Morvan debía escribir unas cuantas cartas.
Mathis se echó sobre la cama y cogió el volumen sustraído en la cueva del alquimista hojeándolo con curiosidad. Inscrutabile Divinae era el titulo impreso sobre el pequeño libro. Al abrirlo pegó un bote, era la encíclica del Papa Pio VI del 25 de diciembre de 1775 contra la nueva filosofía de la Ilustración.
Las páginas estaban llevas de apuntes injuriosos, de viñetas satíricas y de comentarios ultrajantes contra el pontífice. El joven conde tenía entre las manos la prueba que la marquesa de Morvan le había pedido que le suministrase, aquella contra Cagliostro que le permitía difamarlo de manera irreparable.
Con la mirada perdida en el vacío, soñaba. Llamaron a la puerta. Olga, la camarera, entró, ayudada por Andràs, con la rica cena. Mathis escondió el librito debajo de la almohada y dio las gracias por el servicio prestado. El fiel matón al salir le dio la ampolla con la sustancia urticante que había ordenado.
Más tarde, con la preciosa botellita en el bolsillo, fue hasta la habitación destinada al barón de Seguret y, después de haber esparcido los polvos sobre las sábanas, volvió a su habitación para escribir su habitual carta.
Mi sublime Señora:
Hoy la jornada ha transcurrido placenteramente.
El Gran Limosnero ha organizado un concierto al aire libre. El conde Cagliostro nos ha dignado con su visita y el viejo león Ignace-Sèverin ha rugido como nunca lo había hecho. Su gran carácter ha sabido mantener a raya al alquimista y al prelado, que lo ha defendido.
Os agradará saber que he ido a las habitaciones secretas del famoso alquimista donde trabaja sin descanso. El señor del laboratorio, con la asistencia de Rohan, me ha asegurado que vuestro encargo está a punto de ser fabricado. Espero que su trabajo os produzca el resultado que esperáis.
He visto de cerca el atanor de Cagliostro. Este horno perpetuo calienta la materia transformando las impurezas. El cardenal, además, me ha hecho ver de cerca un anillo de platino con un fabuloso diamante y me ha susurrado que se trata del anillo de Voltaire.
Ahora dejo que el sueño me envuelva y me despierte mañana con más fuerzas para gozar de esta generosa hospitalidad.
Vuestro Mathis
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