Vittorio El Barbudo
Guido Pagliarino
Nueva York, atardecer del 30 de marzo de 1972. Durante un banquete político de las elecciones presidenciales estadounidenses, organizado por el candidato aspirante y senador Donald Montgomery, es asesinada con un arma de fuego una de sus seguidoras, una señora joven y rica, esposa del muy rico Peter White, una mujer persistente en el adulterio, que tuvo una relación en los años 50 con el italiano Vittorio D’Aiazzo, subinspector turinés, y en 1969 con su amigo Ranieri Velli: un individuo misterioso aparece de repente en la puerta del comedor, después de matar a un vigilante de seguridad que le obstruía el paso, acaba con la mujer y huye desapareciendo. Del asesino, enmascarado en la parte superior de la cara, los convidados, entre ellos el propio Velli, solo pueden distinguir su aspecto robusto, su baja estatura y su gran barba grisácea, rasgos característicos de Vittorio D’Aiazzo. Y además en ese momento este no está en Italia, sino precisamente en Nueva York.
Publicado por primera vez en 2010 con GDS Edizioni y ya descatalogada, esta novela ha sido revisada y modificada en profundidad por el autor y su nueva redacción la publica Tektime. Se basa en los personajes del subinspector Vittorio D’Aiazzo y su amigo Ranieri Velli, que ya aparecen en otras obras del autor. Se desarrolla en el año 1972, después de la novela Il metro dell’amore tossico, ambientada en 1969 y la historia tiene en parte lugar en Nueva York y en parte en Turín, como en los acontecimientos de la citada obra. En esta novela encontramos, además de los dos personajes principales, diversos secundarios, entre ellos el interesado editor Mark Lines y el gélido multimillonario Donald Montgomery, antes director del FBI y ahora miembro del Senado y candidato a la presidencia de Estados Unidos contra el presidente saliente M. N. Richard: La tarde del 30 de marzo de 1972, durante una cena electoral organizada por Montgomery, es asesinada con un arma de fuego una de sus seguidoras, una señora joven y rica, esposa del muy rico Peter White, una mujer persistente en el adulterio, que tuvo una relación en los años 50 con Vittorio y en 1969 con Ranieri: un individuo misterioso aparece de repente en la puerta del comedor, después de matar a un vigilante de seguridad que le obstruía el paso, acaba con la mujer y huye desapareciendo. Del asesino, enmascarado en la parte superior de la cara, los convidados, entre ellos Ranieri Velli, solo pueden distinguir su aspecto robusto, su baja estatura y su gran barba grisácea, rasgos característicos del subinspector Vittorio D’Aiazzo. Y además en ese momento no está en Italia, sino precisamente en Nueva York, junto con su novia, Marina Ferdi, viuda del difunto comisario Verdoni anterior segundo de Vittorio. Hay que añadir que el nombre de D’Aiazzo está incluido en la lista de los invitados a la muy exclusiva cena. Salvo Ranieri Velli, que oculta su amistad, los testigos reconocen y señalan como asesino al subcomisario, que es acusado de homicidio, junto a su acompañante, por el fiscal neoyorquino, amigo y partidario de Montgomery. Este último desea demostrar que no se trata de un falso atentado contra su persona ideado por él mismo, como insinúa por el contrario con insistencia el presidente saliente Richard, en busca de publicidad electoral y que lamentable había terminado mal por un error de puntería de quien disparó. El fiscal del distrito está completamente decidido a conseguir la condena de Vittorio por presuntas razones pasionales, por odio a la mujer que le había abandonado en su momento. El subcomisario y su novia son extraditados a Nueva York para la instrucción del juicio, que, como es sabido, en Estados Unidos se realiza en audiencia pública, con jurado y juez. Todavía estamos en los primeros compases de la novela. Varias de las páginas siguientes presentan diversas fases de la vista. La joven abogada defensora de D’Aiazzo, Sarah Ford, defiende al principio un delito pasional por parte del marido, varias veces traicionado por la víctima, Mr. White. En cuanto a Ranieri Velli, deseoso de ayudar a su amigo, pero incapaz de actuar en persona fuera de Italia, investiga por medio de la agencia de detectives privados Taylor & Taylor. También investigan informalmente dos colaboradores de Vittorio, los comisarios Aldo Moreno y Mauro Sermoni, tratando de demostrar la inocencia de su superior y encontrando en cierto momento en Turín importantes indicios que, junto con los datos recogidos por Ranieri y la abogada, conducirán a la solución.
Guido Pagliarino
Vittorio El Barbudo
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Guido Pagliarino
Vittorio el barbudo
Novela
Traducción del italiano al español
de Mariano Bas
Guido Pagliarino
Vittorio el barbudo
Novela
Traducción del italiano al español de Mariano Bas
© del borrador de la primera redacción 1998 Guido Pagliarino
1
edición, solo en papel, copyright © GDS Edizioni 2010-2012 – Desde 2013 todos los derechos volvieron al autor
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edición, revisada en profundidad y cambiada y publicada solo en diversos formatos electrónicos, © 2015 Guido Pagliarino
3
edición, libro y diversos formatos electrónicos, distribuida por Tektime, Copyright, © 2017 Guido Pagliarino, y por Amazon, Copyright © 2019 Guido Pagliarino
La imagen de la portada de esta y todas las demás ediciones ha sido realizada por el autor, copyright © Guido Pagliarino
Los acontecimientos, personajes, nombres de personas, entes, empresas y sociedades y sus productos y servicios que aparecen en la obra son imaginarios y cualquier parecido con la realidad presente o pasada es casual e involuntario.
PRÓLOGO DEL AUTOR
La novela se basa en los personajes del subinspector Vittorio D’Aiazzo y su amigo Ranieri Velli, que ya aparecen en otras obras del autor. Se desarrolla en el año 1972, después de la novela Il metro dell’amore tossico, ambientada en 1969, y la historia tiene en parte lugar en Nueva York y en parte en Turín, como en los acontecimientos de la citada obra. En esta novela volvemos a encontrar, además de a los dos personajes principales, a diversos secundarios, entre ellos el interesado editor Mark Lines y el gélido multimillonario Donald Montgomery, antes director del FBI y ahora miembro del Senado y candidato a la presidencia de Estados Unidos contra el presidente saliente M. N. Richard.
La tarde del 30 de marzo de 1972, durante un banquete electoral organizado por Montgomery, es asesinada con un arma de fuego una de sus seguidoras, una señora joven y rica, esposa del muy rico Peter White, una mujer persistente en el adulterio, que tuvo una relación en los años 50 con Vittorio y en 1969 con Ranieri: un individuo misterioso aparece de repente en la puerta del comedor, después de matar a un vigilante de seguridad que le obstruía el paso, acaba con la mujer y huye desapareciendo. Del asesino, enmascarado en la parte superior de la cara, los convidados, entre ellos Ranieri Velli, solo pueden distinguir su aspecto robusto, su baja estatura y su gran barba grisácea, rasgos característicos del subinspector Vittorio D’Aiazzo, quien además en ese momento no está en Italia, sino precisamente en Nueva York, junto con novia, Marina Ferdi, viuda del difunto comisario Verdoni, anterior segundo de Vittorio. Hay que añadir que el nombre de D’Aiazzo está incluido en la lista de los invitados al muy exclusivo banquete. Salvo Ranieri Velli, que oculta su amistad, los testigos reconocen y señalan como asesino al subcomisario, que es acusado de homicidio, junto a su acompañante, por el fiscal neoyorquino, amigo y partidario de Montgomery. Este último desea demostrar que no se trata de un falso atentado contra su persona ideado por él mismo, como insinúa por el contrario con insistencia el presidente saliente Richard, en busca de réditos electorales, y que lamentablemente había terminado mal por un error de puntería de quien disparó. El fiscal del distrito está completamente decidido a conseguir la condena de Vittorio por presuntas razones pasionales, por odio a la mujer que le había abandonado en su momento. El subcomisario y su novia son extraditados a Nueva York para la instrucción del juicio, que, como saben los lectores gracias a tantas películas y telefilmes, en Estados Unidos se realiza en audiencia pública, con jurado y juez. Todavía estamos en los primeros compases de la novela. Varias de las páginas siguientes presentan diversas fases de la vista. La joven abogada defensora de D’Aiazzo, Sarah Ford, defiende al principio un delito pasional por parte del marido varias veces traicionado de la víctima, Mr. White. En cuanto a Ranieri Velli, deseoso de ayudar a su amigo, pero incapaz de actuar en persona fuera de Italia, investiga por medio de la agencia de detectives privados Taylor & Taylor. También investigan informalmente dos colaboradores de Vittorio, los comisarios Aldo Moreno y Mauro Sermoni, tratando de demostrar la inocencia de su superior y encontrando en cierto momento en Turín importantes indicios que, junto con los datos recogidos por Ranieri y el abogado conducirán a la solución del caso.
G.P.
CAPÍTULO I
Era el 30 de marzo y eran casi las siete de la tarde, hora de Nueva York. Pronto iba a empezar el banquete electoral del gobernador Montgomery y Mark Lines, mi editor en Estados Unidos, un hombre flaco de unos cincuenta años, de altura media y pelo espeso y entrecano, y yo estábamos llegando al Hotel Wellington, cuya sala de conferencias se había adaptado para la ocasión como lugar del convite.
Donald Montgomery, joven y ambicioso multimillonario encabezaba las elecciones primarias de su partido, que se llevaban a cabo desde enero, con el objetivo en las presidenciales de noviembre y tenía grandes esperanzas de entrar en la Casa Blanca derrotando al actual presidente, M. N. Richard, que pretendía presentarse para un segundo mandato.
Una vez que bajamos del taxi, después de que, como era habitual en él, me dejara la tarea de pagar, Mark me dijo:
–Nuestro amigo Donald espera vivamente que expreses algunas palabras de simpatía, dado que te salvó la ida en aquel caso tan feo.
Había esperado para lanzármelo hasta ese justo momento, mientras que esa mañana, cuando estábamos en su despacho para acordar las condiciones de la publicación de mi último libro y la cesión de los derechos cinematográficos respectivos, se había limitado a transmitirme su invitación al banquete. Sabía que Lines no era solo un amigo, sino uno de los grandes electores de Montgomery y no me sorprendió su solicitud, pero sí que me contrarió un poco. Aun así, acepté porque era verdad que, en julio de 1969, el gobernador, entonces director del FBI en ese mismo estado de Nueva York que ahora gobernaba, me había salvado el pellejo, amenazado por un chalado criminal internacional: aunque no fue él solo, sino junto a muchos agentes suyos y mi amigo Vittorio D’Aiazzo, subcomisario en Turín, que, en aquellos días, estaba en misión de servicio en Nueva York en busca de aquel loco.[1 - Se refiere a la novela del mismo autor, Il Metro dell'Amore Tossico (ya Il poeta e il committente), reeditada con profundos cambios por el autor en 2016, distribuido por Amazon el mismo año y en 2017 también por Tektime.]
En el salón del banquete había un vocerío tal que, al entrar, me empezó de inmediato uno de mis dolores de cabeza. Los invitados se quedaron callados cuando llegó el gobernador, pero solo para ponerse en pie y tributarle un aplauso tan fragoroso que para mí fue como una puñalada en el cerebro.
Entre los que se sentaban en nuestra mesa había dos actores de unos cuarenta años, Burt Cooper, famoso actor teatral dedicado algunas veces al cine, alto, delgado y de poco pelo, que mantenía rapado, y Robert Avallone, llamado el toro por su extraordinaria musculatura, actor solo cinematográfico. No era casualidad que se sentaran con nosotros: en realidad, habían interpretado una película basada en mi aventura estadounidense de hace tres años, Cooper en el papel del chalado que había tratado de matarme después de torturarme y el toro interpretando a mi persona. Luego Avallone en solitario, siempre interpretando a mi persona, Ranieri Velli, escritor y periodista italiano y, en el pasado, policía a las órdenes de mi amigo D’Aiazzo, había sido el protagonista de una segunda y tercera películas inspiradas en mis posteriores novelas, también autobiográficas en lo sustancial. No había ninguna semejanza física entre nosotros: mientras que el actor llevaba barba, yo no, e incluso detesto los pelos sobre la cara hasta el punto de que, como mi amigo Vittorio llevaba barba, muchas veces le incitaba a que se la afeitara, aunque en vano. Además, Avallone era moreno y yo rubio, llevaba el pelo muy largo, mientras que yo lo llevo cortísimo y a capas y él medía un metro setenta y yo llego al uno noventa. Pero a él le habían elegido los productores porque, en aquel momento, era la estrella que atraía más dinero a las taquillas. El cotilla de Mark, cuando nos sentamos en nuestro lugar, poco antes de que llegara el actor, al advertir la tarjeta sobre la mesa con su nombre, me contó que Robert llevaba barba para ocultar una profunda cicatriz en el mentón inferida con una navaja cuando, todavía siendo un adolescente, había sido un pandillero en el Bronx. También me indicó que, cuando llegara, me fijara en los zapatos ortopédicos especiales que llevaba para parecer ocho centímetros más alto. Pero, más que Avallone, atrajo mi atención Burt Cooper, que no me parecía que estuviera en absoluto tranquilo: había mirado a su alrededor varias veces, circunspecto, mientras llegaba a nuestra mesa y volvió a repetirlo enseguida, con la mirada constantemente inquieta.
Después de los entremeses, aunque no sentía gran simpatía por Montgomery, a quien, por lo que había conocido en el pasado, consideraba un frío Robespierre, de nuevo invitado por Mark, acepté levantarme y dirigirme al atril cercano a la mesa principal, donde se sentaba Montgomery con los suyos, para pronunciar unas palabras de estima y de agradecimiento hacia él por haberme salvado la vida. Evidentemente, aprovechando la ocasión, hablé también de mi novela de próxima publicación y de la película que la seguiría. Al acabar, mientras se aplaudía rutinariamente, volví de inmediato a la mesa, mientras Montgomery se levantaba e iba a su vez al atril: ahí me agradeció mi estima y luego evocó los detalles de aquel caso criminal, recalcando su participación. Después de él, se levantó uno de sus colaboradores y, a su lado, subrayó que en 1969 la intervención «inteligente y sin considerar el peligro» del gobernador contra aquel chalado y famoso delincuente cosmopolita había sido esencial para la salvación de la nación y la defensa de la democracia. En ese momento, el dolor de cabeza me había aumentado tanto que solo quería irme a la cama, pues además a la mañana siguiente tenía que volar a Turín. Estaba a punto de decir a Mark que, aunque fuera de mala educación, me iba, cuando…
CAPÍTULO II
Nos pusimos todos en pie con el sonido de los disparos y, en un momento, nos escondimos debajo de las mesas, incluido Donald «despreciador del peligro» Montgomery.
El actor Burt Cooper, agachado delante de Mark y de mí, temblaba visiblemente y seguía girando la cabeza a izquierda y derecha y jadeando con fuerza con la boca semiabierta.
–¿Han apuntado hacia nuestra mesa? —preguntó luego con una voz apenas audible.
–No lo sé —le respondió su colega Robert Avallone, tumbado a su derecha y que, como Mark y yo, había conseguido mantener la sangre suficientemente fría.
Los disparos procedían de una de las cuatro entradas al salón, vigiladas cada una por un guardia en el exterior, pero abiertas: un hombre con una barba grisácea y gafas negras, que apenas se había dejado entrever, vestido con un traje elegante, pero con un gorro de lana que desentonaba en la cabeza, que resultó ser un pasamontañas que se puso sobre la cara durante la fuga, y que llevaba además unos muy visibles guantes blancos, huía consiguiendo salir del hotel sin ser atrapado, gracias a la sorpresa: disparando al aire, consiguió vía libre hasta la calle. En la fuga, tras el último tiro, dejó caer el arma descargada sobre la acera, sacando de inmediato otra pistola, apuntó a la cabeza de un peatón, para que la escolta del gobernador que corría tras él se detuviera. Luego paró un automóvil que pasaba ¿o tal vez era un cómplice? y, tras soltar al rehén, se subió a este y desapareció, disparando desde la ventanilla algunos tiros al aire.
Fuera de la puerta desde la que habían sonado los disparos, en el largo pasillo, estaba tendido en suelo, con un solo disparo en la cabeza, el guardia que tenía la labor de custodiarla. Dentro, yacía muerta en el suelo una bella mujer de unos treinta años a la que yo había conocido muy bien en su momento y que hasta entonces, en medio de toda esa gente, no había visto, una mujer que fue, muchos años antes la mujer de mi amigo Vittorio D’Aiazzo: en 1959, con menos de veinte años, le había abandonado por un estadounidense adinerado, se había divorciado y vuelto a casar con él en Estados Unidos. Luego se había convertido en una viuda rica y, desde hacía unos pocos meses, como supe por Mark, se había vuelto a casar con otro magnate, un tal Peter White, que no estaba presente en el banquete porque apoyaba al presidente Richard, mientras que ella era una ferviente seguidora de Montgomery.
Mucha veces, después de que la abandonara, Vittorio me había hablado de «Bimba», como solía llamarla durante su matrimonio, que solo había durado un año, o de «mi mujer», como todavía la calificaba, dado que él, católico riguroso, al contrario que yo, que soy agnóstico, continuaba considerándose su marido: «¡El matrimonio en la iglesia es un sacramento y no se puede rescindir!», me había dicho un par de veces. Ahora, era viudo.
CAPITOLO III
Los medios de comunicación dijeron estar convencidos de que la víctima elegida había sido el gobernador Donald Montgomery y no la pobre señora White: «¡Como con Bob Kennedy, han apuntado mal!» titulaba el periódico que había comprado en el aeropuerto. Pensé: «Una gran publicidad política para él». La única pregunta que los medios de comunicación se planteaban era: «¿Por qué el asesino se puso el pasamontañas solo después de haber disparado, al empezar a huir?». Sí, ¿por qué?
La noticia sin duda ya habría llegado a Italia, dada la notoriedad del joven candidato a la presidencia, tal vez con la fotografía de la señora White y, en este caso, Vittorio podía conocer ya su asesinato, a pesar del nuevo apellido de su difunta mujer. Si era así, quién sabe cómo habría acogido la noticia. ¿Con dolor? Sospechaba que todavía estaba enamorado de Bimba, a pesar de su abandono, los quince años transcurridos desde la separación y una relación de diez años de mi amigo con otra mujer, que había durado hasta hace tres años. Durante el vuelo pensé que, después de todo, la muerte de la mujer tal vez fuera para Vittorio una liberación, por cuanto había abierto la posibilidad de un eventual nuevo matrimonio religioso. Por otro lado, no me parecía que tuviese una amiga después de su última relación, que había durado hasta que su amante se había casado inesperadamente con otro.
Llegué al aeropuerto turinés de Caselle hacia la 3 de la madrugada. Me metí en la cama, pero, debido al jet lag y a haber dormido algunas horas en el avión, descansé poco. Hacia las ocho y media estaba ya vestido y listo para ponerme a trabajar, pero antes telefoneé a casa de mi amigo subinspector para saludarlo. Inesperadamente, me respondió una voz de mujer. «¿Es que Vittorio ha contratado una empleada de hogar?», me pregunté mientras esperaba que se pusiera al teléfono. En cuanto se puso, dije:
–Hola, acabo de volver de un viaje: ¿quieres quedar para vernos?
–Sí —me respondió D’Aiazzo con su fuerte acento napolitano y, como hacía a menudo, intercalando algunas palabras de su dialecto—, me gustaría mucho, hace toda una vida que no nos vemos. ¿Dónde has estado?
–En Nueva York.
–En Nueva… ¡pero qué casualidad! ¡También nosotros estábamos en Nueva York! ¿Cuándo has vuelto?
–Ayer por la mañana, en el vuelo de Alitalia que salía a las diez.
–… y nosotros en el vuelo nocturno anterior: por poco no coincidimos en el mismo avión, Ran. Escucha: ¿por qué no vienes a cenar a nuestra casa esta tarde? ¿Puedes? —Estaba muy contento. Luego, como se dirigiera a otros—: Um… Está bien— y luego a mí—: Escucha, Ran, hagamos otra cosa, te invitamos a nuestro restaurante habitual en Corso Palestro a las ocho y así te presento también a la persona que te ha contestado antes. ¿De acuerdo?
Evidentemente, su amor no quería cocinar para mí.
–De acuerdo, nos vemos esta tarde a las ocho —le confirmé.
CAPITOLO IV
Se presentó en el restaurante completamente solo.
Yo ya estaba sentado en la mesa. En cuando se sentó, le pregunte:
–… ¿y la persona que tenías que presentarme? Mira: hoy es primero de abril: ¿no será que…?
–¡No! ¡No es ninguna broma! Y menos de alguien como yo que ya tiene cincuenta y cinco años… No, a Marina la has escuchado al teléfono esta mañana. Lo que pasa es que… tenía migraña. Pero te conocerá encantada en nuestra casa, alguna otra tarde y entonces… bueno, vale, te digo la verdad, es que siempre quiere que todo esté dispuesto con mucha anticipación. También me gusta por esto: Marina es una mujer exactamente como yo, bueno… es decir, ella es femenina, pero… bueno, me has entendido, ¿no?
–… ¿y cohabitáis more uxorio? —pregunté maliciosamente con una sonrisita que recalcaba bien el more uxorio, al saber bien sus ideas sobre el matrimonio y el pecado de mi muy católico amigo, pero ya había llegado el camarero para tomar nota de lo que pedíamos y Vittorio me hizo un gesto con la mano para que lo dejara para luego.
Cuando este se alejó, me respondió:
–Sí, señor, vivimos juntos, pero solo desde hace un par de días. Antes quisimos hacer un viaje de un par de semanas para conocernos mejor. Me tomé unas vacaciones y fuimos a Nueva York y sus alrededores, incluidas las cataratas del Niágara, que son algo —pronunció sílaba a sílaba— ¡im-pre-sio-nan-te! Las has visto, ¿no?
–En realidad, no.
Tampoco me escuchó y continuó entusiasta:
–A Marina la conocí en el funeral de su marido, pero luego la encontré en una circunstancia más feliz, hace unos dos meses… ¿sabes dónde?
–En una fiesta de disfraces —le respondí sonriendo.
–¿Cómo lo has sabido?
–Bueno, en realidad… era una ocurrencia.
–¡Ah! Pues fue precisamente en una fiesta de disfraces, la del carnaval de nuestro círculo… Caramba, ¿qué querías insinuar con lo de «disfraz»? ¿Qué había conocido a una fea? ¿O que el feo era yo?
–Pero hombre, era una ocurrencia tonta, sin mala intención.
Me tranquilizó rápidamente apretándome la muñeca izquierda:
–Lo mío también era una broma, Ran, ¿qué te creías? ¿No habrás pensado que me iba a molestar por algo así?
–N… no. ¡Qué va!
En realidad, sí: me vino a la cabeza una escena tremenda que Vittorio me había hecho tres años antes, aunque fue por razones bastante más serias.
Le pregunté:
–¿Cómo es Marina?
Abrió de par en par la boca y los ojos y miró a lo alto durante un par de segundos, como extasiado por una visión celestial y luego, tras recuperar una expresión normal de contento, dijo:
–Mira, solo te digo que es exactamente mi tipo. Es un tesoro y me quiero casar con ella. Tiene poco más de cuarenta años y es la viuda del comisario jefe Verdoni, que el año pasado fue nombrado subinspector en Novara y, de tanta alegría, murió de un infarto.
No pude contener una carcajada.
Por el contrario, él se entristeció:
–A propósito de los muertos… me entristece por mi mujer, pero sería un embustero si dijera… En resumen, la decisión de convivir con Marina podría convertirse en matrimonio, porque tú sabes de la muerte de…
Me puse serio, incluso compungido:
–Sí, incluso fui testigo del homicidio.
–¡¿Qué me dices?!
–Estaba invitado al banquete de Montgomery.
–¡Ah!
–He incluso he visto al asesino por un momento.
–¡Ah! ¿Entonces tendrás que hacer de testigo?
–No lo sé, tal vez no, pues todos los presentes en la sala pudieron entrever al asesino, no me han dicho que también me vayan a citar.
–Entiendo. Aparte de esto, por una parte, me entristece realmente que esté muerta, aunque confieso que, por otra… bueno, ahora me puedo volver a casar por la iglesia, así que su muerte me entristece y… al tiempo no me entristece. ¿Será pecado? —Se apretaba nerviosamente la punta de su barba gris con el pulgar y el índice de la mano izquierda.
–No me lo preguntes a mí, pregúntaselo a tu confesor —le dije maliciosamente, como ese laico inoxidable que soy.
–Tienes razón —me respondió con toda seriedad.
–… y deberías también confesar la cohabitación antes del matrimonio —le sugerí todavía con más malicia.
–Sí, sí… ¡vale! —Y empezó a atacar una humeante pasta con judías, que llevaba unos pocos segundos en la mesa.
CAPÍTULO V
—Ran. ¡me ha pasado algo de locos! —casi me gritó al otro lado de la línea Vittorio sin saludarme—. Necesito tu declaración —Era el tercer día después de la cena.
–¿Qué ha pasado? —me preocupé.
–¡No te lo vas a creer! ¡A ese pedazo de idiota de Montgomery se le ha metido en la cabeza que fui yo quien asesinó a Bimba! Todavía se cree que dirige el FBI, ese sabihondo. ¿Has visto la televisión? Lo has oído, ¿no?, que sus adversarios han hecho correr la voz de que había organizado un falso atentado para hacerse publicidad, un atentado que habría acabado involuntariamente en tragedia.
–… ¿y para exculparse te ha acusado?
–Sí, debido a la barba y a una carta anónima contra mí que le han debido mandar, con la acusación de que yo odiaba a mi mujer y de que quería matarla, además del hecho, ¡figúrate! de que yo estaría en la lista de invitados al banquete. En resumen, ven conmigo a ver al juez instructor. Está a un paso de tu casa, en la calle Corte d’Appello: es el doctor Rossi, que te está esperando. Tu viste al verdadero asesino ¿verdad?
–Más o menos.
Estaba en medio de la redacción de un artículo para la tercera página de mi periódico, la Gazzetta del Popolo, pero no podía negarme:
–De acuerdo, me visto y estoy allí enseguida.
Donald Montgomery, que había conocido a Vittorio durante nuestra aventura americana, había reconocido precisamente a mi amigo como el barbudo asesino, aunque, como todos y como yo, como máximo podía haberlo atisbado. Sin duda habían influido de manera importante la carta anónima y el nombre de D’Aiazzo entre los invitados al banquete. El gobernador se había dirigido a la fiscalía del distrito de Nueva York, que a su vez había pedido la extradición de Vittorio. La culpa de esa acusación podía haber sido también un poco mía, como entendí enseguida: en el libro sobre las vicisitudes vividas en Estados Unidos con mi amigo había hablado, aunque fura usando nombres falsos, de su mujer divorciada y del hecho de que estaba todavía enamorado y celoso y esa afirmación se reflejaba también en la película que se había rodado.
Y, como siempre, yo, al testificar ante el juez Rossi, para defender a mi amigo había empeorado las cosas. Al conocer el presunto motivo, el homicidio pasional por odio a la víctima a causa de los celos, dije sin pensar al investigador:
–No, doctor, es ridículo suponer que el motivo fueran los celos y el odio, después de tantos años. Además, el subinspector está enamorado de otra mujer e incluso creo que está a punto de casarse con ella.
–¡Ah! —me dijo con un tono de satisfecha sorpresa el juez, un hombre bastante bajo de unos sesenta años, cierto sobrepeso, pelo gris mal peinado y vestido con una anodina chaqueta cruzada. De inmediato preguntó a mi amigo—: ¿Cómo se llama y dónde vive esa persona?
–¡Eeh! —exhaló Vittorio—. Se llama Marina Ferdi, viuda de Verdoni. Vive… vivía con una amiga después de enviudar, pero… lleva unos días conmigo.
–Doctor D’Aiazzo —le apremió Rossi—, he visto una película que, como ha divulgado la publicidad, se basaba en una investigación suya, aunque su nombre en ella se había cambiado: resultaba que usted, como católico, aún se consideraba marido de la víctima. ¿Es realmente así? ¿Y tenía realmente la intención de casarse con la señora Ferdi? Le recuerdo que está bajo juramento.
–S… sí —Delante de Dios ese buen hombre que era Vittorio no era capaz de mentir.
–Escuche, señor juez —intervine inquieto—, me parece que solo estamos perdiendo el tiempo: yo vi al asesino y le aseguro que no se trataba del doctor D’Aiazzo.
–Ustedes dos son amigos, ¿verdad?
–¿Qué quiere decir?
–No digo que lo que ha dicho no sea para usted la verdad, pero la amistad puede nublar los sentidos.
No se equivocaba. No podía excluir sin dudarlo que aquel barbudo visto malamente no fuera él, pero… ¿matar para volverse a casar? En serio: ¿para no pecar por adulterio, cometer un pecado de homicidio? No, ni aunque lo hubiera visto:
–Estoy completamente seguro y, además —mentí—, el asesino era más delgado que el doctor D’Aiazzo.
–¿Estatura?
–Yo diría que… sobre un metro setenta y cinco —esto también me lo inventé. El asesino me había parecido por el contrario mucho menos alto, unos diez centímetros menos: justo como Vittorio.
–La fiscalía de Nueva York ya ha tomado declaración a los invitados al banquete residentes en la ciudad, a la espera de oír a los demás y les ha mostrado fotografías del subinspector, tomadas de los archivos del FBI: las tomaron cuando indagaron en Estados Unidos, durante aquel caso famoso y esos testigos lo han reconocido.
–¡Pues vaya! Todos se metieron debajo de las mesas en una fracción de segundo, incluido Montgomery.
–¿También usted, señor Velli?
–S… sí.
–Por tanto, al menos no puede excluir que se tratara del subinspector D’Aiazzo, ¿no es cierto?
–Bueno… de acuerdo, pero es verdad que no lo he reconocido.
–… ¡pero todos los demás, sí! —exclamó con sequedad el juez y luego se dirigió a Vittorio—: lo siento, pero tendré que conceder la extradición para el proceso de instrucción en Estados Unidos. Hay muchos indicios. La fiscalía de Nueva York ha indagado y ha descubierto en el aeropuerto que usted salió de la ciudad para volver a Italia justamente el 30 de marzo, día de homicidio, con el vuelo de Alitalia de las diez y media, solo unas pocas horas después del asesinato. ¿Ha traído el pasaporte, como el pedí por teléfono?
–Aquí está.
–Exacto, sello de entrada del 16 de marzo, sello de salida del 30 de marzo. De momento, le retiro el pasaporte.
–Perdone, señor juez —no me pude contener—, pero ¿le parece que para no pecar delante de Dios como adúltero habría pecado como asesino?
–Estamos en el campo de la ley humana, no de los mandamientos divinos.
–Me presentaré a declarar en Nueva York.
–Está en su derecho, señor Velli. Es incluso su deber, porque sin duda también la citarán —me respondió con sequedad, pero mirando a mi amigo y no a mí—, aunque, doctor D’Aiazzo, no sé si le servirá para algo, dado que todos los demás lo han reconocido como el autor del delito. No puedo hacer nada en absoluto, ¿sabe? Deberá ser extraditado a Estados Unidos. Entretanto, se le considera suspendido de su cargo y tendrá que quedarse en casa: me fío de usted y no lo envío a la cárcel por sus impecables antecedentes, pero quiero su palabra de que no va a intentar huir.
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notes
1
Se refiere a la novela del mismo autor, Il Metro dell'Amore Tossico (ya Il poeta e il committente), reeditada con profundos cambios por el autor en 2016, distribuido por Amazon el mismo año y en 2017 también por Tektime.