Lazos
Roberta Mezzabarba
"Vínculos, cuerdas hechas de gritos (Apollinaire). Al filo del nuevo milenio una nueva amenaza llega desde las tinieblas. Un niño ha sido salvado pero ahora un muchacho está en peligro. Tres mujeres luchan. Nadie está a salvo. El milenio ya no es milenio. Dos mil y Muerte. Una novela fascinante e intensa que mezcla thriller, suspense y esoterismo. Una Novela sobre la fuerza de los vínculos del pasado y del presente. San Silvestre, 1999. Guglielmo y su vida aparentemente serena, sin sombras. Gemma, su novia, la única por lo que ha sentido algo que ha ido más allá del placer físico. Angelica, una madre afectuosa y presente. Filiberto, padre frío y desapegado. Y, finalmente, Luana y Lucio, los antagonistas de la historia, los que intentarán destruir la vida de Guglielmo, de arrebatarlo a sus seres queridos para llevar a cabo un proyecto diabólico y descabellado de una mente enferma y demoníaca. Pero la vida también está hecha de elecciones. ¿Sabrá Guglielmo desasirse de los nudos que lo asfixian y volver a ser el dueño de su vida? Una novela con una trama compleja, tonos sombríos y dramáticos, una historia que atrapa y se deja leer de un tirón, porque está llena de suspense y de momentos de tensión que apasionan y mantienen la atención. Haz clic aquí y mira el BOOKTRAILER https://youtu.be/NtFL3BPhOC0 La novela LEGÀMI ha recibido los siguientes reconocimientos en diversos concursos nacionales e internacionales en Italia 1) Premio a la excelencia en el Premio Internacional Città di Cattolica “Pegasus Litterary Awards XI Edición” 2) Mención Especial con Diploma de Excelencia en el Premio Literario Alda Merini 2019 3) Mención de Honor en el Concurso Literario Argentario 2019 IV edición. 4) Finalista en el Concurso Literario Internacional “L’ebbrezza della vita” en Gravina di Catania (CT) 5) Finalista en el Premio Literario Giovane Holden XIII° edición en Viareggio (LU) 6) Premio especial femenino reservado a las autoras que han producido obras de admirable profundidad en el Premio Literario Internacional Montefiore IX Edición 2019 en Montefiore Conca (RN) 7) 1° clasificado absoluto Narrativa Edita Premio Literario Nacional “Ti meriti un amore 2° Edición” en Massa Lombarda (RA) 8) Finalista en el Concurso Literario “La quercia di MYR 3° edición” en San Giacomo in Roburent (CN) 9) 3° clasificado en el Concurso Literario Città di Terni “Il Logo D’Oro – IXX Edizione) en Terni (TR) 10) Mención de honor en el Concurso Nacional e Internacional de Poesía y Narrativa “Club della Poesia” en Cosenza 11) 3° clasificado en el Concurso Literario Nacional Amarganta 5° Edición en Rieti 12) Premio de la Crítica en el Concurso Literario 2019 “I poeti sono maestrali” en Trani (BT) 13) Mención de Honor en el Premio Bienal Internacional de Poesía y Narrativa “Percorsi Letterari … dal Golfo dei Poeti Shelley e Byron, alla Val di Vara” en Riccò del Golfo della Spezia (SP) 14) Mención de Honor premio literario Golden Holmes Awards 2020 en Napoli 15) Premio Especial de los Lectores en el Premio Literario Nacional ”Un Libro Amico Per L'inverno” 2019/2020 – IX Edición en Rende (CS) "
Roberta Mezzabarba
Lazos
Esta es una obra de fantasía.
Nombres, personajes, ubicaciones y sucesos son imaginarios o son usados de manera ficticia y cualquier referencia a personas, vivas o muertas, a hechos o lugares existentes es puramente casual.
Tituolo oroginale de la obra: Legàmi
Primera Edición
noviembre 2018
IL PORTO
© 2018 La Caravella Editrice
Segunda Edición Publicado por ©Tektime
mayo 2020
196 páginas
www.traduzionelibri.it
Roberta Mezzabarba
Lazos
Traductora: María Acosta Díaz
A los movimientos del alma que dan sentido a todo
Prefacio
San Silvestre 1979
El día se estaba desvaneciendo con sus frías luces invernales en un crepúsculo claro y sereno. Una respiración forzada salía en forma de pequeñas y brumosas nubes de los labios exangües de la parturienta que yacía sobre una sábana arrugada, descompuesta, despeinada, casi falta de fuerzas.
Otra mujer, también con el vientre hinchado, esperaba atemorizada, como una sombra, entre los gritos de dolor que rebotaban con ecos similares a polillas enloquecidas, aprisionadas entre los primitivos muros de aquella gran habitación con el techo alto y oscuro.
Fuera del gran ventanal, única fuente de luz de aquel ambiente angosto, blindado por una reja de oscuras barras de hierro, el horizonte se extendía inmóvil al final de los campos oscuros, cortando el tejido cerúleo del cielo con su hoja afilada.
Durante un momento las dos mujeres se encontraron actuando de manera idéntica: cuatro ojos miraron en la misma dirección, cuatro ojos se abrieron como platos, asombrados al ver la escena que se mostró sólo por un momento, apenas deformada por la superficie rústica de aquellos vidrios seculares.
Hacia la puesta de sol dos esferas contrapuestas y luminosas se enfrentaban, una al final de su camino, la otra en los primeros instantes de su trayecto. Ante aquella visión, pensamientos sin un sentido aparente nacieron en la mente de la joven mujer extendida sobre la cama: veía mucho dolor, incógnitas antiguas como el universo, heridas de dolor y de nostalgia, anhelo morboso de que aquel encuentro pudiese repetirse de alguna manera, incluso la más impensable.
En la sombra, un hombre con los labios delgados, sonreía: su primera flor estaba a punto de florecer.
En un instante el sol desapareció de la vista de las dos mujeres: en ese momento saborearon las primeras gotas de un veneno que podía llevar el mundo a la locura, sin posibilidad de retorno.
Sin anunciarse, como cuando un dique es arrollado por la potencia de las corrientes que durante siglos lo han rozado, las contracciones volvieron a invadir el cuerpo de la parturienta.
Le pareció que el dolor no la dejaba ni siquiera respirar mientras los largos minutos discurrían mezclados con gotas de sudor.
La garganta de Silene rugió con un grito de dolor y de liberación infinito, culmen de sus sufrimientos, luego se liberó en el aire el llanto del pequeño que acababa de superar la gran prueba del parto. Se balanceaba, quizás todavía preso del pánico al sentirse apartado de aquel lugar eterno y caliente que hasta entonces lo había protegido y alimentado.
Silene relajó los músculos tensos hasta el espasmo y, cansada, miró a su hijo: el cordón umbilical todavía no había sido cortado y él era tan pequeño… había sabido que era un varón en cuanto advirtió su presencia en el regazo. Con un hilo de voz lo llamó con el nombre que en los largos meses del embarazo había pensado para él: Guglielmo, este será tú nombre, mi pequeño.
Lo había escogido entre miles, lo había buscado con cuidado porque quería para su hijo un nombre que pudiese protegerlo (extraña idea) y, en fin, había escogido uno en desuso y quizás un poco anticuado porque significa hombre que con su tenaz voluntad de vivir se defiende de los ataques de los otros. Ella tenía experiencia en el significado de palabras como soledad, marginación, dolor, violencia y precisamente para su hijo nacido de la violencia quería una vida distinta.
Inmersa en esos pensamientos Silene advirtió un dolor sutil en el pecho pero no se paró a tenerlo en cuenta: sólo imaginó que la excesiva felicidad que sentía presionaba con fuerza desde el esternón, que no conseguía contenerla totalmente.
Ella y su pequeño habían logrado sobrevivir a aquel parto, contrariamente a las pesadillas que la habían perseguido: últimamente en sus sueños veía una muerte y el comienzo de un tiempo lleno de sombras y dolor.
Lleno de esa felicidad tan efímera su corazón dejó de latir en pocos segundos.
Silene se había apagado con la imagen de su hijo Guglielmo impresa en sus ojos, casi sin darse cuenta, sin sentir inquietud por el fin que le esperaba a ella y a su pequeño…
La historia de aquella extraña noche que podría parecer inverosímil a un oyente normal, resonaría más adelante, en un futuro, como una de esas premoniciones que a los ancianos videntes les complace contar en las noches de tormenta…había una vez una joven mujer que fue secuestrada el día en que debía dar a luz un niño…
El hombre que había gozado en la sombra de cada uno de los gemidos de dolor de Silene había escapado: de todas maneras todo iría como la seda. Había trabajado tan bien que, aunque una de las dos mujeres había muerto, no tenía importancia: debería sólo cambiar ligeramente sus planes.
La luna brillaba en lo alto del cielo, negro como la pez.
Lina, la mujer que se había quedado en la sombra, estaba perturbada, paralizada por el terror.
Cuando decidió acercarse a Silene, sus sospechas cobraron vida… estaba muerta y la luna estaba ya arriba en el cielo: fue entonces, y sólo por un momento, que su mente volvió a recordar nítidamente el sol y la luna que tocaban al mismo tiempo la línea del cielo, cruzando sus destinos sólo durante un suspiro… tampoco ella sabía, como Silene, que aquello que había visto no era sólo una simple coincidencia, y por lo tanto, no conocía bien el significado que debía atribuir a aquello de lo que había sido testigo.
El sol se había puesto, Silene había sido arrastrada a las tinieblas con el corazón destrozado… quedaban sólo el pequeño Guglielmo y una gran luna roja de sangre en el cielo.
Ese pensamiento la devolvió a la realidad, tenía una misión que cumplir. El hombre, probablemente, no había previsto que Silene muriese y ella no tenía ni la más mínima idea de qué hacer en ese momento con el niño.
Lo decidió en un decir Jesús: no contaría jamás a nadie lo que había sucedido. El pequeño, criado en una familia normal, que no tenía nada que ver con aquella horrible noche, no correría ningún peligro. Por otra parte, si aquel hombre no estaba loco ya no la buscaría más: era un peligro demasiado grande el que correría exponiéndose de aquella manera.
Todo había acabado.
Un escalofrío helado la golpeó en los riñones y un dolor agudo, serpenteante, le envolvió el vientre.
Sin pensar envolvió al pequeño, que se había adormecido, en el camisón con el cual Silene había sido raptada y abandonó aquellos primitivos y tétricos muros que la separaban del aire fresco de la noche: dejó a sus espaldas el cadáver de Silene todavía caliente, decidida a abandonar al recién nacido en la primera casa que encontrase.
El destino se había cumplido.
PRIMERA PARTE
Y luego estoy solo. Queda
la dulce compañía
de luminosas mentiras.
Sandro Penna
Uno
Diciembre, 1999
El aire del gimnasio era una mezcla de olores, perfumes acres de epidermis sudadas y de cansancio físico llevado hasta el extremo.
Guglielmo estaba levantando una barra de pesas brillantes, los dedos apretados con un agarre de hierro, los bíceps atravesados por las bandas musculares evidenciadas por el esfuerzo, la piel ligeramente bronceada reluciente de sudor… Adoraba aquellas tardes despreocupadas que podía pasar en aquel ambiente, desahogando con el esfuerzo físico la peor parte de sí mismo.
Observaba despreocupado los cuerpos envueltos en adherentes chándales de colores llamativos.
Ávido investigaba los cuerpos y las almas en contraluz de aquellas muchachas, seguía sus movimientos, las expresiones de los rostros, los cabellos que flotaban en el aire, por millones, los innumerables fragmentos de vida que nunca conocería.
En el banco de al lado, mientras tanto, ocupó el puesto uno de sus compañeros de universidad con el que, a menudo, se encontraba también en el gimnasio: Claudio.
« ¿Qué haces? Siempre babeando detrás del sexo opuesto, ¿eh? »
Ante aquellas palabras Claudio había fijado la mirada en una muchacha flexible que rellenaba perfectamente unos leotardos de color verde agua.
«Bueno, ¡te tengo que dar la razón! Aunque yo no crea en Dios, en ciertos momentos debo admitir que debe existir algo realmente bueno y misericordioso para dar vida a criaturas tan hermosas…»
Claudio era un muchacho muy susceptible a la fascinación femenina.
Mientras continuaba levantando pesas por encima de la cabeza, Guglielmo miraba a un grupo de cinco muchachas que hablaban entre ellas, gesticulando ligeramente.
«Sabes. Cuando era pequeño me gustaba mucho estar en la habitación donde mi madre recibía a sus amigas. Me gustaba la manera en que ellas, olvidándose de mi presencia, hablaban libremente sobre hombres, sin pudor, sin tapujos; hablaban de lo fácil que era predecirles y engatusarles. Estaba totalmente fascinado por esas conversaciones y todas las veces me prometía no convertirme, al crecer, en un hombre como los de sus charlas. Me sentía casi obligado a no desilusionar a las mujeres debido a que me habían permitido conocerlas desde dentro. Luego he aprendido que a una mujer le gusta un hombre también por todas las cosas que no consigue entender, incluso por los puntos de incomunicación, también porque estamos aquí mirándolas como si fuesen dulces en el escaparate de una pastelería, con la boca que se nos hace agua.»
«Tú, Guglielmo, ¿eres tan sentimental y filosófico que me quieres hacer creer que observas a estas bellezas sólo con ojo clínico, para enriquecer tu conocimiento del universo femenino? »
Claudio se esforzaba por mantener una expresión seria: para él era difícil, si no imposible, concebir un interés distinto del sexual por una mujer. Una risotada aclaró de nuevo a Guglielmo la opinión que tenía Claudio sobre el tema.
«Siempre el mismo: tú venderías tu alma para trabajar de ginecólogo, sólo para… a mí, de las mujeres me gusta todo, también la cabeza, sus pensamientos, y me gusta, sobre todo, no desilusionarlas, me gusta darles lo que desean de mí. »
Guglielmo era un joven con grandes esperanzas: alto, los cabellos oscuros ligeramente ondulados, la tez dorada, las piernas torneadas y largas sostenían un físico delgado, pero no esquelético. Tenía los dedos largos y armoniosos que terminaban con una uñas lisas y grandes como almendras peladas.
Una vez en un mercadillo una gitana le había leído la mano y se había quedado fascinada por esta característica suya, confiándole que las uñas tan grandes se desarrollan en sujetos que había tenido que luchar con la vida y contra la muerte.
Guglielmo no le había dado mucha importancia a la charla de una mujer habituada a inventar historias para vivir. En su memoria no había ningún rastro de ninguna lucha por la supervivencia. Aquella gitana, sin embargo, se había despedido de él con una afirmación que recordaba perfectamente: Nadie recuerda ciertos sufrimientos; se deslizan silenciosamente en la sangre, en caso contrario todos estaríais destinados a la locura o a la condenación…
Dos
Angelica era una mujer apacible.
Su carácter resaltaba sin menoscabo de su aspecto físico: delgada, casi grácil, las manos delicadas, las uñas rosadas, pequeñas y perfectas como minúsculos pétalos de rosa, observaba el mundo con los ojos azul cielo y un alma limpia.
A menudo su edad resultaba indescifrable, un secreto escondido y cambiante: durante un instante parecía una joven e indefensa cervatilla que se asomaba por primera vez a la vida con paso incierto, poco después aparecía la alta columna de un templo antiguo y con historia, irresistible, estable, con la memoria milenaria de los hechos de los que había sido mudo testigo.
Ella y su marido Filiberto vivían en una magnífica casa llena de molduras, de cuadros de colores sombríos, de cortinas pesadas y drapeadas, de adornos que habrían podido contar por si solos la historia de casi todos sus antepasados.
Su existencia era tranquila, casi fuera de lo común.
Angelica amaba a su marido y él, aunque era poco propenso a dejar traslucir sus sentimientos, intentaba apoyarla en todos sus caprichos, en todas sus necesidades.
Filiberto había demostrado el amor que lo ligaba a su mujer en distintas ocasiones pero aquella que ella había apreciado más se remontaba a veinte años antes.
Era una noche oscura con una luna pavorosamente grande, cuando a su puerta llamó una mujer embarazada con la mirada aterrorizada. Llevaba entre las manos un paquete andrajoso del que provenían unos gemidos.
«Haceos cargo de este pequeño, su madre… no puede… lo ha abandonado… ha muerto y yo no tengo ya fuerzas para llamar a otra puerta, dentro de poco tendré que traer al mundo a mi hijo… alguien os lo agradecerá. Su nombre es Guglielmo. Sólo os pido una cosa: no contéis jamás a nadie esto… jamás.»
Angelica no había conseguido nunca terminar un embarazo: parecía que su físico rechazaba llevar el peso de una nueva vida. Aquella extraña visita, en esa extraña noche, había sido para ella como un mensaje divino escrito con letras de fuego en el cielo.
Con la llegada del pequeño Guglielmo, Angelica había comprendido que había llegado la hora de poner fin a una serie de fallidos intentos de engendrar un niño. Se sentía tan dañada de cuerpo como de mente… Seguramente, pensó ella, Guglielmo había sido un premio, un bombón, un calmante para sobrevivir al dolor que la percepción de su deficiente predisposición a concebir hijos le causaría.
Angelica cogió de los brazos de aquella desconocida a aquel pequeño, sin decir una palabra, sin saber nada de lo que había ocurrido nueve meses antes, ni aquella noche. La desconocida se fue, con un andar fatigado por el peso de la vida que custodiaba, en la noche que casi la envolvía furtivamente, con sus manos enguantadas, sin hacer ruido. Antes de desaparecer por completo engullida por las tinieblas fue sacudida por una violenta contracción que la obligó a echarse a tierra. Buscó con la mirada la puerta todavía abierta de la que salía una luz tenue que perfilaba con claridad la figura de la mujer con el largo camisón con el niño, todavía envuelto en los trapos que lo habían visto nacer, estrechado entre los brazos, y de aquel hombre de espesos y oscuros bigotes que estaba a su lado con la mirada recelosa.
Angelica suplicó a su marido que ayudase a la mujer, acompañándola al hospital. El hombre la recogió de la carretera y con indiferencia la condujo hasta el coche para luego dejarla en el hospital. Filiberto había advertido algo extraño en la mujer que se había presentado ante su puerta con aquel bebé, pero su mujer lo había mirado fijamente, con una mirada tan suplicante que no había podido negarle la felicidad de cuidar un niño.
Desde aquella noche no supieron nada más de ella. Obedeciendo al deseo de la mujer habían contado a todos la adopción del niño llevada a cabo debido al interés de amigos muy influyentes.
Filiberto, alto oficial del ejército, esquivo, seguidor de las normas, de todas las normas de este mundo, con dos bigotes afilados que le separaban los labios finos de la nariz puntiaguda, había vivido con el hijo, desde sus primeros años, una relación hecha de silencios.
A él le hubiera gustado un recluta al que adiestrar, quizás porque no conocía otra manera de comunicarse con sus semejantes, Guglielmo, en cambio, con su carácter fuera de lo normal, a veces un poco rebelde, no podía encerrar su gozo por la vida en un uniforme que lo habría obligado a una serie infinita de Sí señor.
No había conflictos.
Nunca habían ocurrido enfrentamientos directos pero estaba claro que Guglielmo sentía poco la presencia del padre. Con su aversión a la vida militar, a todas las formalidades que aquel universo pretendía, realmente habría incumplido las expectativas de su padre, un hombre habituado durante mucho tiempo a que no le contradijesen, jamás.
Tres
Estaban acabando los preparativos para despedir el segundo milenio: por todas partes se oía hablar de fiestas, veladas, cenas enormes, grandes bailes de disfraces, un Hallowen del fin del milenio, para ahuyentar la mala suerte y comenzar el Dos mil con la convicción de haber hecho todo lo posible para olvidar los problemas del siglo XX, comenzado con una página en blanco un nuevo capítulo, si no con la certeza de mejorar, al menos con el beneficio de la duda.
Guglielmo participaba activamente en la organización e intercalaba, con las horas frenéticas de los preparativos, momentos de estudio: estaba preparando una investigación sobre los miedos del pueblo medieval en el Año Mil. Extraño tema, había pensado, cuando el profesor de Historia Medieval se lo había asignado para la tesina pero, luego, cuando había comenzado a investigar se había dado cuenta de que podía resultar un tema interesante, también porque se había convertido en excitante por el hecho de que no había muchos textos que mencionasen el estado de ánimo que habían afectado a los ciudadanos del Año Mil.
El conserje de la biblioteca de la universidad lo veía agarrado a las escaleras defectuosas revolviendo, entre las estanterías más altas, libros polvorientos que no habían sido tocados en decenas de años. Lo veía bajarlos a la mesa, hojearlos, buscando afanosamente algo que lo ayudase a comprender mejor aquel oscuro misterio. A menudo su trabajo se demostraba vano, en muchos textos el Año Mil ni siquiera estaba documentado, sólo aparecía alguna noticia corta y poco significativa que se remontaba a un año antes o algunos años después del milenio del nacimiento del Redentor.
Guglielmo vivía ese período, sin embargo, en una doble dimensión: por una parte la más espontánea y que lo unía a los propósitos de sus coetáneos, completamente empeñados en enterrar deliberadamente todo lo que quedaba de los últimos respiros del año mil novecientos noventa y nueve, preparando bailes, música, grandes fiestas para celebrar dignamente esta muerte anunciada, a la que nadie lloraría; por otra, se encontraba separado del resto, completamente atrapado en excavar, desesperadamente, entre las ruinas de diez siglos la búsqueda de un indicio, una pista, una luz aunque fuese débil que lo guiase en el descubrimiento de lo que atemorizó al pueblo que había atravesado el primer cambio de milenio.
Mantenía encerradas dentro de él estas emociones y a menudo, en los momentos más impensables, se preguntaba porqué él y sus amigos, auténticos representantes de la especie habitantes del segundo milenio, no sentían un poco de miedo al preparase para vivir la transición del viejo al nuevo. Quizás, pensaba, ¿era la inconsciencia que aliviaba todo tipo de miedo o el demasiado conocimiento había cegado las mentes privándolas de la capacidad de discernir la proximidad de un período tan inminente?
No hablaba con nadie de estas teorías suyas, las escondía casi amorosamente, en la oscuridad de las habitaciones iluminadas sólo por tenues lámparas que convertían en todavía más sugestiva su investigación.
Tenía una novia, Gemma, que era su pareja fija desde hacía unos meses.
Antes de aquella historia no había puesto jamás a prueba su monogamia, había revoloteado de flor en flor, llegando a permitirse la compañía de cuatro chicas al mismo tiempo: lo más asombroso era que hubiese conseguido tener siempre la situación controlada sin herir a ninguna de sus chicas.
Admirable.
Ahora, sin embargo, desde que había conocido a Gemma le parecía que ella sola bastaba para cubrir el vacío de decenas de chicas: no tenía nada en común con aquellas que había conocido antes, no era un tía fácil, no le gustaban los sitios oscuros, tenía una montaña de cabello rubios rizados, revueltos de manera salvaje. Se sentaban a menudo en los bancos del parque, al frío sol de diciembre, y Guglielmo siempre se perdía en los reflejos dorados de aquella melena, como hipnotizado por el destello de una joya.
Era por la mañana temprano del último martes del año y Guglielmo se encontraba en la biblioteca. Se había levantado con la convicción de que ese sería el día en el que encontraría algo interesante. Había sacado de la última estantería llena de volúmenes aparentemente antiguos, un pequeño libro de páginas muy finas y amarillentas, distinto de todos los demás: Guglielmo abrió el libro y se sumergió entre aquellas letras, y leyó:
La imagen del Año Mil, que perdura todavía hoy, es la de un pueblo aterrorizado por la inminencia del fin del mundo […] en la consciencia colectiva los esquemas milenaristas no han perdido del todo en nuestros días su facultad de seducción […] el Medioevo, época oscura, esclava, madre de todas las supersticiones góticas […] la primera descripción de los terrores del Año Mil aparece cuando triunfa el nuevo humanismo y responde al desprecio que profesaba la joven cultura de Occidente por los siglos oscuros y burdos de los cuales salía, de los que renegaba para observar, más allá del abismo de barbarie, hacia la antigüedad, su modelo […] en el medio de las tinieblas, el Año Mil, antítesis del Renacimiento, ofrecía el espectáculo de la muerte y de la prosternación insensata.
¡Lo había encontrado!
Había encontrado un cabo de aquella madeja tan intrincada, una pequeña esperanza que, quizás, prometía llevarlo lejos, muy lejos. Apoyó la palma de ambas manos sobre las páginas abiertas de aquel libro y soltó un gran suspiro, estiró la espina dorsal sobre el respaldo de la rígida silla y echó la cabeza hacia atrás. Si ese día no hubiese encontrado una pista, incluso muy pequeña, habría pedido una entrevista con el profesor de Historia Medieval declarando su imposibilidad de seguir adelante con la elaboración de su tesina.
Volvió a su lectura, confirmando sus sospechas sobre la escasez de noticias de aquel período. En los días de terror, si es que había habido algún temor, a que llegase el fin del mundo, todos estaban demasiado ocupados en vender sus almas y otros bienes como para ocuparse de describir el estado de ánimo de la gente. Cuando, luego, el miedo pasó, quizás, a muchos les debió parecer fuera de lugar ponerse a contar cosas de un peligro que la posteridad habría entendido como imaginario. Para agravar la situación, Guglielmo sabía bien que ninguno de los literatos de esa época se habría interrogado sobre las condiciones de la vida mental del pueblo: se tomaban en consideración y se ponían de relieve sólo las cosas excepcionales, lo inusual, sólo aquello que interrumpía el curso ordenado de los hechos.
El mundo salvaje, la naturaleza casi virgen, los hombres todavía poco numerosos, provistos sólo de instrumentos rudimentarios, que luchaban con las manos desnudas contra fuerzas vegetales y poderes de la tierra, incapaces de dominarlas, arrancándoles con esfuerzo un escaso sustento, arruinados por la intemperie, flagelados periódicamente por la carestía y las enfermedades, constantemente aquejados por el hambre […] una sociedad muy jerarquizada, masas de esclavos, un pueblo campesino en la más absoluta miseria, completamente sometido al dominio de las pocas familias que se despliegan en ramas más o menos ilustres, pero que la fuerza de los vínculos de parentesco reúne en torno a un único tronco.
Hubiera querido encontrar noticias, historias, sobre esos pueblos tan angustiados por la vida ordinaria y por el miedo por el inminente fin del mundo que parecía planear sobre ellos como una sombra.
Sus oídos no habían escuchado ningún ruido pero una sombra, que había oscurecido casi completamente las páginas de aquel libro que absorbía toda su atención, lo sobresaltó mientras pensaba. Un poco molesto Guglielmo levantó la mirada prácticamente seguro de encontrarse de frente con el conserje, curioso por conocer si había encontrado algo para su investigación.
Su expresión disgustada se transformó en sorpresa cuando, en cambio, vio a Gemma, con los brazos cruzados sobre el pecho y con una media sonrisa sobre aquel rostro que, ya de por sí, era una primavera.
Quedaron mirándose durante unos segundos, inmóviles cada uno en su posición, casi como si estuviesen en el palco de un teatro.
Gemma vestía un twinset[1 - Nota del traductor: Conjunto compuesto por un jersey fino y una rebeca del mismo color; popularizado por Jane Fontaine en la película Rebeca.] verde salvia: parecía que la misma mañana hubiese arrancado dos pequeñas bolitas de aquella lana para colorear los iris de sus ojos con los que de manera insistente miraba a Guglielmo, estudiándolo en cada detalle, en cada gesto, escarbando incansablemente debajo de su aspecto exterior a la caza de algún pensamiento que hubiese escapado a su control.
Era una chica inteligente.
Se colocó en una silla cercana a la ocupada por Guglielmo, apoyando su mano sobre la de él, todavía acomodada sobre las finísimas páginas del libro, que parecía que lo había salvado del precipicio de la desesperación de no poder encontrar nada que saciase sus ansias de saber, de conocer los sentimientos, las conmociones y las frustraciones que habían angustiado la existencia de los hombres que habían vivido en el Año Mil.
«¡Creía que habías desaparecido en las fauces de algún dragón escupe fuego!» una risa cristalina salió de los labios de la muchacha. «He pasado por tu casa y tu madre me ha dicho que esta mañana ni te han sentido salir y yo he pensado que seguramente en tus sueños habías tenido una idea genial para tu tesina. ¿Y qué lugar mejor para Guglielmo si no una biblioteca para sacar partido a todas tus energías matutinas?»
Gemma se había acercado a Guglielmo peligrosamente, era consciente de ello, al que había comenzado a conocer desde hacía algún tiempo. Estando tan cerca arriesgaba mucho… Pero quizás era aquello lo que deseaba, un enfrentamiento amoroso a primera hora de la mañana, entre las estanterías de la biblioteca…
Estaba cambiando.
Gemma se daba cuenta de la metamorfosis que lentamente la estaba llevando desde su forma de crisálida hasta liberar en el aire las espléndidas alas de mariposa.
Comenzaba a tener pensamientos extraños, deseos que jamás había advertido antes de ahora.
Y todo sucedía a causa de Guglielmo.
La vio asomarse desde la posición que ocupaba, hacia él, con un movimiento fluido, sensual. Durante unos segundos se miraron a los ojos, distantes sólo unos pocos centímetros, tanto que podían advertir el hálito cálido de sus respiraciones sobre la piel del rostro, luego las pestañas de Gemma ocultaron la luz de sus ojos, su rostro se inclinó de manera imperceptible, su nariz rozó la de Guglielmo, y un instante después sus labios se unieron.
Siempre ocurría de la misma manera.
La magia envolvía esos momentos con una niebla finísima e impenetrable, un impulso incontrolable envolvía como humeante espiral la mente de Guglielmo, confundiéndole con susurros jamás escuchados, conduciéndolo a lugares que sólo su fantasía podía contener.
«¿Has encontrado algo sobre estos milenaristas atemorizados por el fin del mundo?»
«Sí, Gemma, he encontrado algo, aunque muy vaga e infinitamente pequeña con respecto a lo que esperaba hallar, pero es un principio, de todas formas. El misterio que envuelve estos hechos es innatural, no me convence. Quizás hay algo más de lo que fue escrito, hace decenas, cientos de años, algo que nadie debía conocer jamás. Quién sabe si yo podré alcanzar esa meta…»
La mirada de Guglielmo estaba perdida en la nada, como si desde un agujero en la atmósfera pudiese conseguir ver las cosas que a ningún mortal le estaba permitido ver.
«Tu madre me ha dicho que ayer por la noche has tenido un enfrentamiento con tu padre, estaba un poco molesta, y no puedo no darle la razón… ¿no podrías por lo menos intentar…?»
«Venga. Gemma, sabes perfectamente cómo están las cosas. No depende de mí. Ayer por la noche estaba en el salón consultando algunos libros que había cogido en la biblioteca, y él ha comenzado a decir que no debería perder tanto tiempo con los libros, la vida es otra cosa… como si él lo supiese realmente… Gemma, no quiero que él me modele a imagen y semejanza de sus antepasados, soldados profesionales, eslabón de una tradición inviolable. Quiero a mi familia, pero no quiero sentir su presencia como una soga alrededor del cuello, no quiero a cada pequeño movimiento sentirme ahogado, no quiero que ellos decidan por mí. Claro que mis padres me han traído al mundo, me han educado, son ellos los que han conseguido convertirme en lo que soy, pero no quiero que me pasen por encima en las decisiones que atañen a mi futuro. ¿Consigues entenderme?»
Gemma lo miraba con una sonrisa dulce y comprensiva. No le gustaba que él sufriese de esa manera, pero sentía que no podía ayudarle porque sabía que los asuntos de familia eran eso, asuntos de familia.
Después de haber formulado mentalmente aquel pensamiento, sin decir una palabra, la muchacha volvió a la realidad mirando su reloj de pulsera. Eran las diez y tres cuartos y su lección de Historia de las Civilizaciones comenzaría en un cuarto de hora. Así que se levantó de la silla y colocó en sus hombros las asas de una mochila negra, de la que no se separaba jamás:
«Guli, me debo despedir, ¡porras!, si no me doy prisa llegó tarde a clase. Nos vemos esta noche.»
Un beso rápido sobre la frente de Guglielmo, luego desapareció entre las estanterías de libros, casi engullida por todo aquel papel.
Cuatro
Guglielmo continuaba con la lectura de aquel librito del que, después de una búsqueda minuciosa, también había conseguido recuperar la cubierta que le había descubierto el nombre del autor. Aquellas páginas que habían comenzado a dar gran parte de las respuestas que buscaba eran de un tal Duby y se llamaban El Año Mil.
Había cogido aquel pequeño volumen de la biblioteca, bajo la curiosa mirada del conserje, para llevárselo a casa y leer en paz lo que le quedaba por analizar.
Eran las tantas de la noche y él, tendido en la cama, con el libro apoyado sobre el pecho, ávido, recorría las palabras en las páginas buscando algo que todavía desconocía.
[…] de la era feudal, queda una sola crónica que habla del Año Mil como un año trágico: la de Sigerberto de Germbloux. Se vivieron en esos días muchos prodigios, un espantoso terremoto, un cometa con su cola resplandeciente; la luz vívida e intensa inundó hasta el interior de las casas y en el cielo, que pareció cortarse, dibujó la imagen de una serpiente. […] Muchos al verlo creyeron que era el anuncio del último día.
[…] en los Annali di Saint”Benoit”sur”Loire una noticia tan importante sobre el año 1003, que se destacó por inundaciones insólitas, un milagro, el nacimiento de un monstruo que los padres ahogaron; pero el sitio del año 1000 de la encarnación quedó vacío.
Más adelante encontró una referencia, pocas líneas, que atrajeron su atención de manera particular. Abbone, abad de Saint- Benoit-su-Loire dejó por escrito un recuerdo de su juventud:
[…] a propósito del fin del mundo, escuché predicar al pueblo en una iglesia de París que el Anticristo vendría al final del Año Mil y que el juicio universal vendría a continuación.
Leía esas palabras mientras su mente divagaba, llegando hasta el almacén de la memoria donde encontró el recuerdo de un hecho de algunos años antes.
En el año mil novecientos noventa y siete un cometa, llamado Hale”Bopp, había llegado a ser visible en todas partes con el equinoccio de primavera. Un extraño evento se produjo debido a su permanencia en el cielo: una treintena de adeptos de una secta religiosa de la California meridional, expertos en cibernética, pusieron en marcha un suicidio colectivo, con la convicción de que con la muerte podrían alcanzar una astronave alienígena que viajaba en la cola del cometa para llegar a un estadio más allá de lo humano. En un video clip que habían realizado durante el suicidio afirmaban que se sentían unos elegidos, unos afortunados, admitidos para gozar de la liberación de las miserias humanas.
En el mismo año una serie de calamidades había flagelado, aquí y allá, a las pobres ánimas del globo terrestre sin una lógica: terremotos, fuertes vientos, lluvias torrenciales, trombas de agua. Parecía que la historia se repetía.
En otro escrito, del que había fotocopiado sólo algunas páginas, Jules Michelet contaba el mismo fin del mundo por parte de los oprimidos como una liberación de las penas que los atormentaban.
El prisionero esperaba en el negro torreón, en la celda sepulcral; el siervo esperaba en su surco, a la sombra de la odiosa torre; el monje esperaba, entre la abstinencia del convento, entre la agitación solitaria del corazón, en medio a las tentaciones y las caídas, a los remordimientos y a extrañas visiones, miserable broma del diablo que retozaba cruelmente a su alrededor, y que por la noche sacándole la manta, le decía alegremente al oído ¡Tú estás condenado! Todos deseaban salir de su penosa condición sin importar el precio. Y por otra parte debía tener una cierta fascinación, ese momento en que la aguda y lacerante tromba habría golpeado el oído de los tiranos. Entonces desde el torreón, desde el convento, desde el surco explotaría una terrible risotada en medio de los lloros.
Para desmitificar el suicidio colectivo los estudiosos de los años noventa se habían esforzado en convencer a las masas que aquel punto detrás de la cola del cometa era sólo una estrella y que a los componentes de la secta les había lavado el cerebro su líder, pero los periódicos seguían con los titulares encendidos y alusivos.
¿Sería verdad que el fin del mundo estaba tan cerca?
¿Sería verdad que los terrores de un nuevo medioevo invadirían en pocos años a toda la humanidad?
La mente de Guglielmo corría veloz, comparaba teorías, enfrentaba hechos, asociaba acontecimientos. En realidad, pensaba, en los umbrales del Dos mil sería mucho más fácil difundir el pánico y que se convirtiese en psicosis.
Por otra parte, en el novecientos noventa y nueve después de Cristo ¿no habría bastado una voz inspirada, una plaza o un púlpito de una oscura iglesia y una multitud alrededor para difundir la creencia universal de que el mundo estaba a punto de acabarse?
Cinco
San Silvestre, 1999
Las luces aquella noche parecían aclarar un cielo sin fondo por el tupido color plomo y el aire, cargado de una niebla insistente, parecía traslúcido.
Eran las últimas horas de un milenio agonizante, resquicios de luz en la oscuridad de un sueño ya irreversible. Guglielmo estaba en su habitación: ya se había puesto su traje de Conde Drácula, señor de la noche, con el frac y la capa negra, la camisa blanca como la piel del rostro, cubierto de maquillaje, sobre el que resaltaban dos vistosas ojeras. De los labios salían un par de dientes caninos agudos y brillantes.
El muchacho estaba de pie delante de un gran cuadro al óleo que, probablemente, estaba colgado en aquella pared, sobre la chimenea que descollaba en su habitación, desde hacía un siglo o más. Una figura masculina con las piernas delgadas, enfundadas por botas altas de jinete, una austera fusta de cuero, los alamares brillantes en las charreteras, posaba con una pizca de vanidad mirando fijamente sobre cualquiera que transitase cerca de él. Aquel era uno de los ilustres antepasados de la familia de su padre y, naturalmente, no podía ser otra cosa que un oficial de caballería. Como había sucedido miles de veces observando aquel cuadro, a Guglielmo le parecía que desde tiempos inmemoriales los componentes de su familia no supiesen hacer otra cosa que vestir un uniforme y comandar a legiones de soldados.
Se alejó unos pasos encontrándose, con sorpresa, su imagen en un espejo cercano.
Por esa noche sería el señor de las tinieblas, que vivía de los momentos de otros, que chupaba la vida del cuello de sus incautas víctimas. Aquella farsa le divertía: abriría su enorme capa negra y gritaría adiós al siglo que dentro de pocas horas se iría, para siempre.
Gemma lo estaba esperando en su casa.
Su padre estaba al final de las escaleras, en el gran vestíbulo de la casa, con la bata de raso brillante apretada alrededor del cuerpo seco, con un periódico entre las manos.
«Entonces, Guglielmo, ¿has decidido no venir al círculo de oficiales para conmemorar conmigo y tu madre el cambio al Dos mil? Lo sabes, verdad, que sería algo muy importante… por otra parte tu cumples también veinte años… y la familia es una institución sagrada a la que hay que respetar…»
Filiberto no miraba a los ojos a su hijo, evitaba su mirada, y por eso Guglielmo estaba nervioso hasta lo inverosímil. ¿Por qué su padre no intentaba comprenderle aunque fuese sólo una vez? ¿Por qué para él sólo existían el círculo de oficiales, los reclutas y aquellos malditos galones?
«Papá sabes que significa mucho para mí festejar con mis amigos esta ocasión, y además ¿qué haría en el círculo de oficiales de tu cuartel vestido de Conde Drácula?» dijo el muchacho extendiendo con una pirueta su capa negra para intentar desdramatizar un poco la situación.
«Realmente estarías ridículo, pero a vosotros los jóvenes os gustan estas payasadas, y luego cuando tenéis entre la manos un fusil os tiemblan las piernas… Sé yo lo que os haría falta…»
«Querido, tranquilo, no arruinemos esta bella velada de fiesta, deseémosle un buen cumpleaños por sus veinte años a nuestro Guglielmo que poco a poco se está convirtiendo en un hombre…»
Angelica había entrado en la conversación con su voz encantadora en el momento justo, antes de que uno de sus dos hombres se enredase en una pelea a gritos. Comenzaba a ser difícil, incluso para ella, mantener a raya a aquellas dos cabezas calientes. Tenía en la mano un pequeño paquete azul marino con un lazo azul claro, todas las miradas de aquella habitación estaban dirigidas hacia ella.
«Esto es para ti, hijo mío, he esperado veinte años para dártelo, veinte largos años…»
Guglielmo cogió de las manos de su madre aquel paquete que parecía esconder qué sabe qué y le sacó el papel que lo envolvía: un colgante blanco y transparente de alabastro de forma redondeada… una fina cuerda negra, retorcida hasta convertirse en un cordón, sujetaba el adorno y envolvía un librito con la cubierta de cuero gastada… realmente un extraño regalo.
«No me he vuelto loca, no Guglielmo, tu madre no ha enloquecido. Es una historia larga, muy larga. Ven, sentémonos en tu sofá preferido.»
Con la mano izquierda agarrando la de su madre, y el extraño colgante sujeto al librito en la derecha, Guglielmo la seguía dócil, como cuando de niño esperaba que le contase su fábula preferida.
Filiberto, sospechando el tema de la larga historia que su mujer contaría a su hijo, dijo en tono brusco:
«Angelica, ¿has pensado bien en lo que estás a punto de hacer? No creo que sea apropiado… ¿No recuerdas lo que nos dijo aquella mujer?… Yo en tu lugar no lo haría.»
Madre e hijo ya se habían colocado en el sofá.
Al escuchar esas palabras, Angelica alzó los ojos azules hacia su marido, mirándolo fijamente con una mirada firme, profunda y al mismo tiempo dulce.
¿Tenían el derecho de esconder a Guglielmo su verdadera identidad?
¿Podían continuar haciéndolo eternamente?
Quizás aquella revelación rompería la tranquilidad de su hijo pero estaba convencida de que debía saberlo todo.
«Filiberto, Guglielmo es mayor, y ahora ya no hay un motivo que nos induzca a continuar escondiéndole algo que con el tiempo sabría de todas maneras.»
Guglielmo, mientras tanto, como objeto de la contienda, se sentía frustrado por aquellas verdades escondidas y hasta ese momento desconocidas para él: ¿de qué estaban hablando, qué es lo que le habían ocultado durante todos estos años?
Con un gesto instintivo se sacó los dos caninos postizos, como diciendo: Muy bien, ahora nos dejamos de bromas y hablamos seriamente.
Miraba a la madre sentada a su lado y al padre en pie.
Estos minutos de expectación parecían piedras lanzadas a cámara lenta que nunca acababan de caer al suelo, y la espera a que sucediese parecía interminable.
«Debes saber querido hijo que la noche de San Silvestre de hace veinte años, yo y tu padre estábamos en casa, sin celebrar de ninguna forma la llegada del nuevo año, estaba recuperándome de uno de los innumerables abortos que mi físico ha debido soportar. Efectivamente, había tenido la sensación de que aquella pudiese ser una noche distinta a las otras, la luna destacaba en el cielo alta y muda. En un momento dado escuchamos llamar a la puerta: encontramos a una mujer embarazada con un paquete entre los brazos. Eras tú. La mujer dijo que tu madre natural te había abandonado, quizás porque estaba muerta o porque no podía cuidarte y darte una vida digna. Con el ceño fruncido nos recomendó que no contásemos a nadie la historia de aquella noche y hasta ahora no habíamos dicho nada a nadie. Tú te preguntarás, ¿qué tienen que ver conmigo el colgante y el libro? Es un pequeño secreto que he mantenido todo este tiempo, ni siquiera tu padre sabía nada. Cuando, después de haberte cogido de los brazos de la mujer que te había conducido hasta nuestra casa, subí a la habitación para vestirte con la ropa que había preparado para el pequeño que había perdido hacía unos días, en el camisón que te envolvía, quizás el de tu madre natural, encontré estos dos objetos y me hice la promesa de dártelos en tu veinte cumpleaños.»
Guglielmo recorría mentalmente los párrafos del discurso que sus oídos acababan de escuchar, manteniendo fija la mirada sobre aquel colgante de tono mate y transparente que ahora, después de haberlo apoyado en la palma de la mano, había asumido una tonalidad ligeramente rosada: en relieve cuatro espirales aladas convergían hacia el centro, hacia un agujero desde donde partía el cordón negro y brillante.
Aquella enseña se parecía vagamente a una cruz gamada[2 - Nota del traductor: La cruz gamada, antes de ser utilizada por los nazis, era un símbolo de la vida para los hindúes y otros pueblos primitivos. También entre los indios americanos se utilizaba este símbolo. Representaba el discurrir del mundo.].
Su madre no era su madre, su padre no era aquel general del ejército, la sangre que corría en sus venas era distinta de la suya, él no era carne de su carne.
¿Pero entonces quién era?
¿Cuáles eran sus orígenes?
¿Quiénes eran sus verdaderos padres?
¿Por qué su madre lo había abandonado la noche de su nacimiento, probablemente todavía sucio de la sangre que no era la de Angelica?
¿Cómo habían podido permitirse aquellos dos adultos construir su vida sobre todas aquellas mentiras?
Pero quizás había sido mejor así, la familia que lo había cuidado era una familia tranquila, su madre, su madre adoptiva, lo había amado como si realmente fuese hijo suyo.
Pero todo aquello era absurdo.
«No quiero que todo lo que te he acabado de decir te cause tristeza, querido Guglielmo. No ha sido la naturaleza la que nos ha unido sino el amor que ha nacido sin condiciones, sin vínculos de sangre que a veces pesan más que las cadenas de plomo. Se ha hecho tarde: ponte tu regalo y vete a buscar a Gemma, el libro lo coloco sobre tu mesilla de noche. Te deseo lo mejor, hijo mío.»
Después de decir estas palabras Angelica cogió de las manos del hijo el colgante y se lo puso en el cuello, a continuación depositó un beso en su mejilla acabada de afeitar y se levantó del sofá acercándose a Filiberto que, hasta ese momento, había permanecido como inmóvil y mudo observador de lo que había ocurrido en unos pocos minutos.
Quizás no había sido tan malo revelar sus orígenes a Guglielmo, ninguna maldición había ocurrido cuando Angelica había pronunciado esas palabras, pero en su memoria resonaba todavía la profecía de aquella mujer que había conducido a Guglielmo a sus vidas.
* * *
Guglielmo había parado el coche al lado de la verja que conducía a casa de Gemma. Había llamado al portero automático y su madre le había dicho que su hija ya estaba lista y que bajaría enseguida.
Respiró hondo. Guglielmo se dio cuenta de que se habían formado pequeñas nubes blancas, que luego observaba casi hipnotizado: todavía no había asimilado completamente la información que le habían dado sin ni siquiera haber sido empaquetada y con el lazo en su sitio.
Se inclinó hacia el espejo retrovisor de su coche para buscar su imagen reflejada, esperaba que por lo menos su rostro fuese real, esperaba que al menos su aspecto exterior pudiese ser el mismo después de aquella revelación. Vio en la pequeña superficie reflectante el rostro de un joven que amaba su vida y su familia, adoptiva, pero se sentía conmocionado, confundido por aquella gran noticia que había sabido poco antes.
Realmente su madre no había querido turbar el perfecto orden de su vida, probablemente le había parecido justo revelar al hijo su verdadera identidad, ¿pero qué le había revelado realmente? En ese momento se sentía despojado de uno de los pocos puntos fijos de su existencia: le daba la sensación de ser un árbol al que habían arrancado sus raíces de la cálida tierra para exponerlas cruelmente al sol.
Aquella noche celebraría el final del segundo milenio y quién sabe si con los últimos minutos de mil novecientos noventa y nueve podría irse también aquel sentimiento de náusea que lo invadía por todas partes.
El sonido metálico de la verja al volverse a cerrar lo devolvió a la realidad.
Gemma había llegado hasta delante de él envuelta en un remolino de tejido blanco que podía, realmente, parecer innatural en la oscuridad de la noche: dos bonitas alas fabricadas totalmente con cándidas plumas salían de su espalda y llegaban casi a la altura de la nuca, donde los cabellos recogidos dejaban su rostro al descubierto, una túnica muy sencilla escondía las piernas dejando ver sólo la punta de las zapatillas de tenis, también blancas.
Era el ángel más gracioso que Guglielmo hubiese visto y de todas formas era el primero, seguramente, que se había materializado delante de sus ojos.
Gemma se acercó a él y, después de haberle sacado los caninos que daban a su aspecto un no sé sabe qué de temible, depositó un beso en sus labios.
Las dos lenguas se rozaron, con un escalofrío: luces y tinieblas gozaban del mismo placer…un extraño pensamiento destelló en la mente de Guglielmo, pero su lógica, rápidamente, lo descartó enseguida.
El torbellino de sus pensamientos, sin embargo, no conocía el reposo y generaba conjetura tras conjetura, sin darle tregua. Le parecía advertir un triste presentimiento mientras observaba a Gemma entre sus brazos, la veía tan pálida y exangüe que parecía que estuviese muerta…
¿Qué podría perturbar sus vidas en ese instante?
¿No era quizás el candor casi lechoso de su disfraz que había bebido todo el rojo sangre que debería haber inundado el rostro de Gemma?
Subieron al coche.
Guglielmo giró la llave debajo del volante y el ruido que generó bastó él sólo para llenar el silencio en sus oídos.
Las revoluciones del motor bajaron bajo el control de Guglielmo que estaba apoyando el pie derecho sobre el freno para pararse en el semáforo en rojo.
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notes
1
Nota del traductor: Conjunto compuesto por un jersey fino y una rebeca del mismo color; popularizado por Jane Fontaine en la película Rebeca.
2
Nota del traductor: La cruz gamada, antes de ser utilizada por los nazis, era un símbolo de la vida para los hindúes y otros pueblos primitivos. También entre los indios americanos se utilizaba este símbolo. Representaba el discurrir del mundo.