Respirar
Micol Fusca
Este libro reúne siete historias, de las cuales soy autora, publicadas en antologías fantásticas publicadas por algunas editoriales. En mi opinión, están guiadas por un hilo conductor: el amor entendido como sentimiento absoluto. Pensé en cada relato como si fuera una pluma. Siete plumas, siete relatos unidos por un hilo conductor: el amor en sus múltiples facetas: fraternal, traicionado, terrenal, divino… El amor es la fuerza que mueve el universo, no importa de qué forma se vista. Siete plumas llevadas por el viento, destinadas a posarse en la palma de la mano y luego alcanzar la esencia de los sueños. Encontrarán magos, brujas, caballeros y guerreros. Criaturas terrenales que recogen dentro de sí lo divino. Encontrarán el coraje y la voluntad de creer en los sentimientos y ser fiel a los sentimientos de su alma. El relato ”Crocefissa”, publicado en la antología “Storie di Immaginaria Realtà volume V” por la Giovane Holden Edizioni, obtuvo el segundo lugar en el Concurso ”Streghe Vampiri & Co 2018.
Micol Fusca
Respirar – Relatos y Universos
Respirar
Relatos y Universos
Micol Fusca
Todos los derechos de reproducción, traducción y adaptación están reservados. Ninguna parte de este libro podrá ser usada, reproducida o difundida sin la autorización escrita por parte del autor
© Micol Fusca 2019
Autor: Micol Fusca
Traducción: Vanessa Ramb
Ilustración de portada: Yuri Dovadola
"El mayor coraje consiste en ser exactamente lo que la conciencia te dice que seas. Por el contrario, la mayor cobardía es seguir a los demás, imitarlos."
Osho
“Respirar”
“Dormir.
El acto más íntimo que conozco, encomendarse al otro sin defensas, palabras, construcciones, malentendidos.
Cuerpo y alma fundidos en el mismo abrazo, el mismo suspiro. Por encima de todo: edad, género, carne.
He amado a Dalain desde su primer llanto. Lo amaré hasta el último aliento.
Mi nombre es Nephelim. Soy un paladín.»
Una noche sin estrellas… oscura… fría.
Había esperado a que la Luna Roja alcanzara su cenit, antes de levantarse. Las reprimendas de la niñera habían dejado de preocuparlo desde hacía tiempo. Tenía siete.
Aunque Alissa era una mujer imponente, no daba miedo. El suyo era el único pecho del que se había amamantado. Su madre había muerto después de traerlo al mundo.
Su padre le había dado refugio a su hermana en un momento difícil. El marido había perdido sus fincas por el vicio del juego y se había quedado en la calle, con un bolso de cuero en el que apenas había guardado algo de ropa.
Estaba feliz de confiarle Nephelim a una pariente. Veridiana, su prima, era un año mayor. Sabía que estaba destinada a ser su esposa.
La costumbre élfica de mezclar la sangre solo con los familiares se sentía como un acto de conciencia hacia la raza: la pureza por encima de cualquier valor. Eran los campesinos los que se acoplaban al azar, como los animales.
Esto era lo que le habían enseñado.
Se acercó de puntillas a la habitación del niño. Había nacido por la mañana. No había dejado de llorar desde su primer aliento.
Un llanto extraño, sin voz, que le rompía el corazón. Espió por la puerta entreabierta, mientras observaba a la niñera acunar al recién nacido entre sus fuertes brazos. Iba de un lado a otro, en un intento por calmarlo.
«¿Ha comido?» dio un paso adelante, ajeno a la prudencia.
Alissa le devolvió una sonrisa falsamente molesta, mientras fruncía el ceño. Sabía que esperaría el sueño de los adultos para alcanzarla. «Está demasiado débil. No logra amamantarse» su mirada se volvió triste. «El curandero duda que vaya sobrevivir más que unos días. Su corazón está enfermo.»
Nephelim se levantó y juntó sus labios hasta formar una línea delgada. Era el hijo de un soldado, estaba acostumbrado a la verdad, por más cruda que fuera. «¿Lo intentaste?»
La mujer lo miró molesta. «Debería dejar de llorar, sabiondo. Alterna el llanto con la inconsciencia, no tiene la fuerza necesaria para pegarse al pecho.»
Nephelim insistió. «¿No hay otra manera?»
Alissa buscó en su memoria. «Cuando era joven vi asistir a un cordero que había perdido a su madre. Rechazaba las ubres de las otras ovejas. El pastor le mojaba la boca con un paño embebido en leche. Al final, decidió alimentarse. Podría intentarlo. Si acepta la tela, trataré de acercarlo al pecho para sacar algunas gotas que empapen sus labios.» Entonces pareció recordar que las órdenes de la dueña de casa habían sido claras. «Nephelim… no creo que tu tía lo apruebe. Un niño enfermo es un problema, una molestia. Moriría de todos modos.»
«No hoy.» Estaba determinado. Estiró los brazos hacia ella, esperando que se lo entregara. «Mi padre está lejos. Es una orden. Mi voluntad es la única que debe respetarse en su ausencia.»
La niñera se inclinó levemente, con una sonrisa en los labios. Estaba destinado a comandar un ejército, su carácter era conocido por sirvientes y parientes. Le entregó el recién nacido, cuidando que lo recibiera suavemente en sus brazos. Nephelim sostuvo su pequeña cabeza con firmeza, cuidando de no hacer que pesara sobre su frágil cuello.
Alissa se alejó estremecida. «Es una noche oscura, sin estrellas. Ni siquiera la Luna Roja puede iluminar el cielo. Una noche desafortunada.» Regresó por la repentina pregunta del niño.
«¿Cómo se llama?»
«Dalain.»
Nephelim sonrió.
Una noche sin estrellas… oscura… fría. Una noche iluminada por el fantasma de la Luna Roja. Una noche perfecta.
Una estrepitosa carcajada, similar a la lluvia en primavera.
«Nunca he visto ese libro».
Dalain intentó ocultarlo, sabiendo que la mirada de su primo ya había tenido tiempo de detenerse en la cubierta de cuero decorada con frisos dorados. «Lo… encontré».
Nephelim se sentó a su lado pacientemente. La primavera lentamente le daba paso al verano y era agradable descansar al aire libre, a la sombra del enorme manzano plantado por la difunta Lady. Su madre. El ático era su Lugar del Corazón: allí pasaba la mayor parte del día. El libro era suyo.
Dalain no podía subir las escaleras por sí solo.
«Le pedí a Alissa que me lo trajera. Le dije que tenía tu permiso para elegir el que tuviera la portada más bonita: verde. Es mi color favorito».
Los labios de Nephelim se curvaron en una media sonrisa, tratando de parecer menos rígido.
Dalain se dio cuenta. Se había aprovechado de la ignorancia de la niñera para lograr lo que quería. A diferencia de la mujer, había aprendido a leer y hacer cuentas rápidamente.
«Sabes que esa "cosa" está prohibida. Debería ser arrojada a la hoguera».
El niño aferró el libro con fuerza contra su pecho. Lo desafió a seguir con su amenaza, sabiendo muy bien que no lo haría.
«No hay nada prohibido en esto. He leído lo suficiente como para saber que no son "cosas" peligrosas. Es la magia la que ha sido prohibida en el Reino, no su historia».
Loreana compartía esa opinión. Le encantaba coleccionar libros antiguos que narraban el pasado y la Religión Antigua. Para su esposo, era un hábito inofensivo.
Su tía nunca había podido echar mano a sus cosas. Tenía prohibido entrar al ático, Decisión en la que tanto padre como hijo estaban de acuerdo.
Dalain volvió a quedarse en silencio, mientras miraba a unos chicos que pasaban corriendo a su lado. Eran muchos los hijos de los criados que vivían en la propiedad. Se dirigían al prado, mientras se reían a carcajadas. Logró entender que estaban haciendo una carrera.
Nephelim vio que su expresión se volvía triste. Por lo general, no se quejaba, solo sus ojos oscuros revelaban la melancolía.
Se puso de pie extendiendo una mano. «Ven». Le sostuvo su mirada, al tiempo que notó que había comenzado a aferrarse al tomo nuevamente. «Dámelo, lo esconderé en el árbol. Tu madre no suele trepar como una ardilla. La idea de dejar ver sus tobillos la haría desmayarse de vergüenza.»
Tomó el libro y subió rápidamente a las ramas más altas. Encontró una maraña de follaje joven y lo ocultó a la vista de los transeúntes.
Después de bajar, volvió a hacerle señas para que fuera con él. Dalain se levantó vacilante, mientras sentía el peso de su mirada. Los ojos de Nephelim eran de color hierro, grises y firmes.
A diferencia de otros, no tenía miedo de su primo. Sabía que le daría la mano derecha, con la que sostenía la espada, por él. Así había sido siempre.
Habían compartido la misma habitación desde que nació. Nephelim dormía frente a él, dejando que su aliento alcanzara su rostro. Había llegado a conocer cada respiración hasta el punto de quedarse dormido solo si lo arrullaba lo que sabía que era el ritmo natural. Un respiro interrumpido era suficiente para que recuperara la conciencia rápidamente.
Dalain se detuvo. «¿Por qué me quieres? Soy completamente inútil.»
El muchacho sabía que había tomado ese rumor de los labios de muchos, sirvientes y parientes. Su fragilidad llevaba a muchos a ignorar que la mente estaba lista para hacer propio cualquier murmullo. Esa expresión lo hacía parecerse más a él de lo que hubiera deseado. Sus rasgos, sus colores, no eran tan diferentes. Ambos tenían tez y cabellos claros; ambos con rasgos faciales alargados y una nariz delgada.
«Porque admiro tu coraje. Luchas por tu vida desde tu primer aliento. No sé si podría soportar el peso que te oprime. Es fácil ser fuerte cuando no tienes nada que temer. No eres inútil. Jamás te igualaré en intelecto. Los Henders han puesto sus ojos en ti desde hace mucho tiempo.»
Se dio la vuelta y se arrodilló en el suelo. Esperó.
«¿Quieres… que suba a tu espalda?» Se acercó algunos pasos para intimidarlo.
Nephelim asintió, mientras lo miraba por encima del hombro. «Sabes cómo hacerlo, no es diferente a cuando subimos las escaleras. Agárrate fuerte.»
Dalain rodeó su cuello con sus brazos y cuando lo levantó del suelo sintió que podía tocar el cielo con un dedo. Colgó sus piernas en las caderas del muchacho con toda la fuerza que tenía y dejó que las rodeara con sus brazos. Estaba acostumbrado a que él lo llevara cuando le faltaba el aliento, tanto como para impedirle caminar.
Sentía la seguridad de Nephelim a través del movimiento suave de los músculos de su espalda contra su delgado pecho. Enderezó su cabeza para observar la pradera, y cuando comenzó a correr, una sonrisa espontánea alargó sus labios.
Mientras las largas piernas de su primo dividían el mar de hierba frente a ellos, sabía que había fingido que no le daba importancia a juegos como ese. Se había encerrado en su habitación y quedado aislado de cualquier ruido del patio, y dejó que su mente corriera y luchara por él.
Llegaron al establo rápidamente pasando al grupo de niños que se habían reunido allí. Algunos les señalaron a sus compañeros, sorprendidos.
Dalain sintió que su corazón latía más rápido: emoción.
Nephelim estaba acostumbrado a correr tramos largos. Su paso se volvió regular. Podía transmitirle la fuerza de los músculos en movimiento. Le pareció que también los suyos respondían algo y se movían al unísono. Las sensaciones que lo envolvieron no se comparaban con las que creaba su imaginación.
Se dio cuenta de que reía solo cuando su propia voz llegó a sus oídos con un grito eufórico.
Nephelim decidió regresar en el camino a casa tan pronto como lo escuchó recuperar el aliento de la carcajada que lo había envuelto. Aunque Dalain respondía bien a los medicamentos en ese momento, no quería bajar la guardia. Sabía que se había ganado un tirón de orejas de Alissa y no quería poner en peligro la salud del niño.
Encontró a la niñera en el umbral de la mansión, con los brazos cruzados. Uno de los hijos debió de haberle dicho que los había visto pasar corriendo por el establo.
La mujer revisó el rostro enrojecido del niño que iba a caballito, mientras cerraba los ojos como una bruja. Lo tomó en sus brazos, sin darle tiempo a Nephelim para objetar, y lo aferró a ella como una gallina furiosa. «¡Espero que sepas lo que estás haciendo, sabiondo!»
Era la única que lo llamaba así, la única a quien se lo habría permitido. «Está bien, ¿no ves lo feliz que está?»
Alissa miró a Dalain en forma crítica. Parecía borracho. Seguía riéndose, mientras se agarraba del cuello. Lo miró furiosa al mayor. «¡Con todo el dinero que gastas para conseguirle medicinas dignas de un Rey, deberías tratarlo como un jarrón de cristal!» Volvió a concentrarse en el niño, mirándole a la cara. «Está todo sudado… necesita un baño caliente. Hazte útil y pídele a Glinee que traiga un par de cubos a su habitación».
Nephelim le hizo una media reverencia. «A sus órdenes, mi señora».
Una estrepitosa carcajada, similar a la lluvia en primavera. Sutil, intensa. Magia.
Mar índigo, acariciado por nubes de espuma blanca.
El Ojo de Zephirot brillaba desde hacía treinta años. Brillaba como la primera estrella de la mañana. La magia había vuelto a cruzar las fronteras de las Tierras del Oeste.
Los Henders habían reforzado sus filas al consagrar nuevos Lectores y Paladines. Sus símbolos, vara y espada, habían sido forjados en el mismo fuego, bendecidos por Dios en el momento en que eran acoplados al cristal precioso, el Ojo, en el momento de la investidura.
Nephelim había escupido sangre, sometido por el dolor del desprendimiento en la parte más oscura de su alma. Era lo que deseaba para sí mismo desde que tenía uso de razón. El nacimiento de Dalain solo había fortalecido su propósito.
Le resultaba extraño que su pueblo luchara contra la magia usándola.
Un paladín le debía su alma a su protegido. Acompañaba sus pasos donde se requería su intervención.
El Lector de Almas veía más allá de las apariencias. Su mente poseía la agudeza necesaria para desenmarañar los peores enredos. Podía distinguir toda emoción, inflexión, y llegar a las verdades más profundas.
Nephelim se preparó para una nueva espera. Deseaba no tener que presidir el interrogatorio de una pobre mujer, acusada de brujería por haber servido un té de hierbas curativo al Siniscalco. Había sucedido muchas veces. Demasiadas.
Las sonrisas nerviosas de los lacayos le hicieron temer que el lector llegaría tarde, y estos apartaban la vista de él por temor a algún reproche.
Se alegró de ver a su compañero bajar los escalones del Templo.
«Bosque de los Susurros».
Se acercó a él, dejando en claro que la ayuda de los demás no era bienvenida. Dalain seguía siendo liviano, por lo que no le costaba ningún esfuerzo ayudarle a levantarse de los estribos.
Recibió su moteado y se montó en la silla de, mientras dirigía miraba por última vez a los mozos. No se molestó en despedirse mientras dirigía su cabalgadura hacia Porta Grande.
«Siempre eres antipático.» Dalain lo alcanzó, y arrugó la nariz de la misma forma que cuando era niño. Una expresión que indicaba reprobación y diversión al mismo tiempo.
«No estoy entrenado para exigir bondad.» Esperó a que llegara a su lado.
El Lector sonrió. Sabía el origen del mal humor de su primo. No estaba feliz de escoltarlo fuera de los límites de la capital. Nephelim hubiera preferido tenerlo encerrado en una caja de cristal.
Mantuvo su mirada de curiosidad. «Una bruja. Es lo que dicen las comadres de los Condados Centrales.»
«¿Ya tienes una opinión?»
«Los informes de los Sacerdotes de la zona confirman las sospechas. Muchos aldeanos desaparecen de la nada sin dejar rastro. Otros muestran un comportamiento violento atípico.»
Nephelim frunció el ceño, en señal de espera.
«Una Maldana. No es la bruja que buscan los Henders.»
El Paladín asintió, y se guardó sus pensamientos para sí mismo.
Encontraron a la bruja en una casucha de madera, que en otros tiempos había sido la cabaña de caza del Señor del Condado, en medio del Bosque de los Susurros. Ataron los caballos a un árbol no muy lejano. Habían comenzado a exaltarse tan pronto como se adentraron en el bosque.
Dalain había decidido esperar hasta la mañana para entrar en la bruma que envolvía el lugar.
Nephelim observó cuidadosamente los árboles desnudos y delgados. Árboles torcidos. El tronco crecía curvo y formaba una onda que se elevaba directamente desde el suelo hacia el cielo blanquecino. Podía sentir la magia, aunque no tuviera ese talento.
Los esperaba inmóvil frente a la cerca ahora en ruinas. Una mujer hermosa.
El lector detuvo sus pasos y se aferró al bastón decorado. El cristal en la parte superior había adquirido color. Cerró los ojos y dejó que su esencia lo llenara.
El aura oscura que lo cubrió se volvió turbia como el alquitrán. Sintió dolor, placer, codicia. Se había entregado al Innombrable con plena conciencia. Era el vehículo del Dios para diseminar odio y desesperación.
Su apariencia comenzó a cambiar. Pronto se revelaría su verdadera naturaleza.
«Es tuya, Paladino.»
Nephelim desenvainó su espada rápidamente, y dejó que la hoja cobrara vida con la misma luz que la vara. El Lector había emitido su sentencia. Suya era la tarea de ejecutarla.
Los caballos habían logrado liberarse. Habían sucumbido al miedo.
Nephelim abrochó el cinturón al pecho de Dalain, de lado, y colocó la espada detrás de sus hombros.
Cuando se inclinó en el claro con la intención de subirlo a su espalda, el Lector se echó a reír. «Somos demasiado viejos para esto.»
«Puedo caminar durante días, he marchado en situaciones peores. Sube.»
Dalain suspiró, sabiendo que no tenía alternativa. Se aferró a Nephelim y dejó que lo levantara. Después de algunas millas, se acostumbró al paso del Paladín: regular, como lo recordaba.
«¿Has decidido qué regalo comprar para tu esposa? Quedan pocas lunas para su aniversario de nacimiento.
Nephelim se agachó, ansioso. «No. Sé que tú pensarás en algo.»
«Podrías prestarle más atención.»
«Veridiana despreciaría a un esposo cariñoso. Pasamos juntos el tiempo necesario para respetar los votos matrimoniales. Le “desagrado”.»
El lector no respondió a la provocación. «Quiere un hijo.»
«No tengo intenciones de engendrar un desgraciado.» Lo miró con dureza y volvió la cabeza hacia él. «Las malditas leyes raciales están llevando a nuestra gente a una catástrofe. La obligación de mezclar sangre solo con miembros de la familia hace que nuestros hijos sean cada vez más pálidos y enfermos.»
«Yo no soy infeliz.»
Nephelim respondió a la indirecta con silencio.
«Serías un buen padre.»
«¿Eso es lo que soy para ti?»
«No.» Dalain miró al cielo, meditabundo. «¿Puedes distinguir los tonos azules sobre nosotros?»
El Paladín siguió marchando.
Dalain posó una mejilla sobre su hombro y se dejó vencer por la tranquilidad de su ritmo. «Aún me pregunto por qué me quieres.»
Nephelim no respondió, seguro de que en poco tiempo se quedaría dormido, arrullado por sus pasos. Solo sonrió cuando la respiración regular alcanzó su rostro.
Mar índigo, acariciado por nubes de espuma blanca. Deseo hundirme en mil cielos.
"¿Qué Dios ha establecido que el amor debe triunfar en el encuentro entre dos cuerpos?
Encontraré a la Bruja, aunque me pase la vida buscándola. Me arrodillaré, ofreceré mi lealtad. Solo rezo para que, hasta entonces, me concedan un latido más. Un respiro.
Llegará la noche en que velaré el sueño de Dalain sin temor al amanecer.”
“Crucificada”
Dios, ¿estás ahí? Si es así, mírame. Mira a esta miserable criatura crucificada en tu nombre. Los hombres están acostumbrados a ser valientes en nombre de Tu supuesta voluntad para perpetrar el mal que afirman combatir. Son demonios. En verdad, demonios. No puedo tener piedad de ellos. Los maldigo.
No he hecho nada para ganarme su desprecio más que vivir en la luz. Sin esconderme. Disfrutando de una sonrisa o una caricia, del calor del sol en mis mejillas, del viento que me rozaba la piel. Jamás me aceptaron. Soy la extranjera que Pietro trajo al pueblo. La bruja. Demasiado hermosa, demasiado cortés, demasiado. Madre de dos hermosos hijos; esposa devota que jamás se inclinó ante los prepotentes. Es difícil ser mujer, Dios.
Me has dado el don de aliviar a las parturientas y así lo hice. Mis manos han recibido a docenas de bebés aún envueltos en la placenta. Los separé de los cuerpos de sus madres cortando el cordón que los unía; provoqué su primer llanto y aliento. Siempre me he preguntado por qué el primer acto al nacer es el llanto.
Pietro me enseñó a mirarte con confianza, a rezarte con el corazón abierto. En Ti pensaba mientras asistía el trabajo de parto de las parturientas. Tú me diste la fuerza para actuar en los momentos de necesidad. Nunca he perdido a un niño.
Dicen que soplé la vida en los labios de un niño muerto y lo devolví a la vida. Había sido arrojado a un río en un saco, condenado por haber inhalado el aliento de un demonio.
Te recé, Dios, mientras mi cuerpo era destrozado de mil maneras. Nunca he perpetrado el mal, jamás he mirado al Maligno. Tú me conoces.
Despreciando la fuerza con la que lloré el nombre de Tu Hijo buscando la gracia, me crucificaron. Arrancándome el rosario de perlas de hueso que mi esposo me regaló el día de nuestra boda. Sus hábiles manos habían tallado cada perla, puliéndolas cuidadosamente. Jamás me desprendí de él. Lo mantuve dentro del escote de mi vestido con modestia.
Ahora está allí, a pocos pasos de mí. Él y nuestros hijos.
Miran mi cuerpo desnudo, desgarrado, esperando la hoguera. En mí nada queda de la madre y la esposa que lavaba la ropa en el río cantando, de la mujer que reía de felicidad tejiendo coronas de margaritas.
Mis dedos sangran. Lo primero que me arrancaron fueron las uñas. Siento los labios hinchados, el sabor ferroso de la sangre se mezcla con la saliva. No puedo hablar, no tengo lengua. Ni siquiera puedo saludarlos con una sonrisa, no tengo dientes.
Todavía tengo ojos y con ellos busco a Pietro para una última mirada. Los suyos, ¿qué ven? ¿La doncella que corría en el páramo? ¿La joven de largos cabellos, negros como la noche, y ojos verdes como las esmeraldas? ¿La amante, la esposa, la madre? Ven esta carroña que aún no está muerta, pálida y demacrada. Los senos mutilados, los mismos que besó y que amamantaron a nuestros hijos. La cara, abatida. Las pupilas, dilatadas por la fiebre.
Su mirada es firme, fría. Sus labios se mueven con lentitud, en silencio.
Dicen… “Sin piedad de ellos.”
Tengo su absolución.
Dios, no soportaré la carga de Tu Hijo, no moriré en silencio para pagar por los pecados del mundo.
Pietro había conocido a Agnese hacía diez años. Había acompañado a su padre a comprar cuero en la ciudad vecina. Ambos eran zapateros y su taller era frecuentado por una gran cantidad de clientes. Estaba feliz de sucederlo. Trabajar con él jamás le había disgustado. Una lluvia torrencial los había sorprendido a mitad de camino y habían buscado refugio en una cabaña aislada en las afueras del bosque. La anfitriona los había recibido con amabilidad al compartir con ellos la sopa magra enriquecida con tubérculos silvestres. La hija de la comadre, Agnese, era hermosa como una estrella. No tenía zapatos en los pies y Pietro recordó que quería desesperadamente hacer un par para ella. Se había imaginado inclinándose para ayudarla a ponérselos, mientras rozaba por un momento su piel de alabastro y sostenía su pie diminuto y esbelto. Así lo había hecho y ella le había sonreído. Había regresado tan pronto como sus zapatos estuvieron listos, echando mano a un coraje que no sabía que tenía. Jamás había sido tan osado.
Había ido a la cabaña en el bosque durante un año y la había cortejado con el permiso de su madre.
Agnese jamás había conocido otro mundo ni hombre alguno. La Comadre Ilda había decidido criarla en soledad para mantenerla alejada de las malas lenguas. Le explicó que había sido concebida en una noche de amor con un extraño que la había seducido. Ilda nunca supo su nombre. Solo sabía que los ojos color esmeralda de su amante parecían saber muchas cosas.
Agnese pertenecía al páramo. Él le había pedido que abandonara su paraíso para casarse. Pietro no era rico, tampoco agraciado.
“Me amarás por siempre. Lo sé.” Le había dicho ella, antes de encomendarse a él.
Agnese sabía muchas cosas. Podía sentir el dolor de la gente. Daba todo de sí para sacar una sonrisa. Se desvivía por ayudar a cualquiera que se lo pidiera. Había sido Pedro quien le presentó a Dios, y ella lo había acogido en su vida con naturalidad. Le gustaba rezar el rosario día y noche. Como un sol, Agnese se levantaba y terminaba el día con el último pensamiento dedicado a Él. La joven doncella que había traído a la aldea se había convertido en una mujer hermosa e inteligente. Sus habilidades y conocimientos de las hierbas silvestres atraían muchas miradas. Ofrecía infusiones curativas que aliviaban cualquier dolencia, tés de hierbas que calmaban el vientre inquieto de muchas parturientas. Ninguna había perdido a su hijo desde que se había convertido en partera.
“Agnese, son tiempos oscuros. Tienes que tener cuidado.”
Agnese sonreía y Pietro lograba percibir su pureza.
Atada, crucificada, retenía con fuerza su dignidad. No había hecho confesión falsa alguna para evitar las torturas. Era su Agnese, la criatura salvaje de cabello largo y negro hasta la cintura que bailaba en el páramo, con la compañía del viento. Una belleza que había perturbado a varios paisanos. Algunos eran más ricos que otros, y estaban acostumbrados a obtener lo que querían. Agnese no era de esta tierra. Pietro siempre lo había sabido.
‹‹Tenga misericordia, padre. Permítame irme con mis hijos. Ya han sufrido lo suficiente. Dios ha sido testigo.››
No muy lejos aguardaba un carro en el que Pietro había cargado sus pertenencias. Quería irse lejos y asegurarse de que sus hijos tuvieran una vida sin escarnios ni maldad. De quedarse allí, habrían sido marcados de por vida como los hijos de la bruja.
‹‹No.›› el sacerdote miró al niño. ‹‹Tu hijo aún no ha entendido la impiedad de su madre. Si así fuera, su rostro estaría bañado en lágrimas.››
Los ojos de Giacomo estaban secos. Miraba hacia adelante sin pestañear, con sus labios apretados.
‹‹ Está conmocionado.›› Pietro tomó con fuerza la mano de la pequeña Adele para tratar de tranquilizarla. Había comenzado a llorar ni bien habían llegado a la plaza central, y se había aferrado a él como un náufrago a un barco. Había cumplido cuatro años hacía poco. Con el tiempo, los recuerdos se desvanecerían y le dejarían sonreír ante la vida. Giacomo era diferente. Tenía ocho años, y aunque no de la misma manera, había heredado el don de Agnese. Él, sabía. Él, era. Al contrario de la madre, no confiaba en Dios ni en la humanidad.
Pietro extendió su mano sobre el hombro de su hijo. Giacomo se puso rígido. Su padre temía que se separara de él, pero el niño no dio muestras de querer alejarse. Bajó la mirada, mientras cerraba los puños. Pietro volvió a suplicar. ‹‹Se lo ruego.››
Uno de los padres inquisidores encendió la pira y las llamas comenzaron a devorar la figura indefensa. El olor a carne quemada espesó el aire, lo que hizo que varias comadres que habían llevado a sus hijos a ver el espectáculo huyeran. Agnese no gritó. Levantó la vista y extendió sus labios heridos, simulando una sonrisa. Pietro estaba feliz de haber distraído la atención del sacerdote de Giacomo. El niño respiró hondo y sintió el hedor para guardar cada detalle en su mente. Carne podrida cocinada en la hoguera. Sus ojos color esmeralda eran fríos como el hielo. La pira no solo lo estaba privando de su madre, sino también de su alma.
‹‹Váyanse›› el sacerdote les hizo un gesto de desprecio. ‹‹Ahora todo está hecho. Cuéntales a tus hijos lo que pasó para que no lo olviden.››
‹‹Gracias, padre.›› Pietro se inclinó en señal de agradecimiento.
Antes de darle la espalda a la hoguera, buscó la mirada de Agnese por última vez. Buscó sus hermosos ojos. Movió los labios sin emitir sonido alguno. “Sin piedad de ellos.”
Giacomo levantó la cabeza de repente y abrió sus ojos, sorprendido. Solo él había visto.
Pietro tomó con firmeza a sus dos hijos y los obligó a seguirlo hasta el carro. ‹‹Tenemos que alejarnos rápidamente.››
‹‹Pero… Mamá…›› Adele apenas lloriqueó.
‹‹Mamá tuvo que partir para un largo viaje.›› Pietro se inclinó para levantarla en sus brazos. ‹‹Dios le ha encomendado una tarea.››
‹‹¿Dios?›› Giacomo no pudo contener su ira. Intentó liberarse de las manos de su padre. ‹‹Es Suya, la culpa.››
‹‹No digas tonterías.›› Pietro lo arrastró por la fuerza. ‹‹No es Dios quien ha decidido. Respeta a tu madre, no menosprecies su devoción.››
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