7 Compañeras Mortales

7 Compañeras Mortales
George Saoulidis


Contents
7 Compañeras mortales (#u0b2cfd81-15b1-5ddf-8adc-4cd93d96beb0)
Dedicado (#u9d27d4f8-1091-533a-b9f8-355174630412)
Copyright (#u612e4ded-d660-547f-a51c-74cb9a19594e)
7 Compañeras Μortales (#ua812e149-2b60-506d-bc4e-5ae1b3642f30)
Capítulo 1: Horace (#u0af383f0-706b-5a72-943e-eb00e6a83968)
Capítulo 2: Horace (#ud61d1c35-508e-5459-aa36-32927bfc87ed)
Capítulo 3: Horace (#u19152fc9-9d32-5f9d-8d35-6d134add33f5)
Capítulo 4: Soberbia (#u1ea8db8e-fdf4-529d-93f8-0aef6564076f)
Capítulo 5: Horace (#ua9bed2cf-4bb4-55bd-8851-ebc15eb8a9e2)
Capítulo 6: Horace (#ua5be6300-c78b-55b1-91ff-0cd4853b0bff)
Capítulo 7: Ira (#u07abc215-5f3d-504c-bbf1-6b37c1bdd308)
Capítulo 8: Evie (#ub286cff5-08e4-5ef0-9f0c-e94e70c0b65f)
Capítulo 9: Horace (#u7ecb084f-1371-5169-8d7d-0229309867f5)
Capítulo 10: Horace (#ued8dbbee-27ef-5fdb-8b52-2c2588bc13cd)
Capítulo 11: Horace (#ua870eeb6-bda3-5298-bf70-061c896436f4)
Capítulo 12: Horace (#uee0c21f1-4b00-5242-9f84-09729e4aa8ca)
Capítulo 13: Horace (#u11fb6821-86b5-5cab-a674-cf589b5f8645)
Capítulo 14: Horace (#u1c8626ae-c1c2-53be-bcb1-9284f01a80ac)
Capítulo 15: Horace (#u25e1d233-29a2-57f8-a69a-2bd08ab18e10)
Capítulo 16: Evie (#ud39b6d14-6559-54c9-ac08-de2b086f7e3c)
Capítulo 17: Evie (#u91c965ee-27b3-5c77-9526-99dfbac5556e)
Capítulo 18: Horace (#u69e3526f-e5dd-56be-ae22-aa796dbf2e14)
Capítulo 19: Horace (#u38998884-4158-5356-a7eb-ec0d5af4b914)
Capítulo 20: Horace (#uabd8127c-ebfc-5dd0-b202-fe5978349769)
Capítulo 21: Horace (#ucdc56ec4-2584-580c-aebe-ef8fc251a13e)
Capítulo 22: Horace (#u6b4004e4-dde0-58f3-a41b-31282616351d)
Capítulo 23: Horace (#u5e3bd882-3d73-5a69-ae50-992019add81e)
Capítulo 24: Lasci (#u1c7d5935-1045-540c-9639-89d7079423d1)
Capítulo 25: Horace (#ua1ae5d17-6e8b-5c0e-a5d3-2beacfd11da8)
Capítulo 26: Evie (#u190e81bb-5140-57e0-9096-aa1cfe3d5ce6)
Capítulo 27: Horace (#ubb748a69-68ab-5183-98d1-534e461e73a3)
Capítulo 28: Horace (#u705efe2f-b17e-57ff-92e0-95520e932b01)
Capítulo 29: Horace (#u7b63cb80-3951-5e41-99a4-5b8efa16ec08)
Capítulo 30: Horace (#u5cbc6995-f162-5bfe-bdca-5dfed5ccab16)
Capítulo 31: Horace (#ud599d416-592a-58d0-82c3-aad28e630d6b)
Capítulo 32: Evie (#u7f6a81c2-3e67-528f-bec2-517885a23434)
Capítulo 33: Horace (#uef96674b-c2b3-5003-ab41-dda4117ae93f)
Capítulo 34: Evie (#u7feb7318-2d93-5a79-958d-98e2dd503c2b)
Capítulo 35: Horace (#u49ddaf33-1a69-5ec9-b61d-fa002ad93dd7)
Capítulo 36: Evie (#u90a9dc45-64a6-5eaa-ae35-0656d5547815)
Capítulo 37: Horace (#u8cbe8a94-5bbf-5e06-917e-2a16628b85cd)
Capítulo 38: Evie (#ua208eb00-1348-5899-b749-0dc57ac638f1)
Capítulo 39: Horace (#u77b4cd84-7d76-5d50-bdd9-551d5a00f302)
Capítulo 40: Horace (#u95b9422e-60b7-5459-88eb-cda250fc9451)
Capítulo 41: Horace (#u9ba85c6c-9bc6-523d-9165-eddbdb0bd935)
Capítulo 42: Horace (#u2e603922-6465-58f2-9034-39db8a97a3a2)
Capítulo 43: Horace (#u6c48aafb-3093-533e-b2a0-05644db9b7bf)
Capítulo 44: Horace (#u8fd51326-ef06-5282-9952-26f6343f2cba)
Capítulo 45: Evie (#u2c4d344a-74a8-5f1b-8265-1b92794a918a)
Capítulo 46: Horace (#ub6cedb5b-c683-569a-9192-08fd3f30cb39)
Capítulo 47: Evie (#u6218bebd-57fa-5d33-acd8-85cf9c6e4049)
Capítulo 48: Horace (#u0288c1bc-98cd-5856-9f9d-7b043699f7cf)
Capítulo 49: Horace (#u60f63ea7-1a76-52fb-91c6-71084bb013a4)
Capítulo 50: Horace (#u85973eb1-b8c1-577c-bdbb-ab06e4d1bd74)
Capítulo 51: Horace (#u4240ae5e-e2e0-5538-aaa1-bd0727f48b16)
Capítulo 52: Evie (#uc4b9f504-990c-5381-ab6f-8145d726d41f)
Capítulo 53: Horace (#uac05fcb4-f41f-5f2e-89e7-d500369d3c18)
Capítulo 54: Evie (#ua385a84e-9425-54a1-8c97-e7a1427b291b)
Capítulo 55: Horace (#u97376a2f-243f-5902-9213-17039939f5e8)
Capítulo 56: Horace (#uc88a03a9-23e0-5684-be8d-cadec167949d)
Capítulo 57: Horace (#u85527bf7-eea8-556b-a275-49af0f3371a9)
Capítulo 58: Horace (#u149ea8f1-4b64-5312-8d95-4fb63742a142)
Capítulo 59: Evie (#u4f350cc2-7e62-5518-84e6-13efa42dec23)
Capítulo 60: Horace (#u87e67bb4-e684-58e9-8bd7-67bcf7a6b75d)
Capítulo 61: Evie (#uf07a861b-97ba-5f69-8517-44b985900ba7)
Capítulo 62: Horace (#u114eaaad-7dbc-5769-8dbe-c1a540a2ff16)
Capítulo 63: Horace (#u50b9ec16-36cd-57ae-a4c1-31a0f09625e7)
Capítulo 64: Evie (#uaf0cdb31-d006-54b7-9ac6-9d784cef5720)
Capítulo 65: Horace (#ud6e16ec5-498d-523a-a093-d4916280a800)
Capítulo 66: Evie (#u4c6a2b3a-56d3-5bb5-b0ad-99f1f20cbf9c)
Capítulo 67: Horace (#u4d4f1b50-843d-5e7b-905e-5b8b6c2bb596)
Capítulo 68: Horace (#u5eacf97d-7239-5421-ae3e-aea8afb995cd)
Capítulo 69: Costa (#u028852a6-d00d-54a9-bf06-f4229bd2f017)
Capítulo 70: Desidia, Gula, Lascivia, Avaricia,... (#u1d8721c3-7ffd-5673-8bdc-9d7bae49197a)
Capítulo 71: Horace (#u49558e09-c64c-51d3-8ec8-41aa257c52e5)
Capítulo 72: Horace y Evie (#u399ae9d1-cce3-5762-b8e6-c682ef59f5ed)
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7 Compañeras Μortales

George Saoulidis
Traducido por Arturo Juan Rodríguez Sevilla
Dedicado a las mujeres de mi vida que han intentado ponerme en el buen camino.
Copyright © 2019 George Saoulidis
Todos los derechos resevados.
Publicado por Tektime
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia
7 Compañeras Μortales
Capítulo 1: Horace
Horace ya no podía más con la vida.
―¡Y lárgate de mi vista, interino inútil! ―le gritó el hombre en la cara. El hombre, en este caso, el hombre. Su jefe.
Fue la gota que colmó el vaso. De inmediato tiró todas sus cosas personales en una caja y vació su espacio de oficina.
―¿Vas a dejar que te hable así? ―dijo una voz femenina a su lado.
Se dio la vuelta, todavía recogiendo. Era preciosa, con un escote perfecto que se aseguraba de mostrar levantando bien la nariz.
―¿Qué? ¿Quién es usted?
―Soy Soberbia. Ahora, volvamos al asunto. ¿Vas a dejar que te hable así? ¿El jefe? Ya te ha despedido, ¿no? ¿Por qué te lo tomas como un cagón? ―Giró un dedo en el aire, como señalando toda la situación.
Él se apoyó en la caja.
―Lo siento señora, no la he visto antes por aquí. Debe ser nueva. Si es así, lo siento mucho por usted, pero espero que saque más de este infierno que yo. Ahora, en cuanto a que me llame cagón…
Tenía los labios rojos y carnosos. Ella los hizo resonar, exhalando y repitiendo la palabra, «cagón».
―No, mira, aquí…
―Ah, mira, todavía te queda sistema nervioso después de todo. Ahora apúntalo hacia donde deberías ―le interrumpió ella y señaló con el dedo a la oficina del jefe.
Horace no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Lo que sí sabía era que la bella e irritante mujer tenía su parte de razón. ¿De qué tenía tanto miedo? ¿De que le despidiese otra vez? ¿De que le gritase? El jefe le había aterrorizado durante tanto tiempo que quizás sí se había convertido en un cagón.
Pero ya no.
Horace apretó los puños e irrumpió en la oficina del jefe.
Él se puso de pie, con el teléfono en la mano.
―¿Todavía estás aquí? Horace Cadmus, ya que eres demasiado cortito para metértelo en la cabeza: ¡Estás despedido!
Volvió al teléfono, atendiendo su conversación.
Horace tragó saliva, se adelantó y presionó el botón para colgar la llamada.
―¿Qué hac…? ¡Horace! ¡Esa era una llamada importante…!
―Quiero una carta de recomendación ―dijo Horace con calma, plantándose.
Su antiguo jefe se rió.
―¿Una carta de recomendación? No te recomendaría ni para recoger basura. Si te dijera que te quedaras ahí amontonando mierda en tu pellejo inútil, encontrarías la manera de salpicarla por todas partes.
No era gracioso, era mezquino. Ni siquiera inteligente, dada la situación. Horace apretó los dientes y no se movió.
―Lárgate de mi vista antes de que llame a seguridad. ―El jefe le hizo señas para que se fuera, pulsando números del teléfono.
Horace vaciló. Estaba a punto de irse. Había dado su última batalla, ¿no?
Vio a la rubia linda sentada encima de su escritorio, revisando sus cosas, riéndose con lo que encontraba. Sabía exactamente de qué se estaba riendo. De sus figuras de acción. Eran juguetes, pero a Horace le gustaba tenerlos cerca. Especialmente las muñecas.
Horace apretó el botón y canceló la llamada de su ex jefe otra vez.
Estaba muy cabreado.
―¡Inútil de mierda, ahora te echo yo mismo!
―Voy a contar a todo el mundo lo de Evie.
Toda la furia del jefe se evaporó. Murmuró algunas frases, luego se apresuró y cerró la puerta.
―No hay nada que contar. Vas de farol.
―Oh, claro que lo hay. Verás, yo soy amigo de Evie, y me lo ha contado todo. No es que hiciera falta, tengo ojos. Vi tus insinuaciones sexuales. Y tengo aquí las fotitos que le enviaste.
El jefe se puso pálido. Se sentó en su silla de jefazo.
Horace arrastró el dedo por su teléfono y entró en el Agora de Evie.
»Tengo su contraseña. No le importará que haga esto, de hecho, creo que le quitará un peso de encima. Aquí la tienes, simpática y peluda.
El jefe reconoció la foto. Era lo que veía todos los días cuando miraba hacia abajo para aliviarse.
»Con fecha y hora y todo. Prueba del acoso sexual durante el tiempo que ella estuvo trabajando aquí, en el que usted hizo de su vida un infierno. ¿De verdad tengo que deletrearlo para que lo entiendas? ¡Espera, qué egoísta por mi parte! ―Horace dio un toquecito con el dedo en el costado de su boca―. Solo pienso en mí mismo. Haz dos cartas de recomendación, una para mí, otra para Evie. Lleva dos meses sin trabajo, la pobre chica ya ha ido a cincuenta entrevistas y no ha tenido suerte.
El jefe se aclaró la garganta, pero no habló. Se quedó mirándolo fijamente, con los ojos muy abiertos.
Horace se inclinó hacia delante, apoyándose en el escritorio con los brazos.
»No te veo escribir ―dijo, gruñendo las palabras.
Capítulo 2: Horace
Sin nada que hacer en aquel lado de Atenas, Horace fue a un café y se dejó caer frente a su caja. Pidió vodka en lugar de café, porque estaba de los nervios.
Todavía no podía creer lo que había hecho. Esto no era nada propio de él. Leyó y releyó las cartas de recomendación impresas para él y para Evie. Palabras brillantes para los dos, firmadas por el propio jefe.
Su vodka con lima llegó y se lo bebió de un trago. Le dio un ligero mareo, pero eso era exactamente lo que necesitaba ahora mismo.
―Nada de cagón, entonces ―dijo una voz familiar por detrás.
Se dio la vuelta y vio a la misma señora de antes tomándose un café con leche en la mesa detrás de él. Y parecía que llevaba allí un rato.
Horace la miró con extrañeza.
―Gracias por la patada en los huevos, ¿pero quién eres?
Ella suspiró, pero estaba más sexy que molesta.
―Soberbia Hyperephania. Llámame Soberbia. Y no paso ni una.
―No, claro. Yo soy Horace. Cadmus. O sea que me llamo Horace, y mi apellido es Cadmus ―tartamudeó.
―De acuerdo, Horace, ¿por qué no te vienes a mi mesa? ―Estaba muy seductora y… bueno, sexy.
―Apenas nos conocemos ―contestó Horace débilmente.
Ella le hizo señas con la mano.
―¡Oh, Horace, hoy nos hemos enfrentado a un pitbull de la empresa y hemos ganado! Deberías estar contento. Ven a celebrar conmigo.
Lo pensó por un segundo, luego agarró su caja y su vaso de agua y se sentó al lado de Soberbia. La pilló sonriendo a la caja, pero decidió dejarlo pasar. Después de todo, ella le había incitado a que se plantara. Dios, todavía no podía creerlo.
―¿Otro vodka? O no, no hagamos feliz a Gula tan pronto.
―¿A quién?
Ella chasqueó la lengua.
―Ya lo entenderás. Ahora, Horace, déjame darte mi token. Descarga la aplicación para poder recogerlo.
Horace frunció el ceño.
―¿El qué? No, señora, no tiene que darme nada.
―Descarga la aplicación Pensamientos Malignos, por favor.
Él agitó la cabeza, pero la curiosidad pudo con él. Encontró la aplicación, lo que le sorprendió mucho, y la instaló. Aparecieron los términos y condiciones de servicio y Horace los aceptó instantáneamente con su pulgar. Le llevó más o menos un minuto, que aprovechó para mirar más de cerca a la mujer. Su traje de falda violeta, a pesar de ser modesto, llamaba mucho la atención sobre sus hermosas piernas. Tenía un pelo rubio perfecto, labios gruesos y un maquillaje que hacía magnéticos sus ojos azules.
Si el día no fuese tan raro, tendría tiempo de preguntarse por qué una mujer tan hermosa le daría la hora siquiera.
La aplicación terminó de instalarse y él la abrió, apuntando con su teléfono a Soberbia.
Entre los dos había un objeto en realidad aumentada, semitransparente y visible para cualquiera que tuviera una aplicación de RA. Era algo así como una ficha, con la palabra orgullo escrita en griego, ΥΠΕΡΗΦΑΝΙΑ
―¿Y qué hago con esto? ―preguntó Horace, rascándose la nariz.
―Tómalo. Es tuyo, te lo has ganado. ―Soberbia parecía muy orgullosa de aquello.
―Bueno. ―Horace se encogió de hombros y tocó la aplicación. El token fue recogido y lo vio añadirse un contador que marcaba uno de siete―. No entiendo, Soberbia, ¿qué es esto? Un videojuego, ¿o qué?
―Es una especie de juego, pero lo que se juega es mucho más importante ―dijo de forma enigmática. Y añadió con una voz más grave: ―Y también las recompensas. Hizo un cambio de piernas cruzadas dándole un Instinto Básico completo.
Horace tragó saliva. Se quedó sin palabras por un momento.
―No entiendo nada, el token, tú, nada.
Ella levantó la cabeza, prácticamente mirándole por encima.
―Tú, Horace Cadmus, vas a pasar por la prueba de los Pensamientos Malignos. Muchos, muchos mortales han pasado por ella, pero pocos han sobrevivido. Los peligros son grandes, pero también lo son las recompensas, como te he dicho. Conocerás a mis hermanas y te ayudaremos en tu vida, empujándote en la dirección correcta. Si logras satisfacernos a las siete y pasas la prueba, estarás entre los pocos hombres que han logrado sus sueños.
Horace pasó por una docena de emociones. Frunció el ceño, gimió, sonrió, apretó los dientes, le miró las piernas, se frotó la cara.
Finalmente, se levantó y dijo:
―Usted, señora, está loca. Adiós.
Cogió su caja y se fue del café.
Capítulo 3: Horace
―Por eso necesitaba sincerarme contigo inmediatamente, por si recibías un correo electrónico sobre inicios de sesión no autorizados en dispositivos o algo así ―dijo Horace, moviendo los brazos.
―Está bien. ―Evie se encogió de hombros, abrazándose las piernas en la cama. Llevaba su pijama floral y estaba despeinada, pero Horace la veía bonita igual. Era una chica negra muy guapa, la única que había conocido, en realidad, con carita redonda y pelo rizado en tonos marrones y dorados.
―Sé que no hiciste nada más. Aunque debería cambiar mi contraseña en algún momento, creo que también la he usado en otro lugar.
―Sí, deberías.
Su apartamento era pequeño, hecho para una persona. Una habitación, algo separada de la pequeña cocina-mesa-recibidor y un pequeño baño con ducha. La lavadora ocupaba la mayor parte de dicho baño, Horace tenía que doblarse de lado cada vez que necesitaba orinar.
Horace se fijó en las ilustraciones que tenía impresas. Eran damas de fantasía, vestidas con armadura, empuñando armas o bastones que brillaban con energía, montando dragones o en la cima de un montón de esqueletos caídos. Le pareció gracioso haberla convertido al lado oscuro. Hace un par de años Evie consideraba todo aquello estúpido, y lo decía en voz alta en cada oportunidad. Pero cuando finalmente encontró el juego perfecto para ella, le fascinó y se enganchó. Era un juego de fantasía en el que era una reina poderosa, mataba enemigos, reunía cada vez más poder mágico y llevaba un traje increíble con exquisito detalle.
Fue la primera lámina que imprimió del juego y colgó en la pared. Hubo muchas más después, en la progresión típica de todos los juegos de rol de ordenador. Cada vez más grandes, voluminosas y brillantes, se podía ver de un solo vistazo la progresión de su personaje en el juego, desde la humilde princesa hasta la poderosa reina y, finalmente, la gran emperatriz.
Horace no había visto las últimas, debían ser nuevas. Después de todo, él no tenía tiempo para jugar con ella, pero ella sí.
Debió notar que él miraba alrededor y se cohibió.
―Lo siento por el desorden ―dijo, con la garganta seca.
―Por favor. Soy soltero. Está mucho mejor que la mía. En fin, aquí está la carta.
Su amiga la abrió, aspirando por la nariz mientras leía. Sus ojos se abrieron de par en par.
―¡Vaya! ¿Cómo lo conseguiste?
Horace se encogió de hombros.
―Lo chantajeé.
―¿Qué tú qué? ―lo miró fijamente―. Maldita sea, tenía que haber estado ahí para verlo. ¡Bien hecho, Horace! ―Le dio un puñetazo en el hombro.
―No, ¿por qué querrías volver a ese sitio deprimente? Espero que esto ayude un poco.
―Lo hará, Horace. Gracias ―dijo Evie sinceramente―. No es que no me guste, pero esto, contraatacar, es muy poco característico de ti.―Ella le hizo un gesto con la mano y añadió―: No es una queja.
Horace se frotó el cuello.
―Sí, fue raro, en realidad. Había una extraña mujer en la oficina que nunca antes había visto. Soberbia. Un nombre raro, lo sé. Ella me empujó a hacerlo. Y lo hice. Y entonces me fui a tomar un café para calmarme, porque el corazón me iba a mil y no podía creer lo que yo mismo acababa de hacer, y ahí estaba de nuevo.
―Espera ―interrumpió Evie con la palma hacia arriba―, ¿ella te siguió? ¿Hasta dónde?
―Eh… No tan lejos, no era el café de la esquina porque no quería toparme con nadie del trabajo. Así que caminé un par de cuadras, por lo menos, y me senté en el primer café que vi. Definitivamente no estaba al alcance para hacer una escapada del trabajo, pero tampoco lejos.
―¿Y qué te dijo ella? ―preguntó Evie, aparentemente interesada―. ¿Estaba buena? ―Levantó una ceja.
Él se rió nerviosamente.
―Sí, estaba buena. Y decía cosas rarísimas. Me hizo descargar una aplicación, luego me dio un token en realidad aumentada con la palabra orgullo escrita en griego y siguió hablando de pruebas, peligros y recompensas. Ahí me harté de ella y le dije que estaba loca, y se fue cabreada.
Evie se rió.
―Atrevido… Nunca te imaginé haciendo algo así.
―Estoy diciendo la verdad, Evie.
―Y te creo. Por eso digo que nunca habría esperado eso de ti. Es genial.― Se puso de pie―. ¿Quieres zumo de naranja?
―Claro.
Ella trajo el zumo fresquito. Había sido un día caluroso y Horace venía de cargar su caja en el calor del metro. Evie vivía en el centro, en Pangrati. Estaba lo suficientemente bien situado como para que fuera soportable el viaje a dondequiera que encontrara trabajo. Horace, por otro lado, tenía que hacer al menos una hora de trayecto y dos o tres transbordos para llegar a alguna parte.
Ah, bueno.
Tenía un pequeño ventilador que movía un poco el aire de la ventana. No hacía mucho, había visto tiempos mejores.
―¿Hace demasiado calor? ¿Quieres que ponga el aire acondicionado? Estoy ahorrando, pero contigo aquí puedo hacer una excepción.
―No, me voy a casa de todos modos. Está bastante fresco, gracias. ¿Tienes alguna entrevista?
Un tema delicado. Miró hacia otro lado, acurrucándose.
―No…, tengo una la próxima semana. Ayer solicité la prestación de desempleo y, cuando eso se resuelva, estaré bien por un tiempo. Bueno, por un par de meses si estiro los gastos.
―Está bien, algo surgirá. ―Dudó, y luego repitió su invitación―: Sabes que siempre puedes quedarte conmigo si las cosas se ponen difíciles, ¿verdad?
Ella le sonrió algo tensa y asintió.
―Bueno, Evie, me voy. Sólo quería venir a ver en qué estás y darte la carta de recomendación. ¡Buena suerte con la búsqueda de trabajo! ¡A los dos!
Ella lo saludó en la puerta, asintiendo y doblando los brazos hacia su pecho.
Horace se fue, pero no dejó de pensar en su amiga. Parecía vulnerable, y la parte masculina de su cerebro quería protegerla y cuidarla. ¿Pero a quién quería engañar? No estaba en posición de cuidar a nadie, ni siquiera a sí mismo.
Tomó el largo viaje hacia el norte, de regreso a casa.
Capítulo 4: Soberbia
―¿Qué te ha parecido? ―dijo la mujer rica.
La rubia respondió:
―Aún no estoy segura. Tiene potencial, pero está por verse.
El restaurante en aquella azotea con vistas al Partenón era uno de los mejores de Plaka. Un camarero sirvió más champán en sus copas y brindaron con un leve toque, como las damas.
―Por uno bueno, entonces ―dijo la mujer rica. Se limpió la comisura de los labios con una elegante servilleta de tela, y respiró como si se estuviera preparando para algo―. ¿Hiciste que aceptara los términos?
La rubia sonrió.
―Ni siquiera los leyó, aceptó en el acto.
―Excelente, querida ―dijo la mujer rica con alegría contenida.
―Estoy segura de que nuestras hermanas están de camino a él mientras hablamos.
La mujer rica levantó la vista, pensando. Sus joyas doradas titilaban cuando movía el cuello.
―Me acabo de imaginar a Desidia corriendo hacia él.
―Bueno, podría correr, así tendría más tiempo para sentarse y no hacer nada.
La mujer rica se rió de eso.
―Buena. En realidad, yo no lo descartaría. Realmente tiene motivaciones extrañas. O ausencia de ellas. ―Agarró su bolso ridículamente caro para sacar su tarjeta de crédito. Hizo un ligero gesto y el camarero se acercó para recoger la tarjeta y completar el pago.
―¿Por qué siempre vienes aquí antes de un trabajo?
La mujer rica miró al antiguo templo en la cima de la colina de la Acrópolis. Con una cierta introspección, contestó:
―Me… ayuda a poner los pies en el suelo. A recordar quiénes somos.
La rubia gruñó y asintió, aparentemente satisfecha con la respuesta.
―Sin mencionar que este es el último lujo que podré disfrutar en mucho tiempo ―dijo la rica mujer, deleitándose con el aroma del champán.
Capítulo 5: Horace
Horace hizo cola para pasar por las puertas automáticas de la estación de metro. Hizo equilibrios con su caja para sacar el pase electrónico. Cuando estaba a punto de atravesarla, un hombre grande se coló y deslizó el suyo, pasando delante de él. Horace lo encontró grosero pero lo dejó pasar, gruñendo mientras caminaba con cuidado por el estrecho acceso.
Esperó un poco, y se le cansaron los brazos. Miró alrededor y el único lugar en el que podía sentarse era en un banco, justo al lado del hombre grande. Horace pudo verlo mejor ahora, era el típico musculitos idiota. Camiseta ajustada sobre cuerpo inflado, cabello teñido a la última moda, tatuajes, vaqueros ceñidos. Hacía rodar en su mano un komboloi, una pequeña pulsera de cuentas, la alternativa griega tradicional a la pelota antiestrés.
Horace no tenía ningún problema con el tipo, por lo que se sentó a su lado. El sitio era estrecho y aparentemente el hombre se sintió obligado a reclamar su espacio porque se estiró girándose y empujando lentamente a Horace hacia un lado. Horace soltó un gruñido pero no dijo nada.
Después de unos minutos, llegó el metro. Entró y se quedó en el medio del vagón, con la caja en el suelo, asegurándose de que no interrumpiera el paso.
Horace miró hacia afuera y se perdió en sus pensamientos. No se dio cuenta de que el hombre grande se había inclinado y sacado una de sus figuras de acción de la caja. Era la guerrera de un juego, a Horace sólo le gustaban las figuras de acción femeninas, y esa era particularmente tetona, con un traje muy revelador.
―¿Qué es esto? ¿Material para masturbarse? Jugando con muñecas, ¿no? ―dijo el hombre grande, agitándola.
Horace se puso rojo de vergüenza y sintió hervir su sangre, pero no quería enfrentarse a otra persona aquel día. En realidad, no quería enfrentarse a otra persona aquel año, ya había agotado su cuota. Por no mencionar que el hombre grande le sacaba una cabeza y unos veinte kilos de puro músculo.
―Por favor, dame mi figura de acción.
―¿Esto? ―El hombre grande sonrió, pero no amablemente.
―Sí. Es mía. Por favor, devuélvemela. ―Esperó con la palma hacia arriba.
―¿Quieres tu muñeca de vuelta? ―dijo el hombre grande lentamente.
―Sí… ¿Qué? No, no es una muñeca. Es una figura de acción, y es de colección. Por favor, devuélvemela.
Horace no quería enfrentarse al hombre grande en este espacio cerrado. Esperó, preparándose para cualquier cosa.
Pero no para un codazo en las costillas.
―¡Ay! ―Dio un paso atrás. Había venido de abajo. Una mujer bajita estaba allí, mirándole cabreada. Tenía el pelo negro enroscado en rizos cortos y enfadados, una cara enfadada en una cabeza que era un poco más grande de lo que debería ser para su altura, y brazos enfadados más gruesos que los de Horace. Definitivamente tenía enanismo, Horace lo sabía por las proporciones de su cabeza y sus extremidades comparadas con su cuerpo.
―¿No vas a defenderte? ―preguntó ella, golpeando el puño en su pequeña pero muy poderosa palma.
Horace no tenía ni idea de cómo responder a eso.
―No tengo ni idea de cómo responder a eso ―dijo, mirándola fijamente, con la boca abierta―. ¿Luchar contra quién? ¿Contra ti?
―¡Contra mí no, idiota! Pero no me importaría hacer un par de asaltos contigo. Pareces un sangrador, sería divertido. No, estoy hablando de este montón de carne. Dale un puñetazo en la ingle.
―¿Qué? No, ¿por qué? ―dijo Horace, agitando la cabeza.
―Te ha quitado algo, ¿no?
―Sí…
―¡Pues dale un puñetazo y tómalo de vuelta! ―dijo ella, golpeándose el puño en la palma de la mano de nuevo y haciendo que Horace retrocediera.
―No voy a hacer eso ―dijo Horace, tan calmadamente como pudo―. ¿Qué pasa hoy con las mujeres locas que me dicen lo que tengo que hacer?
―Por supuesto que no lo harías. ―Ella le hizo un gesto para que se fuera con su pequeña mano―. Si estuvieras listo, no estaríamos aquí, ¿verdad? Vale, bien, no le des un puñetazo en la ingle, aunque esté perfectamente expuesta. Entonces, al menos, recupera lo que te ha quitado.
El hombre grande no estaba prestando atención. Miraba los pechos de la figura de acción y se la mostraba a la gente, riéndose y señalando a Horace.
Qué grosero.
Horace cerró los puños, pero se mantuvo calmado. Decidió resolver la situación con astucia. Metiendo la mano en la caja, sacó dos figuras de acción más, una que era una cat lady, aún pechugona, y otra de una bruja. Se las acercó al hombre grande.
―Ten, parece que te gusta jugar con mis muñecas. Toma dos más.
El hombre grande le frunció el ceño y luego lanzó la figura de acción al pecho de Horace. Rebotó y se cayó al suelo. Horace solo quería recoger su figura de acción coleccionable del sucio suelo transitado por masas, pero se las arregló para quedarse quieto.
El hombre grande gruñó y se alejó, repentinamente absorto en su teléfono.
Horace cogió la figura de acción y la metió de nuevo en la caja.
La enana se puso los brazos en jarras y le miró enfadada.
―No es lo que yo hubiera hecho, pero bueno, al menos lo confrontaste. Que no se diga que te engañé. Toma, recoge mi token.
Horace la miró con los ojos entrecerrados y estaba a punto de preguntar de qué coño estaba hablando cuando recordó la aplicación. ¡No podía ser! Esto era una locura. ¿Estaba loco? Tal vez. Sacó su teléfono y abrió la aplicación Pensamientos Malignos, señalando a la dama enana. Había un toquen flotando en el aire frente a ella, girando lentamente, igual que antes. Ponía ira en griego, ΟΡΓΗ.
―En serio, señora, ¿qué coño está pasando aquí? ¿Me estás siguiendo a todas partes?
Ella se rió de todo corazón y le dio una palmada en el hombro. Le dolió, en serio. Ella era muy fuerte.
―Eres gracioso. Nos vamos a divertir mucho.
―¿Nosotros? ¿Cómo? ¿Te conozco? ―La miró de arriba a abajo, aunque esa distancia era reducida. Llevaba un vestido rojo liso y mocasines marrones más adecuados para un hombre. El pelo era como una fregona negra sobre su cabeza, y ella tenía una especie de belleza media, apenas tocaría el nivel de belleza si él tuviera tiempo para acostumbrarse a ella. No, nunca antes había visto a esa loca en su vida.
―Esta es tu parada, ¿no? ―dijo ella, y antes de que él pudiera mirar hacia arriba y comprobarlo lo había echado, literalmente echado a patadas de las puertas del vagón por la dama enana.
Tropezó y miró hacia atrás, su corta pierna aún en el aire.
Las puertas se cerraron y ella le despidió con la mano mientras el tren salía de la estación, deslizándose hacia la izquierda.
Miró a su alrededor. No, no estaba en la parada correcta, era una antes. El metro acababa en la estación de Kifisia de todos modos, era el final de la línea, por eso nunca prestaba atención al regresar a casa.
Agarró mejor la caja y empezó a caminar a casa, básicamente siguiendo las vías. Podía esperar al siguiente tren, pero estaba demasiado enfadado. Iba a estar dando vueltas de todos modos, así que podía directamente caminar hacia su casa. Hacía calor y empezó a sudar.
¿Por qué le estaban pasando estas cosas? ¿Tenía una diana en la espalda o algo así? Parecía estar en el blanco de todas las putadas desde que podía recordar. De la misma manera que algunos tipos tienen cara de «no me jodas», Horace parecía tener cara de tonto.
Puso un pie tras otro y caminó hacia su casa. Las dos últimas estaciones no estaban tan lejos después de todo, y la puesta de sol entre los árboles hacía que fuera agradable y lindo el paseo.
Capítulo 6: Horace
Horace ya había tenido bastante por el día. Despedido, increpado por mujeres raras, enfrentado no a una sino a dos personas imponentes, por no mencionar el calor. Estaba jadeando y sudoroso y el portal de su edificio de apartamentos parecía un oasis.
Claro, ahora estaba desempleado. Pero eso era un problema para más tarde.
Subió por las escaleras, vivía en el primer piso y no quería esperar al ascensor. Haciendo malabarismos con la caja, de nuevo, encontró sus llaves y entró.
Su apartamento era grande, demasiado grande para un soltero que vivía solo. Por supuesto, nunca podría permitírselo por su cuenta. Era la casa de sus padres, en la que creció. Sus padres habían ido a visitar a unos familiares en Australia para prolongar su verano allí, ya que las estaciones van opuestas, y decidieron quedarse.
Sí, en serio, fueron allí, les encantó el lugar, dijeron: «Qué diablos, estamos jubilados de todas formas», y le pidieron que les enviara algunas de sus pertenencias.
Así que lo dejaron solo en un apartamento de tres habitaciones en el norte de Atenas. La zona se llamaba Kifisia y era una de las más prominentes, pero estaba demasiado lejos para el trayecto diario al centro de Atenas. El transporte público era frecuente pero, como todo en Grecia, no se podía confiar en que llegara a tiempo. Horace generalmente pasaba al menos una hora, tal vez una hora y media entre la ida y la vuelta cada día. Y eso era en los días con servicio normal, porque las frecuentes huelgas de los conductores de autobús o de metro estaban creando nuevos y excitantes obstáculos en su camino.
Así era Grecia para él.
Dejó en el suelo la caja, con marcas del sudor de sus muñecas por donde la había sujetado. Se quitó los zapatos, un hábito de toda una vida que su madre le inculcó junto con los buenos modales. Y fue directo a la cocina, se sirvió un vaso de agua fría y se lo bebió de un trago. Con el mismo movimiento, mientras bebía agua, extendió su brazo para abrir la ventana y dejar entrar la brisa de la tarde.
La encontró abierta.
¿Se había olvidado? ¡Qué estúpido, Horace! El apartamento era viejo, pero los robos eran bastante comunes por allí, y él no podía permitirse el costoso sistema de alarma.
Encogiéndose de hombros y tomando nota mentalmente para comprobar los balcones y las ventanas antes de salir la próxima vez, abrió la nevera. El aire frío en sus mejillas le resultó muy agradable.
―No hay más limonada. Deberías comprar otra vez ―dijo una voz cansada desde la sala de estar.
Horace asintió.
Luego se quedó en estado de shock, porque recordó que vivía solo.
Se volvió hacia la sala de estar y caminó como un gato, sigilosamente sobre sus calcetines. Buscó algo que pudiera usar como arma. Tenía una daga ornamental de un viejo videojuego. Era endeble, pero el ladrón no lo sabía. Poniendo con cuidado un pie delante del otro, se acercó a la sala de estar y echó un vistazo.
La televisión estaba encendida. Y había latas de limonada tiradas por todas partes.
Alguien estaba en su sofá.
Una alguien femenina.
Miró hacia atrás, y sacudió los hombros. Puso su espalda contra la pared para que no pudiera sorprenderle nadie más que hubiera entrado, y entró en la sala de estar empuñando la daga de fantasía.
―¿Quién coño eres tú? ―chilló, mucho más alto de lo que le hubiera gustado. Se aclaró la garganta y repitió la pregunta profundamente, como un hombre―. Quiero decir, ¿quién eres?
La mujer se volvió lentamente hacia él. Tenía los párpados caídos, como si le hubiera interrumpido la siesta. Qué grosero. Llevaba un pijama azul claro que tenía pelusa por el uso excesivo. Parecía cómodo y suave, y Horace pensó que a Evie le gustaría. Tenía una manta en los pies y estaba echada cómodamente, acurrucada en su sofá. Era rubia platino, y muy delgada. Sus movimientos eran muy lentos, y su voz sonaba muy lejana, como la de Luna en las películas de Harry Potter.
―Hola Horace. Soy Desidia. Encantada de conocerte ―dijo ella y le sonrió lentamente.
Horace se dio cuenta de que estaba amenazando a una chica flaca con un cuchillo, así que lo puso a un lado. Pero, después de todo, ella había irrumpido en su casa. Entonces vio la bolsa de viaje azul junto a ella.
―Sí, encantado de conocerte, Desidia, lo que sea. ¿Por qué estás en mi casa?
―Voy a vivir aquí contigo ―dijo con naturalidad.
―¿Qué?
―Oh, disculpa, a veces hablo demasiado bajo. Dije que voy a…
―No, si te he oído. Decía «qué» queriendo decir «¿por qué?»
―Ah, hum… Es parte de las condiciones que aceptaste. ―Lentamente se volvió hacia la televisión, como si el asunto estuviera resuelto.
Horace dejó caer la daga sobre la mesa de café y se puso entre ella y la televisión.
―¿Qué condiciones son esas?
―Horace, sh sh shhh ―dijo lentamente―, realmente deberías leer esas cosas. Nunca sabes lo que podrías haber acordado.
―¿Te refieres a esa aplicación? ―preguntó, frenético, buscando el teléfono en su bolsillo.
―¡Sí! ―dijo ella con toda la emoción que sus ojos pudieron reunir.
Encontró la aplicación y revisó los términos y condiciones del servicio, mirando todo alocadamente.
―Déjame ayudarte con eso. Dice que el mortal, a partir de ahora, se compromete a proporcionar alojamiento y todas las comodidades necesarias a cambio de orientación.
―¿Qué clase de orientación?
Ella sofocó una carcajada, pero a cámara lenta. Luego se levantó, parecía un glaciar acercándose. Cuando finalmente llegó a él, tocó su sien con su dedo huesudo.
―Orientación del pensamiento, por supuesto.
Sus ojos eran de un azul claro y él se quedó absorto por un minuto al sentir su presencia tan cerca de él. Desidia caminó lentamente de regreso a su lugar y se puso cómoda.
En. Su. Sofá.
―Mire, señora, no sé qué clase de broma están haciendo usted y las otras…
―Nada de bromas. Yo me quedo. Ahora muévete, estoy viendo este programa y el mando está demasiado lejos para rebobinarlo.
Horace se hizo a un lado, y luego miró el mando a distancia. Luego a ella. Luego al mando, otra vez. Estaba justo al lado de ella.
Justo. Al lado. De ella.
Enloqueció.
―¿De qué estás hablando? ¡Está justo ahí! ¡El maldito mando a distancia está justo ahí! Sólo mueve la mano, ¿qué, cinco, seis centímetros?
Desidia volvió los ojos hacia el mando y lo miró lánguidamente. Luego soltó un profundo suspiro de rendición, de derrota. De pereza.
Horace lanzó sus brazos al aire.
¡Jo-der! ―dijo y caminó alrededor de la mesita, tomó el mando y lo colocó a unos centímetros de distancia de la palma de su mano.
Ella lo miró y sonrió.
―Vaya. Gracias, querido.
La aplicación emitió un pitido y él abrió la notificación.
Un nuevo token recogido, decía. El objeto giratorio en realidad aumentada tenía la palabra griega para pereza en él, ΑΚΗΔΙΑ.
Tocó un icono en la aplicación que decía «Estadísticas».

Tokens de Pensamientos Malignos:
Gula 0
Lujuria 0
Avaricia 0
Soberbia 1
Envidia 0
Ira 1
Desidia 1

Frunció el ceño, mirando a la frágil mujer en su sofá, y luego de vuelta a la aplicación. ¿Cómo se llamaba la enana? ¿Ira? Y Soberbia antes en la oficina, y Desidia justo aquí delante de él. Así que todas estaban en el ajo.
Pero, ¿qué sentido tenía todo esto? No era gracioso. ¿Había cámaras ocultas? Él no era nadie, un empleado temporal, nadie se molestaría en gastarle una broma, y mucho menos tan elaborada como esta, con aplicaciones en realidad aumentada y varias mujeres.
La mente de Horace se apresuró y giró la cabeza hacia atrás para exigirle respuestas a Desidia o quien fuese.
Su única respuesta fue un suave ronquido de la delgada mujer.
Él parpadeó un par de veces. Seguía roncando.
Suspiró, y luego la cubrió con una manta. Todavía hacía calor en los suburbios del norte, pero la gente delgada como ella siempre tenía frío.
Capítulo 7: Ira
Ira esperó en el vagón. Cuando el tipo grande se bajó, ella también. Fue detrás de él, prácticamente corriendo, él tenía las piernas tan largas y ella tan cortas que no podía seguirle el ritmo caminando.
No importaba. Hacía ejercicio, después de todo.
Él subió las escaleras del metro y ella lo siguió.
A pesar de su vestido rojo, no la miró. No era tan guapa, y ser diferente hacía que muchos hombres miraran para otro lado.
Ira apretó los puños y lo siguió. El tipo se bajó del metro y salió a la calle. Ira no sabía dónde estaba, pero no le importaba. Todo lo que veía era rojo en su visión, todo lo que le importaba era el desprevenido hijo de perra que tenía delante, todo lo que quería era zurrarlo hasta dejarlo en el suelo.
Vio a un mendigo acercarse al hombre grande mientras pasaba, agitando su vaso de corcho para que las monedas sonaran. El hombre grande abofeteó al mendigo y le quitó el cambio.
Qué. Puto. Imbécil.
El hombre grande se fijó en ella y le dijo:
―¿Qué quieres, enana? ―Se mofó y se fue, sin darle más importancia.
Las uñas de Ira estaban prácticamente clavadas en sus palmas. Corrió hacia delante y atacó al hombre grande por la espalda. No tenía que pelear limpiamente. Después de todo, él pesaba el doble que ella.
El hombre grande gimió al caer con fuerza sobre el pavimento. Ira se subió encima de él y le clavó el tacón en la barriga. Gritó de dolor mientras ella lo pisoteaba con todo su peso. Luchó contra ella, arañándola. Ella pisoteó su rodilla. Él le dio un puñetazo en la cara, haciéndole sangrar la nariz.
El mendigo gritó y huyó.
Ira se enfureció y atizó al hombre grande. Sus puños golpeaban la carne, sus nudillos sangraban y se abrían, su cara solo mostraba ira.
Ella dijo cada palabra con un puñetazo en la cara:
―Enana. No. Es. El. Termino. Políticamente. ¡Correcto!
Continuó hasta que él dejó de moverse.
Capítulo 8: Evie
―Espera, ¿entonces fuiste a comprarle limonada? ―preguntó Evie, hablando por teléfono. Estaba tumbada de espaldas, con el pelo cayendo sobre el borde de la cama. Le gustaba estar en esa posición, con los pies en la pared fría.
―Sí, estoy en el periptero de la esquina ―dijo Horace, suspirando al teléfono. Hablaba de los quioscos que tenían casi de todo bajo el sol, esas pequeñas tiendas ubicadas en cada esquina griega.
Evie sabía de cuál hablaba. A veces iba con él a su casa, Kifisia era una gran zona residencial con muchos pinos y flores. Veían películas o jugaban a juegos de mesa, y el periptero era un destino recurrente para reabastecerse de comestibles y refrescos. Pensando en refrescos, ella se pellizcó la barriga. Era mucho más fácil de pellizcar de lo que le gustaría. Tenía que hacer más ejercicio.
Pero no quería.
Ella resopló, cubriéndose los ojos con su brazo libre.
―Horace, ha irrumpido en tu casa.
―Lo sé. Pero esto, hum… Es raro, pero no me siento amenazado. Todo esto de la aplicación y los tokens…
―Dijiste que la otra mujer mencionó explícitamente la palabra «peligro». ―Por la diosa, a veces era tan testarudo.
―Está durmiendo ahora mismo, con ronquido suave y todo. Pero bueno, ya veremos. Podría ser adicta o algo así, por la forma en que se mueve… La echaré mañana.
Evie sintió una punzada de celos. Era irracional, lo sabía. Horace no era su novio. No eran nada. Ella nunca admitió que había aceptado ese horrible trabajo temporal solo para estar cerca de él unas horas más al día.
Ese friki estúpido no era suyo. Pero escuchar que otra mujer pasaría la noche dormitando en su sofá la había picado un poco. Era algo entre ellos, su sofá. No habían hecho nada más que pasar el rato y reírse y tal, pero era algo entre ellos dos.
No de aquella extraña mujer que había irrumpido en su casa.
¿Era tan mala señal como parecía?
―Pero, de momento, vas a traerle limonada.
Horace inhaló profundamente.
―Claro, ¿por qué no?
Oh, pobre estúpido.
Evie se imaginó a esa puta encima de Horace. «Tráeme un poco de limonada», le atribuyó voz chillona. «Tráeme helado, hace calor». «Ah, me voy a quitar esto, espero que no te importe».
Se estremeció y apartó las imágenes de su mente.
¿Qué era todo esto de repente? ¿Celosa? ¿Ella? Nunca se había sentido tan celosa hasta entonces. Tal vez era porque tenía treinta años y todas sus amigas se habían casado y tenían su carrera encaminada. Ella había eliminado cuidadosamente a un montón de gente de su página de Agora. No quería recibir el aluvión constante de fotos de bodas y bebés.
Era demasiado.
Conocía a Horace desde el instituto. Habían sido amigos a temporadas durante todo ese tiempo, pero últimamente se habían dado cuenta de que les gustaba pasar el tiempo juntos. Él era bastante friki de los juegos de fantasía y las heroínas animadas prácticamente desnudas y videojuegos de lo mismo, pero con gráficos poligonales.
Al principio pensaba que era ridículo, pero tras superar la repulsión inicial se dio cuenta de que le divertían mucho esos juegos. Le encantaba ser una bruja malvada que podía controlar el fuego y quemar a sus enemigos, con las tetas moviéndose según la física cuidadosamente implantada. Le encantaba abrirse paso a hachazos entre sus adversarios como una troll hembra, inmune al daño físico, sin importar cortes ni rasguños, matándolos con su gran espada mágica.
Le encantaba escapar de su miserable vida.
Claro, toda aquella comunidad era un puñado de raritos. Frikis, gafotas, la mayoría de ellos definitivamente vírgenes.
Horace no era virgen, ella lo sabía. De hecho, ella conocía todas sus conquistas pasadas, incluso aquella aventura de verano de la que no le habló a nadie con una maestra mayor en Creta.
No, Horace era… ¿Cómo lo describiría?
No estaba en forma, desde luego. No hacía mucho ejercicio, pero tenía un cuerpo normal. Un ligero retroceso en la línea de su pelo castaño. A ella no le importaba, a juzgar por su padre, la edad le sentaría bien.
A Evie le gustaban mucho sus manos. Suaves, triangulares, artísticas. Podía hacer muchas cosas con esas manos. Podía pintar, ensamblar maquetas de carros y tanques de ciencia ficción, trabajar en la computadora.
Él era una cabeza más alto que ella, teniendo en cuenta que ella era bajita. Le gustaba pisarle los dedos de los pies para darle un abrazo de buenas noches.
Evie se dio cuenta de que estaba sonriendo como una idiota.
Horace le seguía hablando pero no ella no se enteraba de nada.
―Bueno, vemos para el fin de semana, ¿no?
―Hum… claro. Escríbeme ―contestó ella.
―De acuerdo ―dijo, y colgó.
Evie sintió que se sonrojaba, tuvo más calor incluso que antes. El teléfono también se sobrecalentaba, haciendo que un lado de su cara sudara.
Sí, eso era todo. Ella chistó.
Era el teléfono, que daba calor. Nada más que eso. Puso los pies en la pared fría.
Capítulo 9: Horace
Horace volvió a su casa. Se asomó a la sala de estar para comprobar de nuevo que no eran imaginaciones suyas. No, ahí seguía Desidia, roncando suavemente, con la manta hasta la cintura y la tele todavía puesta.
¿Qué iba a hacer con ella? Realmente no creía lo que aquellas mujeres decían, pero tampoco era capaz de echarla. ¿Quería instalarse?
A Horace no le importaría, tenía espacio de sobra y necesitaba el dinero. Pero, ¿podría ella permitirse… algo?
Desidia era la apoteosis del típico amigo parásito de la universidad, ese que se fumaba tus cigarrillos, dormía en tu sofá y se comía tus sobras de pizza.
El típico que se adhería como una sanguijuela a tu vida hasta que las cosas se volvían demasiado serias para ignorarlas y había que arrancarlo de raíz.
Puso la limonada y el resto de la compra en la nevera. Se dio cuenta de que estaba templada, así que ajustó la temperatura. Aún no era verano, pero los días eran cada vez más calurosos.
La rabia que le quedaba porque Desidia irrumpiera de en su casa y se apropiara de su sofá se evaporó rápidamente.
Era verdad que estaba un poco solo, admitió. Sí, veía a gente en el trabajo, pero nada parecido a una amistad. Y sus padres llevaban fuera ya mucho tiempo. Los había visto dos veces en los últimos cinco años. Siempre lo invitaban a Australia y le ofrecían pagarle el vuelo, pero él no se animaba a hacerlo.
Al final, tenía un apartamento enorme para él solo, lo suficientemente grande como para alojar a una familia, tres dormitorios, dos baños, sala de estar, balcones por todas partes, buena vista a una zona verde, ciento veinte metros cuadrados para compadecerse de sí mismo.
Sabía que lo lógico era alquilar el apartamento e irse a vivir a un lugar más asequible, pero siempre lo aplazaba para el año siguiente y el tiempo pasaba. Surgían cosas, ¿sabes?
Entró en su habitación de la infancia y cerró la puerta. Hacer eso, cerrar la puerta, era algo que no solía hacer desde hacía años. Sacó las figuras de acción de la caja y las puso en los estantes, junto a las de su colección.
Horace sabía que no le beneficiaba alardear de sus aficiones frikis en su lugar de trabajo. La gente se reía y se burlaba de él en cuanto se daba la vuelta, pero después de un par de meses ya nadie se tomaba la molestia. No podía entenderlo, el tipo que estaba a su lado tenía el estadio Olympiacos en rojo y blanco. Deportistas, copas, entradas de partidos de fútbol o algo así.
¿Por qué eso lo consideraban tolerable y normal?
Era un doble rasero de mierda. Los aficionados al deporte se disfrazaban, pintaban sus cuerpos y se comportaban como enajenados, y eso de alguna manera era más aceptable que un grupo de chicos inteligentes que disfrutaban historias de ficción y videojuegos.
Horace se dio cuenta de que estaba haciendo lo mismo con Desidia, juzgarla por un encuentro de dos minutos. Decidió darle el beneficio de la duda. Desempolvó las figuras de acción y los otros muñecos de su colección. Siempre prefirió las historias de ciencia ficción, pero las mujeres de los cuentos de fantasía le atraían mucho.
Luego se relajó en su habitación durante un rato, pensando en qué preparar después para los dos. Algo saludable, zanahorias y esas mierdas. Sí, eso sería lo mejor. Le esperaba una temporada buscando trabajo, y sabía muy bien, por tiempos pasados de su vida, que poco a poco iría cayendo en malos hábitos, como pedir comida a domicilio todos los días y dormir hasta tarde. Era inevitable, lo sabía, pero cuanto más retrasara la decadencia, mejor.
Se puso en pie y tuvo que lavar algunos platos, teniendo especial cuidado de no hacer mucho ruido. Era fácil saber si Desidia seguía durmiendo la siesta, sólo había que escuchar el suave sonido de los ronquidos.
Era tarde, pero aún había luz. Los días se hacían más largos. Preparó una cena más bien saludable, sándwiches de pavo y queso con guarnición de zanahorias y papas fritas. Mañana iría a por alimentos más sanos. Ya no podía oír los ronquidos de Desidia. Tomó dos de las limonadas frías y llevó la bandeja a la sala de estar.
Ella volvió sus ojos caídos hacia él.
―Oh, qué lindo. ¿Esto es para mí?
―Sí, pensé que tendrías hambre.
Puso la bandeja sobre la mesa de café y se sentó junto a ella, pero no tanto como para que se sintiera incómoda.
Si lo estaba, no lo demostró.
―¡Hala! Eso es muy dulce de tu parte ―dijo Desidia con voz graciosa. Cogió una zanahoria con un movimiento lentísimo y la mordisqueó como un conejo.
Él suspiró.
―Desidia, mira. Si esto es una broma, no estoy de humor. Me acaban de despedir hoy y necesito un minuto para pensar en lo que voy a hacer, ¿entiendes?
Ella hizo un gesto con la mano para alejar las preocupaciones.
―Eh. Relájate ―dijo soltando todo el aire―. Deja de preocuparte. Ahora estamos aquí. Tú y yo. Disfrutemos de la compañía del otro. Tomemos algo de picar y veamos alguna serie. Me apetece algún drama policial, una temporada o dos.
Horace resopló.
―Tu respuesta ha ido en una dirección diferente de la que pensé.
Desidia se comió una papa frita. Era una muy pequeña. No era de extrañar que estuviera tan delgada.
―¿No te gusta emborracharte?
―¡Bueno, sí me gusta! Pero… ―su voz se apagó. Sí, ¿de qué se preocupaba? Hoy había sido un día de mierda y raro. Necesitaba relajarse y vaciar su mente mediante la honorable tradición de darse atracones de programas malos de televisión, sin preocuparse por el mañana―. Sí. Hagámoslo.
Desidia sonrió, pero el gesto no llegó a sus mejillas. Dioses, ¿era demasiado perezosa para sonreír correctamente? Qué mujer tan rara.
Horace se encogió de hombros y se echó hacia atrás junto a Desidia, puso una serie de criminales y cosas así y picoteó papas fritas, dejando las preocupaciones a un lado.
Capítulo 10: Horace
―Sabes, tienes una habilidad impresionante para dormirte durante todo el episodio y aun así enterarte de lo que está pasando ―le dijo Horace cuando llegaron a la mitad de la segunda temporada.
Desidia le sonrió.
―Vaya, ¡gracias! Lo intento.
Pasaron la noche, dormitaron en el sofá, se despertaron, vieron el final de la temporada, lo criticaron por terminar en un momento culmen, luego pusieron la segunda temporada, y ahora estaban en el episodio cinco. Era la mañana siguiente y apenas habían movido un músculo, acaso un par de viajes al baño.
Desidia dormía y despertaba a ratos. No era de extrañar que siguiera usando su pijama azul claro.
Horace tenía que admitir que era divertido estar con ella. Discutieron sobre la serie, hablaron sobre los interminables clichés, predijeron el misterio y lo que pasaría después, quién se liaría con quién. Era muy relajante su compañía, y el remordimiento por no hacer nada parecía secundario cuando estaba cerca de ella.
Sabía que esto era lo que solía hacer con Evie, pero no era para tanto, saltarse una noche. Se lo compensaría.

Era mediodía.
―Vamos, será divertido ―dijo él.
Desidia suspiró.
―Suena a mucho trabajo.
―¿Ir al supermercado? En realidad no, la gente lo hace todas las semanas. Algunas semanas dos veces.
Desidia parecía sorprendida, como si alguien le hubiera pedido que cavara el hoyo de una tumba. Dos veces.
―Vale, hazlo por mí esta vez. Si no te gusta, no volveré a mencionarlo.
Ella suspiró audiblemente.
―Bien. ¿Está muy lejos?
―A la vuelta de la esquina, dos calles más abajo.
Ella asintió, reuniendo fuerzas.
―Así que es lejos.

Horace no pudo evitar reírse. Tiraba los comestibles en el carro en el que Desidia se había subido. Era tan flaca que cabía en el asiento del bebé, y se divertía mucho cuando él la empujaba por la tienda. Mientras no tuviera que mudarse, se apuntaba a todas.
―¡Hala! Coge de esos, están precocinados ―dijo, señalando algunas comidas. Podía haberlos agarrado ella misma, pero no, por supuesto, él tuvo que hacerlo por ella.
―Dijimos que íbamos a hacer compra saludable. No caigamos en la comida rápida desde el primer día de estar desempleado. ―Miró el envoltorio para leer las instrucciones.
Ella gimoteó por un segundo pero se olvidó de todo en cuanto llegaron a los cereales.
―Horace, tengo algo que confesar.
―¿Qué?
―Me comí todos tus cereales.
―Lo sé. Yo estaba allí. Te los comes de uno en uno. Es desesperante verlo.
―¿Puedes conseguir más? ¿Por favor? ―Rogó, agarrándose las manos ante el pecho.
Horace se rió a la fuerza. Sin romper el contacto visual, y sin mover un músculo que no fueran los del hombro y el brazo, agarró una caja de copos de maíz y la arrojó al carrito de la compra.
―¡Bien! ―dijo ella, dando una palmada.
―Si todas las chicas fueran tan fáciles de complacer como tú ―dijo Horace, moviendo la cabeza.
El resto de la salida de compras fue bastante normal. Consiguió algunos ingredientes para sándwich y compró para dos. Desidia no comía mucho pero planeaba ofrecérselo. No quería que ella evitara comer para no gastar su comida.
En la pequeña charcutería dentro del supermercado, una mujer enorme acaparó su vista. Llevaba un top naranja brillante y una falda ondulada negra. Y una mochila con dibujitos. Se volvió hacia él, lo miró directamente a los ojos, luego miró su carrito, se mofó de su contenido, y acto seguido vació toda su bolsa dentro del carrito de Horace.
―¡Qué!-¿Quién? ―dijo, estupefacto.
―¿Qué es esto, comida para hormigas? Esto debería darnos para hoy. Volveremos mañana ―dijo la gorda y pidió un par de salchichas. Era muy guapa, una de esas mujeres grandes que podían hacerse un selfi impresionante, siempre y cuando no mostraran el resto del cuerpo. Sus rasgos eran amables y seductores, y su sonrisa preciosa. Llevaba el pelo negro y cortado a mechones.
―Eh, hermana, olvidaste presentarte otra vez ―dijo Desidia, con el tono de quien está siempre recordando lo mismo.
―Cierto. Lo siento. Soy Gula Gastrimargia. Llámame Gula. ―Era agradable y amistosa. Sus varias partes blandas se meneaban cuando ella se movía.
―Soy Horace. ¿Eres su hermana? ―Miró varias veces a una y a otra, pero realmente no se parecían en nada.
―En cierto modo, sí ―se rió Desidia.
―Vamos, Horace, volvamos a casa a comer. Toda esta comida me está dando hambre ―dijo Gula tirando de él, mientras él se agarraba al carrito de la compra como en un tren desquiciado.
Desidia chilló de alegría, con los brazos en alto. Luego se cansó y se quedó ahí, esperando a que la llevaran.
Capítulo 11: Horace
La cena fue… interesante.
Gula se bajó todo el pollo cocido que había traído del supermercado, luego atacó las papas fritas, luego la ensalada, y lo regó todo con un par de refrescos. Después se inclinó hacia los copos de maíz, que Desidia protegió acercándolos a su pecho.
La mesa de la cocina no se había usado desde que sus padres se fueron. Normalmente comía en el sofá mientras veía alguna serie o delante de su ordenador. El hecho de tener gente en casa hacía necesario el uso de la mesa, y Horace se alegró de hacerlo así porque el desorden parecía mucho más fácil de limpiar después.
Y tenía que admitir que le gustaba cenar con compañía. El hecho de que fueran dos mujeres también ayudaba.
Gula se dio con el puño en el pecho un par de veces, y luego eructó suavemente. Con expresión satisfecha, se recostó en la silla.
—¿Llena? ―preguntó Horace.
―Por ahora. Gracias, Horace. Aquí está mi token. ―Hizo un suave gesto en el aire ante ella, como si soplara un puñado de hojas.
Horace revisó su aplicación. Ciertamente, había una señal. Recogió el token, donde podía leerse la palabra Gula en griego, ΛΑΙΜΑΡΓΙΑ.
No pudo evitar mirar las estadísticas. Era adictivo, como todos los juegos, incluso uno tan extraño como este. ¿Qué haría con todas las tokens?
Necesitaba hacer a las chicas algunas preguntas puntuales.

Tokens de Pensamientos Malignos:
Gula 1
Lascivia 0
Avaricia 0
Soberbia 1
Envidia 0
Ira 1
Desidia 2

―Gula, ¿cuánto tiempo te quedarás? ―preguntó.
Ella se encogió de hombros y le sonrió, limpiándose la boca con una servilleta. Aún tenía su gran pecho lleno de migas.
―Todo el tiempo que nos lleve el éxito. O el fracaso.
―Qué críptico ―asintió, sonriendo. Hizo un cálculo mental de lo que tenía en el banco. La mayoría de lo que habían comprado ya había desaparecido. O estaba repartido por la mesa y el suelo. Gula era una comensal desmesurada. Desidia, por otro lado, podía estar dos horas mordisqueando una miga. Ambas eran exasperantes.
Si esto seguía así, se quedaría sin dinero en una semana.
Necesitaba salir a buscar trabajo al día siguiente. Pasar el rato con Desidia era agradable, pero no podía posponerlo más.
Se levantó y lavó los platos. Desidia todavía masticaba un copo de maíz, que podría ser el mismo que tenía en la mano un rato antes.
―Te ayudaré ―dijo Gula y le hizo a un lado con el culo―. En realidad, déjame a mí.
―De acuerdo ―accedió Horace―. Estoy cansado, no descansé mucho ayer. Y dormí en el sofá, lo que es terrible para mi espalda. ―Entonces se dio cuenta de que tenía invitadas―. Oh, organizarnos para dormir, claro.
―Eh, yo dormiré en el sofá. Es mi sitio ―dijo Desidia lentamente, levantando una mano.
Él abrió la boca para contestar, pero en realidad no tenía fuerzas para discutir.
―Bien. ¿Tú, Gula? El cuarto de invitados está al final del pasillo. Puedes dormir allí. Prácticamente se ha convertido en un estudio, pero la cama es cómoda. ¿Hay algo que puedas necesitar?
Ella volteó su linda cara y asintió hacia su mochila.
―Está todo ahí dentro.
―Excelente. Bueno, señoritas, siéntanse como en casa. No es que no lo hayáis hecho ya, pero ahora formalmente ―se rió―. Buenas noches, traeré sábanas limpias y algunas almohadas extra y me voy a dormir.
Capítulo 12: Horace
Horace abrió los ojos y se quedó mirando al techo. Intentaba recordar si la locura de los últimos días era un sueño o era real. Y si era un sueño, ¿era uno ordinario o una pesadilla?
Oyó risas que provenían de la sala de estar.
Real, entonces.
Se levantó, se echó agua en la cara y se puso presentable, luego se hizo un granizado. Por la pinta de la cocina, parecía que Gula ya se había hecho uno, dos o tres sándwiches. Al menos, limpiaba todo después.
Bebiendo su glorioso café frío, entró en la sala de estar.
Desidia, como era de esperar, estaba acurrucada en el mismo lugar del sofá. Gula estaba sentada en el sillón. Veían una comedia en la televisión.
Horace no necesitaba ver ninguna comedia. Su vida se había convertido en una. Solo le faltaban las risas enlatadas.
―Buenos días, señoritas.
―Buenos días ―dijeron las dos a diferentes velocidades.
―Ya son las once. Voy a pasarme por algunos de mis viejos trabajos a ver si hay alguna vacante. ¿Estaréis bien aquí solas?
Gula parecía indecisa.
―Si pudieras conseguir algo de chocolate en el camino de vuelta, entonces estaría bien.
―Chocolate, claro. ¿Algo más? ¿Tú, Desidia? ¿Necesitas algo?
―No ―dijo en voz baja―. Pero me gustaría que te quedaras conmigo y vieras el resto de la temporada.
Horace se rió.
―¡Ja! Puedes verla entera, no me importa, en realidad es bastante predecible. No creo que me esté perdiendo mucho. Pero me apunto esta noche.
―¡Ah! ―dijo Desidia con la emoción de una persona muerta.
Capítulo 13: Horace
Pasó la mayor parte del día visitando sus antiguos trabajos. Horace había pasado por un montón de curritos, empezando como camarero en una pequeña taberna de su barrio. Al antiguo jefe le gustaba mucho, pero tenía todo el personal que necesitaba y admitió que los clientes ya no gastaban como antes. Luego fue al McDonald's del barrio, pero el gerente había cambiado y le ofreció impasible un formulario de solicitud de empleo. Horace lo llenó, pero sabía que no lo iban a contratar, ya que tenía más de treinta años y ellos preferían gente joven e ingenua que agachara la cabeza ante la empresa. Luego fue al periódico local, que por supuesto había cerrado.
Horace sintió un poco de tristeza por ello. Había sido su primer trabajo real cuando era adolescente, incluso le pagaban. Sabiendo de informática y con ciertas habilidades gráficas, trabajó en la pequeña empresa preparando la maquetación de los artículos y los anuncios y los clasificados de interés local.
Pero el papel había muerto. ¿Mantenía su suscripción? No, ahora que lo pensaba, sus padres tenían una, que seguramente olvidarían renovar, comprensiblemente, cuando dejaron el país para siempre.
Preguntó a los vecinos qué había pasado con el pequeño periódico. El dueño había muerto, un ataque al corazón. Sus nietos no se molestaron en resolver el papeleo y las deudas, y simplemente lo cerraron.
Todo un legado, desaparecido.
Horace tenía buenos recuerdos del lugar. Disfrutó del verano que pasó allí, donde le trataban como un adulto. Él sabía de informática y ellos no, por lo que su opinión se respetaba y sus consejos se aplicaban al instante. El jefe era un anciano amable incluso por aquel entonces, y los empleados eran gruñones pero no podían decir nada malo sobre él. La única reportera era una pelirroja coqueta que vacilaba a Horace cada vez que venía a entregar una historia o a corregir algún artículo, y él se masturbaba furiosamente cada noche pensando en ella.
Pero, echando la vista atrás, lo que más le gustaba del periódico era esa sensación de hacer algo real. Trabajaban en la computadora, imprimían el material y cambiaban el tamaño de las fotos durante todo el mes, luego lo enviaban a la imprenta y regresaba en olorosos montones de periódicos.
Cosas físicas. Se podía tocar, se podía oler, y por lo general terminaba en la basura después de su ciclo de vida. Si el periódico tenía suerte, terminaría siendo reciclado como papel maché o en el suelo de algún cuarto repintado.
Le gustaba mucho esa sensación de crear cosas.
En los otros trabajos nunca había llegado del todo a ese término. Siempre sirviendo menús u hojas de cálculo o alguna entrada de datos sin sentido.
Al darse la vuelta, Horace se dio cuenta de que tenía lágrimas en los ojos.

Era la hora del almuerzo y estaba sudando, después de caminar bajo el sol toda la mañana. Se limpió el sudor de la frente y pensó en un helado.
Eso era. Olvidaba la heladería. Estaba en el lado más alejado de Kifisia, que era un barrio bastante grande, pero necesitaba ir a ver. Horace empezó a caminar hacia allí. Sabía que cualquiera de su generación buscaría con el teléfono y llamaría directamente para preguntar si había trabajo disponible, pero su padre le había enseñado lo contrario.
«Horace ―diría su padre― aparecer es la mitad del trabajo. Eso se aplica a todo, a tu trabajo, a tu pareja, a tus amigos, a tu familia. Recuérdalo».
Sonrió al recuerdo. Echaba de menos a sus padres, pero ellos se estaban divirtiendo persiguiendo canguros o algo. Se merecían un poco de diversión.
Así que apareció en la heladería. Se llamaba Zillions, porque tenía un millón de gustos para elegir. Estaba un poco diferente de lo que él recordaba, habían cambiado un poco el interior, las sillas, alguna decoración, pero por lo demás era lo mismo. Un gran espacio único dentro del local, el mostrador con todos los sabores de helado en el lateral. El área de personal y el almacén en la parte trasera, además de los aseos de los clientes con una entrada diferente al lado. Luego la verdadera atracción, el hermoso exterior con cómodas sillas y mesas. Era una pequeña terraza en forma de cuña, rodeada de árboles y cubierta por enormes sombrillas en la parte superior. Horace las odiaba particularmente, necesitaban un gran esfuerzo para abrir y cerrar. El lugar era fresco y acogedor, en suaves tonos tierra con toques de diseño moderno. En realidad le gustaba trabajar allí, era un lugar donde la gente iba a refrescarse, a tomar un helado y ser feliz.
No molaba tanto como crear cosas, pero bueno, era lo mejor después de eso.
Y sabía que necesitarían gente, al menos para algunos turnos extra.
Cuando entró, oyó gritos.
Ah, cierto. Ese era el único recuerdo que había reprimido.
Niños gritando.
Capítulo 14: Horace
―¡Horace, amigo! ―dijo Nico, y salió del mostrador para abrazarlo. El hombre siempre fue amable y a Horace realmente le gustaba. Era un jefe justo con todos, y solo los empleados de mierda hablaban mal de él.
―Oye, Nico, te ves bien. Probando todos los sabores, ya veo ―bromeó, señalando su barriga en expansión.
―Bueno, ¿y qué? A las damas les encanta.
Nico puso un brazo alrededor del cuello de Horace.
―Ven, siéntate. Pareces sediento. Déjame pensar, tu favorito es… ―Levantó un dedo―. No, no me lo digas. ¡Helado de tarta de queso!
Horace sonrió.
―¡Te acordaste!
―Por supuesto, soy Nico ―dijo orgullosamente, y se levantó de nuevo para ponerse detrás del mostrador. Hizo a un lado a la chica que trabajaba allí y puso una gran cantidad en una copa. Un poco de sirope más tarde, se lo sirvió a Horace, junto con un vaso de agua fría.
Horace no dudó en atacarlo, sin importarle que se le congelara el cerebro.
¡Hum! Qué bueno.
La expresión de Nico cambió.
―¿Puedo asumir que estás aquí por trabajo?
―Acertaste, Nico.
El hombre suspiró.
―Ay, Horace, Horace… ¿Qué voy a hacer contigo? ¿Qué hay de ese asunto de las muñecas del que siempre hablabas? ¿No has empezado con eso todavía?
Horace necesitó un segundo para caer en lo que el hombre estaba diciendo. Ah, sí, había compartido su sueño de hacer estatuillas personalizadas y todo eso. Decidió no rayarle a su ojalá futuro jefe por haberlas llamado muñecas.
―Ah, eso. Aquello nunca despegó.
―¿Por qué? ―preguntó Nico, con expresión sincera de pesar.
―No lo sé. Nunca tuve el dinero para empezarlo, seguí de trabajo en trabajo. ―Horace se encogió de hombros―. Nunca fue el momento adecuado.
Nico se humedeció los labios y se inclinó hacia adelante.
―Horace. ¿Ves este lugar?
Miró a su alrededor, siguiendo el gesto del hombre.
―Todo esto solo fue un sueño una vez. Es solo un sueño que tuve. Un millón de sabores de helado. Buena idea, ¿no?
Horace asintió.
―Eso era todo, una idea en aquel entonces. ―Nico se golpeó los nudillos contra la mesa―. Di el salto. Ahora es real. ¡Y nos va muy bien!
―¡Ya lo veo! Siempre supe que con el verano el negocio prosperaría, pero esto es increíble, Nico.
El hombre suspiró.
―Entonces, ¿entiendes lo que me entristece verte volver con el sueño todavía en el hombro?
―Sí…
―Tengo trabajo para ti. Diablos, siempre tendré trabajo para ti. ―Fue al área de empleados y regresó con un formulario de solicitud de empleo. Lo puso sobre la mesa sin sentarse y dijo―: La misma paga, 4 euros la hora. Puedes empezar mañana. Piénsalo, rellena el formulario por las apariencias y déjaselo a Martha.
Luego se fue a atender el negocio.
Horace recogió la solicitud de trabajo y la revisó. Comió un poco más del delicioso helado y frunció el ceño ante las letras, rellenando los espacios con un bolígrafo.
Entonces alguien se sentó en la silla justo enfrente de él, y Horace exclamó, salpicando helado sobre la mesa:
―¿Qué…?
La mujer ante él tenía clase. Era asiática, llevaba un montón de joyas de oro, y se movía como si fuera la dueña de todo el barrio. No era tan raro ver gente opulenta en Kifisia, era una zona rica. Pero sí lo era que se sentaran al lado de extraños.
Ella abrió sus delgados labios, haciendo un sonido sordo. Parecía un gesto para exigir atención.
―No es de extrañar que la gente venga aquí con este calor ―dijo, y sacó un abanico para refrescarse. Estaba decorado con dragones orientales. Ella suspiró como una baronesa, y luego dijo:
―Soy Avaricia Philargyria. Puedes dirigirte a mí como Ava.
―Hola, Ava. Soy Horace. ¿Por qué tengo la sensación de que eres hermana de las otras?
―Cierto. Pero eso es irrelevante ahora mismo. ¿Qué crees que estás haciendo con eso? ―Apuntó con el dedo a la solicitud de trabajo.
―Conseguir trabajo.
Chistó con elegancia y puso los ojos en blanco. El gesto era mucho más expresivo con sus rasgos asiáticos.
―¿Con las condiciones de siempre? ―dijo ella, tiñendo de amargura cada palabra.
―¿Qué otra cosa puedo hacer?
―Para empezar, pedir mejor salario. Tú vales más. Ya trabajaste aquí antes, ¿no?
―Sí. Hace tres años.
―Así que conoces el trabajo, no necesitas ninguna formación. Un trabajador instantáneo, ¿verdad?
―Bueno, sí. ―Horace miró a los empleados―. Por lo que veo, nada ha cambiado.
―¿Y tú qué tienes, treinta años?
―Sí.
―Así que podrías ser fácilmente un gerente.
―Supongo. Pero no he estado en contacto en años.
―Podrías convertir eso en un beneficio para el empleador. Aquí estás tú, conoces los pormenores de todo el negocio, pero has estado ausente como para no tener ninguna conexión personal con los empleados actuales. Si esto fuera una franquicia, sería como si te enviaran de la gerencia para supervisar el negocio, ¿no?
Horace se frotó la barbilla.
―No lo había pensado de esa manera.
―Por supuesto que no. Tú vales más, Horace. El trabajo sigue siendo lamentable, pero incluso en este ambiente deberías tomar lo que es legítimamente tuyo.
Agarró el aire con su puño delgado. Era delgada y fibrosa, se podía dar una lección de anatomía a partir su cuerpo. Su puño era pequeño y fuerte.
Horace murmuró algo en asentimiento.
La mujer asiática se inclinó hacia delante, con toda la expresión de codicia del universo contenida en su puño.
―Deberías llevártelo todo.
Capítulo 15: Horace
―¿Nico?
―¿Sí?
Horace se apoyó en las cajas del almacén.
―Quiero ser el gerente.
Nico sonrió y movió unas cajas, ordenándolas.
―No hay puesto de gerente.
―Exactamente. Hazlo y dámelo.
El hombre estiró la espalda y le miró fijamente durante un momento, reflexionando sobre ello. Entonces agitó la cabeza y Horace pudo ver el rechazo que se avecinaba. Así que le interrumpió:
―¿Cómo están los niños?
―Oh, ya mayores. Estamos muy bien, gracias por preguntar.
―¿No disfrutarían de unas vacaciones de verano con su padre, por una vez? ―Horace sabía dónde apretar.
―Bueno, supongo. Desde que construí Zillions no me he podido escapar, ¡es la temporada más ocupada! No tiene sentido para mí ―gruñó Nico.
―Naturalmente. ―Horace tomó la tableta de las manos del hombre y se hizo cargo sin problemas, catalogando el inventario como lo había hecho tantas veces. Suspiró, haciendo una comprobación cruzada de las cajas―. Hay tanto trabajo… ¿y en quién confiarías para manejar el local mientras no estás?
Nico tenía la boca abierta, se quedó ahí titubeando sílabas.
Horace siguió trabajando, revisando toda la pila. Luego, sin pensarlo dos veces, empezó la siguiente. Eran siropes, toneladas de sabores para elegir. Se volvió hacia su jefe por un segundo y le dijo:
―¿Podrías poner esta pila en el refrigerador ya que ahí, por favor? No queremos que se derritan las chispas de chocolate.
Nico gruñó, pero sonó agradecido.
―Claro. ―Llevó la pila de cajas al refrigerador y regresó hacia Horace. Le dio una palmada en el hombro y apretó la mano. El hombre era vigoroso, incluso antes de toda una vida de cargar cajas.
―Parece ―dijo― que tendré que darle las buenas noticias a mi esposa e hijos. Nos vamos de vacaciones, ya que tengo un gerente de confianza que cuida de la tienda por mí.

Ava le sonrió. Era imposible ignorarla, llamaba la atención con su postura sola. No es que le diera más importancia. Parecía algo mayor pero bastante sexy, de esa manera en que se mantienen bien las mujeres ricas, con una combinación de pilates, bótox y sesiones de spa muy caras.
El hecho de que ella lo mirara hambrienta a través de sus lujosas gafas de sol también ayudaba.
―Excelente. Sabía que lo tenías dentro. ―Se levantó con gracia y abrió el puño. Sopló suavemente sobre la palma de su mano.
Horace revisó la aplicación antes de que llegara la notificación. El token estaba allí, flotando y girando en todo su esplendor de realidad aumentada. Decía Codicia en griego, ΦΙΛΑΡΓΥΡΙΑ.

Tokens de Pensamientos Malignos:
Gula 1
Lascivia 0
Avaricia 1
Soberbia 1
Envidia 0
Ira 1
Desidia 2

Horace se dio cuenta de que se estaba enganchando a todo esto. Sin mencionar que, a pesar de que aquellas damas estaban poniendo su vida patas arriba, todo parecía ir bien.
Hasta ahora.
Capítulo 16: Evie
Evie estaba cocinando sola en su apartamento. Horace acababa de cancelar su noche de cine con un mensaje. Otra vez.
Tal vez debería vestirse, arreglarse e ir a ver qué estaba pasando allí.
¿Qué hora era? Once. Aunque se duchara con agua fría ahora mismo, necesitaría al menos una hora para recuperarse. Trató de desenredarse el pelo. ¡Uf! Qué desastre. Y además tardaría media hora más en llegar allí, lo que la dejaría tirada en Kifisia después de medianoche sin forma de volver. Podría pillar un taxi a su casa pero pagando doble tarifa y en realidad, realmente, no podía permitírselo ahora mismo.
Con estos pensamientos revoloteando en su mente decidió empezar a prepararse y dejar de perder el tiempo. Podría cambiar de opinión en cualquier momento, se dijo.
Se preparó, se salpicó con agua fría, se afeitó las piernas, se cepilló el pelo…, hizo todo el cambio de imagen en tiempo récord.
No quería parecer desesperada, así que se puso una camiseta y unos vaqueros. Pero con maquillaje.
Se miró en el espejo por enésima vez.
Cierto.
¿Cómo lo había dicho Horace? ¿Ir o no ir?
Lo pensó, rumiando el pensamiento en su mente. Estaba a punto de desintegrarse.
¿Por qué se sentía así? ¿Era porque Horace había encontrado de repente a alguien con quien vivir? Podría ser sólo una compañera de piso. Pero nunca son solo compañeros de piso, ¿no? Esa era una de las principales razones por las que ella nunca aceptó su oferta de mudarse. El transporte no le importaba tanto como hacía ver.
Agitó la cabeza. No, no eran celos. Horace era su amigo y, como hombre, solo podía pensar con la polla. Y una mujer extraña, posiblemente drogadicta, que de repente se había mudado ahí era demasiado sospechosa. Querían aprovecharse de él. Robarle. Tal vez peor, sacarle los riñones y venderlos en el mercado negro.
Necesitaba salvar a su amigo.
Tenía que hacerlo.
Se puso brillo de labios.
Ir.
Capítulo 17: Evie
Evie miró el timbre de la puerta junto a la entrada del edificio.
Ya estaba oscuro, y los árboles hacían la atmósfera húmeda y fresca. Se agarró a su bolso y se dio una bofetada.
«¿Qué es lo que te pasa? Has hecho esto un millón de veces», murmuró para sí misma.
Entonces tocó el timbre.

Horace abrió la puerta. Ella le sonrió y él le devolvió la sonrisa algo incómodo.
―¡Evie! Yo, hum…, había cancelado. ¿No recibiste mi mensaje?
―Oh, sí, recibí tu mensaje. Pero he venido para protegerte.
―¿De qué? ―preguntó él, pero ella lo empujó a un lado y entró, lista para cualquier cosa.
No estaba preparada para nada en realidad. Se dirigió hacia el ruido en la sala de estar, y allí había una niña gordita, redonda y guapa. Estaba comiendo helado, justo al lado de una anoréxica que giraba su cuchara en su tarrina derretida.
«Pero. Qué. ¿Coño?», dijo para sus adentros.
―¡Hola! ―soltó en un tono agudo, tratando de ser amigable.
―Hola ―dijo la gordita.
―Hola ―dijo la anoréxica, mucho más despacio.
Horace se acercó a ella.
―Esta es, hum…, mi mejor amiga, Evie. Se ha pasado a saludar.
―Y ya lo he dicho ―trinó Evie―. Disculpadnos un segundo ―dijo y se llevó a Horace a su habitación. Estaba igual que siempre, una apoteosis de estatuillas coleccionables y figuras de mujeres fantásticas.
―¿Qué coño estás haciendo?
―¿Qué? Ya te lo conté todo. Bueno, hasta hoy. Iba a contarte. ¡Conseguí trabajo de gerente en Zillions! ¿No es grandioso? ¿Quieres un poco de helado?
Ella agitó la cabeza.
―Sí, me alegro mucho por ti, pero ese no es el problema ahora mismo. ¿Esas dos viven aquí?
―Sí, por ahora. Tenemos una especie de contrato en marcha… Bueno, no un contrato, un acuerdo. Me están ayudando en mi vida y solo tengo que alimentarlas y dejarlas ver la televisión. No es gran cosa.
―Espera, retrocede. ¿Ayudándote cómo? ―dijo Evie con tono cansado.
―Nada siniestro. Solo…, ya sabes, asesorándome. Gracias a eso conseguí el trabajo de gerente. Ni siquiera lo había pensado y Ava se puso en plan: «tú lo vales», y entonces todo tenía sentido. ―Por alguna razón se subió los párpados e imitó a una mujer asiática con un palo en el culo. Ninguna de esas dos era asiática, así que debía haber una tercera chica.
¿Una tercera chica?
¿A cuántas estaba viendo?
Iba a llegar al fondo del asunto, pero más tarde. Lo primero es lo primero.
―Horace, soy yo, tu amiga. Evie.
―Lo sé ―asintió sin entender.
―¿Confías en mí?
―Por supuesto, Evie.
―Vale. Entonces créeme cuando te digo que esto es sospechoso. Creo que te están estafando.
―¿Qué? ¡No! ―Se alejó de ella.
―¡Horace! Deja de pensar con la polla por un segundo.
―No lo estoy haciendo, de verdad.
Ella le clavó las uñas. ¡Ah! Quería arañarlo, para que lo entendiera.
―¡Horace! ¿Sabes siquiera quiénes son estas mujeres?
―En realidad no. Pero nos estamos conociendo.
Evie se estremeció.
―Por supuesto.
Sonó el timbre de la puerta.
―Disculpa, Desidia definitivamente no se va a levantar y Gula es muy tímida.
Ella frunció el ceño ante el espacio que Horace acababa de dejar, y luego salió corriendo detrás de él.
Había abierto la puerta. De pie, allí mismo, había otra mujer.
Mierda, era delgada y alta y tenía una excelente estructura ósea. Llevaba un abrigo de piel y una mochila con ruedas. ¿Rusa, tal vez?
―Hola, Horace ―dijo con acento ruso―. Soy Lascivia Porneia. ―Ella se inclinó hacia él y exhaló sobre su oreja, luego dijo susurrando―: Me gusta que me llamen Lasci cuando gimen de placer.
Ella vio claramente a Horace estremecerse y su piel electrizarse.
¿Cómo coño hizo eso? Evie nunca había conseguido tal reacción de un hombre.
La mujer a la que le gustaba que la llamaran Lasci en la intimidad caminaba con sus piernas perfectas como si fuera la dueña del lugar. Y Horace la dejó, aunque, en su defensa, Evie no creía que tuviera la fuerza mental para impedirle hacer nada ahora mismo. La mujer entró en el salón y saludó a las demás.
Horace cerró la puerta y Evie le susurró enfadada.
―¿Pero qué coño, Horace? ¿Ahora una prostituta?
―Yo no pedí una prostituta ―dijo inocentemente.
―Claro que no ―le musitó Evie―. Hasta ha traído su bolsa de juguetitos sexuales. Qué discreta y profesional ―dijo irónicamente.
Horace tragó y levantó un dedo para explicarlo.
―Eso no es… Esa es su ropa, probablemente. Ya sabes, cosas de aseo y tal.
―¿En serio? ¿Tengo que decirlo de nuevo?
―Evie, no es así. Y lamento haber cancelado la noche de cine, pero estaba muy ocupado.
Evie se mofó de eso, cruzando los brazos.
―Ya lo veo.
―No, no como estás pensando. Trabajé medio turno hoy, estoy cansado. Voy a dejar que se queden aquí y me voy a la cama. Evie, ¿qué hora es? Puedes quedarte aquí también, no hay problema…
―¿Y unirme a tu pequeño harén? ―dijo enfurecida―. Gracias, pero no.
Abrió la puerta principal y la cerró de un portazo, dejándolo allí.
Capítulo 18: Horace
Horace se apoyó en la pared junto a la sala de estar. Evie acababa de salir furiosa de allí y estaba confundido. Sabía que este embrollo era difícil de explicar, pero no esperaba esta reacción.
No de ella.
Quería entenderlo, pero su mente estaba absolutamente agotada. Era como si se le hubieran acabado los pensamientos del día.
Desidia, increíblemente, se levantó y caminó lentamente hacia él.
―Eh. ¿Qué pasó? ―preguntó con su voz adormilada.
―Hum…, mi amiga. Quiero que se lleve bien con vosotras, pero parecía enfadada y no puedo ni pensar ahora.
Ella tocó su mejilla con sus dedos huesudos.
―Shhh. Está bien. No te preocupes por ella ahora, ya es mayorcita.
―No lo sé. Tiene mala pinta. ¿Debería ir tras ella? No puede estar muy lejos todavía.
―No, déjala pensar sola, si vas ahora solo avivarías el fuego.
―Sí, supongo que tienes razón. ―Se dio cuenta de que Desidia estaba muy cerca de él, mirándolo con sus ojos vidriosos.
―¿Te quedas conmigo? ―preguntó en voz baja.
―Claro. Déjame que hable con tu hermana primero.
―No hace falta. Gula la ayudará a instalarse y después se pondrá a jugar en tu computadora. Encontró un juego de servir hamburguesas a los clientes. Le encanta esa mierda. ―Desidia estaba un poco más activa de lo normal.
Horace se rió.
―Muy bien. Bueno, entonces vamos a dormir en el sofá.
Volvieron al sofá y Horace se desplomó. La suave tela lo abrazaba y fácilmente podría haberse dormido en ese mismo momento. Las luces eran tenues, la televisión proporcionaba ruido ambiental, todo era agradable y relajante.
Desidia se sentó a su lado. Ella le tocó el pecho y él se dio cuenta de que no estaba en su lugar favorito del sofá. Ella le miró a los ojos con una especie de hambre y energía que no había visto antes en ella. Era muy extraño ver a esa chica lenta moverse de repente como una persona normal.
―Relájate conmigo ―ronroneó en su oído. Eso provocó…, bueno, cosas interesantes en su cuerpo. Podría tener algo que ver el encuentro de antes con Lasci, pero esto le estaba gustando.
Ella sopló aire en la palma de su mano, como en cámara lenta. La aplicación en su bolsillo brilló.
―Hum… ―suspiró―. Tercer token. Ya sabes lo que eso significa ―añadió con voz ronca.
―Desidia, ¿qué estás…? ―Nunca terminó esa frase.
Ella introdujo sus dedos huesudos dentro de sus pantalones y le agarró la polla, frotándola hacia arriba y hacia abajo.
―¡Ah! ¿Vamos a hacer esto? ―Horace miró a su alrededor, las otras parecían estar en la otra habitación―. Supongo que sí ―se rindió.
―No hagas nada ―susurró ella, con la cara muy cerca de la suya. Luego lo besó suavemente. Sus labios eran muy delgados, pero complacientes. Se sentía tan cansado, como si no pudiera hacer nada, ni levantar la mano, ni ponerse de pie, nada.
Gimió, su polla se fue endureciendo en la mano de ella. Ella la sacó, bajándole la cremallera, y luego presionó su cara contra ella, frotándola suavemente. Ella susurró:
―Hum…, ¿te importa si disfruto de esto un minuto?
―Claro, me gusta. ―La presencia de su cara tan cerca de él le hacía sentir un cosquilleo de todos modos. Sus dedos subían y bajaban y a él le gustaba cómo ella disfrutaba de la sensación.
Suspiró como hacía siempre cuando estaba cansada. Apoyó su cara en la parte inferior de su abdomen, mirando hacia otro lado, y se acercó la polla a los labios. Horace no podía ver, pero eso hizo que sus besitos repentinos fueran aún mejores. Desidia la sostenía en sus labios y jugaba con su lengua alrededor.
El espectáculo no sería un video porno, pero le resultó muy placentero. Horace gemía y se retorcía, mientras las suaves caricias lo llevaban justo al límite, y luego ella la empezó a chupar a lo largo durante mucho tiempo. Él puso la mano izquierda sobre su espalda y tocó sus costillas. La acariciaba con sus dedos hacia arriba y hacia abajo.
No tenía ni idea de cuánto tiempo estuvieron así, Desidia dándole placer con su lengua y sus labios, él tumbado y disfrutándolo. Todos los pensamientos habían desaparecido de su mente. El mundo entero se había reducido hasta aquel sofá blando, su pene duro y la mujer delgada que lo chupaba suavemente. Se relajó y lo disfrutó.
Ella lo mantuvo al límite durante tanto tiempo, que su pene palpitaba con cada toque. Estaba a punto y era una locura. Quería agarrar su cabeza y empujar dentro de su boca, pero había perdido toda su fuerza.
―Desidia, ah… ―gimió―. Voy a…
―Mmm, por favor, hazlo ―inhaló y envolvió los labios alrededor de su polla, y luego chupó con fuerza.
Su orgasmo, después de tanto tiempo a punto, fue una explosión en su boca.
Sintió como tragaba profundamente, una vez, y luego otra.
Luego empezó a roncar suavemente.
Horace resopló una vez por la nariz y luego él también se durmió.
Capítulo 19: Horace



















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7 Compañeras Mortales George Saoulidis
7 Compañeras Mortales

George Saoulidis

Тип: электронная книга

Жанр: Современная зарубежная литература

Язык: на испанском языке

Издательство: TEKTIME S.R.L.S. UNIPERSONALE

Дата публикации: 25.04.2024

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О книге: 7 Compañeras Mortales, электронная книга автора George Saoulidis на испанском языке, в жанре современная зарубежная литература

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