El Amanecer Del Pecado
Valentino Grassetti
Un thriller psicológico donde una muchacha se enamora de una entidad invisible que consigue percibir sólo gracias a su hermano, un muchacho enfermo de esquizofrenia paranoica. Daisy, dieciséis años, está determinada a perseguir su sueño de convertirse en una cantante. Después de una prueba es escogida para participar en un concurso de talentos. Durante el espectáculo los jueces comienzan a escarbar en su pasado haciéndole preguntas incómodas, a menudo crueles, y todo en nombre de los niveles de audiencia. Mientras ella confiesa entre lágrimas haber tenido una infancia marcada por el suicidio de su padre, se produce un accidente que causa la muerte violenta de uno de los jueces. Adriano, el hermano de Daisy enfermo de esquizofrenia, sabe que no se trata de algo casual. Alguien, o algo, se está introduciendo lentamente en la vida de la muchacha: una entidad maligna y asesina que sólo ella consigue detectar. Mientras tanto Guido, un joven y tímido periodista enamorado de Daisy, gracias al descubrimiento fortuito de un manuscrito del siglo XVII comienza a investigar sobre la vida de Pardo Melchiorri, un pintor tullido condenado por hereje por la Santa Inquisición. La investigación conducirá a Guido al interior de los muros de un monasterio benedictino donde descubrirá que el destino de Daisy está ligado al del pintor muerto cuatro siglos atrás…
Valentino Grassetti
El Amanecer del Pecado
Valentino Grassetti
EL AMANECER
DEL PECADO
Traductora: María Acosta Díaz
Esta novela es una obra de fantasía. Los personajes citados son invención del autor y su finalidad es dar veracidad a la historia. Cualquier parecido con hechos y personas, vivas o no, es pura coincidencia.
Copyright © 2018 Valentino Grassetti
Título original: L’alba del peccato
1 edizione agosto 2018
Autor: Valentino Grassetti
Traducción: María Acosta Díaz
Proyecto gráfico: Gialloafrica
info@gialloafrica.it
EL AMANECER DEL PECADO
Violo la tela con pinceladas nerviosas, impulsivas y poderosas.
Sucias de verdad.
(Pardo Melchiorri. Pintor)
Nicole Dubuisson hacía todo lo posible por agasajar a Paolo Magnoli con algunos juegos eróticos a los que gustaba definir como très rare, donde el sexo era a menudo una nota al margen de sus vidas complicadas.
En la cama, Nicole no tenía necesidad ni de amor ni de perversiones. Nada de esposas, cuerdas o látigos para herir la carne y mitigar las cicatrices del alma. Ningún sentimiento, por muy puro o indecente que fuese, le procuraba placer. Nicole gozaba sólo disfrutando del sabor de la venganza.
Se tiraba a Paolo Magnoli porque tenía una cuenta pendiente con el marido. Una lista de pequeñas y grandes incomprensiones, una lista negra, tan larga como una existencia, la había inducido a odiar al cónyuge hasta el punto de tenerlo cerca, pero sólo para poderse librar de él a su manera. Nicole, de hecho, había decidido arruinarle la vida sin papeles timbrados. Nada de adioses melancólicos incitados por los honorarios indecentes de algunos abogados. Si Paolo Magnoli daba un sentido a las miserias de su vida dejándose meter un tacón de doce centímetros en el culo por Nicole, para ella satisfacer las fantasías eróticas de un amante depravado representaba, nada más, que uno de tantos movimientos de una partida de ajedrez jugada contra el mismo concepto del matrimonio. Una institución tan castradora debía ser castigada. Este era su pensamiento recurrente cada vez que salía de casa llevando ropa interior de encaje y sonrisa sugerente.
Los dos amantes vivían en Castelmuso, un pueblo de quince mil habitantes, un punto geográfico suspendido en el tiempo, instalado en una colina al abrigo del mar Adriático.
Un cartel informaba a los turistas que el pueblo estaba incluido entre los pueblos más bellos de Italia. Surgía en el punto más alto de una hermosa colina, donde las casas, los palacios suntuosos y decadentes, las bóvedas entre los callejones, las arcadas inestables eran una invitación a tocar con la mano aquellas piedras cargadas de la energía de todos sus fantasmas.
Sandra, la esposa de Paolo Magnoli, echó de casa al marido cuando el psicólogo le dijo que los hijos estaban preparados para renunciar a la presencia de un padre tan degenerado. Una semana después de haber sido expulsado de la familia, encontraron el cuerpo de Paolo en los alrededores de la casa rural I Cavalieri. De la rama de un robusto roble colgaba un tirante elástico: su última corbata.
Los habitantes de Castelmuso dijeron que había perdido la cabeza a causa de lo que llamaban el póquer perfecto: cuatro ases hechos de coca, whisky, deudas y vaginas absorbe Mastercad. Daisy, la hija de Paolo Magnoli, tenía doce años cuando ocurrió la tragedia. Adriano uno menos. Los dos niños no perdonaron jamás al padre el haber salido de sus vidas de una manera tan miserable.
Pero esto, ahora, formaba parte del pasado.
1
DAISY
DIECISÉIS AÑOS
El primer jueves del mes era una jornada especialmente gris. Las nubes bajas se habían posado sobre los tejados, la llovizna batía insistente sobre las ventanas de la escuela. A pesar del tiempo Daisy Magnoli tenía la sol en el bolsillo. Había llegado la noticia que tanto esperaba y no conseguía esconder el entusiasmo. Se presentó en el curso de psicología en la hora del descanso.
Entró en el aula con el paraguas volteado por el viento, el abrigo goteando, una tarta adornada con cintas con un lazo plateado y una sonrisa que convertiría en perfecto aquel instante. Estaba lista para dar la Noticia de las Noticias. Antes, sin embargo, debía recurrir a un ritual, algo que no rompiese el equilibrio, como le gustaba decir. La cosa era bastante delicada y las muchachas no eran, realmente, unas santurronas. Sobre todo aquellas del último año, víboras experimentadas que no dejaban pasar nada a nadie.
Quien iba al curso de psicología sabía perfectamente que entre los estudiantes era necesaria una buena armonía o, por el contrario, un completo desacuerdo. Daisy sabía hasta que punto los contrastes entrenaban el temperamento y formaban el carácter, animando las discusiones. Pero en el aula B del instituto Giacomo Leopardi no había ni una ni otra. Las relaciones entre las chicas podían considerarse demasiado vagas e indefinidas, hasta el punto de inducirles a fingir ser todas más o menos amigas entre ellas.
Daisy se quitó el abrigo, apoyó sobre la mesa del profesor el paquete que acababa de retirar de Le Romains, la pastelería que había delante del instituto. Sopló a un mechón de cabellos suaves y lisos que le cubrían la frente. Quería escrutar la fila de pupitres, desde los cuales miraban furtivamente sus compañeras. Todas querían saber pero ninguna de ellas osaba preguntar.
El dulce, sin embargo, era una pista.
Daisy deshizo el lazo y desenvolvió la tarta. Extrajo de la mochila un paquete de platos de plástico, quitó el envoltorio y cortó en trozos el manjar de hojaldre.
Las muchachas empezaron a mostrarse en desacuerdo con el dulce. Las que seguían una dieta se lo agradecieron y evitaron incluso probarla. Las otras, convencidas de que las restricciones alimenticias hacían perder el tiempo más que los kilos en exceso, disfrutaron de la tarta considerándola algo parecido a su idea del paraíso.
–Venga, cuenta como ha ido todo –preguntó entusiasmada Lorena Rossi disfrutando del suave aroma del flan parisino con su delicado regusto a limón.
–Oh, bueno… ¿por dónde empiezo? Dejadme pensar –comenzó a decir Daisy, con los ojos brillantes intentando retener recuerdos emocionantes. Quería contarlo todo. Pero el equilibrio era el equilibrio y debía tener cuidado. Respiró profundamente, la sensación de que todo lo que tenía que decir, las palabras, las frases que debía combinar, las mismas letras del alfabeto, se resistían a salir. En ese momento tuvo una extraña fantasía: imaginó la forma de tejado a dos aguas de la A presionando sobre el esternón, las curvas de la B empujar por detrás, de la misma manera que las semi curvas de la C y las líneas cóncavas y convexas de todo el alfabeto.
El discursito que se había preparado parecía no querer salir de su boca. La imaginación se obstinaba en no querer que diese la Noticia de las Noticias.
–Cómo ha ido… vale, bien: llegué con mi madre al Hotel Granduca, el de cuatro estrellas en la carretera estatal –consiguió decir finalmente. –Afuera había un montón de gente. Al principio tenía un miedo impresionante, luego me calmé y he pensado maldita sea, pasaremos aquí la noche. Por suerte he descubierto que muchos eran figurantes. Muchachos mandados por la productora. En definitiva, un poco de teatro para el backstage para ver en la televisión. Los que estaban allí para la audición serían más o menos unos cincuenta.
– ¡Mierda! El timbre. Tenemos poco tiempo –se mordisqueó los labios Lorena, que instó a las chicas a acabar la tarta.
– ¿Y después? ¿Después qué ocurrió? –preguntó ansiosa la amiga que empezó a recoger los platos y los cubiertos esparcidos por los pupitres.
–Luego he entrado en la sala de conferencias –continuó Daisy. –Habían montado una especie de sala de pruebas. Luces bajas. Focos en la cara, sudor, colorete chorreando en las mejillas y toda esa historia. Había tres tíos sentados en la mesa con caras aburridas y de funerarios. Ha comenzado a sonar la base rítmica. He cantado durante un minuto, creo. Luego han sacado la música. Yo estaba parada, no respiraba y esperaba el veredicto, pero me han despedido sin ni siquiera mirarme a la cara. ¡Dios, ni siquiera una ojeada! Pensaba que no me habían cogido. Punto. Fin de la historia. Durante dos semanas he mandado a que les diesen por el culo a los sepultureros, luego, de repente, cuando había dejado de pensar… ¡tachán! ¡Ha llegado ella! Corrió ágil y elegante en el hilo del teléfono, yo, desde la otra parte, levanté el auricular. Ella, la llamada, había llegado al fin.
Daisy contuvo la respiración, antes de que las palabras comenzasen a desplazarse fluidas y ligeras.
–Chicas, agarraos. Participaré en la próxima edición de Next Generation.
Un murmullo de sorpresa recorrió los pupitres. Le siguió un montón de felicitaciones, algunas sinceras, muchas forzadas, otras que sonaban como una sentencia de muerte.
Algunas muchachas, sobre todo las más listas del curso, no aguantaban que una como Daisy Magnoli, con un nivel escolar bueno pero no realmente alucinante, pudiese hacerles sombra con aquella noticia imprevista que hizo demasiado daño a su ego. Daisy pensó que era normal. Los celos eran parte del juego. Y además estaba habituada a ser considerada fastidiosa.
Daisy Magnoli estaba en el tercer año de instituto. A pesar de la adolescencia marcada por la muerte de su padre, parecía la publicidad de la vida.
Los cabellos largos y brillantes, la sonrisa esplendorosa, los ojos azules abiertos de par en par al mundo, la expresión del rostro frívolamente maliciosa o inocente dependiendo del capricho del momento. Y luego la belleza de un cuerpo hecho para ser deseado… todos los ingredientes que creaban un encanto particular del que nadie era capaz de sustraerse.
Todos motivos perfectos para ser odiada.
Observó que Milena Nassi y Susy Del Nero eran las más envidiosas. Las dos de dieciocho años, conocidas como la rubia y la morena de quinto D, tenían los labios vueltos hacia arriba forzados en una sonrisa artificial, los ojos fríos centelleantes de malicia que parecían decir: Disfruta ahora, querida. Disfruta mientras puedas…
Daisy sabía que participar en el programa estrella del Canal 104 estaba fuera del alcance de todas las muchachas del instituto y se preguntó en qué maldad estarían pensando. En ese momento oyó una frase en boca de Lorena.
–Me pregunto, ¿estáis bromeando? –gruñó la chica a Milena y Susy. – ¿No lo estáis pensando realmente?
Ninguna de ellas respondió pero miraron a Lorena con una elevación de cejas condescendiente, como diciendo que ella hacía bien en sacar las garras para defender a la amiga pero eran ellas las que tenían razón.
–No. Lo digo en serio. ¿Qué tiene que ver…?
Daisy no oyó la frase de Lorena debido al ruido de una mochila tirada sobre el pupitre. Pero no se le escapó el movimiento de labios de la compañera. Los labios húmedos de Lorena se habían movido nerviosos arriba y abajo acabando una frase que le arruinó el resto de la jornada.
–… ¿qué tiene que ver su padre?
El ego de las dos muchachas para no sentirse dolido había llegado a un compromiso: la convicción de que Daisy, la hermosa Daisy, la flor perfumada Daisy había sido escogida porque en la televisión adoran las historias fuertes. Y Daisy tenía un padre que se había suicidado.
Pronto, sobre el escenario de Next Generation bailarían las sombras de su pasado.
Archivo clasificado nº 1
La redacción ha recibido la documentación grabada
Entrevistando al testigo (omitido)
GRABACIÓN COMPLETA
– ¿Comenzamos la charla? ¿Qué piensas?
–Vale. Estaba con una abstinencia del carajo, ¿vale? Necesitaba chutarme. Por eso había ido abajo, a la costa. Son sólo cinco minutos en coche.
–Alberto, por Dios, que estás en arresto domiciliario. ¿Quieres volver a la cárcel? Sabes cuánto han gastado todos contigo.
–Lo sé, lo sé. La comunidad, la recuperación y todo lo demás. Es gracias a ellos que no he muerto de sobredosis. De todos modos, el cerebro lo tengo frito. Tengo también los dientes rotos, las cicatrices en los brazos, las señales de las puñaladas de los traficantes en la espalda, el culo roto. Soy una ruina, es verdad. Un alma perdida. Pero no soy un mentiroso.
–Entonces, ¿es verdad?
–Yo nunca he creído en Mazinger Zeta o El Hombre Delgado o cualquier otro puto y jodido superhéroe. Pero aquello de allí no era normal.
–Cuéntamelo otra vez.
–Pero ¿por qué grabas esta historia? ¿Luego se la das a los carabinieri?
–Alberto, te hemos sacado de la cárcel no sé cuántas veces. ¿Y todavía no te fías de mí? Venga, cuenta.
–Oh, vale, mierda. ¿Otra vez?
–Otra vez, sí.
–Ok, ok. Vale: eran más o menos las tres de la madrugada. En el distrito del Duomo todo está muerto a esa hora. Estaba sentado en las escaleras de la iglesia, el torniquete apretando el brazo y la jeringuilla buscando una vena decente. Antes, en casa, había vomitado y tenido algunas convulsiones. Bueno, debía pincharme. Apenas media hora y ya tenía el material. No sabía dónde carajo inyectármela. Los brazos estaban hinchados y lívidos, llenos de agujeros, todo hematomas rojos, azules y verdes. Faltaba la media luna para ser la bandera de Azerbaiyán. Las piernas estaban aún peor que el resto. Finalmente me he quitado un zapato para pincharme en la planta del pie. Con la heroína circulando estaba como Dios. Luego veo esa furgoneta blanca. Bajaba tranquila. Sabes, de esas con el cajón detrás que usan los albañiles.
–Lo sé. Conocía a Giovanni.
– ¿Y quién no conocía a Giovà[1 - Nota del traductor: En dialecto, en el original. Manera familiar de llamar a Giovanni.]? Un día me ha dado un montón de golpes. Quería robarle un saco de cemento del almacén, vamos, para venderlo y sacarme unos euros. Sus manos parecían dos palas. Dijo que me apreciaba y que no quería engañarme, sino que quería hacerme comprender el valor de las cosas que se ganan con sacrificio. A su modo era un educador.
–No divagues. Dime lo que pasó después.
–Bien, Giovanni coge la calle hacia Porta Duomo, pasa el semáforo que indica los trabajos en curso. La calle es estrecha, un poco porqué está encerrada entre los edificios, un poco porque hay un montón de adoquines amontonados sobre el borde de la carretera. Estaban rehaciendo la acera. Luego llega ese taxi en sentido contrario. Iba como loco y… ¡pum! Un choque frontal terrorífico. El taxi vuelca de un lado y comienza a arder. El taxista sale, no sé cómo. Tiene la camisa cubierta de sangre. Da unos pasos, se cae de rodillas y luego da con la cara en el suelo. No entendía si se había muerto o sólo desmayado. Mientras, el pobre Giovanni estaba dentro de la furgoneta con la cabeza saliendo entre los cristales del parabrisas. La sangre caía sobre el capó y… amigo, ¿estás bien? estás blanco como el papel.
–No, todo está bien. Giovanni no merecía morir de esa manera. Continúa.
–Sí, pobre Giovà. Pero ¿es cierto que luego me darás treinta euros?
–No son para ti sino para tu madre. Debe hacer la compra esa santa mujer.
–Ok. Tranquilo que no me compraré droga. Entonces: un momento más tarde el taxi fue envuelto por las llamas. Una escena horrible. Ella estaba dentro. En una trampa como un ratón. Luego llegó ese tío.
– ¿Puedes describírmelo?
–No sé qué cara tenía. El humo venía hacia mí. Estaba muy colocado y no podía levantarme. Pensaba que iba a morir intoxicado. Tosía y vomitaba, un poco debido al humo y un poco por la heroína que estaba cortada con alguna mierda. De todas formas, tenía los ojos bien abiertos, la cabeza envenenada con la droga me hacía creer que era un héroe valiente que debía mirar a la cara a la propia muerte. Sólo que vi otra cosa. Observé a aquel tío en medio del humo que se acercaba al coche. El automóvil era un balón de fuego. El traje del tío se incendió y él comenzó a arder. Juro por Dios que ardía pero era como si no se diese cuenta. El cabello crepitaba, la piel de la nariz chisporreteaba sobre la tierra como si fuera aceite frito. A pesar de todo esto el hombre abrió la ventanilla, abrió la portezuela desde el interior y la sacó. La tenía entre los brazos que, por lo demás, ya no eran brazos sino dos tizones negros. La alejó de la hoguera y la tendió en el suelo. Yo me puse a reír. Me ocurre siempre cuando estoy con la sobredosis. Si debo morir quiero hacerlo con un cierto optimismo. Lo último que recuerdo es a ella: quemada, los vestidos todos quemados, el rostro desfigurado, un muslo medio descarnado que dejaba ver un trozo de fémur. Los músculos, los nervios, los tendones, todos fuera… el resto de la piel alrededor de la pierna era una mancha de grasa disuelta que se derramaba por la carretera como la meada de un perro.
– ¿Sabes quién era la muchacha?
–No. Nunca lo supe. Estaba irreconocible y… pero, tú estás mal.
–No, no… tranquilo.
–Estás realmente mal. ¡Cristo! No llores, venga.
–No es nada. Continuemos. Háblame del hombre. ¿Qué recuerdas?
–Recuerdo que se alejó. Un tizón quemado que caminaba con paso tranquilo en dirección al arco de Porta Duomo mientras todo a su alrededor se animaba. Recuerdo las caras de los del barrio que bajaban a la carretera con cubos y extintores. Luego las sirenas, las luces intermitentes de la ambulancia, algunos maderos. El tío que se estaba quemando se había ido de la misma manera en que había aparecido, en silencio. Y luego la oscuridad. Me había quedado en coma por sobredosis. Y… ¿estás mejor ahora?
–Ya ha pasado. Gracias.
–Vale.
–Volvamos a lo nuestro. Alberto, ¿estás convencido de haber visto a aquel hombre? Porque nadie sabe nada de él. Ha desaparecido sin dejar huella.
–Lo sé. Nadie lo ha visto y nadie me cree. ¿Por qué deberían? Sabes cómo me consideran. Yo para ellos soy escoria. Y la escoria es irrelevante, mentirosa, astuta y traicionera. ¿Quién va a creer a Alberto El Gualdrapa? Sin embargo, tú me crees.
– ¿Qué te lo hace pensar?
–Porque no estarías aquí haciéndome todas estas preguntas. ¿Hemos acabado?
–Sí, hemos acabado.
– ¿Puedes darme otros diez euros? Te juro por Dios que son para cigarrillos.
–Ya has robado treinta del cepillo de las limosnas en la iglesia, Alberto. Date por satisfecho.
–Te prefiero cuando lloras. Cabrón.
Fin de la grabación.
2
Los rituales domésticos de Sandra comenzaban por la mañana temprano. Eran aburridos y siempre los mismos pero ella no los consideraba humillantes.
El esquema fijo comprendía: lavar y vestir a Adriano, preparar el desayuno, dar de comer a Chicco, el husky siberiano con el hocico de color ceniza y un carácter pérfido, limpiar el lecho, vaciar o llenar la lavadora, vestirse, maquillarse, ir al trabajo. Naturalmente, había muchas variantes y algún imprevisto para animar las costumbres domésticas.
Ese día fue su hija la que rompió el esquema. Daisy y su hermano estaban sentados delante de dos humeantes tazas de café con leche cuando Sandra cogió la tablet para leer Cronache Cittadine, el periódico digital de Castelmuso.
Había tenido lugar un accidente. Una anciana había recorrido en sentido contrario un trozo de la autopista y se había estrellado contra un TIR. Cuando un castelmesino moría de aquella manera acababa siempre en la primera página. Pero no ese día. El puesto que habría correspondido a la mujer muerta había sido ocupado por una foto enorme de Daisy. Un selfie seductor cogido prestado de Facebook, donde la curva suave de sus pechos se entreveía bajo una camiseta de tirantes anudada maliciosamente por encima del ombligo. Daisy era la noticia del día.
Sandra, después de un instante de asombro, mostró la foto a su hija que enrojeció de vergüenza.
–Pero maldita sea… esta, Guido me la paga –dijo con un tono desesperado en la voz.
Guido Gobbi era su compañero de clase. Hacía prácticas como aspirante a periodista en Cronache Cittadine. Pensaba que la impresionaría dedicándole la noticia de apertura. El artículo no estaba mal, pero aquella foto…
– ¿Qué se le ha pasado por la cabeza a ese tonto? ¡Por Dios, no! Las espinillas. No me había dado cuenta de las espinillas. ¿Por qué no las ha quitado con el Photoshop?
– ¡Pero qué va! Si estás muy bien –le aseguró Sandra, desaprobando, de todas formas, la costumbre de su hija de retratarse en poses sexys, realmente poco apropiadas para su corta edad. No le riñó sólo para no dañar la reciente autoestima fresca y en desarrollo, y por lo tanto frágil, de la adolescente Daisy.
La muchacha arrebató la tablet de las manos de su madre y leyó: Daisy Magnoli ha comenzado a cantar y a bailar a los seis años. Ha participado en numerosos concursos, venciéndolos, entre ellos Il nuevo Cantagiro, y la tercera edición de Una voz para ti. Ha grabado un vídeo (dirección y música de Adriano Magnoli) titulado I’m Rose. La pieza ha conseguido más de cuatrocientas mil visualizaciones. De ahí a ser elegida para participar en un concurso de talentos apenas un paso. Muy pronto veremos a nuestra conciudadana en el Canale 104, ¡perdonad si no es mucho! No nos queda otra cosa que desearle la mejor de las suertes a Daisy Magnoli.
–Un artículo profundo, no hay más que decir –dijo Daisy poniendo la cara larga.
–No está tan mal –le aseguró Sandra –Guido ha sido amable, sobre todo cuando… Sandra hizo una pausa, como si debiese decir algo para que supiese que le importaba…–sobre todo cuando han nombrado a tu hermano.
–Bueno, Adry, ¿no estás contento? –preguntó la madre mostrando el artículo al hijo. –No ocurre todos los días que aparezcas en los periódicos.
Adriano no respondió. Miraba la taza que estrechaba entre las manos, un reguero de leche que descendía al lado de sus labios temblorosos, la mirada que a ratos parecía apagada y a ratos buscaba la de la madre. Pero en ese momento los ojos sólo estaban llenos de vergüenza. Sandra suspiró paciente. Alargó la mano sobre la mesa apoyándola sobre la bragueta de los pantalones del hijo. Estaba empapado de orina.
Debía cambiarlo otra vez. También esto formaba parte de sus rituales cotidianos. Daisy se había dado cuenta de la incomodidad de su hermano pero, como siempre, hizo como si no pasase nada.
–Me voy al colegio. Hasta luego, hermano. Por favor, pórtate bien. –exclamó estampándole un beso en la mejilla. Desde el momento en que comenzó a tener un hermano enfermo, embutido de fármacos y atontado por un destino hecho sólo de mala suerte, la mejor cura había sido alimentarlo con grandes dosis de amor. Daisy lo había comprendido perfectamente y hacía todo lo posible por ponerla en práctica.
La muchacha puso la mochila en bandolera y salió de casa. El bus estaba parado en la carretera, justo delante del camino de su edificio, un chalet de dos pisos con las vigas a la vista, las cristaleras anchas y luminosas y un jardín florido, pequeño reino indiscutido de abejas y mariposas de colores en busca de dulces e intensos perfumes. El chalet, junto a una cuenta sustanciosa a nombre de los hijos, fueron las únicas cosas soportables dejadas por Paolo Magnoli antes de suicidarse.
Daisy subió al autobús, la puerta se cerró por medio de un émbolo a sus espaldas. Durante el trayecto repasó mentalmente la lección de historia.
Torcuato Tasso nació en Sorrento el 11 de marzo de 1054. Hijo de Porzia dei Rossi y de Bernardo, un cortesano y literato. Cuando quedó huérfano de la madre siguió al padre a Urbino, Venecia, Padova… y luego, luego… uff… ¿pero quién puede recordar el resto?
El bus remontó la vía estrecha y tortuosa y se introdujo en la carretera de circunvalación. A las ocho de la mañana los habitantes de Castelmuso siempre estaban a la cola ocupando las dos rotondas de aquel tramo de la carretera provincial donde un guardia urbano, obeso y aburrido, daba salida al tráfico con una ridícula autoridad.
El instituto Leopardi se encontraba al final de la última rotonda, un edificio de tres pisos de ladrillos rojos con un techo plano que hacía las veces de terraza. Había sido construido en los años ochenta, cuando el pueblo tendía a expandir la periferia hacia la vertiente este, no demasiado alejado de la zona industrial.
Daisy bajó del autobús, atravesó el portón y luego el patio para llegar hasta el aula de literatura. Algunos estudiantes la saludaron con chistes ingeniosos; alguno silbaba con los dedos en la boca, otros batían las manos para tomarle el pelo, señal de que el artículo no había pasado inadvertido.
Lorena la esperaba en lo alto de las escaleras, un brazo sosteniendo el pesado diccionario de italiano, el otro agitándolo en el aire para decirle que se diese prisa. Daisy aceleró el paso para llegar hasta Lorena cuando vio a Guido. El autor del artículo era un chaval que, si bien no del todo introvertido, era, de todas formas, un adolescente melancólico y silencioso, con los rizos negros enmarañados, la sudadera descolorida, los anteojos redondos, pequeños y escurridizos que ponía en su lugar con un dedo para que no le cayesen de la nariz.
–Ho… hola Daisy –dijo inseguro, las palabras se frenaban por un mal presagio que le estaba diciendo que se estuviese callado. Tiró por la calle de en medio que le hizo balbucear en vez de callar.
– ¿Te ha gustado el artículo? –dijo metiendo las manos en el fondo de los bolsillos de los pantalones apuntando sus ojos hacia el rostro fresco y limpio de ella.
Daisy no respondió y siguió adelante reservándole esas atenciones que se les da, más que a una persona poco grata, a un objeto de mobiliario particularmente insignificante.
– ¡Vaya! ¿Qué mosca le ha picado?
–La foto, ¡capullo! –Le reprochó Lorena –Has puesto un selfie de Facebook. En las redes sociales podían verla sólo los amigos. En Croniche Cittadine la han visto todos.
–Pero, la foto es, cómo lo diría, intensa. Sí. Intensa es el término justo.
También Lorena estaba de acuerdo y probablemente Daisy pensaba de la misma manera. Lorena, sin embargo, conocía la extraña psicología de la amiga.
No estaba enfadada con Guido por la foto sino por algo más profundo y complicado.
Daisy Magnoli se había enamorado de él. Una atracción que no conseguía controlar y ni siquiera perdonarse. Guido, de hecho, no tenía ninguna de las cualidades que hubiera deseado en un muchacho. No lo encontraba ni atrayente ni tampoco demasiado simpático. Era poco sociable, cerrado y aburrido. Los otros muchachos, por el contrario, eran excéntricos, un poco salvajes y temerarios. Mientras que Guido era triste y gris como un cielo sin relámpagos. Daisy no habría podido relacionarse con uno de ese tipo.
A pesar de todo el muchacho de cabellos rizados estaba siempre en el centro de sus pensamientos. Por esto lo trataba mal. Quería obligarlo a que la odiase, quizás de esta manera se lo sacaría de la cabeza.
Los estudiantes entraron en la clase. Lorena apoyó el diccionario sobre el pupitre y se sentó al lado de Daisy.
–El hecho es que no soporto tenerlo siempre en la cabeza –murmuró a su amiga. – ¿Pero, lo has visto? Hoy va más encorvado. Pero ¿cuánto tiempo pasa delante del ordenador? –dijo buscando un pretexto que lo volviese insoportable.
Guido entró el último en la clase. Compartía el pupitre con Filippa Villa, una chavala enorme y arrogante, un dedo medio tatuado en la parte baja de la espalda que surgía de una camiseta demasiado corta. La lección había comenzado pero el profesor todavía no había llegado.
El profesor de italiano era el representante sindical del colegio.
Alguien lo había visto discutir en la secretaría, donde había gritado algo con respecto a algunas cuentas de gastos para las actividades extraescolares de los profesores. Cada asunto sindical que se debía resolver requería mucho tiempo y Manuel Pianesi, el estudiante que ocupaba el primer pupitre, lo aprovechó para encender el ordenador del escritorio.
Manuel descargó de Youtube el vídeo de I’m rose que enseguida apareció proyectado en la pizarra interactiva.
– ¡Manu, quita esa historia! –se lamentó Daisy.
– ¿Habéis visto? Casi medio millón de visualizaciones –observó Manuel, los mechones de rastas que bajaban por sus hombros derechos y robustos. Manuel era un tipo bullicioso y divertido, de esos que sentían la incontenible necesitar de hacerse ver.
– ¿Alguno ha leído, por casualidad, los últimos comentarios? –dijo riendo el chaval intentando llamar la atención sobre él.
– ¿Qué quieres decir? –se alarmó Daisy que, temiendo una broma, se levantó del pupitre, llegó hasta la mesa del profesor y arrancó el ratón de las manos de Manuel. Él se encogió de hombros, ella pinchó sobre la barra de los comentarios.
Daisy Magnoli parece una diva, pero puedo garantizaros que es tan tímida que si se lo pides te la enseña sólo en Instagram. Firmado Manuel Pianesi, adorado compañero del instituto.
–Estúpido. Esta me la pagas –se enfadó Daisy.
–Venga, es sólo una crítica constructiva. Y además no has visto lo que ha escrito Leo –dijo Manuel apuntando el pulgar a la espalda para señalar a Leonardo Fratesi, un chaval de tipo atlético, no muy alto, de cabellos rojos derechos como cerdas.
Leo se levantó de su puesto y se mofó de Daisy con una reverencia.
Daisy Magnoli siempre va de guay. Quiero decir que esperaremos a que sea vieja y fea para que sea ella la que se nos tire encima. Firmado Leo Fratesi, otro adorado compañero de instituto.
Daisy leyó una plétora de comentarios divertidos todos firmados por sus adorados compañeros de instituto.
Daisy Magnoli tiene las tetas tan pequeñas que, en lugar del sujetador, lleva tapones de cerveza.
Daisy Magnoli, cansada de atascar la moto segadora ha decidido dejar de depilarse.
Daisy Magnoli ha prometido llegar virgen al matrimonio. Por esto se ha casado a los doce años.
Daisy, mientras leía, se ruborizaba cada vez más, las cejas curvadas amenazaban tormenta.
Guido observó el vídeo sombrío y silencioso. La película era una pequeña obra de arte creada por el hermano. Adriano Magnoli tenía un talento creativo fuera de serie. Una vena que la enfermedad parecía, de todas maneras, haber acentuado. I’m Rose fue escrita en un sola noche. Por la mañana, el chaval ya había sintetizado todo y por la tarde estaba ya en el sótano con su hermana para filmarla mientras interpretaba la canción. Daisy bailó en una sala llena de estanterías de aluminio y cajas de embalaje cerradas con cinta adhesiva. Adriano hizo desaparecer todo gracias a los efectos digitales. En el vídeo Daisy aparecía envuelta por espirales de niebla que parecía que danzaban con ella.
Si para Daisy el éxito en la web fue la clave para participar en Next Generation, para su hermano I’m Rose se convirtió en el objeto de su manía. Adriano permanecía durante horas y horas sentado delante del ordenador observando la película de su hermana. Ahora, el Internet democrático, libre y fisgón la había echado como pasto a los leones. Era criticada, alabada e insultada por gente desconocida. Nunca lo habría confesado pero lo encontraba excitante, como si alguien la estuviese mirando desnuda desde el agujero de la cerradura.
–Y me pregunto ¿qué he hecho para merecerme una panda de capullos como compañeros de colegio? –dijo riendo.
– ¡Oh, muchachos, ya llega! –dijo Lorena alarmada observando al profesor caminar jadeante por el pasillo.
Daisy estaba a punto de apagar el ordenador cuando en el vídeo apareció un nuevo comentario.
Una frase breve y malvada dirigida a su hermano.
Adriano, deja de buscarme. O tendrás un feo final.
Archivo clasificado nº 2
La redacción ha recibido la documentación grabada
Entrevistando al testigo (omitido)
GRABACIÓN COMPLETA
– ¿Esa grabadora está encendida? ¿Es necesaria?
–No se preocupe por la grabadora. Haga como si no estuviese.
–Bueno, como ya he dicho, después de la muerte de mi Lucas no conseguía estar en paz. Lo añoraba. Lo añoro tanto. He pasado días enteros en su tumba. Me sentaba en una butaca de picnic, de esas plegables. Me sentaba allí y hablaba con él. Hablaba de todo. Del colegio, sobre todo. Le sermoneaba por las notas. Podía dar mucho más, pero no quería estudiar. Cuán importante era el colegio para mí pero no para él. Y luego hablaba de deportes, del campeonato que ya no podía ver. Le hablaba de su Milán y de las muchachas que no le interesaban nada, y de lo que hacía Pedra, nuestra perra labrador que es como de la familia. Cuando acababa de charlar con él cerraba el taburete y volvía a casa. Miraba sus fotos, veía sus películas de cuando era pequeño. Pero no me bastaba. Entonces yo… yo…
(La testigo comienza a llorar)
–Luca era su hijo.
(La testigo asiente sin responder. Tiene una crisis. Quiero suspender la charla un minuto. La testigo dice que continuemos.)
–Perdona. Ya estoy mejor.
–Sé que es doloroso. Le entiendo. Y dígame, ¿fue entonces cuando decidió consultar a la médium?
–Sí. Normalmente no creo en estas cosas pero le añoraba tanto. Tenía veinte años, ¿comprende? Sólo veinte años. Debía escuchar su voz, o mejor dicho, ilusionarme de escucharle, verle, tocarle. Sé que comportándome de esta manera ofendería a la Santa Madre Iglesia. Sé que he pecado.
(Bebe un vaso de agua)
–No se preocupe por esto. Vayamos al grano.
–Bueno… voy al edificio de enfrente. En el cuarto piso, la segunda de las tres puertas, esas que están en el pasillo. Entro en el piso. Me lleva a una habitación que parecía una pequeña capilla. El ambiente olía a incienso. Sobre un altar había tres candelabros encendidos y un ostensorio. Y la estatua del santo. Una estatua grande y pesada de esas que sólo se ven en las iglesias. Me dejó muy impresionada. Pensé: ¿dónde puede haberla conseguido?
– ¿Habla de la estatua del santo patrón?
–Sí. Igualita que aquella que en invierno llevan en procesión.
–La procesión del veinticuatro de noviembre. La conozco. Continúe.
–La médium, madame Geneve, así se hacía llamar, cerró las pesadas cortinas de terciopelo. La estancia se sumergió en la oscuridad. Ella estaba en la otra parte de la mesa. Comenzó a invocar el nombre de mi hijo. Yo, en ese momento, me sentí estúpida y mezquina. ¿Cómo podía poner mi dolor en las manos de aquella mujer? Sabía que había estado en la cárcel por estafa pero vivía en mi barrio, estaba muy cerca de mi casa, y la muerte de un hijo no te convierte en lúcida. Sí, estaba confusa…
(Pausa. Comienza a sollozar)
–Por favor, no debe justificarse. No estoy aquí para juzgarla.
–S… sí, es verdad. Me quería ir cuando, de repente, escuché unos golpes en la ventana. ¿Sabe ese ruido que hacen los cristales cuando son golpeados por trozos gruesos de granizo?
–Sí. Sólo que no era granizo, ¿verdad? Dígame: ¿No ha pensado que era un truco?
–No sé lo qué he pensado. Sucedió de repente. Y luego, nada. No era un truco. Lo sé porque cuando madame Geneve descorrió las cortinas lanzó un grito. Estaba atemorizada. Digo que, si hubiese sido un truco, ¿qué sentido habría tenido chillar de miedo?
(Asiento)
–El golpeteo se intensificó, se sentía el ruido también sobre el tejado. La médium estaba en la ventana para comprobar qué estaba pasando. Afuera se había levantado la niebla. Pero igualmente veíamos el mismo carbón golpear el edificio.
– ¿Carbón? ¿Carbón que caía del cielo?
–Justo. Trozos de carbón incandescentes. Batía sobre las tejas, sobre el muro. Tan grandes y duros como para abollar los canalones.
– ¿Usted cómo ha reaccionado? ¿Ha tenido miedo?
–Mire, por raro que parezca, yo estaba calmada. Con una calma insólita. Es más, me sentía casi feliz. Me había ilusionado con que era una señal que me mandaba mi hijo. Estaba convencida. Sin embargo, la médium estaba aterrorizada. Me encontré tranquilizándola porque Luca estaba allí. Estaba allí conmigo. Y esto gracias a ella. Pero ella decía que no tenía nada que ver con cuanto estaba sucediendo. Ella sólo debía leerme las cartas o algo parecido, dijo.
Como todos los canallas mezclaba lo sagrado con lo profano. A continuación la ventana se abrió de golpe. Los trozos de carbón cayeron en la habitación y golpearon a la médium. La pobre se cayó al suelo y perdió una zapatilla.
No sé porque me ha quedado impresa la zapatilla. Pero, en ese momento, todo era muy confuso. El resto, excepto la zapatilla que se quedó sobre la alfombra, lo recuerdo vagamente. Recuerdo la mesa golpeada por el carbón ardiente, la alfombra que comenzó a quemarse. Casi parecía como que aquella lluvia nos golpease para obligarnos a escapar de aquel lugar.
Una especie de advertencia que provenía del cielo. Intenté huir pero la puerta estaba cerrada y no se abría. Me golpeó algún tizón. Me había quemado llenándome de moretones. Los golpes me hacían daño. Bueno, yo no sé si lo que vi era real, sólo sé que ya no estaba tranquila ni feliz. En ese momento sentí una presencia oscura y maligna. Estaba aterrada. Me puse a gritar. Comprendí que no, no podía ser mi hijo. Lo último que recuerdo fue la estatua del santo patrón. Era de mármol, muy pesada, por lo menos eso me parecía. Antes de desmayarme vi que la estatua caía. Madame Geneve estaba de rodillas, mientras era golpeada en la espalda por gruesos trozos de carbón, pero empeñada en buscar la zapatilla. Comprendí que intentaba alejarse de aquella realidad maligna redirigiéndola sobre pensamientos sencillos, banales. ¿Qué sentido tendría, sino, obsesionarse con una estúpida zapatilla de lana? Fue justo en ese momento que la estatua le cayó encima golpeándola en la nuca. Los ojos de la pobrecita giraron para mirar fijamente al techo, el blanco de la esclerótica que brillaba a la luz del fuego. Una mancha de sangre le salía de la cabeza, desperdigándose por la alfombra. Luego la oscuridad. Me encontraron después de una hora en la parada del autobús. No sé cómo llegué allí. Esperaba haberme imaginado todo. Pensé que el estrés por la pérdida de mi hijo, las medicinas que tomaba para soportar un dolor que no se puede explicar, fuesen la causa de las alucinaciones. Me agarré inútilmente a esta esperanza. Por la noche llegaron al barrio los carabinieri. A madame Geneve la encontraron muerta. Todos pensaron en un homicidio. Pero yo sé cómo sucedieron las cosas. Ha sido algo malvado lo que la mató. La misma cosa que mató a mi hijo.
(La testigo comienza de nuevo a llorar)
– ¿Por qué no fue enseguida a los carabinieri?
– ¡Porque tenía miedo! No podía contar lo que había visto. Me habrían tomado por loca. Sobre todo, no quería ser acusada de homicidio.
–Usted sabe que cuando la médium fue encontrada en el suelo con el cráneo destrozado, en la pared se podía ver una frase trazada con un pedazo de carbón: Decus et Damnationis Belleza y Condenación. Según usted ¿qué quiere decir?
–Yo… yo no lo sé. Juro que no lo sé.
(Llora)
–Gracias por su testimonio. No tengo más preguntas que hacerle.
–Sólo una última cosa: el carbón… la casa estaba llena de carbón. ¿Alguien lo ha visto?
–No. No han encontrado nada
Fin de la grabación
3
El profesor Marzioli era un tipo rígido y anticuado, con las gafas en equilibrio sobre la punta de la nariz aquilina, la chaqueta lisa y con una pajarita que le daba una apariencia de intelectual.
Torcuato Tasso tuvo una educación católica. En la Rimas amorosas se puede reconocer la influencia de la poesía de Petrarca…
Como de costumbre Marzioli explicaba la lección con el entusiasmo de un sepulturero que tomaba las medidas a un difunto. Guido observó que Daisy no cogía apuntes. Tamborileaba nerviosamente con el bolígrafo sobre el pupitre, el aire de quien perseguía pensamientos lejanos.
En cuanto acabó la lección sobre Tasso se levantó un suspiro colectivo de alivio. El profesor había conseguido a convertir en sorprendentemente aburrida la inquieta vida del literato. Lorena se despidió de Daisy y se largó con rapidez. El padre la esperaba a la entrada en uniforme de trabajo, sentado en la furgoneta cargada de tubos para los calentadores de agua. Debía llevarla a ver el partido de los Leopardiani, el equipo del instituto. A Lorena no le gustaba el fútbol pero estaba enamorada locamente de Christian Skendery, un alumno de tercero de anchos hombros y con una mirada de fuego.
Daisy se despidió de su amiga y atravesó la calle afligida. Guido apresuró el paso para alcanzarla.
–Daisy, ¿podemos hablar? –preguntó nerviosamente, esperando que no lo mandase al diablo. Ella se paró. Miró al muchacho elevando las cejas, abandonando sus propios pensamientos para concentrarse en su rostro arrepentido.
–Siento lo de la foto –exclamó él con un desganado levantamiento de espaldas, como queriendo decir que ahora el daño ya estaba hecho y no se podía remediar.
–No es tan importante –dijo Daisy poniendo fin a la cosa al notar cómo el muchacho estaba tan nervioso. Ella, con el aire hosco de quien no lo había perdonado del todo, se fue hacia el camino dando por descontado que él la seguiría.
Guido se armó de valor, apresuró el paso y la alcanzó. Caminaron uno al lado del otro atravesando las hileras de plátanos que conducían a la salida. El otoño extendía las primeras hojas sobre el adoquinado. Dos muchachos se pasaban un canuto sentados debajo de un plátano con una corteza impresionante, la luz del sol metiéndose entre las ramas y saliendo fragmentada en muchos pequeños rayos brillantes.
–Aparte de los porros, es una escena muy romántica –pensó Daisy. Guido intentó trabar conversación. Ella respondía estando un poco a lo suyo, con monosílabos, porque estaba de nuevo pensando en el comentario escrito en Youtube.
Adriano, deja de buscarme. O tendrás un feo final.
Le pareció una broma horrible. Todos sus amigos sabían que estaba enfermo. ¿Qué sentido tenía ensañarse con una persona discapacitada?
–Daisy, ¿está todo bien? Tienes una cara extraña –se preocupó Guido.
–No, no es nada. Es que estaba perdida en mis pensamientos –respondió ella haciendo sobresalir el labio inferior para soplar hacia el flequillo. Sandra la esperaba sentada en el coche mientras un guardia municipal estaba observando con poca paciencia los cuatro intermitentes encendidos.
Guido observó a Daisy dar la vuelta a la esquina. A pesar de no verla levantó la mano para despedirse, la mirada atraída por sus curvas que se movían seductoras debajo del gabán gris. Ella caminaba con la seguridad de tener sus ojos encima.
–Joder. Guido Gobbi… Joder –pensó, pero no se podía engañar a sí misma, o negar que sus sentimientos pudiesen cambiar sólo porque intentaba por todos los medios evitarlo. Se dio cuenta de que había llegado el momento de enfrentarse a la realidad. Se volvió hacia Guido con expresión descuidada – ¡Ah, me olvidaba! –dijo. En realidad no se había olvidado de nada.
Ese momento lo había imaginado una infinidad de veces.
–Bueno. Debo fingir que no es algo importante. Debe dar la impresión de que no es tan importante para mí. Una tontería… Ármate de valor y no tiembles…
Daisy se lo dijo de repente.
Guido se quedó pálido por la sorpresa. Creyó que no había entendido bien.
–Per… perdona, ¿lo puedes repetir? –preguntó él.
Ella lo repitió resoplando.
–Pero si no te apetece, no puedo obligarte.
–Claro que me apetece. El sábado es perfecto –dijo él, las orejas encendidas de un rojo subido.
Guido no conseguía encauzar la enormidad de esto.
Daisy lo había invitado a salir con ella.
–Entonces nos vemos el sábado –respondió la chavala con un ligero ceño fruncido, como si estuviese enfadada con el destino, culpable de haberla dirigido hacia el camino que había intentado evitar por todos los medios.
La vio subir al Cherokee de la madre. Ella no se giró ni para despedirse. Guido comenzó a andar por la calle sin saber realmente dónde estaba yendo.
–Saldré con ella –repitió para sus adentros. La gris apariencia de su vida la había llevado el viento de repente y ahora todo lo que le rodeaba resplandecía de colores. Un arco iris de emociones que podía aferrar sin sentir que se le escurría entre los dedos. Se sentía feliz y tan en sintonía con el mundo que habría querido abrazar a todos los que se le cruzaban camino de casa: una madre que empujaba un cochecito de bebé, un niño encantado por un vendedor de globos, un anciano sentado en un banco, un señor con chaqueta y corbata que buscaba un taxi, un mendigo tirado en la acera reposando entre las dobleces de un cartón…
Sí, habría querido abrazar a todo el mundo.
Daisy y él se verían el fin de semana.
Comenzó a contar las horas que lo separaban de ella, las agujas del reloj de repente eran insoportablemente enormes, pesadas y lentas.
La baja presión sobrecargaba el cielo con nubes grises y amenazadoras. El comprimido de Leponex estaba en el cajón de las medicinas, puesto allí para recordar a la madre de Daisy hasta que punto su vida todavía era trágica y complicada.
Adriano, el rostro demacrado y cansado, los cabellos negros pegados en la frente, la mirada que vaga sin decidirse dónde posarse, ya no iba al colegio desde los doce años. La enfermedad era cruel, los profesores de apoyo inexistentes, desaparecidos por los recortes lineales del gobierno.
Adriano era seguido por un profesor que venía constantemente a verlo una vez a la semana. Cuarenta y cinco mil euros gastados en cuatro años. Los médicos habían dicho que el suicidio del padre había despertado una enfermedad ya presente en sus genes.
Los primeros síntomas se manifestaron a los doce años, una edad sorprendentemente precoz para aquel tipo de enfermedad. Sandra comenzó a sospechar que algo no iba bien cuando Adriano, de complexión redonda y rosada, comenzó de repente a perder peso. Se lavaba poco, rechazaba estudiar, dormía sobre la alfombra y cuando iba al baño lo ensuciaba por todas partes.
Un día comenzó a bajar todas persianas de todas las ventanas de la casa.
Decía que estaba siendo espiado por alguien. Indicios de un mal oscuro que habían empezado a preocupar seriamente a su madre. El psicólogo dedujo que Adriano no había conseguido procesar el trauma del suicidio. La tragedia ocupaba todos sus pensamientos sin dejar espacio a otras cosas. Por lo que respecta al hecho de sentirse espiado, podía ser interpretado como la prueba de una manía persecutoria.
Luego comenzaron las alucinaciones: Adriano veía a los habitantes de Castelmuso morir uno a uno. Recitaba nombre y apellidos, anotando incluso la fecha de su muerte.
Un día cogió un bidón de gasolina del garaje y lo llevó hasta la entrada del duomo. Fue detenido con firmeza por el capellán.
Adriano insistía en que había visto un rostro negro más allá de la rejilla de hierro del confesionario. Pensaba que era un demonio, por este motivo querría haber purificado el duomo con el fuego. Esa misma tarde Sandra lo había acompañado al centro de higiene y salud mental Umberto II, donde el chaval fue puesto bajo observación durante diecisiete días. Ese fue el primero de cuatro ingresos.
Habían trascurrido tres años desde que le habían diagnosticado una grave forma de esquizofrenia paranoide. Desde entonces, Sandra Magnoli había ido todas las semanas al estudio del profesor Roberto Salieri, el psiquiatra que supervisaba a Adriano.
Sandra aparcó en las líneas blancas reservadas de un modesto restaurante, a unos pocos pasos del estudio.
Adriano bajó del coche con la lentitud de un anciano. El principio activo de la clozapina evitaba las alucinaciones pero los efectos secundarios le causaban somnolencia, obesidad, espasmos musculares, problemas para hablar y caminar. Los medicamentos eran un mal necesario. Sin ellos un perro se podía convertir en un monstruo cubierto de escamas. Con los medicamentos, un perro era un perro.
Sandra cogió del brazo al hijo. Dieron la vuelta a la esquina saludando al camarero del restaurante que se estaba apresurando a amontonar las sillas y a quitar las mesas de la acera porque el cielo amenazaba lluvia.
El estudio estaba en el segundo piso de una austera mansión, con el portalón de acceso coronado por un gran arco de medio punto. Las ventanas daban a la avenida que cortaba el centro histórico a dos pasos de la antigua torre del acueducto que, incluso hoy en día, abastecía de agua al pueblo.
Sandra y Adriano se metieron en el ascensor, una elegante jaula de hierro forjado con las puertas de madera, el interior rojo púrpura y el espejo estilo liberty. Adriano, que sufría de claustrofobia, jadeó hasta que el ascensor se abrió en el pasillo del segundo piso.
Sobre la puerta de enfrente estaba grabado con letras claras el nombre del psiquiatra Roberto Salieri. Greta, la ayudante del doctor, los hizo sentar en la sala de espera, una habitación con el techo alto y con frescos, amueblada con dos amplios sofás de terciopelo damascado con los cojines lisos y raídos, como si durante años hubiesen cedido al peso de los neuróticos pacientes.
A pesar de que habían fijado la cita para las diez un paciente se demoró más de lo debido y Sandra aprovechó para leer un suplemento de hacía dos meses. El cielo reflejaba un color sombrío sobre el pueblo. La lluvia comenzó a resonar en los vidrios. Adriano observó las gotas posarse una a una en la ventana. Al principio aparecieron con poca frecuencia, luego comenzaron a batir insistentes, convirtiéndose en un áspero aguacero. El ruido de un trueno sobresaltó a Sandra.
La ayudante del profesor entró en la sala de espera, la mano encima del pecho, con aire un poco asustado a causa del estruendo.
–Ven, Adriano. El doctor Salieri te está esperando.
El estudio del médico estaba amueblado de manera inusual y refinada.
Alguno pensaba que había sido un capricho che subrayaba una cierta megalomanía de Salieri. En realidad, el psiquiatra quería, sencillamente, respetar la dignidad de los pacientes rodeándolos con objetos de buen gusto.
El escritorio era la última compra de un cierto valor: una mesa de caoba con una magnífica incrustación de madreperla en el centro. Adriano observó que el sofá lleno de suaves cojines de seda china había sido movido hacia la pared, el servicio de plata y los vasos de cerámica quitados del viejo escritorio y apoyados sobre una cómoda alta de siete cajones de época victoriana. La alfombra persa color rubí permanecía extendida en el centro de la habitación. La oficina, como siempre, estaba invadida por el perfume de las orquídeas inmersas en las altas y delgadas macetas de cristal.
El psiquiatra puso el teléfono móvil en la mesa, para utilizarlo como grabadora. El profesor, con la anuencia de la madre de Adriano, grababa siempre las sesiones para luego adjuntar los archivos de audio al expediente clínico del muchacho.
–Bueno, Adriano, ¿cómo te encuentras? –preguntó el doctor, la mirada sobre el cuaderno para repasar los apuntes tomados en la última sesión.
Adriano no respondió. Se acercó a la ventana. Quería ver la lluvia que ahora caía con menos insistencia. El doctor, la frente surcada por espesas arrugas horizontales, levantó los ojos negros y profundos hacia la ventana. La niebla estaba cubriendo de gris los techos empinados de los edificios.
–Ya no llueve. Pero hay niebla… –dijo con la voz llena de saliva.
Adriano apartó las pesadas cortinas de terciopelo. La tempestad se estaba moviendo hacia el norte, los truenos más alejados y raros.
–Es como la niebla de I’m Rose.
– ¿Cuántas veces has visto el vídeo en el último mes?
Adriano murmuró algo que el doctor no comprendió totalmente.
–Ánimo, Adriano, esfuérzate e intenta ser claro. ¿No tienes nada que contar acerca del vídeo?
–Hay niebla… en el vídeo… pero yo no la he puesto… –murmuró Adriano.
–Te estás repitiendo, chaval.
Adriano respondió con un gemido angustioso. Como siempre, le resultaba intolerable la idea de someterse a la sesión.
–Veamos la película juntos, ¿qué te parece? –propuso Salieri.
–Yo… no… yo…
– ¿Siempre tienes miedo de lo que hay dentro?
Adriano se acarició con nerviosismo sus pálidas manos. Después de un largo silencio, dijo con esfuerzo:
–El lo sabe. Sabe que le he visto. La niebla la ha puesto él…
–Continúa –le animó el psiquiatra concentrado en escribir en el cuaderno.
–Lo he comprendido. He comprendido que se está enraizando… –dijo el muchacho mientras afuera la niebla cubría de gris toda la calle. La torre del viejo acueducto desapareció del horizonte. Adriano miró fijamente a la niebla como si estuviese observando una amenaza insoportable.
–Él hará llover sobre los malvados carbones encendidos. Fuego y azufre y viento ardiente les tocará en suerte –dijo recitando con angustiosa renuencia un pasaje de la Biblia.
Salieri dedujo que Adriano se había habituado al Marxotal, un antipsicotrópico que tomaba desde hacía dos meses y el delirio era la primera señal de que el fármaco estaba dejando de hacerle efecto.
–Así que ahora lees el Antiguo Testamento. Has citado el salmo once, si no me equivoco. Un salmo de David. Lo conozco. Lo recité durante mi bar mitzvah.
Mientras el doctor reflexionaba sobre suspender el fármaco Adriano farfulló con monosílabos: siento sólo su voz aquí dentro… aquí dentro… y debo rezar.
El doctor Salieri continuó escribiendo apuntes sin hacer caso del delirio de Adriano. Los esquizofrénicos a menudo tenían fijaciones con el misticismo o la religión en general. Y el caso de Adriano no podía considerarse, ni mucho menos, entre los más graves. En el pasado había curado a una monja histérica que se traspasaba las palmas de las manos con las agujas que utilizaba para bordar.
Por suerte las alucinaciones no inducían al muchacho a comportarse de manera peligrosa. La única excepción había ocurrido cuando comenzó la enfermedad, cuando Adriano quiso prender fuego al confesionario de la catedral.
El muchacho comenzó a pasear por el estudio interrumpiendo el paso para no pisar ciertos lirios rojos dibujados en la alfombra.
–Él está echando raíces. Las siento entrar en la cabeza. Las puntas se están hundiendo dentro –dijo batiendo un dedo sobre la frente. –Y me hacen daño. Mucho daño.
–Te puedo prescribir algo para el dolor de cabeza y… ¡ahora, no, Greta! –dijo molesto Salieri volviéndose a la ayudante que había aparecido por la puerta sin llamar. Greta se excusó. Cogió un expediente y desapareció en su oficina.
La sesión siguió adelante durante unos cuarenta y ocho minutos. Las condiciones de Adriano habían empeorado claramente en el último mes. Roberto Salieri anotó en el cuaderno la suspensión del Marxotal. Era el momento de cambiar de medicación. Si no ocurriese una mejoría significativa su paciente se arriesgaría a ser internado de nuevo en una clínica psiquiátrica.
Adriano, acompañado por Greta, salió de la habitación sin despedirse. Salieri encendió un cigarrillo. Pulsó el botón del teléfono móvil para escuchar algunas partes de la conversación.
El parásito se ha agarrado al interior de mi cabeza con sus patas de araña, doctor. Una araña que no tejerá nunca telas al azar. Él está tejiendo una de esas telas espesas y ordenadas. Una tela de araña que lo atrapará incluso a usted.
El psiquiatra se rascó la nuca. No recordaba aquella parte.
Sobre todo, la voz no parecía la de Adriano.
4
Una espesa capa de vapor se había posado sobre el vestuario del gimnasio. Las muchachas aseaban los cuerpos desnudos y esbeltos después de la hora del voleibol. Lorena, los pezones hinchados por el agua caliente que le recorría el hueco del pecho, hizo una trenza con la espesa cabellera y la estrujó con fuerza.
Daisy se sacó la espuma que resbaló a lo largo de las piernas largas y torneadas, descubriendo el pubis depilado maliciosamente.
– ¡Vaya! El afeitado sobre el bello agujero, no me lo habría esperado de ti –dijo Lorena riendo. –Me apuesto lo que sea a que lo has hecho por Guido.
–Qué va. Estoy practicando el baile para el espectáculo. El sudor se aferra en los malditos pantalones elásticos y me provoca muchas irritaciones –se justificó Daisy.
–No está mal como excusa. La anotaré.
–Es la verdad. Guido, por ahora, no tiene nada que ver –respondió Daisy saliendo de la ducha.
–A propósito, ¿cómo ha reaccionado cuando le has propuesto salir? ¿Se ha muerto de golpe de la impresión?
Daisy la miró con un cierto reproche.
– ¿Te preguntó yo acerca del tuyo de tercero todo músculos?
–No. Pero deberías. Así te podría contar cosas sobre su músculo más grueso…
–Lorena, por favor. ¿Está realmente bien dotado en medio de las piernas? –cacareó Daisy mientras se ponía un suave albornoz de color nata que cerró a la altura de la cintura con dos giros de cinturón.
–En serio. ¿Te has ya acostado con él?
–Qué va. Bromeaba. Sabes que nos acabamos de conocer –especificó Lorena envolviéndose en una gruesa toalla que anudó por encima del ombligo. La chavala se acercó a la taquilla con los senos moviéndose, orgullosos de su juventud. La mirad de las estudiantes estaban todavía bajo la ducha envueltas en nubes de vapor: los cuerpos de las muchachas eran flexibles, brillantes de agua y jabón.
Las más vanidosas perdían el tiempo para presumir del esplendor de su físico. La misma Daisy se quitó el albornoz con un poco de exhibicionismo, arqueando su espalda hacia delante para coger la ropa interior de la bolsa, mostrando su trasero redondo y perfecto.
Mientras, las muchachas que se consideraban menos atrayentes, se lavaban con prisas. Sólo Filippa Villa andaba desnuda sin ningún problema. Filippa era una chavala alta, robusta, bastante torpe, con una panza prominente, una pelambrera salvaje de cabellos negros peinados sin ningún criterio, los ojos oscuros, móviles e inquietos. Filippa era una joven activista comprometida con el frente de los derechos civiles, y Daisy simpatizaba con luchas de liberación fuesen del género que fuesen.
Las primeras barricadas contra los sistemas establecidos por otros las había erigido en su infancia. Los primeros en ser refutados fueron los dogmas de sus padres.
Desde pequeña le había contado muchas fábulas sobre princesas y la cosa incluía, a menudo, la presencia de un príncipe azul. El mismo con el que se casaría cuando creciese. Era la pesadilla recurrente de la pequeña Daisy y de todas las lesbianas del mundo. Y Filippa era claramente lesbiana.
Un día, escondida entre las nubes de vapor intentó besar a Daisy bajo la ducha. Daisy, por curiosidad, aceptó el beso. No encontró nada de particularmente escandaloso, lástima que unos segundos después se encontró encima la mole de Filippa, que parecía que había perdido la cabeza por el deseo. Le puso una mano a lo bruto en medio de los muslos para tocarla.
Daisy la empujó. Filippa, jadeante, con los cabellos pegados al rostro, esbozó una excusa y, desde ese momento, dejó de molestarla.
Daisy estaba ayudando a Lorena a ponerse el sujetador cuando Filippa dijo algo y enseguida todas las muchachas comenzaron a chillar.
Una de las estudiantes, una rubita pequeña y rechoncha, corría desnuda con una nube de espuma pegada encima, gritando a todas las compañeras que se vistiesen. Otras chavalas comenzaron a gritar y todas corrieron fuera de las duchas. Una de ellas resbaló en el suelo mojando cayendo en el pavimento.
–Bárbara, ¿qué sucede? –preguntó Daisy a la chavala, una adolescente tímida y delgada, en el límite de la anorexia.
Bárbara respondió que había escapado porque había sentido miedo debido a los gritos. Daisy se dio cuenta que una buena parte de las compañeras no sabían realmente qué estaba sucediendo, pero todas gritaban, de todas formas, condicionadas por las reacciones de las más histéricas.
Filippa Vila, calmada y lúcida, lanzó la mirada más allá de la fila de los percheros.
– ¡Mirada allí arriba! –exclamó apuntando el dedo con enfado hacia una de las tomas de aire. – ¿Lo veis? Hay algo.
–Justo para un Pulitzer, Guido. ¿Tienes algo gordo entre manos?
–Venga, ya. ¿Tan predecible son? –respondió Guido cruzándose con Manuel en el pasillo del ala este del instituto.
–Lo hemos visto todos. No sólo tú. Algo delirante. He sacado algunas fotos, si te hacen falta.
– ¿Y quién no las ha hecho? Perdona, pero ahora debo largarme.
Guido debía escribir el artículo deprisa. Delante del colegio alguien se había aplastado con una camioneta pickup contra un Austin de color óxido, haciéndolo volcar de lado. El conductor del coche se había quedado incrustado entre la chapa. Había sido echado fuera de la carretera de manera deliberada, y por lo poco que se podía entender, se trataba de un asunto pasional. Había por medio un marido traicionado lleno de rabia, un entorno de amenazas, insultos y lágrimas de desesperación.
Esa el tipo de noticia que en Cronache Cittadine podía tener diez mil visitas en un día y para Guido quería decir una gratificación de treinta euros si conseguía que no le pisasen la noticia. Corrió hacia el aula de literatura para encender el ordenador del gabinete.
Guido había recibido el encargo del director para quedarse más allá del horario lectivo. Cronache Cittadine era, de hecho, la voz más acreditada para el progreso del instituto.
El jefe de estudios había donado tres mil euros al periódico, justo para mantener la sección cultural. Ningún patrocinador estaba interesado en la cultura pero dado que el colegio tenía un nombre ilustre, el de Giacomo Leopardi, se trataba casi de un deber moral. Y la financiación fue una bocanada de aire para el periódico online.
Guido debía avisar a su madre que llegaría tarde. Metió la mano en el bolsillo para coger el teléfono móvil pero sólo sintió el fondo duro de la tela. Intentó buscarlo en su taquilla, aunque estaba seguro de no haberlo dejado allí. Abrió la portezuela, apartó los libros y cuadernos, revolvió en los cajones. Nada. Era el segundo teléfono móvil que perdía en el transcurso de un año. Además de la gratificación. El dinero ganado gracias al artículo serviría como anticipo para el nuevo teléfono móvil.
Con rostro afligido cerró la taquilla y volvió con el ordenador.
Estaba listo para escribir sobre el accidente cuando un enlace se abrió sin que él tocase en ningún sitio.
Comenzó la transmisión en vivo de lo que parecía ser un canal pornográfico. En la pantalla aparecieron las formas mórbidas de una muchacha que se estaba enjabonando las ingles, la mano pequeña y blanca explorando los muslos, el rostro cortado fuera de cuadro.
Como todos los adolescentes Guido se sentía especialmente atraído por los sitios pornográficos. Pero aquel canal le preocupó porque había comenzado automáticamente, como si fuese la obra de un hacker preparado para infectarle el ordenador.
Estaba a punto de cerrar el enlace, pero aquella chavala enjabonada tenía para él algo de familiar. Fijó la mirada sobre aquella imagen: la espuma cubría el rostro de la joven, que inclinó la cabeza hacia atrás para enjuagarse la cara y el pelo debajo del chorro de la ducha.
–No. No puede ser.
El corazón le comenzó a latir en el centro del pecho.
–No puede ser ella.
La muchacha era ella.
Era Daisy Magnoli.
Observó a su compañera de clase pasar la esponja por las caderas delgadas y perfectas. Observó que el pelo del pubis había sido rasurado y que, maliciosamente, se había tatuado una mariposa en la parte izquierda de la ingle.
Vio la ranura escondida, aquella que turbaba sus sueños, sin pelo y brillante por el agua. La calva visión de El origen del mundo de Coulbert esta allí, delante de él.
Guido, excitado y confuso, tuvo una erección. La situación era absurda, casi irreal. Intentó retomar el control esforzándose por mantenerse tranquilo. Se preguntó quién sería el autor de aquel vídeo.
Se ajustó las gafas en la nariz y pulsó sobre la tecla ESC para reducir la instantánea. Apareció el gráfico alrededor del vídeo. Se dio cuenta de que no se trataba de un enlace pirata.
– ¡Joder! –exclamó poniéndose pálido.
El vídeo estaba siendo transmitido en directo desde un smartphone.
Reconoció el número en la parte inferior de la pantalla.
Era el de su teléfono móvil.
En los vestuarios las muchachas se apelotonaron en el punto más alejado del aire acondicionado.
Filippa observó detrás de la grieta de la reja de aluminio un objeto pequeño y compacto.
No se habría dado cuenta si la condensación del vapor posada sobre el objeto no hubiese comenzado a gotear sobre el banco donde había apoyado sus cosas. Filippa no se apartaba nunca de sus costumbres. Debido a esto ponía el chándal, los pantalones cortos y la camiseta de voleibol siempre en el mismo sitio, doblados de la misma manera, bajo una de los cuatro conductos de ventilación. Estaba cogiendo una compresa de la bolsa cuando el goteo le humedeció el dorso de la mano.
Le bastó levantar la mirada para ver el teléfono móvil detrás de la rejilla, el ojo implacable de la videocámara apuntado a las duchas.
Daisy cogió el taburete y lo posicionó debajo del conducto de ventilación, subió a él y aferró los bordes de la rejilla que se separó sin ningún esfuerzo.
Alguien había quitado los cuatro tornillos que la fijaban a la pared. Agarró el teléfono móvil, la versión 5 del Galatic P6. Ella misma poseía ese mismo modelo. La familiaridad con las funciones del teléfono móvil ayudó a Daisy a desactivar la videocámara.
– ¿Pero quién es el mierda que se ha divertido filmándonos? –exclamó Lorena poniéndose rápidamente la camiseta.
–Seguramente un grandísimo bastardo o una grandísima hijaputa –sentenció Filippa que, junto con las otras chavalas, se había puesto detrás de Daisy para observar mejor el teléfono móvil. Las muchachas, furiosas, eran presas de aquella animosidad que aparece cada vez que ocurre algo que hace sentir vergüenza e incomodidad sin tener la culpa.
–Imaginad si ese bastardo hubiese recuperado el teléfono móvil y puesto en la red –dijo Lorena imaginando escenarios inquietantes como acabar en algún Chat porno o en los teléfonos móviles de los muchachos del instituto.
–Nosotras, que andamos desnudas en las duchas… ¿os dais cuenta? Tetas y culos al viento al alcance de todos. ¿Os imagináis que puto descrédito?
Daisy, sentada en el banco, estrechaba el teléfono móvil con un gesto de desprecio, como si el sólo hecho de tenerlo entre las manos le repugnase. Observó la filmación con disgusto y sentenció:
–Esto no es una broma, estoy segura. Parece más la obra de algún maníaco pervertido –y añadió –Tengo una mala noticia que daros: nos estaban filmando en directo.
El pánico comenzó a insinuarse rápidamente entre las muchachas, aunque alguna de ellas, en el fondo, se excitó con la idea de haber sido observada a escondidas. Pero las más púdicas, que eran mayoría, se quedaron aterrorizadas con la idea de que el vídeo pudiese convertirse en viral. Ninguna habría tenido el valor de salir de sus casas. Daisy las tranquilizó:
–Si observáis con atención, no habéis sido filmadas, por lo tanto no os debéis preocupar.
Daisy se puso pálida cuando vio cuál era la única muchacha que había sido filmada desnuda. Titubeante, levantó el teléfono móvil para mostrar a las compañeras las imágenes que poco a poco se desplazaban por la pantalla.
– ¿Lo veis? No estáis en ningún encuadre. Sólo… sólo yo he sido filmada. Por lo tanto la mierda del descrédito sólo me atañe a mí.
Las muchachas callaron. La noticia las alivió y dejaron de desesperarse. Su reputación estaba a salvo. Alguna seguía fingiendo preocuparse porque, de todas maneras, pensaba que fuese correcto mostrar solidariedad con respecto a Daisy. La muchacha desplazó el menú del teléfono para comprender de quién era, dando por descontada la imposibilidad de identificar al propietario. Nadie, de hecho, podía ser tan tonto como para usar el propio teléfono móvil para llevar a cabo una acción de ese tipo. Violar la privacidad era ilegal y en los casos más graves se podía incluso acabar en la cárcel. Daisy desplazó el pulgar sobre la pantalla y leyó las aplicaciones puestas en orden alfabético: App, Calendario, Cinetrailer, Facebook, Juegos, Tiempo, Mensajes…
–Mensajes. ¡Lo encontré! Ahora veamos los sms de este bastardo.
La atención de las chavalas aumentó.
– ¿Consigues saber de quién es? –exclamó ansiosa Lorena.
–Espera un segundo. Vale. Sí. Lo he conseguido –dijo Daisy observando que bajo la palabra mensajes había una decena de sms. Leyó febrilmente los más recientes.
¡Hola, bestia! Te espero esta noche a las nueve. ¡Yo llevo la cerveza y tus las chavalas! Oh, perdona. Olvido siempre que eres una nenaza. Quiero decir que me conformaré con la cerveza. ¡No llegues tarde!
Buenos días señor director. Espero que el artículo esté bien. En caso contrario lo sustituyo con uno de sucesos.
Manuel, mañana tengo un examen. ¿Podrías prestarme el diccionario de francés?
Daisy leyó otros mensajes. Con cada línea sentía salir las lágrimas de los ojos.
–Entonces, ¿has encontrado algo?
Daisy no consiguió responder con rapidez.
–Yo no creo… que… –murmuró, cada sílaba era un quejido.
–Daisy, ¿estás bien? –se preocupó Lorena al verla pálida, los labios casi temblorosos, algo que presagiaba una llorera.
–El teléfono móvil, no consigo entender… de quién es –mintió. –Si estás de acuerdo se lo llevaré al director –propuso, la frase truncada por un sollozo interior.
Las muchachas asintieron con la expresión distraída de quién creía que la cuestión ya no les incumbía.
Daisy acabó de vestirse. Se despidió de Lorena, que tenía una cita con el chaval, y se dirigió hacia el baño del vestuario.
Se miró en el espejo para dar un cepillado a la melena húmeda.
Observándose con atención se enfadó consigo misma por la inquietud y el sufrimiento que su rostro mostraba.
Guido no podía ser tan importante, mucho menos ahora que se había revelado una especie de maníaco. No quería llorar. Aquel idiota no merecía sus lágrimas. Debía sentir sólo un sano cabreo con aquel bastardo. Nada más.
Puso la bolsa de gimnasia en bandolera y se encaminó hacia la salida con paso lento, el teléfono bien sujeto entre las manos, con el deseo insoportable de arrojarlo al suelo.
Recorrió el camino que separaba los vestuarios del colegio caminando con la cabeza baja.
Observó las hojas amarillentas que crujían sobre las baldosas de pórfido. Estaba perdida en sus propios pensamientos, pero de vez en cuando volvía en sí, confusa como quien non sabe exactamente dónde se encuentra y a dónde va. De vez en cuando, se limitaba a responder a los saludos de los muchachos con los que se cruzaba.
–Hasta luego Nico, sí, me va bien. No lo parece, ¿dices? Es que estoy preocupada… no, no tengo miedo de ir a la televisión…
– ¿El pelo? No, nada de gel, están sólo mojado…
–Sí Rosy. Nos vemos en clase…
Luego volvía a alejarse. Mientras caminaba por el camino volvió a lo dicho en el vestuario.
–Nos tomarán por putas… nos echarán.
–Qué va, sois más capullas que putas –dijo en voz alta, justo para escuchar las palabras resonar en sus orejas y complacerse por ello. Estaba enfadada por la hipocresía de las compañeras hacia ella, pero en ese momento pensó que era inútil pensar en ellas. Ahora debía concentrarse en Guido.
Había prometido llevar el teléfono móvil a dirección pero no estaba muy seguro de quererlo hacer.
– ¿Cómo ha podido hacer algo parecido? Y sin embargo no parece un maníaco. Lo que, a pesar de todo, no es para nada tranquilizador. A menudo son los que creemos más tímidos e inocuos los que hacen estas porquerías –reflexionó.
Estaba saliendo por la verja del instituto cuando oyó su voz.
– ¡Oh, mierda! –dijo para sus adentros viéndolo correr hacia ella con la cara seria, como si fuese atormentado por la angustia y la incertidumbre.
–Daisy, te debo hablar… espera… uff… deja que me recupere –dijo él sin aliento y doblado en dos, las manos sobre los muslos para recuperar el aliento.
Se quitó las gafas empañadas para limpiar los cristales y cuando se las puso de nuevo vio la delicada mano de Daisy empuñando su teléfono móvil casi con repulsión. Ella lo miró altanera, sorprendiéndose de sentir un escalofrío de satisfacción al ver su cara volverse gris.
–Ahora me dirás que tú no tienes nada que ver.
–No he sido yo. Te lo juro. Lo juro por Dios. Por mi familia. Por todo aquello que me es más querido.
Remarcó que me es más querido mirándola fijamente con una expresión intensa, como si en el juramento también estuviese incluida ella.
A Daisy le pareció sincero pero esto no era suficiente para hacer desaparecer el disgusto que sentía en ese momento. La situación era muy seria y requería un comportamiento duro, malvado y rencoroso.
– ¿Quién me asegura que no eres un puerco fisgón? –preguntó furiosa.
–Porque no lo soy –se defendió él.
–No te creo. Vosotros los chavales sois todos unos puercos. Y tú probablemente eres el rey de los cerdos –dijo golpeándole con el teléfono móvil en la mano.
–Daisy, escucha…
–No tenemos nada que decirnos –exclamó ella cruzando los brazos sobre el pecho.
– ¿No lo entiendes? Alguien me ha robado el teléfono
– ¡Te lo han robado! Ah, esta sí que es buena –lo interrumpió ella agitando la mano para cortar el discurso.
–Espera. Déjame acabar. Sí, me lo han robado. Pero no es esta la cuestión. La cuestión es que hay algo extraño en esta historia. Mira, quiero mostrarte una cosa.
Guido deslizó las cintas de la mochila sacándola de la espalda, la apoyó sobre el banco del camino, se sentó y extrajo el ordenador.
–Debía escribir un artículo cuando has aparecido en la pantalla –exclamó encendiendo el ordenador. –Te he visto en la ducha. Estaba confuso y sorprendido. He pensado en mil cosas. Incluso que tú… –se interrumpió, dudando si ser sincero hasta el final.
– ¿Qué has pensado? –respondió ella furiosa, intuyendo lo que estaba a punto de insinuar.
–Vale. Te lo digo. Entre miles de cosas he pensado que te habías grabado adrede.
– ¿Estás de broma? –exclamó ella enfadada.
–Escucha. Estoy convencido de que no tienes nada que ver. Sin embargo, reflexiona. ¿Cómo podía saber en que plato de ducha te podrías meter? Después de los entrenamientos uno, a menudo, se mete en una ducha siguiendo un criterio al azar. Podría haber gente que entra y sale, el agua caliente que no funciona, alguna tubería rota… demasiados imprevistos. Por lo tanto yo me pregunto: ¿te ha grabado una amiga tuya? Ni siquiera creo en esto. Imagino que alguien habrá escondido mi teléfono móvil en algún sitio. Pero, ¿cómo sabría a dónde apuntar? Hay muchas cosas extrañas. Y esto no es todo…
Ella lo interrumpió estupefacta.
– ¿Quizás estás insinuando que he robado yo misma el teléfono móvil para ponerlo en la ducha de las chicas para que tú te hicieses una paja?
–No. Yo… no estoy diciendo esto –respondió inseguro.
– ¡Justo estás diciendo esto! Intentas defenderte echándome la culpa. Pero yo, guapo, no soy como tú. Tú llevas un pervertido dentro. Lo llevas en el ADN. Un ADN que si lo desenrollas está hecho de kilómetros de mierda. ¿Sabes que te digo? Voy a ver al director. Le cuento todo y hago que te echen del colegio.
Daisy se desvió del portón que llevaba a la salida y caminó a grandes pasos por el camino del patio. Se había desfogado. Había sido impulsiva, se había enfurecido fingiendo no haber escuchado las explicaciones de Guido mientras que, en realidad, había prestado atención a cada una de las palabras. Su razonamiento era perfecto. Nadie podía saber en cuál plato de ducha se lavaría. Pero, por algún extraño motivo, había preferido insultarlo antes que darle la razón.
Daisy calculó los pasos que la separaban de la puerta de secretaría sin saber bien qué hacer. Detrás de las ventanas del vestíbulo observó la melena algodonosa de la secretaria. No sabía si denunciar o no lo ocurrido. Puso la uña brillante de esmalte sobre el timbre, indecisa si pulsar el botón.
Advirtió la respiración contenida de Guido detrás de ella, pero no se volvió, yendo a su rollo.
–No me has dejado terminar –dijo él a su espalda.
Guido miró pensativo el pequeño y compacto ordenador que tenía estrechado entre las manos.
–Quería decirte que junto con la película ha llegado un mensaje. Un comentario extraño.
Daisy cruzó los brazos esperando todo lo que tenía que decir; le lanzó una mirada de fastidio, como si tolerase a duras penas su presencia.
Guido giró el ordenador hacia Daisy. Ella buscó con aire medio enfadado las dos líneas adjuntadas al vídeo, donde se la veía meter las manos entre los muslos para enjabonarse las ingles con la espuma.
Daisy leyó el mensaje y empalideció.
Adriano debe dejar de buscarme. O tendrá un feo final.
Otra vez alguien estaba amenazando a su hermano.
Archivo clasificado nº 3
La redacción ha recibido la documentación grabada
Entrevistando al testigo (omitido)
GRABACIÓN COMPLETA
Los ruidos se deben al ir y venir de la enfermera, a los sensores de los aparatos sanitarios y a las idas y venidas del personal fuera de la habitación.
– ¿Cómo se siente hoy?
–Mejor. El buen Dios vigila mi martirio. Por favor ¿podrías presionar ese botón a los pies del lecho? Sirve para levantar la almohada.
–No sé si puedo hacerlo. Espere que llame a la enfermera.
–Aquí está, Beatrice. Gracias. Así está mejor. Sólo que ahora tengo un poco de sueño. No sé si conseguiré decirlo todo.
–Si quiere reposar, puedo volver más tarde.
–Pero, no. En el fondo me haces compañía. Así que: ¿qué decir sobre aquel día? No era yo, de verdad. Nunca he pensando en comportarme de esa manera. Mi vida es la oración. Rezo mucho, ¿sabes? Rezo todo el día y pienso en la iglesia. Mi vida la gasto en ella y sólo por ella: La Santa Madre Iglesia. Y… espera. Antes de continuar querría saber una cosa. ¿Los médicos qué dicen? ¿Me pondré bueno enseguida?
–Claro que se pondrá bueno, no se preocupe. Es más, estoy convencido que dentro de unos días volverá a casa.
–Sin embargo, me tienen atado a la cama. Las correas me tiran de las muñecas. Pero es mejor así. Si me muevo se reabren las heridas
(El entrevistado en realidad no tiene ninguna herida)
–Ha habido muchos muertos y debemos comprender qué ha sucedido esa noche.
–Yo… yo no lo sé. Si hablo condenaré para siempre mi apostolado. La verdad me alejará de la catedral.
–Esté tranquilo. Nadie lo echará.
–Es verdad, y… ¿morfina has dicho? ¿Realmente me dan morfina? ¿Pero no produce alucinaciones?
–No sabría decirle. Creo que sí.
(No está bajo los efectos de la morfina, aunque está convencido de que es así)
– ¿Puede confirmar todo lo que ha declarado en la iglesia?
– ¿Cuándo me han encontrado los paramédicos, dice? Esos ángeles han sido muy buenos, ¿sabe? Estaba en un lago de sangre. Sin embargo estaba consciente y he contado todo.
– ¿Podría repetírmelo otra vez? ¿Se ve con ánimos?
–No tengo ganas pero creo que debo dar testimonio, aunque nadie me crea. Creo que Dios haya visto qué se está incubando bajo las cenizas de nuestro pobre pueblo. Hay un plan oscuro y él lo sabe. Pero no puede dejar que seamos los hombres los que arreglemos las cosas. Necesitamos su intervención. Necesitamos urgentemente su misericordia.
–Por favor, cuente algunos hechos, quizás sin intentar interpretarlos.
–Pero estos son los hechos. Luego están los detalles. Y además, tutéame.
–Vale. Nos tutearemos. Sigue adelante…
–Como sabes, vivo en la sacristía de la catedral y esto me da la posibilidad, ¿cómo decirlo?, de vivir la iglesia. Porque yo vivo y siento la iglesia. Tengo una relación intensa, diría física, con la catedral. Los arcos, las naves, el techo dorado y artesonado, el cuadro de Lotto, porque La Madonna col Bambino es de Lorenzo Lotto, los estucados, los frescos, todas las cosas que convierten la fe en algo material, para tocar y adorar. Hace años que sufro de insomnio y esa noche, creo que eran cerca de las tres de la madrugada, estaba arrodillado, las manos juntas, rezando un Padrenuestro, cuando sentí un impacto que provenía de la carretera. Justo delante de la iglesia.
–Sí, recuerdo ese terrible accidente.
–Esa noche murió una persona. Pero lo supe sólo después. Cuando he escuchado el impacto he corrido para ver qué había sucedido, pero no conseguí salir. Lo intenté pero… pero… vale, ahora me resulta duro seguir adelante…
–Haz un esfuerzo e intenta explicarme qué sucedió.
–No es fácil, muchacho. Cuando el horror se vive es una herida que no cicatriza nunca. De todas formas: la puerta que iba de la iglesia a la sacristía se había cerrado de improviso. Un chirrido, y luego un golpe seco, como si alguien la hubiese golpeado. Pensaba en una broma. A continuación se cerraron las otras puertas. En ese momento tuve miedo. Ya no pensé en una broma sino en ladrones. Si algún delincuente entra en la iglesia hay cosas para robar y todas son cosas valiosas, ¿sabes? Creía que era Alberto, un toxicómano que habita en el barrio. Viene a menudo a robar las limosnas. De todas formas, todas las puertas estaban cerradas. La de la nave que lleva a la salida, la de la cripta, donde están los restos del santo. Y justo allí, bajo tierra, ha sucedido algo.
(Pausa, debida a la entrada de la enfermera. Escondo de nuevo la grabadora. Nadie del personal de la sección de psiquiatría sabe que estoy aquí para una entrevista. La enfermera se va. Vuelvo con las preguntas)
– ¿Qué ha ocurrido bajo tierra?
–Algo que no me hizo pensar ni en una broma ni en Alberto el Gualdrapa. Escuché unos ruidos sordos y apagados que me helaron la sangre en las venas mientras que fuera de la iglesia oía los gritos, el crepitar del fuego, el hedor del humo del automóvil que ardía.
Afuera percibía el terror de la gente del barrio. Pero dentro… dentro de la iglesia oía aquellos ruidos sordos provenir de abajo. Los bancos se movían, saltaban y se arrastraban sobre el mármol del pavimento. Creía que era de nuevo el terremoto pero sólo más tarde comprendí que no había habido ningún temblor de tierra.
Tuve la sensación de que lo que estaba sucediendo era, cómo decirlo, una prerrogativa de lo terrenal. La manifestación de una voluntad invisible. No sé porqué pero entendí que era algo maligno. Algo que estaba lejos de Dios. ¿La grabadora funciona? ¿Estás grabando todo?
–Funciona y estoy grabando. Así que las puertas estaban cerradas. Y escuchaste estos golpes.
–Justo de esa manera. Tenía un miedo mortal y comencé a rezar. Como un viejo ex cura lo hice en latín Agnus Dei, qui tollis percata mundi, miserere nobis. Pero recomendarme a Dios parecía que no servía para nada. Fue en este momento en que se me desencadenó, cómo explicarlo, una rabia insólita. Mira chaval, presumo de ser un tipo tranquilo, uno con un carácter suave y recatado, he aquí la razón por la que me avergüenza recordar lo que hice después…
(Hay una pausa, está realmente confundido. Retoma su discurso en cuanto encuentra un poco de lucidez)
–Quiero decir, la cuestión es: ¿por qué no estaba en mis cabales? ¿Por qué me sentía enloquecido? El Señor misericordioso sabe perfectamente que la locura es por lo que yo rezo día y noche. La locura es una plaga querida por Dios, una herida inflingida al pensamiento y lejana del alma, esa alma que es tan querida a nuestro Dios. La locura no es una expresión del maligno. Es por esto que debo escoger estar loco y no otra cosa. ¿Entiendes lo que quiero decir?
(Asiento sin hacer comentarios)
–Bueno. Finjamos que no esté loco. Entonces, yo, el susodicho, Simone Pietrangeli, sacristán, hombre que vive en el temor de Dios, esa noche me sentí obligado a hacer cosas horribles. No sé cómo explicártelo…
–Sé que te hiciste daño.
–Sí. Pero el dolor, aunque era insoportable, no era nada. Eran las acciones humillantes que había realizado antes de flagelarme, las acciones que ofendían a Dios, las que me destrozaron.
– ¿Puede entrar en detalles?
–Yo… yo… no lo consigo.
–Te ayudo a ir al grano. En el expediente, en la página doce, y excusa la franqueza, hablas de masturbación. Estamos entre adultos. Sabemos que la practicamos todos. Hombres, mujeres, ancianos, muchachos y, porqué no, incluso los sacristanes como tú. No hay nada malo o pecaminoso en esto.
– ¿Nada de malo? Tú no lo entiendes. Yo no soy sólo un sacristán. Soy un cura excomulgado. Un ex cura que se masturba en la iglesia, delante del altar, ¿y tú no encuentras nada malo en esto? Un cristiano que se saca el pene y goza pulverizando los paramentos sacros de esperma. Yo creo que esto es el Mal. Fuera de la iglesia la gente estaba muriendo, oía los gritos, ¿entiendes? ¿Y yo? ¿Yo qué hacía? ¡Yo disfrutaba! Disfrutaba y reía como un loco. Yo era el demonio que destruía la casa de Dios. Y luego he hecho otras cosas. Cosas innombrables…
(Llora)
–Veamos la cosa desde una perspectiva laica. Tenemos loa resultados de los análisis de sangre. Tenía una tasa de alcohol cuatro veces superior a la normal. Una concentración altísima de etanol. Sabes lo que significa, ¿verdad?
–Te lo ruego, no me muestres mis responsabilidades en manera tan brutal.
–Estar alcoholizado no es un delito.
–Entiendo a dónde quieres llegar. Bien, vale, bebo. Tengo un problema con el alcohol, de acuerdo. Pero esa noche los golpes los escuchaba realmente. Provenían de la cripta. Cada vez eran más fuertes. Parecía que el pavimento de mármol se rompía. Recuerdo que después de haber hecho esas cosas repugnantes me arrastré hasta el atril y leí algunos pasajes de la Biblia.
– ¿Recuerdas cuáles?
–Recité un versículo del Apocalipsis del apóstol Juan. Aquel que dice: Cuando se hubieren acabado los mil años, será Satanás soltado de su prisión y saldrá a extraviar a las naciones que moran en los cuatro ángulos de la tierra[2 - Nota del traductor: Apocalipsis, capitulo 20, versículos 7 y 8; Sagrada Biblia; Nacar y Colunga; Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1975, 31ª edición] A continuación creo que… ¡Dios mío, perdóname! Creo que oriné sobre las Sagradas Escrituras. Fue en ese momento en el que intenté rebelarme.
–Has hablado de flagelación.
–Justo. Utilicé el crucifijo de plata. Lo había cogido del altar antes de comenzar a golpearme. Me lo he clavado una y otra vez. Quería hacer salir el mal, el pecado, de mi cuerpo. La sangre salía a borbotones desde debajo de los vestidos rotos. No sé cuántas veces atravesé el riñón derecho, girando dentro la barra del crucifijo. Cuanto más me hería más aumentaba el ruido de los golpes en la cripta. Cada vez los sentía más sombríos y sordos. Esto es lo último que recuerdo.
(En este momento se encuentra realmente mal. Una enfermera llega y me hace una señal para salir. Dejo de hacer preguntas)
–Gracias por todo, Simone. Ahora, sin embargo, te dejo descansar. Volveré a verte pronto, prometido.
–Debes saber que te aprecio, muchacho. Tengo un montón de cosas para contarte. ¡Ah…! Antes de irte, haz que me traigan una manzanilla.
Fin de la grabación
5
Sandra Magnoli se limitaba a fumar seis cigarrillos al día y ninguno en el trabajo, a pesar de que sus compañeros lo hacían habitualmente.
Era una empleada de segundo nivel en la oficina de inmigración del ayuntamiento de Castelmuso y se ocupaba de reagrupamientos familiares, de trabajo temporal y procedimientos para los permisos de residencia.
Había mucha burocracia en sus funciones pero también la oportunidad de hacer algo en concreto por una masa de desesperados que llamaban a las puertas del rico occidente. Sobre el escritorio había una serie de expedientes a través de los cuales necesitaba decidir el destino de un número impreciso de prófugos afganos, de disidentes coreanos agotados por un régimen comunista ajeno a la historia, y de la recolocación de los inmigrantes que llegaban desde Lampedusa. En su oficina las miserias ignoraban el color de la piel.
Cuando la Freecorporation Media, la sociedad que organizaba Next Generation, le envió los billetes para el viaje, Sandra pensó en rechazarlos pero el director la quería gratificar concediéndole una semana de vacaciones pendientes. Para Daisy, su hija, aquel sería su primer viaje a Milano.
Las dos mujeres embarcaron en el aeropuerto de Falconara y aterrizaron en el de Malpensa. Ese día, a causa de una huelga de transportes, madre e hija no encontraron conexiones demasiado cómodas. Daisy y Sandra, sin embargo, tenían a su disposición el auto de la Freecorporation Media, una berlina de color champaña con el logo del programa televisivo estampado en los laterales.
Un cámara taciturno con el gorrito de la empresa puesto sobre los ojos y un guionista pegajoso que vestía una aburrida chaqueta y pantalón grises, estaban al completo servicio de Daisy.
Las dos mujeres se alojaron en el hotel Cosmopolitan, a dos pasos del teatro de la Scala. El templo de la gran música estaba allí, vigilando severo los hermosos sueños de una chavalita de dieciséis años. A lo largo de dos días Daisy fue instruida sobre cómo debería comportarse en el palco del Millennium Arena. Esta era una carpa que surgía al oeste de la capital lombarda, un fascinante monstruo hecho de cables, tirantes y fibra de vidrio. Podía contener a cerca de ocho mil personas.
Visto desde afuera, el palacete mostraba formas curvas, ligeras y armónicas, y era una auténtica pena que fuese desmantelado después de cada una de las ediciones de Next Generation. El ayuntamiento de Milano era propietario del área donde se alzaba el Millennium. El contrato preveía que los veinte mil metros cuadrados alquilados fuesen ocupados por no más de tres meses al año, con un coste de trescientos mil euros al mes. El Millennium era elegante y evanescente, una ave fénix árabe hecha de tubos, teflón y poliéster, como fue definido por un crítico teatral.
Ahora, dentro del estadio, y delante de millones de personas, estaban a punto de exhibirse los finalistas de uno de los concursos de talentos más seguidos de Italia.
Adriano miraba los reflejos plateados y brillantes de la luna extenderse sobre las aguas oscuras del mar.
La cura prescripta por el doctor Salieri era una potente mezcla de nortriptilina y flufenacina[3 - Nota del traductor: Potentes antipsicóticos.]. La calidad de vida había mejorado realmente. Ya no balbuceaba, el temblor de las manos había disminuido y caminaba sin tambalearse como un muerto viviente.
En el piso de abajo, los huéspedes estaban esperando la conexión. La sala era amplia y luminosa gracias a un ventanal enorme que ocupaba el espacio de dos paredes. El mobiliario, moderno y refinado, con la mesa de cristal, el minibar, las butacas y los sofás de piel color crema abarrotados de amigos y parientes de la familia Magnoli.
Charlas y risas resonaban desde el hueco de las escaleras. Adriano oía destapar las cervezas, el tintinear de los brindis, la tía que se esforzaba en hacer los honores, la voz de barítono del tío Ambrogio que incitaba a los amigos a comer hamburguesas y tartaletas de crema de salmón.
– ¡Adry, está a punto de comenzar! ¡Venga, baja, que con el telemando Sky no entiendo un carajo! –gritó su tía Annetta, asomándose a las escaleras.
Adriano bajó al salón disfrutando el hecho de moverse, si no con desenvoltura, por lo menos con una discreta seguridad.
– ¡Adriano, eres un fenómeno! Daisy está en televisión gracias a ti, ¿te das cuenta? –lo felicitó Franco Leni, llamado Franz, el vecino barbudo con la piel clara, la panza de bebedor de cerveza y la cara de alemán.
Franz había traído a su gorda mujer, sus tres hijos, y una cantidad considerable de grandes salchichas hechas a la brasa.
–Si tú no hubieses escrito aquella canción no estaríamos aquí para darte la lata –había exclamado el tío, un tipo delgado y nervioso que para la ocasión vestía con orgullo un traje de lana peinada gris que parecía que iba a las fiestas del pueblo.
Todos habían observado cuánto había mejorado Adriano. El efecto de los nuevos medicamentos se sostendría por lo menos un par de meses. Luego, a causa de la tolerancia, volvería a tener alucinaciones. Llegado a ese punto el psiquiatra establecería un nuevo tratamiento.
La rotación de los medicamentos era indispensable para permitir al muchacho una calidad de vida digna, arriesgándose, sin embargo, a intoxicar gravemente algunos órganos.
El hígado, naturalmente, era el que corría más riesgo. Pero su juventud, unida a una dieta que no incluía el consumo de alcohol, representaban un buen antídoto que lo tendría a salvo de los efectos secundarios de las medicinas. Y Adriano aquella noche se sentía especialmente bien.
El programa estaba a punto de comenzar. Los tíos se habían hundido en el sofá, atentos y emocionados, y Annetta temblaba por la tensión. Franz estaba sentado al lado de su mujer, mantenida, sin embargo, a una discreta distancia de una fila de botellas de cerveza, mientras que los hijos iban y venían por el jardín, ruidosos y participando del aire festivo. Antonio Bruzzi, el otro vecino, era un comandante jubilado con un pasado en la Marina. Se había sentado sensatamente en la butaca más apartada del televisor.
Desde que la esposa había muerto, el jubilado sufría de depresión y creía que, a su edad, ya nada tenía demasiado sentido.
Había aceptado la invitación de Sandra por pura cortesía. Pero ahora que estaba allí debía admitir que encontraba placentera la compañía de toda aquella gente entusiasta y alegre.
Después de un montón de grandilocuentes anuncios que patrocinaban el evento, apareció el tema musical de Next Generation.
En el salón se elevó un ruido endiablado. Daisy, la pequeña Daisy, su Daisy, estaba a punto de debutar en un concurso de talentos.
En el escenario, deslumbrada por potentes rayos láser, apareció la figura esbelta de una mujer joven.
–Ahí está. ¡Es ella! –gritó Annetta dando saltos, el dedo apuntando la pantalla como el cañón de una pistola.
–Esa es la presentadora. ¡No montes alboroto y siéntate! –le dijo el marido tirando de un trozo de la manga del jersey y haciendo que cayese su culo sobre los cojines suaves del sofá.
– ¿Pero cuándo la enfocarán? –preguntó impaciente la esposa de Franz manteniendo las manos sobre el pecho, el corazón que le martilleaba.
–Todavía es pronto –explicó el tío de Adriano, el único que seguía con regularidad todos los episodios del concurso de talentos transmitidos por el Canale 104. –Primero presentan a los jurados. En realidad son ellos los protagonistas del espectáculo. Llegado a un cierto punto llamarán a los concursantes uno a uno. Los chavales cantarán y bailarán durante un minuto. Los buenos pasan el turno. Los otros vuelven a su casa.
Adriano observó el grupo reunido alrededor de la televisión. Sabía que eran considerados un poco sus guardaespaldas. La madre los había invitado con el objetivo de no dejarlo solo. Sandra llamó desde Milano para saber si todo estaba en su sitio. La hermana la tranquilizó. Un saludo veloz al hijo y todos cruzaron los dedos.
Sandra estaba detrás de las bambalinas del Millennium Arena, más aturdida que emocionada. Los rayos láser cortaban el escenario. Los jefe de estudio diseminados a los pies de las gradas sudaban bajo los auriculares y se quedaban sin brazos para incitar al público, pero no era necesario, ya que los gritos, energía y frenesí eran completamente espontáneos.
Filas de muchachos gritones levantaban pancartas mientras vestían camisetas con la foto de los amigos preparados para salir al escenario a cantar.
La presentadora, embutida en un vestido todo lentejuelas, anunció la llegada de los jurados de Next Generation.
Los cuatro descendieron las gradas que atravesaban las tribunas en medio de una selva de brazos que se agitaban como cañas al viento.
El presidente del jurado era Sebastian Monroe, el autor del formato, un tosco productor neocelandés llamado Nariz de Oro: un apodo debido a su infalible olfato para descubrir talentos, pero que también hacía referencia a su apéndice nasal, ahora ya gastado por años de coca.
Sebastian, intolerante a las reglas del mundo del espectáculo, donde todo debía ser políticamente correcto, era un tipo estirado, capcioso, a menudo borracho; no tenía problemas en tomar un whisky en directo o en discutir con alguien del público. La única prohibición era el humo: si se hubiese mostrado en público con un cigarrillo en la boca, los patrocinadores habrían abandonado el programa. De todas formas, unos pocos altercados y algún vicio en la franja protegida se toleraban, si no se fomentaban, dado que habitualmente producían picos record de audiencia.
Aquella noche Sebastian se presentó con una barba inculta, una camiseta grisácea debajo de las axilas por las manchas de sudor y con un pésimo humor. Los otros jurados eran tres advenedizos del mundo del espectáculo. Jenny Lio era una ítalo africana que había vendido dos millones de discos gracias a una canción que durante tres semanas había estado en la cima de la clasificación en quince países. Una cosa pegadiza, para niños. Nada importante. La biografía artística de Jenny Lio parecía algo melosa. Una pena que en su currículo había sido omitido un arresto en su juventud: dejarse coger en Trípoli con un ladrillo de hashish escondido en la maleta no es que hubiese sido lo más para quién, como ella, cantaba temas musicales para dibujos animados.
La otra estrella del jurado era Isabella Larini, célebre, no tanto por sus cualidades canoras, como por haber sido la intérprete de un reciente éxito veraniego. Una canción para bailar con culeteos vulgares, manos entre las tetas y sugestivos tocamientos en medio de los muslos. En las playas y en los campamentos los animadores habían impuesto el Ballo di Isabella. Cuando llegase el otoño todos ya se habrían olvidado de ella.
El último jurado era Alessandro Boni, llamada Circe. Una Drag Queen con un físico imponente y un maquillaje excesivo. Una brillante conversadora, pero sin un particular talento artístico. La habían construido con una fama de sadomasoquista, justo para dar un poco de sustancia al personaje.
Circe había saltado a la fama de las noticias de sucesos por haber arruinado la carrera política de un diputado que se había enamorado de ella. Alguien había filmado al parlamentario en una habitación de hotel, completamente desnudo, tobillos y muñecas atados a los lados de la cama. Circe fue acusada de secuestro, malos tratos y tráfico de estupefacientes. Hubo un proceso donde la sentencia, finalmente, habló de Un juego erótico entre adultos consentidores. Los cargos se desestimaron y Circe fue absuelta totalmente. El resultado fue un diputado de menos y un personaje televisivo de más.
Ahora los cuatro jurados, las almas arañadas por los pecados humanos, estaban preparados para juzgar a los concursantes que participaban en la competición. El primer artista se llamaba Fernando Ramírez. Era un joven mejicano que había entrado clandestinamente en los Estados Unidos antes de que la administración Trump destinase dos billones de dólares para alzar el muro a lo largo de la frontera.
Fernando, una vez traspasado el muro, fue arrestado mientras desvalijaba una gasolinera en un lugar perdido del desierto de Texas. Debía comer, contó al público.
Arrestado y expulsado por los federales, sin un euro en los bolsillos, emprende un viaje aventurado que lo llevó a la otra parte del océano. Ahora, desde hacía unos años, vivía en Rovigo, huésped de tíos y sobrinos de segunda generación.
Fernando, la piel morena, los ojos negros y ardientes, después de haber conmovido un poco a todos con su historia, comenzó a cantar. Tenía una voz áspera y envolvente, y al público le gustó la actuación despellejándose las manos con un aplauso mandado por el productor.
Tres jueces de cuatro encontraron la exhibición convincente.
Sebastian Monroe votó en contra, explicando que el muchacho, desde su punto de vista, era, a duras penas, un aficionado, un listillo que quería conmoverlos con su historieta lacrimosa. El público, ante aquella afirmación, silbó indignado y Sebastian respondió mostrando el dedo medio. La web enloqueció. En las redes sociales llovieron un montón de insultos, la polémica se desató de manera estudiada y el nivel de audiencia subió medio punto.
Siguieron otros concursantes. Algunos eran de una genialidad impresionante, otros eran personajes sin talento pero lo suficientemente excéntricos para captar la atención del público. Los autores del programa les daban un puesto estratégico para subir la audiencia.
Pasaron unos anuncios que invitaban al espectador a comprar productos lujosos pero tan seductores y cautivadores que resultaban indispensables.
Después de un bombardeo de autos de ensueño, perfumes refinados y vestidos de firma, el directo recomenzó.
El nivel de audiencia estaba alrededor del ocho por ciento cuando Daisy Magnoli se asomó al escenario.
El rostro joven, perfecto e inquieto, los ojos sonrientes y seguros, y un vestido corto de colores pastel, enseguida llamaron la atención del jurado.
–He aquí otra criatura que podría perder su inocencia detrás del brillante mundo del espectáculo –pensaron, más o menos los jueces, conscientes de tener delante un potencial personaje.
– ¡Eh, gente! ¿No decís nada? Esta muchacha, ¿no es espléndida? –exclamó Sebastian Monroe volviéndose al público que respondió a su petición con un aplauso auténtico.
–Un lirio realmente espléndido, Sebastian. Pero no me gusta tu tono; parece el zumbido de una abeja a la caza de polen, no sé si me explico. Y además es menor –remarcó Jenny deslizando la vista sobre las líneas de los letreros de los guionistas.
–Oh, vamos, Jenny, sabes perfectamente que eres tú la flor de mis sueños –respondió Sebastian con una risita.
Circe no leyó ningún guión prefiriendo improvisar.
–Adelante, querida Daisy. ¿Por qué no nos cuentas algo de ti?
–Hola a todos –sonrió Daisy que, a pesar de su edad y con una cierta sorpresa no se sentía para nada incómoda. Ser el centro de la atención le provocaba siempre un escalofrío de placer. –Me llamo Daisy, Daisy Magnoli. Vengo de Castelmuso, un pueblo de quince mil habitantes, no muy alejado del mar Adriático…
Daisy continuó contando algunas banalidades sobre su vida en el instituto pero sin la vivacidad pretendida por los guionistas.
– ¿Eso es todo? –exclamó Sebastian fingiéndose desilusionado. –Espero que la timidez esconda un gran talento, en caso contrario…
Sebastian abrió los brazos como para decir En caso contrario ¿qué has venido a hacer aquí? ¿Desilusionar a todas estas personas?
Daisy sabía perfectamente que el guión del programa incluía algunos pasajes ineludibles: el jurado comenzaría con las felicitaciones, luego para elevar el nivel de audiencia la provocarían para meterla en problemas. Ella no debería hacer otra cosa que hacer frente a los ataques del jurado.
Estaba todo programado.
Ahora sólo debía cantar I’am Rose y se convertiría en una celebridad.
6
Guido sintió un escalofrío correr a través de los omóplatos. Daisy estaba a punto de exhibirse delante de millones de italianos.
– ¡Ese cabrón de Sebastian! ¿Habéis visto cómo la ha tratado? ¿Pero quién se ha creído que es?
Manuel Pianesi se enfadó tanto que, debido al nerviosismo, derramó la cerveza sobre los cojines del sofá donde estaba tirado, haciendo despotricar a Guido.
Guido Gobbi ya estaba arrepentido de haber invitado a sus amigos a su casa, un apartamento en la periferia del pueblo, en el populoso barrio de San Lorenzo. Cinco mil almas tranquilas, divididas entre los edificios con fachadas altas que seguían el perfil de la colina.
Por una parte Manuel gritaba haciendo que perdiese los diálogos del jurado, por otra, Leo Fratesi contestaba a los comentarios, con el vicio de subrayar reiteradamente el concepto ya expresado.
– ¡Por favor! ¿Queréis parar de hacer ruido? –gritó Guido pulsando sobre la tecla del telemando para subir el volumen.
Había pasado una semana desde que Daisy y Guido habían discutido. Ella pensaba que Guido era un fisgón y quería denunciarlo al director del colegio. Parecía el triste epílogo de una historia no comenzada. Luego había aparecido aquella frase en el ordenador.
Adriano debe dejar de buscarme. O tendrá un feo final.
Después de una agotadora explicación donde Guido había intentado convencerla de que no tenía nada que ver con aquella historia, habían hecho las paces, aunque la tan suspirada cita se había pospuesto.
Daisy, de hecho, había preferido investigar sobre quién había sido el remitente del mensaje, recurriendo a la ayuda de Manuel. El compañero del instituto con los cabellos de rasta era un fantástico friqui, uno de esos capaces de descubrir quién había sido el autor, pero con cada intento el ordenador se bloqueaba, inexplicablemente.
La seriedad del ataque les hizo descartar la hipótesis de que se tratase de una broma dirigida a Daisy.
Guido afirmó que, probablemente, Adriano había hecho algo que no debía. Quizás un encuentro virtual que había ido mal. O había pisado el pie a las personas equivocadas, o algo parecido, y por esto lo estaban amenazando. Daisy jamás había considerado seriamente la hipótesis de que se la tuviesen jurada. La costumbre de sentirse el centro de atención la había inducido a pensar que el mensaje estaba dirigido a ella. Probablemente el hermano discapacitado había atraído el odio de alguien y ahora quería descubrir el porqué.
–Bien, Daisy, ¿qué nos vas a hacer escuchar? –preguntó Sebastian Monroe bebiendo un sorbo de whisky escocés que le hizo musitar de gusto.
–Bueno, querría cantar una canción. Una canción inédita –respondió ella cogiendo el mástil del micrófono que levantó para adecuarlo a su estatura.
– ¿Lo habéis oído? –exclamó el jurado girándose hacia el público.
–Estamos tratando con una cantante –añadió perpleja Circe que buscó entre las gradas alguien que compartiese su escepticismo. Hubo algún murmullo de aprobación.
–Realmente no la he escrito yo.
– ¿Podrías ser un poco más prolija o continuamos con los monosílabos?
Hubo una risotada ente el público.
–Es una canción escrita por Adriano Magnoli. Mi hermano. La canción se titula: I’m Rose.
En Castelmuso Adriano observaba el programa con los brazos cruzados, la espalda apoyada en el quicio de la puerta, mientras a su alrededor se había creado mucha expectación.
– ¡Por Dios, Adry, están hablando de ti! –había gritado Franz haciendo escapar la espuma de la botella de cerveza.
–En serio, Adriano. Es grandioso –había remarcado el tío Ambrogio, levantando el vaso para pedir otro brindis.
Las felicitaciones de la gente reunida en el salón del chalet eran sinceras, insistentes, y un poco fastidiosas. En los oídos de Adriano sonaban como Nada mal para un enfermo mental.
No podía culparles. En el fondo era la verdad.
–Ahora un poco de silencio, por favor –dijo Sebastian levantando las manos para hacer callar al público mientras el ojo despiadado de la telecámara se posó sobre el dedo de Circe apuntando al escenario.
–Daisy Magnoli. ¡Ha llegado tu momento!
Daisy cerró los ojos buscando la máxima inspiración.
Se elevó el dulce sonido de un piano. Unas pocas notas una detrás de otra, ligeras. La música, suave y evocadora, parecía conducir a un jardín de rosas perfumadas. Una melodía que evocaba colores tenues, vuelos delicados de mariposas y cielos despejados llenos de armonía.
La música de Adriano comenzó como un viaje tranquilo en el alma.
Daisy, con la sensación de cabalgar sobre un arco iris de emociones, comenzó a cantar.
Mi corazón atravesado por soles cegadores
Mis lágrimas, duras armas de cristal
Es la belleza
Es la dicha del amor
Pero hay una sombra escondida entre las arrugas de mi alma.
Las palabras, susurradas como el canto de un ruiseñor, no provocaron ninguna reacción por parte del público.
Según lo planeado, si durante la exhibición el artista mostraba poco talento, o ninguno, se comenzaba a gritar y a silbar, pero cuando la destreza era innegable empezaban los aplausos y los gritos de entusiasmo. Con Daisy no sucedió nada. Nadie se expresaba. Todo estaba parado, suspendido en el vacío.
De repente el suspiro del piano se convirtió en un ruido de truenos. Un bajo potente y sombrío desencadenó una impresionante energía. Melodía y ritmo explotaron en un fragmento rock con atmósfera gótica. Batería y guitarra se fundieron, en segundo plano un coro de voces profundas. Era un antiguo canto gregoriano traducido del latín, las voces moduladas con tonos proféticos. Una advertencia que hablaba de belleza, amor y condenación.
El amor es el espejo de lo oscuro
Lo oscuro será mi esposo
El manto negro de la Parca caerá sobre mi rostro, pesado como un sudario
Belleza y condenación…
Luego el coro calló. Sobre el escenario descendió un humo denso y gris.
La voz de Daisy se elevó límpida y vibrante.
El pecado se insinuó entre las nieblas de mi inocencia
El ángel oscuro es gozo e inocencia
El ángel oscuro es gozo y perversión
Yo soy la rosa
Él es la condenación…
Los pasos de baile acariciaban el escenario con toques ligeros y ágiles, un tamborileo se liberó como una sucesión de truenos amenazadores, el coro creaba una atmósfera de advertencia y presagios.
Hacia el final de la canción las guitarras interpretaron un solo acrobático, un contrapunto perfecto para celebrar la muerte del sonido de los tambores.
Luego, de repente, la música se disolvió.
La canción había acabado.
Daisy se quedó quieta, el rostro vuelto hacia el cielo, el sudor que le regaba las sienes, los mechones de cabello pegados sobre las mejillas sonrojadas, la rodilla hacia el suelo y el brazo tieso vuelto hacia el cielo, en una espléndida pose épica.
Daisy sonrió al jurado conteniendo los jadeos, el corazón le latía fuerte en el medio del pecho.
Era el momento del veredicto.
Alrededor, un pesado e insondable silencio.
Daisy miró fijamente a Sebastian Monroe. Sabía que la sentencia pasaría a través de sus ojos. El neozelandés, casi siempre arrogante y claro en sus juicios, tenía una mirada indecisa, y todo su aplomo hacía pensar en una inseguridad que nadie reconocía. Incluso los otros jueces se mostraban nerviosos e indecisos.
Daisy, a la espera de la respuesta, tuvo la sensación de oír unos ruidos provenientes de abajo del escenario.
Oyó a un técnico blasfemar detrás de las bambalinas. Las bombas de humo no tendrían que haber comenzado. Daisy, en efecto, se había quedado sorprendida. Durante las pruebas nadie le había dicho que debería bailar en medio a una desagradable niebla fría.
–I’m Rose –dijo finalmente Sebastian. –Es, cómo decirlo, en fin… lo que he escuchado es de locos.
–Inmenso es la palabra justa –le respondió Circe, comprimida en un negro y brillante vestido de látex, el sudor descendiendo debajo de la peluca.
La respuesta del jurado precedió al veredicto del público que se levantó aplaudiendo. Un tributo insólito, donde el entusiasmo de todos era medido, pero completo, como si la exhibición mereciese la admiración y el respeto casi como si fuese una pieza de ópera.
Mientras la gente aplaudía, los ruidos sordos debajo del escenario eran cada vez más sombríos y profundos.
Daisy hizo una reverencia. Ese era el momento más importante de su vida. Intranquila, sonreía y daba las gracias.
Los ruidos sordos aumentaron. Pero, ¿nadie los oye?, pensó mientras el escenario vibraba bajo sus pies, el mástil del micrófono que saltaba delante de sus labios. Echó la culpa a la tensión y pensó en el hermano. Adriano había enfermado debido a un fuerte estrés. Ahora, también ella estaba bajo presión. La imaginación le hizo creer que alguien, o algo, estuviese sepultado en alguna parte. Una presencia atrapada en un lugar oscuro e indefinido que intentaba liberarse. ¿Quizás también ella estaba enferma?
Advirtió un calambre doloroso en el estómago y temió que fuese a vomitar. A pesar de todo, se esforzaba en sonreír.
–Daisy, no tengo palabras. Sencillamente, estoy estupefacto –exclamó Sebastian moviendo la cabeza, como para sacarse de encima la emoción que le había causado I’m Rose.
Isabella Larini estuvo de acuerdo mientras se acariciaba el brazo para tocar la piel de gallina, los ojos que mostraban un brillo de admiración.
–Señores, personalmente todavía estoy conmocionada. Hemos asistido al nacimiento de una estrella. Una estrella que relucirá durante mucho tiempo en el firmamento de Next Generation –fue el comentario de Circe.
–Ahora, queremos saber todo, realmente todo sobre ti –dijo Sebastian acariciándose con curiosidad la barba dura y áspera.
Daisy sintió que los golpes habían parado. El mástil del micrófono ya no saltaba y el escenario dejó de vibrar. Se convenció que los había imaginado. Pasó el dorso de la mano sobre la frente empapada de sudor, los ojos moviéndose entre las gradas. En sus sueño su público siempre era invisible, alguien que la aplaudía pero que sólo ella podía ver. Ahora el público era real. Estaba allí, en carne y hueso, alineado delante de ella despellejándose las manos de tanto aplaudir.
–Me alegro de que os haya gustado la canción –consiguió decir, casi conmovida.
En la casa de Daisy se había armado una buena. Amelia, la gruesa esposa de Franz, reía con el rostro rechoncho lleno de satisfacción. Tía Annetta se quitó con el dorso de la mano dos lágrimas por la emoción. El teléfono fijo y los móviles sonaban continuamente. Cada llamada era un amigo, un vecino, un conocido que llamaba para felicitarles. Franz y tío Ambrogio, medio borrachos, pidieron un brindis mientras tenían en la mano pintas de cerveza que desparramaban espuma.
En ese momento en Castelmuso todos podían vanagloriarse de ser conciudadanos de una celebridad.
Adriano observaba a Daisy en el escenario de Next Generation. Él la conocía como nadie. Estaba tensa y nerviosa y la sonrisa no era sincera.
También el joven, como Daisy, se vio sobrepasado por la inquietud.
–Adriano, eres grande –le dijo el tío abrazándole con un gesto brusco y echando su peso encima para sostenerse.
–Ya lo había dicho. Yo siempre lo he dicho. No tengo dos sobrinos. Tengo dos fenómenos.
Adriano se apartó del pariente para liberarse de aquel abrazo engorroso. Salió de la sala y se metió en el pasillo. Subió las escaleras, maldijo cada escalón, maldijo la migraña que se había desatado de repente y maldijo las medicinas que le frenaban los movimientos.
Entró en la habitación. Abrió el cajón del escritorio para coger un analgésico. En su cabeza todo comenzó a asumir formas borrosas y confusas.
Rebuscó con la mano en el cajón sin recordar qué estaba buscando. Comenzó a vagar por la estancia con aire desorientado e impresionado, antes de tirarse al suelo con la cabeza entre las manos. En ese momento las alucinaciones volvieron.
Adriano se convenció de que su cabeza era una maceta llena de tierra, donde se estaban adhiriendo espesos ovillos de raíces, imposibles de extirpar.
Cogió de la estantería un viejo volumen con las cubiertas pesadas y desgastadas. Las manos temblorosas voltearon las páginas de la Biblia con una lentitud frustrante y resignada.
Se paró delante de una página particularmente arrugada, consciente de que no le serviría de nada leer, y ni siquiera rezar, como si en ese momento la religión se hubiese convertido en algo lejano y contrario a la verdad.
Esquizofrenia. Se llama esquizofrenia. Mi mente está enferma. Sólo esto. Sólo esto, repitió lanzando la Biblia a los pies de la cama, las páginas abiertas en el suelo como las alas de un pájaro muerto.
No. No es esquizofrenia, Adriano. Él está a punto de entrar en escena.
–Muy bien, Daisy Magnoli –dijo Sebastian. –No sé si te das cuenta, pero tu voz es maravillosa, bailas como una profesional y si no me equivoco sólo tienes dieciséis años, ¿verdad?
–Cierto. Al menos por lo que respecta a mi edad. Por lo demás me fío de vuestro juicio.
La respuesta de Daisy fue subrayada por un aplauso del público que pareció agradecer, además de su talento artístico, también su facilidad de palabra.
–Lo has dicho, bonita –exclamó Circe –La canción fue escrita por tu hermano, ¿cierto? ¿Cómo has dicho que se llama?
–Adriano. Adriano Magnoli.
– ¿Quieres hablarnos un poco de él? Un autor tan fantástico merecería estar aquí, junto a ti.
–Bueno, mi hermano no puede venir. Porque él, cómo lo diría, él… él… está
– ¿Qué le pasa? Te veo un poco incómoda –dijo frunciendo el ceño Sebastian. – ¿Quizás no te apetece hablar de Adriano?
Ha llegado el momento de la malicia pensó Daisy. Según lo planeado, ahora me las harán pasar canutas.
Daisy sabía perfectamente cómo los jueces, en nombre de la audiencia, podían convertirse en algo especialmente odioso, incluso crueles.
Ella, sin embargo, no tenía ninguna intención de caer en la trampa e intentó concentrarse para hacer frente a sus asaltos.
–Entonces, ¿dónde está tu hermano? Debería dárnoslo a conocer, querida.
La voz meliflua de Isabella Larini dio, oficialmente, el comienzo de las provocaciones.
– ¿Quizás no lo has querido aquí contigo porque estás celosa de él?
– ¡Adriano! ¿Dónde estás? ¡Adriano! –gritó de improviso Circe apoyando la mano sobre la frente para mirar a lo lejos, provocando la hilaridad entre los espectadores.
Sandra se había quedado todo el tiempo detrás de las bambalinas. La ejecución de I’m Rose había sido perfecta. Estaba orgullosa de Daisy. Había disfrutado y llorado por la emoción.
Las telecámaras se habían parado en sus lágrimas, conmoviendo a amas de casa y madres delante del televisor.
Todo el programa estaba discurriendo como la seda. Estaba la muchachita con el talento fue de serie, una madre emotiva y un hermano compositor que, con su ausencia, estaba alimentando la curiosidad de los telespectadores.
Todo oxígeno para los niveles de audiencia. Y los niveles de audiencia se convertían en paletadas de euros gracias a los beneficios de los ingresos publicitarios.
Los contratos de la NCC se basaban sobre las encuestas de popularidad. Cuanto más alto era el índice de audiencia, le pagaban una cuota más consistente al emisor las empresas que publicitaban sus productos. Y cada punto en el nivel de audiencia valía algo así como dos millones de euros.
Para Sandra, sin embargo, el programa estaba tomando un giro desagradable.
¿Por qué le toman el pelo a mi hijo?, se preguntó. Los guionistas saben que no está bien. Han hablado mucho con él. Incluso han preparado un vídeo típico de nuestra familia. Una entrevista donde Daisy hablaba de sus sueños, de sus seres queridos, de su madre, del padre que ya no está… Los guionistas conocen el suicidio de Paolo, los problemas de Adry. Daisy sólo tiene dieciséis años. No puede manejar una entrevista donde se habla de cosas demasiado grandes para ella. Entonces, ¿por qué se comportan de este modo? ¡No era este el trato, joder!
En el monitor del jurado aparecieron los índices de audiencia. La media de Next Generation estaba entorno al nueve por ciento. Los jurados se emocionaron cuando leyeron que el índice de audiencia estaba rozando el once.
Los datos eran calculados en tiempo real gracias a un sofisticado sistema que cruzaba las informaciones de una muestra de veinte mil familias esparcidas por todas las regiones. Y el once por ciento era una fantástica noticia, por esto los guionistas decidieron presionar a Daisy. Era ella, de hecho, la que elevaba el nivel de audiencia.
Era necesario crear interés alrededor de la muchacha. Mucho interés. Sobre los monitores de los jueces aparecieron, muy remarcados, una serie de sugerencias especialmente cínicas.
El índice de audiencia sube. ¡Dadle duro a la chavalita!
Ánimo. Removed en la mierda. ¡Debemos llegar al trece!
El padre se ha suicidado. Mirad a ver si podéis meterlo por algún sitio.
Hermano loco, padre suicida. Esto es algo fuerte. Habíamos decidido no hacerlo, ¡al diablo todo! Sacad todo fuera. Pero haced de manera que no se vuelva contra nosotros. Debemos llegar hasta el trece.
Jenny Lio miraba el monitor entusiasmada. Pensó en la gratificación del jurado, también calculada sobre los niveles de audiencia. Si el nivel de audiencia se pusiese en torno al doce, ella podía cobrar un plus de cincuenta mil euros. Pero para ganar aquella suma debería dar lo mejor de sí misma. Se puso en pie. Sarcástica comenzó a canturrear:
– ¡Adrianinnno! ¡Adrianinnnno! ¿Por qué juegas al escondite?
También Isabella Larini, hechas sus cuentas, comenzó con su pérfido show. La jurado fingió indignarse y gritó:
–Olvídate, Jeny. No seas cabrona. Adriano no está aquí porque tiene un problema. Y estamos hablando de algo serio. ¿No es verdad, Daisy? Por lo que yo sé, Adriano, el autor de tu bellísima canción está… ¿quieres decirlo tú? ¿Quieres hablar de su problema?
Daisy no estaba preparada para una pregunta de ese tipo. No era aquel el trato. Debía cantar y divertirse. Y si, además, hubiese mostrado ser realmente buena, habría tenido la posibilidad de entrar en el mundo del espectáculo.
Los jueces, ahora, no estaban respetando ni los acuerdos ni el guión.
Esperaba que no la obligasen a hablar de las desgracias de su familia.
En el fondo, I’m Rose, no era sólo una canción.
Era su historia.
–Vamos, Daisy. A nosotros nos puedes contar todo. ¿Qué le ocurre a tu hermano? –preguntó Sebastian poniendo los pulgares bajo el mentón, fingiéndose atento y preocupado.
–Mi hermano no está bien –respondió la muchacha con la odiosa sensación de sentirse como un conejito perdido rodeado de lobos hambrientos.
En ese momento habría querido tener a su madre a su lado y echarse entre sus brazos para sentirse segura y protegida como cuando era una niña. Miró a los jueces que la presionaban con preguntas cada vez más incómodas e irritantes. Las mejillas se le llenaron de lágrimas y maldijo su estupidez. Debía ser fuerte, debía responder golpe por golpe a esas preguntas insidiosas. En cambio, sólo consiguió llorar.
Un relámpago de triunfo atravesó la mirada de Jenny Lio. Los indicadores mostraban el índice de audiencia en el trece y medio.
El llanto de Daisy estaba atrayendo espectadores. Pero, sobre todo, gracias a ella se embolsaría otros treinta mil euros.
Jenny, Isabella y Sebastian se intercambiaron una mirada llena de satisfacción.
A los monitores llegaban las directrices de los guionistas que, poco a poco, eran cada vez más malvadas.
Adelante, aprovechad el momento. Haced decir a la pequeña qué jodida cosa le pasa a su hermano.
¡Venga, venga, venga! ¡Si llegamos al quince son cien mil euros!
Circe, muévete. No estás haciendo nada por elevar el nivel de audiencia. Maltrátala. ¡Pega fuerte con una pregunta de las tuyas!
Sandra habría querido protestar a alguien pero no sabía a quién acudir. Los dos cámaras que la grababan la siguieron tras las bambalinas hasta que ella se cruzó con uno de los guionistas, un muchacho calvo como un huevo de avestruz con dos enormes auriculares en las orejas y la carpeta con las notas en la mano.
–Señora Magnoli –dijo perentorio –usted no puede venir aquí, debe permanecer en el área que ha sido asignada a los padres y…
– ¡Quítate de mi vista, jodido cabrón! –gritó Sandra apuntando las manos sobre el pecho del muchacho, empujándolo lejos.
–Por favor, cálmese –imploró el guionista empalideciendo.
Un agente del servicio de seguridad, robusto y discreto, se acercó a Sandra. El guionista hizo una señal con la mano para dar a entender que todo estaba bajo control.
– ¿Cómo voy a calmarme? ¡Mi hija está llorando en esa mierda de escenario! –vociferó Sandra desesperada.
–Muchos chavales lloran durante las transmisiones. Es normal para ellos emocionarse –le respondió el joven guionista enfadándose con un cámara que habría querido grabar la escena. La protesta del padre de una menor enviada en directo habría podido desencadenar la polémica. Y muchas asociaciones de consumidores e institutos de vigilancia hubieran sido felices de hacer caer el programa, al considerar la presencia de gente como Circe y Monroe no apropiada para una franja protegida.
–Os lo advierto. Dejad fuera a mi hijo de esta historia –amenazó Sandra apuntando con el dedo al guionista.
El joven calvo sabía muy bien cómo la rabia de la mujer estaba más que justificada. No podía no darle la razón pero el dinero en danza era mucho.
Si la audiencia se incrementaba de nuevo él se embolsaría veinte mil euros. Su nombre, de hecho, aparecía en los títulos de crédito justo inmediatamente después del de Sebastian Monroe, y el joven guionista no tenía ninguna intención de renunciar a una compensación tan generosa. Avisó a dirección de apagar el dron que estaba grabando en bambalinas e hizo apagar las cámaras seis y siete, las que enfocaban a Sandra Magnoli. Hecho esto, ordenó al vigilante de seguridad que volviese a acompañar a la mujer al puesto reservado para los familiares de los concursantes.
Sandra aceptó con renuencia pero sin ninguna intención de bajar la guardia. Si alguien intentaba herir a sus hijos correría al escenario para sacar a rastras a Daisy, después de haber insultado a los jueces y denunciado en directo a los productores del programa.
¡¡¡Estamos en el catorce y medio!!!
La frase centelleó seguida por una triunfante fila de signos exclamativos.
Daisy habría deseado escapar del escenario. Pero quedó allí clavada, incapaz de reaccionar. Las preguntas de los jurados se hicieron más precisas, malvadas y ultrajantes.
Hubo una pausa publicitaria de treinta segundos. El nivel de audiencia tuvo una bajada de dos puntos.
Cuando el anuncio acabó los índices de audiencia volvieron a subir.
El rostro límpido de Daisy surcado por las lágrimas saltó a la cabecera de las tendencias del momento de Twitter.
Sebastian miró de reojo el indicador con una total euforia.
Estaban en el catorce con ocho, otros dos puntos y se ganaría el plus de cien mil euros. Con ese dinero podría comprar coca de primera calidad y un piercing de oro incrustado de diamantes que ya imaginaba balanceándose del rosado pezón de Christine, su amante menor de edad. Sebastian se había encaprichado de la muchachita cuando ella tenía quince años y nunca había dejado de sorprenderse por la naturalidad que ella demostraba en ciertos complicados juegos eróticos.
–Bien. Aquí estamos de nuevo en vuestra compañía. Estábamos hablando de Adriano –resumió Sebastian, antes de añadir –Perdóname si soy desconsiderado pero me preguntaba cómo un muchacho enfermo mental pueda componer una canción tan fantástica como I’m Rose.
No, no eres desconsiderado, sólo eres un bastardo, asquerosa mente de mierda pensó Daisy que respondió intentando mantener a freno la rabia:
–Mi hermano sufre de esquizofrenia paranoide. Se trata de una enfermedad muy grave. Y además, loco o no, amo a mi hermano. Lo amo más que otra cosa en el mundo. Él es sensible. Es delicado. Es un muchacho decente. Y si estoy aquí es sólo gracias a él.
Un suspiro conmocionado salió del público.
Catorce con nueve.
La audiencia todavía subía. La respuesta de Daisy, con esas pocas palabras dictadas por el corazón, había golpeado en lo íntimo a los espectadores.
Jenny Lio e Isabella Larini lanzaron una ojeada entusiasmada a Sebastian. En el monitor los guionistas escribían mensajes cada vez más implacables.
Estamos a punto de dar el golpe. ¡Ánimo, ánimo, ánimo! ¡Redondeemos, así de esta manera brindaremos con Moet &Chandon rodeados de putas y maricones de lujo!
Sebastian se pasó la palma de la mano por la frente empapada de sudor. Era el momento de utilizar la artillería pesada.
Daisy sintió su mirada malvada encima. Estaba aterrorizada por la próxima pregunta, que se reveló una auténtica obra de arte de la perfidia.
– ¿Amabas también a tu padre, Daisy?
La muchacha se quedó blanca. ¿Cómo podían hacerle esto? ¿Cómo podían atreverse a nombrar a su padre?
– ¿Y bien, Daisy?
Ella no dijo nada. Se esforzó por ahuyentar el recuerdo de su padre, pero sin conseguirlo. Nunca había logrado superar el trauma del suicidio a pesar de años y años de terapia.
Los jueces del espectáculo, presionándola sin una brizna de humanidad, lo sacaron todo a relucir, y Daisy revivió el horror que marcó su infancia. Vio de nuevo al padre colgando del árbol con los ojos desencajados mirando al vacío, la lengua colgante al lado del labio, el cuello estirado, las vértebras cervicales destrozadas. Nunca lo había visto en realidad pero siempre lo había imaginado de esta manera.
– ¿Y bien, Daisy?
Daisy escuchó a la madre lanzar un chillido y llamar bastardo a alguien. Escuchó también el grito de dolor de Adriano, aunque el hermano no estaba presente y en ese momento pensó que enloquecería.
– ¿Y bien? Cuéntanos algo sobre tu padre…
– ¡Basta! ¡Ya basta! –gritó como si hubiera sido golpeada por una crisis h de histeria.
– ¡Basta, basta, basta!
De repente, un ruido sordo hizo vibrar el entramado que sujetaba las luces del escenario. Los soportes de acero donde estaban fijados los faros estroboscópicos saltaron. Se oyó otro ruido sordo.
Los reflectores explotaron uno tras otro entre flases de luz blanquísima.
El escenario se estremeció, como si alguien, o algo, lo empujase desde abajo.
Uno de los soportes se inclinó de golpe arrancando los cables eléctricos. Chispas crepitantes se liberaron de los hilos descubiertos. Los tornillos cedieron. El pilar se cayó al suelo llevándose con él cables y reflectores. Daisy lanzó un grito cuando el soporte se abatió sobre la mesa del jurado.
Jenny Lio sintió un golpe atronador. Había sido rozada por el pilar. Un cable que se agitaba como una serpiente crepitante de energía la golpeó en el rostro. Cayó al suelo desvanecida. La descarga de veinte mil voltios le quemó la cara dejándole un tajo en el cuello, mientras que la oreja derecha se había ennegrecido convirtiéndose en un muñón negro y humeante.
Isabella Larini estaba tirada por el suelo. Gritaba de dolor por culpa del brazo derecho entrampado debajo de un travesaño del entramado. La posición poco natural de la articulación hacía intuir que se tratase de una horrible fractura.
Circe había quedado sentada, incólume. Cubierta de sangre que no era suya.
La visión de Sebastian la hizo gritar horrorizada.
El jefe del jurado estaba boca abajo encima de la mesa, la espalda rota por el entramado. La sangre caía sobre los monitores encendidos. Los ojos inmóviles y fijos abiertos como platos sobre el monitor, donde brillaba el record histórico de los niveles de audiencia.
Next Generation se vio interrumpido a las diez y treinta y cinco del jueves diecinueve de noviembre.
La muerte llevo los niveles de audiencia hasta el cuarenta por ciento.
7
Como todas las mañanas, Greta Salimbeni entró en el estudio vistiendo uno de sus trajes de chaqueta gris y severo.
La ayudante del doctor Salieri conseguía cambiar, de vez en cuando, la impresión que la gente se había hecho sobre ella. Greta podía aparecer fría, coqueta, huraña o sensual, todo sin sen consciente, como si las virtudes y los defectos estuviesen sólo en los ojos de los que la miraban.
Cuando había comenzado a trabajar en el estudio era una mujer joven casada pero desilusionada con el matrimonio. Uno de sus pensamientos recurrentes era el de poder convertirse pronto en la amante de su jefe. Salieri, sin embargo, estaba enamorado de la esposa. Y un buen matrimonio era el punto de equilibrio necesario para quien desarrollase, como él, la profesión de psiquiatra.
Quien sanaba la mente de los hombres debía, necesariamente, mantener la vida privada sin conflictos ni tensiones, en caso contrario habría descargado sus frustraciones con sus pacientes.
Greta estaba enamorada del doctor pero no quería ser el segundo plato. Por esto Salieri se quedó en una pura y sencilla fantasía erótica.
Greta abrió la puerta para acomodar al paciente.
Adriano Magnoli entró volviendo a pasar la mirada sobre las porcelanas que decoraban el estudio.
–Hola, Adriano –lo saludó Salieri enarcando las cejas, la expresión concentrada de quien estudia al paciente hasta el más pequeño detalle.
–Siento lo que ha sucedido –dijo afligido el muchacho.
–Sí. No ha sido un buen momento –asintió Salieri cruzando los brazos y echando los hombros hacia el respaldo de la butaca para aliviar el cuerpo desde hacia demasiadas horas inmóvil detrás del escritorio.
–Me lo contarás todo con calma. Siéntate, por favor.
Adriano se sentó apoyando los codos sobre la mesa con incrustaciones. Se frotó con nerviosismo las manos, la expresión llena de un sentimiento de culpa. El psiquiatra observó algunos hematomas rojos en el muchacho.
–Lo siento mucho. Ahora, sin embargo, estoy mejor.
–Te han quedado marcas –observó Salieri apuntado la pluma a las muñecas de Adriano.
–Si es por esto, las tengo también en los tobillos –precisó Adriano levantado una rodilla para alzar la pernera del pantalón y bajar un calcetín. La piel de abajo mostraba un hematoma violeta.
–Durante una crisis ocurre que agredes a las personas –escribió el doctor garabateando un apunte con una grafía nerviosa.
–No debería haberle mordido. Pero no estaba en mis cabales.
– ¿Cuánto tiempo te han tenido en la cama? –preguntó Salieri encendiendo el ordenador.
–Dos días. Las correas fijadas a la cama eran de cuero y yo me he movido mucho. Por eso me han quedado señales.
–Tres semanas en la sección de psiquiatría. Debió ser bastante duro, muchacho.
–Cuando el entramado cayó sobre el escenario creí que también Daisy había sido golpeada y es en ese momento cuando he perdido la cabeza.
– ¿Quieres hablar sobre esto? –preguntó Salieri deslizando el ratón sobre la alfombrilla, los ojos fijos en la pantalla siguiendo la flecha que apuntaba a una carpeta para abrirla.
–Me gustaría, pero no recuerdo casi nada de esa noche –aclaró Adriano. –Dicen, sin embargo, que bajé allí, al salón. Todos gritaban por lo que estaba ocurriendo en la televisión. Llegado ese momento me he vuelto agresivo pero esto es lo que ellos creen.
–Entonces, ¿por qué motivo te has lanzado contra los huéspedes que estaban viendo a tu hermana en la televisión?
–Porque veía llover trozos de carbón en la habitación. Sí, esto lo recuerdo bien. Me he tirado encima de ellos para protegerlos. Quería evitar que alguien fuese golpeado.
–Has empujado incluso a tu tía que se ha caído al suelo, ¿verdad?
–Sí. Por desgracia, sí. Se ha golpeado la cabeza pero juro que no quería hacerle daño.
–Sé que no le ha ocurrido nada aparte de un chichón, y sé también que te has defendido con uñas y dientes hasta el último momento para no hacer que te internasen. Decías que estabas muy nervioso por el accidente del escenario.
–No lo sé. Yo… yo sólo sé que no quería hacer daño a nadie.
–El mordisco al enfermero, ¿te acuerdas?
–No mucho. Repito, no estaba bien. Me querían llevar, yo, sin embargo, no quería y a partir de ahí ha sucedido todo el follón.
–He visto las cajas de los medicamentos, no los has tomado con regularidad, Adriano. He aquí porqué han vuelto las alucinaciones.
Adriano, incómodo, asintió con aire culpable.
–Háblame de Daisy, más bien. ¿Cómo está? –preguntó Salieri abriendo el archivo que estaba buscando. Comenzó a mirarlo con particular atención, entrecerrando los ojos y acercando la nariz al escritorio del ordenador.
–Daisy se atemorizó. Pero ella es fuerte y me defendió. A causa de esto sucedió lo que… lo que hemos visto en el escenario. Pero yo… bueno… dios, perdóneme doctor, estoy un poco nervioso…
–Tranquilo. Estamos entre amigos. Explícame lo que quieres decir con calma –exclamó distraídamente el psiquiatra mientras tecleaba con dos dedos en el teclado.
Adriano emitió un jadeo inquieto.
–Quiero decir que ese hombre, Sebastian Monroe, no debería haberlo provocado.
Mientras Adriano hablaba, Salieri clicó sobre el archivo donde estaba la historia clínica del muchacho. El hombre observó algo insólito. Se acarició el mentón. Lanzó una ojeada a Adriano. Observó otra vez la pantalla frunciendo el ceño.
–El accidente del escenario. Quizás ha sido esto –dijo Adriano reclinando la cabeza para cogerla entre las manos. –Esto que está aquí, dentro de mi cabeza. Quizás no sólo echa raíces aquí, quizás lo puede hacer por todas partes. Quizás está ya por todas partes.
Adriano hablaba ignorante de que ya no era el centro de atención del doctor Salieri. El psiquiatra se había puesto un auricular en una oreja y estaba completamente absorbido por el ordenador, los dedos tamborileando nerviosos sobre el escritorio.
–Doctor, ¿me está escuchando? –le preguntó Adriano con un lamento.
–Perdona. Me he distraído –respondió Salieri al muchacho quitándose el auricular, el tórax se levantó y se relajó con un suspiro de preocupación.
–Bien, me hablabas de este misterioso ser –dijo el psiquiatra con aparente tranquilidad.
–Él, el parásito, la está buscando. Está buscando a Daisy desde siempre… y ahora la ha encontrado, ¿lo entiende, doctor? ¿Comprende lo que sucederá? No lo entiende porque estamos sólo al comienza. Sebastian Monroe no debía provocarla. Por esto ha tenido ese final.
Adriano terminó de hablar encogiendo los hombros, como para quitarse algo molesto de encima, y abandonó el discurso. Siguieron otros veintitrés minutos de diálogo en los que el muchacho consiguió hilvanar algún razonamiento a ratos coherente, a ratos confuso. Salieri tiró del puño de la camisa para observar el reloj, un Rolex de acero inoxidable que debía ser recargado. Apretó el pulgar y el índice sobre el cierre del dispositivo de resorte, lo giró con movimientos pequeños y rápidos hasta que las agujas se movieron, y dijo:
–Perfecto, Adriano. Por hoy hemos acabado. El ingreso ha sido una fea historia. Quería verte para saber si te encontrabas mejor. Di a tu madre que no me debe nada. Prométeme, sin embargo, que tomarás siempre las medicinas. Continúa con las pastillas de quinientos miligramos. Nos vemos la próxima semana. A la misma hora.
El psiquiatra estrechó la mano de Adriano sin levantarse.
–Saluda a la señora Magnoli.
Cuando Adriano salió del estudio, el doctor se puso a fumar. Apenas dos caladas. Aplastó el cigarrillo en el cenicero y pulsó la tecla del teléfono interior para llamar a Greta.
–Busca al profesor Marco Buccelli. Interno 102 del hospital Umberto II. Dile que es urgente.
El médico encendió otro cigarrillo y dio otras caladas nerviosas hasta que el teléfono sonó.
–Hola, Marco. ¿Cómo estás?
– ¡Doctor Salieri! Me alegro. Todo perfecto. ¿Y tú?
–Todo OK, gracias. Escucha, te llamo en relación con Adriano Magnoli.
–Sí. Una fea crisis. Pero lo hemos puesto bien rápidamente. ¿Lo has visto?
–Lo he visto. No habéis arreglado una mierda. –dijo con el tono franco que se puede permitir sólo un viejo amigo.
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notes
1
Nota del traductor: En dialecto, en el original. Manera familiar de llamar a Giovanni.
2
Nota del traductor: Apocalipsis, capitulo 20, versículos 7 y 8; Sagrada Biblia; Nacar y Colunga; Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1975, 31ª edición
3
Nota del traductor: Potentes antipsicóticos.