La Larga Sombra De Un Sueño

La Larga Sombra De Un Sueño
Roberta Mezzabarba
”La noche en la que apareció en la mente de Greta la oportunidad de dar un giro definitivo a la vida que, desde hacía tiempo, le daba lo mismo, el mar estaba siendo batido por una tramontana gélida y cortante, todavía se acordaba perfectamente. Estaba decidida: escaparía”. ”La noche en la que apareció en la mente de Greta la oportunidad de dar un giro definitivo a la vida que, desde hacía tiempo, le daba lo mismo, el mar estaba siendo batido por una tramontana gélida y cortante, todavía se acordaba perfectamente. Estaba decidida: escaparía”. De esta manera comienza LA LARGA SOMBRA DE UN SUEÑO. Vidas que se entrecruzan, orgullo, historias que se repiten y emociones, pasiones… destinos. Greta es una muchacha que decide tomar las riendas de su vida pero, luego, se da cuenta de que nunca ha abandonado sus raíces, que comprende que una herida, para considerarse cicatrizada, debe ser limpiada dolorosamente hasta llegar al corazón del problema. Nadie puede alcanzar la claridad sin caer primero hasta el infierno y remontarse para ver el cielo. Es verdad, nada será como antes pero, si se quiere vivir y no solamente existir, este es el camino. Estos son los puntos fuertes de esta novela, bien articulada, gratamente fluida. Un libro romántico pero no demasiado, que esconde muchos enfoques y está abierta a múltiples interpretaciones pero, sobre todo, un análisis del hombre, entendido como ser viviente, a merced de una vida imprevisible. Puedes ver el booktrailer aquí: https://youtu.be/fSlelRK3fdY

Roberta Mezzabarba
La Larga Sombra de un Sueño

Esta es una obra de fantasía.
Nombres, personajes, ubicaciones y sucesos son imaginarios o son usados de manera ficticia y cualquier referencia a personas, vivas o muertas, a hechos o lugares existentes es puramente casual.
Tituolo oroginale de la obra: La lunga ombra di un sogno
Primera Edición
noviembre 2017
IL MARE
© 2017 La Caravella Editrice
Segunda Edición Publicado por ©Tektime
junio 2020
304 páginas
www.traduzionelibri.it

Roberta Mezzabarba
La larga sombra
de un sueño
Traductora: María Acosta Díaz

A mi abuela Giacinta,ahora un dulce recuerdo,que me ha enseñadoa no rendirmeJamás.


Prefacio
La noche en la que apareció en la mente de Greta la oportunidad de dar un giro definitivo a su vida que, desde hacía tiempo, le daba lo mismo, el mar estaba siendo batido por una tramontana gélida y cortante, todavía se acordaba perfectamente.
Estaba decidida: escaparía.
En la oscuridad sólo había olas, lenguas blancas y espumeantes, que se movían, deliberadamente, para romper la armonía de aquella mesa azul oscura, avanzaban con movimientos cada vez más implacables, casi como si quisiesen golpear con violencia los escollos oscuros de aquella bahía pedregosa a pico sobre el agua.
La espesa vegetación, presente sólo de manera fragmentaria sobre aquella orilla, ondeaba como lo habrían hecho verdes guedejas de ninfas, despeinadas por un viento incómodo.
Muchas veces, desde niña, Greta se había refugiado allí, en aquel Edén, donde podía sentir, cálido y vivo, el contacto con la parte más indómita de sí misma: se sentía muy apartada del resto del mundo que la rodeaba y sin embargo el dolor conseguía alcanzarla con oleadas tan cercanas que le hacían perder completamente la percepción de cualquier otra cosa.
Quizás desde niña había estado siempre un poco desconectada del resto del mundo, de lo que la masa creía justo… y ahora, después de tanto tiempo, en su mente cada vez era más firme la convicción de que haría bien si continuaba manteniendo las distancias con todo lo que la rodeaba: demasiado a menudo la excesiva proximidad, la excesiva confianza, nos convierte en frágiles e indefensos para juzgar y combatir lo que nos perjudica.
De niña le encantaba fantasear, con la mirada perdida en el azul oscuro del mar: soñaba con ser una princesa prisionera de una bruja malvada, contra la cual resistía a la espera de que su príncipe viniese a salvarla, en su caballo blanco.
Quizás era justo la persecución de aquel sueño lo que, en un cierto momento, se había convertido en exasperante, había infectado lo que podría haber sido una existencia por lo menos tranquila.
Sólo ahora que se había quedado sola, realmente sola, se daba cuenta de esto, con amargura.
Sólo ahora, que no tenía ni siquiera fuerzas para recoger los fragmentos de su vida, escombros que se acumulaban alrededor de ella, momentos ahora ya perdidos irremediablemente, veía con claridad ante sí la sombra que le había ocultado el sol.
La larga sombra de un sueño.

PRIMERA PARTE
¿Por qué el hombre se enorgullece de poseer una sensibilidad superior a la que muestran los animales? Esto no hace sino vincularlo cada vez más a la necesidad. Si nuestros impulsos se limitasen al hambre, sed y deseos sexuales seríamos prácticamente libres, en cambio cada ráfaga de viento, cada palabra dicha al azar o la escena que ésta evoca en nosotros nos afecta en lo más hondo
    Mary Shelley

1
Ya era tarde para permanecer sentada sobre los escalones del Duomo pero Greta jamás se cansaba de sentirse arropada por aquella plaza, libre para poder admirar hasta la saciedad las ventanas geminadas del Palazzo Papale: era un espectáculo como pocos cuando el sol rojo del atardecer afinaba todavía más sus delgados entramados. A primera vista podían parecer como encajes preciosos, elaborados por una experta bordadora, en cambio no eran más que el fruto de la fuerza y de la precisión de brazos potentes y dedos sabios de canteros viterbeses que con su arte conseguían domar la aparente dureza del peperino[1 - Nota del traductor: Toba volcánica de color marrón o gris que contiene fragmentos de basalto y piedra calcárea con cristales diseminados de otros minerales.] haciendo que adoptase la forma que más deseaban.
En aquellos momentos todo era mágico.
Habían ya pasado más de cinco años desde que Greta trabajaba en Viterbo, como secretaria de un notario. Amaba su patria adoptiva, las callejuelas del centro histórico pavimentadas con adoquines, las fuentes en cada plaza, las escaleras exteriores pegadas a las fachadas que, con su refinada arquitectura, hacían de conexión entre la calle y el primer piso de los edificios del prerrenacimiento; amaba aquel aire de paz que se respiraba en las campiñas poco distantes de la ciudad. A pesar de esto, como auténtica siciliana, no había conseguido mantenerse alejada del agua, el elemento que prefería y que creía casi indispensable para su supervivencia. Después de haber escapado de Aci Castello se había alojado por un breve período en Roma, donde había trabajado en un sitio de comida rápida, pero luego había buscado playas más tranquilas. Había alquilado una casa en Capodimonte, un pequeño pueblo cerca de Viterbo, bañado por las aguas del lago de Bolsena. Aquel fantástico espejo de agua, con sus dos islas siempre presentes como guardianas, la había atraído desde el primer momento, hechizándola enseguida.
Ya era tarde y Greta debía volver a casa pero primero debería pasar a ver al notario De Fusco, su jefe, para retirar algunos expedientes que debía entregar al propietario de una de las dos islas del lago de Bolsena, la isla Bisentina: estaba emocionada por el hecho de que a la mañana siguiente, en una pequeña barca, iría hasta la isla que había suscitado su curiosidad desde el mismo instante en que la había visto y podría observar con sus propios ojos aquello que sólo había escuchado contar.
El notario De Fusco era un hombre graso, de unos sesenta años, con poco pelo y una mirada vacua, serio con su trabajo pero, realmente, no muy enérgico.
Es una buena persona, pensaba Greta, pero tenía miedo de su propia sombra y quizás ese era su peor defecto.
Greta recordaba cuando, unos años antes, escudriñando un periódico local a la búsqueda de un trabajo, en las páginas de los anuncios, le impactó lo telegráfico de su mensaje Seriedad y ganas de trabajar. Es lo que busco.
Él era así.
«Entonces señorita Greta, estamos de acuerdo. Mañana por la mañana usted irá a visitar al Príncipe del Drago en la barca de aquel pescador con el que ya he contactado, le leerá uno por uno los documentos de venta, hará que los apruebe, le dejará una copia y otra la traerá de vuelta. Le ruego que sea amable pero no ceremoniosa, el exceso no es jamás adecuado en este tipo de situaciones.»
Ya le había repetido tres o cuatro veces a Greta la lección de qué y cómo hacer una operación que ella conocía perfectamente, pero él estaba visiblemente nervioso por el éxito de aquel gran negocio: el hecho de que un gran terrateniente como el Príncipe del Drago lo hubiese escogido entre todos los notarios que había en la zona para poner en orden sus negocios inmobiliarios representaba, seguramente, un motivo de orgullo, sobre todo con respecto a sus colegas que, como decía cuando estaba de humor para confidencias, asumían el trabajo sólo como una manera para ganarse el sustento.
Después de salir del palacete donde tenía la sede su oficina, con un considerable paquete de papeles encerrados en el bolso de piel negra que el notario le había prestado para la ocasión, Greta se topó con un aire fresco que parecía quererla acompañar a la parada del autobús, como habría hecho un compañero fiel, preparado para escuchar sus aventuras del día anterior.
* * *
Cuando, finalmente, llegó el momento de bajar del autobús, el sol se estaba poniendo y, en su lugar, en el cielo había un leve enrojecimiento que reflejaba sombras de sangre sobre el lago que parecía haber sido herido por la estela dejada por alguna remota barca de pescadores que volvía de instalar las redes: las dos islas se perfilaban contra el horizonte oscuro como la noche.
La Rocca[2 - Nota del traductor: En italiano, en el original. Es un tipo de fortaleza.]di Capodimonte que miraba al lago desde la pequeña península en la que surgía la parte más antigua del pueblo, se alzaba con su soberbia figura poligonal. El bosque que coronaba la fortaleza, con sus antiguos magnolios frescos y brillantes, con las palmeras y las adelfas rosas, fue seguramente estudiado para disminuir prácticamente la visión de la altura de los grandes contrafuertes que la sostenían, pero su presencia embellecía aún más el cuadro que se dibujaba al observar la fortaleza, incluso desde lejos. Greta se encaminó hacia su casa pensando en la primera vez que había visitado aquel palacete: recordaba el patio, con sus puertas, sus ventanas, con el triple porche proyectado por Sangallo, recordaba los pisos superiores, accesibles a través de una escalinata probablemente utilizada en tiempos antiguos incluso por los caballos, recordaba escaleras largas, derechas y oscuras. Todo estaba desierto en la vieja fortaleza y, si bien desde cada ventana, desde cada agujero, el lago se extendía con sus brillantes colores, no se advertía más que tristeza filtrarse de los muros que un tiempo habían acogido los fastos y el esplendor de nobles linajes, y que ahora sólo vivían años de soledad.
Si bien en la melancolía de aquellos recuerdos los pensamientos de Greta corrían hacia el día siguiente, cuando finalmente podría ir a la isla Bisentina, minúsculo trozo de tierra, y sin embargo tan fascinante como para ocupar, aquella noche, todos sus pensamientos.
Siempre con la mirada vuelta hacia el lago caminó por la empinada cuesta pavimentada con adoquines grises que conducía a la parte más alta del pueblo, donde se encontraba su casa. Greta conocía bien las callejuelas empinadas y tortuosas llenas de escaleras, muros, arcos entre edificios, con las casas que se asomaban a ellos, construidas con la piedra oscura del lugar, hendidas a veces por oscuros pasillos, o animadas por la nota roja de una franja o de un simple remiendo con ladrillos. Conocía el perfume de las macetas y jardineras llenas de hierbas y de flores que asomaban desde las pequeñas ventanas, o puestas para adornar cualquier pequeño tabernáculo en los ángulos de los edificios. De repente, resurgiendo de la contemplación de aquel puesto idílico que se mostraba sin pretensiones en su simplicidad, sintió que se le había acercado alguien cuya sombra se alargaba cerca de la suya.
«Buenas noches, señorita Greta, esta noche habéis vuelto realmente tarde. Usted trabaja demasiado.»
Una ancha sonrisa, enmarcada por miles de minúsculas arrugas esculpidas en un rostro quemado por el sol: era el vecino de Greta, el viejo pescador.
«¡Caramba! Señor Giacomo, ¡me ha dado un buen susto! Quién sabe quién pensaba que fuese a estas horas… Esta noche tengo la cabeza en otro sitio, creo que estoy ya en medio del lago.»
Siguieron caminado durante un tramo del camino, uno al lado del otro, sin decir palabra, inmersos cada uno en sus propios pensamientos, Greta con la maleta llena de documentos en la mano derecha y Giacomo con una cesta llena de productos frescos de su huerta: zanahorias estilizadas, tomates rojos y jugosos, patatas amarillas, melocotones de piel rosada y aterciopelada y huevos todavía recién cogidos. Sobre los productos de la huerta Giacomo había colocado un manojo de flores, unidas a la perfección por una ramita anudada: distintos tipos de cinia, delicados aster y gladiolos apenas floridos. Ahora ya habían llegado a la plazuela: Giacomo habría querido regalar a Greta aquella cesta con los productos de su huerta pero la muchacha nunca había querido aceptar nada de él, respondiendo que el hecho de que ocupase aquella preciosa casita a cambio de un alquiler bajísimo era ya un regalo demasiado grande para una desconocida.
«Me gustaría que usted aceptase esta… esta cesta, señorita Greta. Ya es hora de que también usted conozca las primicias de mi huerto. Os lo ruego, yo vivo solo y siempre tengo fruta y verdura de sobra. No es ningún sacrificio para mí, es más, sería un placer».
«De acuerdo, señor Giacomo, acepto con gran placer vuestro regalo, a condición de que esta noche vengáis a mi casa a cenar conmigo. Estoy convencida de que, con todas estas maravillas, incluso un desastre como yo será capaz de preparar una exquisitez con guinda incluida».
Esos días Greta se sentía un poco melancólica y quizás compartir mesa con aquel simpático anciano de cabellos blancos le vendría bien.
Grieta se puso enseguida a cocinar y en poco más de una hora había ya preparado la comida y puesta la mesa para dos: le parecía raro compartir la mesa con otra persona después de casi seis años de soledad. Se asomó a la puerta para llamar a su vecino.
Se sentía feliz.
Giacomo, que para ella representaba el abuelo que no había tenido posibilidad de conocer, para aquella ocasión se había puesto el traje de los domingos, con el chaleco debajo de la chaqueta y además se había echado brillantina en el pelo.
Se sentaron a la mesa los dos un poco incómodos: Greta había preparado una tortilla de patata, una ensalada de tomates y zanahorias y una macedonia de melocotones, y se había asegurado de poner en el centro de la mesa un jarrón con agua con las flores. Giacomo comió todo con buen apetito: también para él había pasado mucho tiempo desde la última vez que había compartido la mesa con alguien. Contó a Greta, con los ojos velados por las lágrimas, que su mujer había muerto hacía veinte años de tuberculosis. Debía de estar muy unido a su mujer, pensaba Greta, mientras Giacomo le hablaba describiendo su mansedumbre, mirando fijamente un punto al infinito delante de él.
Durante un momento los pensamientos de la muchacha atravesaron el tiempo y el espacio, trasladándola hacia su Sicilia, reavivando dentro de ella el deseo de volver. Aunque sólo fue un relámpago el que atravesó sus negros ojos no pasó por alto a Giacomo.
«Usted no es muy feliz, ¿verdad? Os he visto tan pocas veces sonreír… ¡y pensar que cuando lo hacéis estáis tan hermosa!»
Greta había bajado los ojos y un rubor apareció ahora en sus mejillas. Era verdad, no era para nada feliz.
No conseguía encontrar estabilidad en su alma, no encontraba la paz ni siquiera en las jornadas más tranquilas: seguramente sería más fácil no pensar nunca más en lo que había sucedido, la mejor solución era esperar que el tiempo pasase con la esperanza de olvidar, olvidar y volver a ser la de antes, la muchacha que iba a la Universidad de Catania, la muchacha que no sabía quién era Alberto.
No había otro remedio
Todo pasaría, pero ¿cuánto tiempo necesitaría?

2
A la mañana siguiente Greta se levantó muy temprano y dio una vuelta, hasta el momento en que debería embarcar, por el camino que recorría la costa del lago durante casi dos kilómetros. El sol de junio acababa de salir y brillaba ya entre el follaje lleno de los brotes en flor de los olmos antiguos, de los troncos y de las guedejas gigantescas que, en doble fila, parecían desplegados para escoltar a la muchacha en su recorrido.
Mientras sus pies se movían con lentitud, sus ojos no tenían más miradas que para aquella isla que aparecía tan salvaje y que dentro de poco visitaría.
En la tranquilidad de aquella aurora rosada volvía a pensar en la feliz velada que había pasado en compañía de Giacomo. Durante un instante, con aquel simpático anciano, había recordado lo que significaría compartir el techo con otras personas, y junto con esas sensaciones había aflorado a la superficie la nostalgia por volver a casa, tan intensa que todavía la tenía metida hasta los huesos. Pero tenía miedo incluso al solo pensamiento de volverse a enfrentar con lo que de lo que había escapado, siguiendo el impulso del momento.
* * *
A las ocho en punto Greta ya se encontraba en el pequeño puerto de Capodimonte. De pie en el muelle parecía aferrarse al maletín negro, lleno de documentos, casi como si fuese su único salvoconducto para el paraíso. Observaba las pequeñas barcas ancladas en el muelle y pensaba que, después del viaje en el trasbordador, con el cual había dejado a sus espaldas Sicilia, no había tenido otra ocasión de navegar. Mientras estaba inmersa en la marea de sus pensamientos fue llamada a la realidad por un ruido de pasos a su espalda.
Un muchacho de figura esbelta se dirigió hacia ella mientras comía con ganas una manzana.
«Buenos días, señorita. Me llamo Ernesto y debo llevarla a la isla Bisentina. Si a usted le parece bien me gustaría salir enseguida».
También él, como el anciano Giacomo, tenía el rostro tostado por las caricias del sol, sobre el que resaltaban dos ojos de un color indeciso entre el marrón y el verde.
Greta no dijo ni una palabra. El barquero, mientras tanto, sin esperar su respuesta ya se había subido a la pequeña lancha motora blanca y trasteaba con los cabos que hasta hacia poco la habían mantenido firmemente anclada al muelle. Todavía de pie sobre el atracadero, siempre con el maletín en la mano derecha, Greta observaba las manos del desconocido, sus brazos musculosos, sus hombros sólidos. Luego, de repente, Ernesto se volvió hacia ella: el sol que resplandecía a sus espaldas esculpía la esbelta figura. La muchacha encontró de nuevo aquellos ojos: le tendía una mano mientras sonreía para ayudarla a bajar hasta la barca, como diciéndole que no tuviese miedo. Greta la cogió y le gustó el calor seco y el apretón seguro.
De nuevo estaba en una barca.
Mientras observaba la quilla de la pequeña embarcación fue atraída por la vegetación que se balanceaba lentamente debajo del agua. Parecía un bosque sumergido en las profundidades del lago. Ernesto, al verla tan atraída por la extraña vegetación se apresuró a darle explicaciones aunque ella todavía no le hubiese preguntado nada.
«Son muchas las plantas que pululan en las aguas del lago. Está el graminaccio[3 - Nota del traductor: Todas las plantas acuáticas que se nombran en este párrafo no tienen una traducción al español ya que son propias del lago de Bolsena.], la scopuccia y la pugnatella que, de la misma manera que cualquier mujer, es, al mismo tiempo, espinosa y frágil. Por desgracia hoy no es posible ver la loglia y la moracia que sólo crecen en primavera. La loglia saca su cabeza fuera del agua para poner al sol sus pequeñas espigas, como haría sólo una madre con sus pequeños. También la moracia hace lo mismo con sus hojas que tienen un color verde azulado y las flores de color rojo, pero encontrarla es un milagro».
«Nunca había visto nada parecido… ¿estas plantas crecen sólo donde hay poca agua?»
«Realmente, no. He oído contar que la crepitaia crece en los fondos marinos más profundos, tanto es así que, cuando los pescadores encontramos los hilos de las redes rotos, comprendemos que hemos sobrepasado los confines de la zona de pesca».
Los dos muchachos parecían unidos por el agua que los hacía sentirse a gusto: en el agua se entendían, parecía que se conociesen de siempre. Ernesto, de reojo, robaba imágenes de Greta con los cabellos sueltos que el viento desordenaba con sus mil dedos.
Un hálito de viento movía el lago encrespándolo con pequeñas olas, dulces y anchísimas que iban a romperse debajo de la proa con ligeros golpes.
En cuanto estuvieron un poco alejados de la costa Greta pudo, finalmente, descubrir el lago en toda su inmensidad.
«¿Es verdad que el lago de Bolsena es el lago volcánico más grande de Europa?», Greta estaba ávida de explicaciones.
«Cierto, es la pura verdad, pero, de todas formas, no pienses que un solo volcán habría podido tener un cráter tan grande. Algunos estudiosos han imaginado, y parece que es verdad, que todas estas depresiones y las sinuosidades presentes non son otra cosa que el testimonio de que había por lo menos tres cráteres de volcanes unidos. ¿Sabes que el punto más profundo del lago está entre las dos islas y que mide casi ciento cincuenta metros? Más que la cúpula de San Pedro», afirmó Ernesto serio, comprometido con su papel de cicerón.
Greta estaba asombrada por la multitud de cosas que sabía aquel muchacho de rostro broceado.
Las olas que movían el lago iban a romper en una miríada de otras más pequeñas que acababan aplastadas por la proa de la barca, recordando a Greta un ruido como de manos palmeando.
Mientras, la isla se aproximaba, cada vez más cercana.
Y era quizás por aquel movimiento de la barca sobre las aguas, quizás por el de las olas, quizás por el leve ondear de los árboles de la orilla, en los ojos de Greta se había creado la ilusión de que la isla se acercaba a la barca, como respondiendo a su deseo de conocerla.
Mirando cada vez más lejos Greta vio aparecer una imponente y sugestiva cúpula en medio de la espesa vegetación arbórea. Habían llegado.
Ernesto condujo la lancha motora entre una multitud de cañas bajas que afloraban desde el agua, que crujieron al paso de la barca, para entrar en un canal que los condujo hasta la pequeña dársena de la isla: estaba cubierta por una marquesina de estilo modernista que provenía de la exposición universal de Torino del 1911.
Aquí estaba el lugar deseado por Greta: por fin había llegado.
Mientras tanto, Ernesto, que ya había salido de la barca, estaba asegurando las amarras al pequeño muelle. Y mientras ayudaba a Greta a descender de la embarcación se dio cuenta de que el viaje no la había disgustado, a continuación, esbozando una sonrisa, dijo:
«Señorita, cuando quiera volver, yo estaré aquí esperándola»
Hacía unos pocos segundos que Greta había apoyado sus pies en la tierra de la isla Bisentina y ya sentía la sangre hirviendo en sus venas: su espíritu de isleña resurgía del profundo de sus recuerdos haciendo que se sintiese viva y renovada.
Imaginarse de nuevo sobre un trozo de tierra, solo, aislado por el agua, la llenaba de emoción.
Todos los árboles temblaban con la brisa perfumada que provenía del lago, que sabía de agua límpida y de resina, mientras que, por todas partes, sus ojos vislumbraban arbustos floridos, mariposas de distintos colores y alegres pájaros que cantaban.
Inmersa en la confusión de todas las emociones que la atravesaban, Greta no había notado a un hombre distinguido que vestido con librea roja, probablemente, la estaba esperando.
«Usted debe de ser la señorita Greta Capua, la secretaria del doctor De Fusco. Venga, sígame, el señor Príncipe ya la está esperando en la villa».
Greta notó que tenía una forma de ser desapegada pero la justificó enseguida en su mente pensando que su jefe no le permitía socializar con sus huéspedes.
Sin ni siquiera esperar un gesto de asentimiento, el mayordomo se metió por el terreno herboso, con los zapatos brillantes, girando a la izquierda. En cuanto superó el alto arbusto de laurel, se abrió ante su vista el amplio jardín a la italiana: éste estaba compuesto por un rectángulo dividido en tres recuadros, cada uno de los cuales tenía en su interior un estanque central enmarcado por regulares parterres de boj. Más allá de los altos arbustos de laurel se extendía un prado muy verde, delimitado por un bosquecillo de antiguos y altísimos álamos. Continuaron andando y, poco después, apareció ante los ojos de Greta el monasterio convertido en villa sin demasiadas alteraciones, del que había leído en varios textos en la biblioteca municipal de Viterbo, con los muros desnudos, las puertas y ventanas pequeñas. La iglesia contigua a la villa, la dedicada a San Giacomo y Cristoforo, era la más grande de la isla. Tenía formas simples y grandiosas al mismo tiempo, en las cuales algunos apasionados del arte reconocen una sobriedad y una templanza que luego Vignola perdió. La iglesia presenta una planta en cruz latina con tres altares en los brazos superiores en el cruce de los cuales se alza la alta cúpula octogonal recubierta por la parte exterior de tejas de plomo. Enfrente de esta imponente construcción se alzaba hacia el cielo un austero grupo de pinos antiguos, y abajo, entre sus seculares troncos, resplandecía el silencio del lago.
Girando la mirada Greta vislumbró un gran prado ligeramente en declive, donde se decía que pululaban liebres y faisanes; ante aquella visión sintió crecer en ella el deseo de vagar por la isla, sintió la necesidad de soñar sin la pretensión de encontrar algo, ni de saber nada de la historia ni del arte presentes en la isla.
Hubiera querido tan solo soñar estar en su isla, sin tener que pensar en nada más.
Pero la voz del mayordomo, ligeramente nerviosa, por el hecho de tener que llamar la atención de aquella muchacha que parecía que tenía la cabeza siempre entre las nubes, la devolvió bruscamente a la realidad, recordándole los documentos que debía hacer firmar al Príncipe. Inspiró profundamente, llenándose los pulmones de aire y se obligó a pensar sólo en el trabajo sin más distracciones.
No había acabado de tener este pensamiento cuando un hombre de unos cuarenta años, chaqueta azul y corbata bien anudada sobre la camisa blanca, después de haber acariciado la gran cabeza de un gigantesco San Bernardo (que luego Greta descubrió que se llamaba Gino), estaba saliendo a su encuentro, mientras que el mayordomo, después de haberla estudiado todavía durante unos segundos, volvió a entrar en la villa.
«Bienvenida señorita Capua, su belleza hace que empalidezca mi humilde morada».
Tenía una voz persuasiva, cada una de sus palabras parecía que eran pronunciadas entonando las notas de una música suave. El Príncipe Giovanni Fieschi Ravareschieri del Drago era realmente un espíritu noble: Greta enseguida quedó deslumbrada, antes incluso de cuando le levantase la mano derecha esbozando un galante besamanos.
Se había ruborizado.
«Estoy muy contenta de conocerle, Príncipe, y le doy también recuerdos del notario De Fusco. Tengo conmigo los documentos de venta que leeremos juntos y si todo es de su agrado los firmará, le dejaré una copia y otra me la llevaré para registrarla en el Registro de la Propiedad».
Greta había dicho toda la frase casi sin respirar, mirando a los ojos que tenía enfrente. Sentía por él una ligera envidia, por ser el que poseía la isla: hubiera sido su sueño más grande poder tener un refugio todo suyo, ¡imaginemos si hubiese sido una isla…!
«Hoy hace un día precioso y no querría llevarla a los tétricos muros de mi morada. Me gustaría ir a la orilla del lago donde ninguno de mis criados nos podrá molestar».
Greta asintió como embrujada por la voz de aquel hombre encantador.
Sobrepasaron la fronda de los sauces llorones, los perfumados laureles, olmos recios y severos, álamos blancos y del follaje que hacía música con su temblor, hasta llegar a la corona de los alisos que parecían seguir la costa, casi hundiendo sus raíces en el agua. Algunos de aquellos árboles se encorvaban sobre el espejo de agua hasta casi mojar las ramas y el follaje. El silencio sólo era roto por el raro y desigual croar de las ranas entre las cañas.
A la sombra de aquel paraíso había una mesa redonda de piedra y cuatro pequeños taburetes.
Se sentaron
* * *
El Príncipe tapó la pluma estilográfica después de haber terminado de firmas los papeles que Greta pasaba casi sin mirarlos, los conocía muy bien.
«Bien, lo que debíamos lo hemos hecho, ¿no cree que nos merecemos un bonito paseo por la isla?»
A Greta nada le gustaría más, y confesó al Príncipe que siempre se había sentido fascinada por la isla desde el primer instante en que había llegado a Capodimonte.
Las puertas de aquel espléndido templo de naturaleza y arte se abrían ante Greta que, incrédula, flotaba en sus sueños que estaban a punto de cumplirse.
* * *
Ernesto, mientras esperaba, se había acostado sobre el muelle, tenía una ramita de hierba entre los labios que le dejaba en la boca un sabor acre.
Pensaba en Greta. Extraña muchacha.
Tan cerrada a primera vista pero tan locuaz al contacto con el agua. Ávida de información y de curiosidad, como una niña, pero de una belleza magnífica y mal escondida por su ostentosa simplicidad.
¡Qué ojos tan oscuros tenía, negros como la noche, profundos como el lago!

3
Cuando Greta y el Príncipe, de regreso desde la pequeña mesa donde se habían puesto de acuerdo en los últimos detalles de los documentos notariales, se encontraron de nuevo delante de la villa sombreada y perfumada por los tilos, los pinos, las mimosas, era ya la hora de comer. El Príncipe insistió para que Greta se quedase al almuerzo con él, para luego dar la vuelta a la isla que le había prometido a primera hora de la tarde.
La muchacha estaba indecisa: por una parte deseaba ardientemente visitar la isla, pensando que una oportunidad parecida no se le presentaría en toda su vida y, por la otra, creía que no daría de ella misma una buena impresión aceptando una invitación a comer de un perfecto desconocido. Pero, de todas formas, el quedar bien con la gente no había sido nunca su fuerte.
Aceptó.
Mientras esperaba al Príncipe, que se había ido a resolver unos asuntos a su casa, había vislumbrado, sobre el techo de la villa, pequeñas ramas de aquella planta que se llamaba Corona de Cristo: parecían reptar desde la puerta de lo que debió de ser el refectorio hasta la cima de la villa, para gozar del panorama que, desde aquella altura, debía de ser magnífico.
En aquella pequeña isla había todo tipo de flores y, por desgracia, Greta observó que las rosas todavía no habían florecido. Probablemente en el mes de mayo se abrirían por todas partes, con sus corolas variopintas y perfumadas, reunidas en bosquecillos, alineadas en setos, escalando muros, troncos de árboles o las estructuras de las pérgolas. Quizás quien las había plantado en gran número pensaría, seguramente, que el viento pudiese llevar su perfume hasta las orillas de Capodimonte o de Marta.
Continuando con su investigación alrededor de la villa Greta llegó a las ruinas del claustro del siglo XVI: los cinco arcos de cada uno de los lados de la figura rectangular estaban cubiertos también por un bonito manto de glicinas, jazmín y madreselva. Bastante cerca, al lado de los pinos y cedros, surgía majestuoso quizás el árbol más famoso de la isla: un inmenso plátano, alto, rugoso, viejo y lleno de nudos. A pesar de que estaba sujeto por muletas tendía a asomar sus ramas sobre la orilla como si quisiese protegerla con una sombra fresca: cuatro siglos de historia tenía aquel viejo tronco, cuatro siglos de diálogos mudos e indescifrables había convertido al lago en su único e inmortal amigo.
Mientras observaba el lago Greta se acordó de Ernesto que la estaba esperando con su pequeña barca motora blanca amarrada al muelle de la isla, para llevarla de nuevo a tierra: debería advertirle enseguida del cambio de programa, excusarse con él y, a lo mejor, pedir al Príncipe que lo invitase también a comer. Había sido realmente descortés al olvidarse completamente de aquel muchacho tan amable y tan dispuesto a explicarle todo sobre el Lago, sobre las islas.
Se sentía decepcionada también por el hecho de que él no podría participar en la excursión a primera hora de la tarde para ver todas las hermosas cosas que escondía la isla, entre el verde de sus plantas. Sentía que tenía una deuda con aquel muchacho que la había llevado hasta allí, permitiéndole que entrase en el interior de un sueño.
El Príncipe estaba de nuevo saliendo de su casa y Greta le salió al encuentro y con el rostro enrojecido por el calor del aire del mediodía, le preguntó:
«Príncipe, querría volver a bajar hasta el muelle para avisar a mi barquero que me quedaré también por la tarde. También querría invitarle, si a usted le parece bien, a comer con nosotros, ha sido tan amable conmigo».
Mientras pronunciaba estas palabras Greta se estaba preguntando por qué motivo se interesaba tanto en aquel joven pescador…
«Por supuesto. Mandaré enseguida a Gastón para que avise a ese pescador y, desde luego que no le faltará un puesto en la mesa de la servidumbre. Ahora, si quiere seguirme, he hecho preparar una mesa para nosotros a la sombra del gran plátano».
El Príncipe era un tipo que no admitía que se le contradijese en lo que decía, así que Greta no mostró su disgusto por el hecho de que Ernesto no pudiese sentarse a la mesa con ellos sino que fuese relegado entre la servidumbre de la isla.
Pocos minutos más tarde Ernesto remontaba la pequeña cuesta que desde la dársena llevaba hasta la villa: en cuanto llegó al espacio donde, a poca distancia, estaban sentados Greta y el Príncipe, ya en su mesa, pareció querer ir hacia los dos, pero el mayordomo, rápidamente, le explicó que no había sido invitado a la mesa del Príncipe, sino que debería comer con la servidumbre de la isla.
«Perfecto, entonces vuelvo a mi barca si su majestad al Príncipe Giovanni Fieschi Ravaschieri del Drago no le es grata mi presencia en su mesa. Pero entonces me pregunto: ¿cuál ha sido el motivo de su llamada? ¿Quizás quería que limpiase sus sobras? No gracias. Gracias, de verdad, pero prefiero, con diferencia, estar en mi barca y esperar a la sombra de sus árboles que no rechazan dar su frescor a un honesto trabajador».
Ernesto había hablado con un tono de voz bastante alto con el propósito de que sus palabras llegasen incluso hasta la mesa donde estaban sentado Greta y el propietario de la isla. Por consiguiente, se volvió a ir por la misma calle que poco antes había subido, lanzando una mirada a la muchacha y cruzándose con sus ojos que, a pesar de estar lejos, lo miraban con intensidad.
Y mientras pasaba del sol de la plazuela a la sombra del sendero herboso que lo devolvía al muelle, sintió un escalofrío recorrerle sus miembros. Se había sentido feliz al ver a Greta mirar con disgusto al Príncipe: estaba convencido en que si hubiera sido por ella en aquella mesa estarían sentados los tres.
* * *
Eran las dos de la tarde, alguna que otra cigarra dejaba oír su monótona cantinela mientras que Greta y el Príncipe ya habían salido para hacer la excursión de la isla. El Príncipe comenzó contando que el Cardenal Farnese, más tarde Papa Pío III, después de haber hecho edificar sobre la isla Bisentina la Iglesia de S. Giacomo e Cristoforo, concedió a los fieles que visitaban los oratorios de la isla las mismas indulgencias que eran compradas por aquellos que visitaban las iglesias dentro y fuera de Roma. Esta indulgencia particular, la práctica de la caza que en ese tiempo estaba muy difundida en la isla y la fascinación de la naturaleza sin contaminar, convirtieron esta pequeña tierra en bastante famosa bajo el dominio de la familia Farnese, tanto que estos nobles señores la escogieron para acoger, entre su paz y su encanto, los sepulcros de la familia. Mientras hablaban sobre esto llegaron al escollo que forma la punta más aguda hacia poniente de la Bisentina: esta garra de tierra estaba coronada por un templo dedicado a S. Caterina, llamado la Rocchina. El Príncipe contó que muchos hombres atravesaron a golpe de pico la roca inferior para crear un ancho y cómodo pasaje, muy sugestivo, para quien rodea toda la isla con la barca. Las paredes de la derecha de la roca caían a pico en el lago mientras que en la cima había una melena de árboles que, en la parte izquierda del acantilado descendía hacia el lago con la vehemencia de un alud.
«Se dice que la Rocchina fue llamada de esta forma porque surgía sobre los restos de un pequeño fuerte o porque se encontraba justo enfrente de la Rocca de Capodimonte, o incluso a causa de la planta parecida a la de la misma Rocca. Este pequeño templo es un minúsculo y valioso conjunto de gracia y pureza de líneas, único en su simplicidad».
Realmente, el Príncipe adoraba aquel pequeño oratorio, que también Greta encontró encantador. Volvieron a bajar el promontorio de la Rocchina, después de lo cual Greta siguió al Príncipe subiendo, esta vez, por el difícil sendero del Monte Tabor, donde hallaron el oratorio del Monte Calvario, llamado también el Crucifijo, con el bosque enfrente y el acantilado a sus espaldas, desnudo, oscuro, moteado de líquenes, de musgo del color del óxido, cuyo enrojecimiento parecía, a sabiendas, hacer contraste con el verde esmeralda del agua cubierta por su sombra, proyectada por el sol de la tarde. La Chiesetta del Crocifisso no era otra cosa que una simple celda con techo a dos aguas que se prolongaban hacia delante, en la parte anterior, hasta formar una especie de atrio sujeto en la entrada por un gran arco.
«Mire, señorita Capua, debajo del crucifijo, la roca cae derecho, es más un poco hacia adentro, de hecho se pueden ver todavía los rastros de los cinceles con los cuales se marcaron fosos y surcos para extraer la piedra que sirvió para la edificación de la Rocchina que hemos visto hace poco y de la iglesia mayor, la que está al lado de la villa. Basta ir un poco más adelante, hacia la punta más septentrional de la isla para encontrar trozos enormes de roca que se han separado espontáneamente del declive del acantilado, que fueron arrastrados sobre el dorso inclinado de la isla parándose en un cierto lugar, casi como si hubiera ocurrido un milagro».
Greta miraba hacia el agua desde la cima de aquel acantilado y el miedo de que la roca sobre la que apoyaba los pies se deslizase hacia el agua, unido a la satisfacción al conocer todas aquellas cosas, la embriagaba hasta tal punto que casi había olvidado el episodio de la comida con Ernesto furioso que apostrofaba al Príncipe por haberlo hecho invitar por el mayordomo para que se sentase en la mesa de la servidumbre. El camino prosiguió hasta que encontraron la capilla dedicada a S. Gregorio Papa. Un poco más adelante llegaron al oratorio del Monte Tabor, llamado también de la Transfiguración.
«Este pequeño templo», explicó el Príncipe a Greta «llevaba este nombre en recuerdo del Monte Tabor de Galilea donde ocurrió la Transfiguración de Jesucristo, que es justo el tema del fresco que decora la celda de su interior. El oratorio del Monte Tabor ha sido edificado en el punto más elevado de la isla y está conectado con otros dos templos, que todavía tenemos que ver, con un recorrido que, por una parte desciende y por la otra sube. He leído en algún sitio que, si se visita este tempo el once de julio y el seis de agosto, es posible obtener la remisión de la tercera parte de los pecados. ¡Una pena que hoy no sea ninguna de las dos fechas indicadas! ¿Verdad?»
El Príncipe estaba contento de que Greta valorase todas las explicaciones que él le daba con sumo placer, de vez en cuando demasiado eruditas y aburridas, pero ella parecía no darse cuenta presa por el frenesí de aprender, conocer, ver en la realidad lo que había leído en los libros polvorientos de personas ya muertas y sepultadas.
Después de una breve parada retomaron el camino y apareció ante ellos el quinto oratorio, la capilla de Monte Olivetto, también llamada de la Oración del Huerto o Cristo orante en el huerto.
«¿Ve estos muros destartalados, sobre aquella llanura artificial que permanecen encajados en la roca por tres lados? Aquel es el oratorio dedicado a S. Francesco. Probablemente lo edificaron encima de la cueva rupestre de Grottascura justo para ser un recordatorio del lugar en el que, sobre el Monte Verna, S. Francesco recibió los estigmas. Hace mucho tiempo aquí, en Grottascura, había realmente una gruta, luego desmoronada, en la que se refugiaban los pescadores para protegerse de los insidiosos vientos del sur. Creo que es realmente sugestivo, ¿no le parece?»
Al este de la isla estaba el promontorio de la Zíngara, también llamado del Leone por la cercanía con un espolón de roca en el lago, donde había sido esculpida la cara de un león, que mira al oeste. Aquí, entre poderosos grupos de robles y hayas, encontraron el último oratorio, el dedicado a S. Concordia.
La excursión había terminado.
El Príncipe observaba a Greta que, con sus ojos oscuros robaba imágenes, encantada con cada grano de tierra que pisaba. El camino para volver a la villa todavía era largo y el Príncipe decidió bromear un poco con la imaginación de Greta, contándole una historia bastante singular.
«Un tal Mery, mejor identificado como famoso escritor francés de la primera mitad del siglo XIX, imaginó con su fantasía una historia ambientada, quién sabe el porqué, justo en la isla Bisentina. Ahora se la voy a contar».
Su interlocutor hizo una pausa, sonriendo, antes de continuar. Greta se sentía observada, como si el Príncipe quisiese conocer la reacción que sus palabras tenían sobre ella.
«Había una vez un Conde de Bolsena muy ambicioso que, a menudo, reunía en la isla Bisentina a los adeptos de una secta y haciendo uso de magia y de sortilegios indagaba sobre el secreto de la inmortalidad. En la isla, sin embargo, vivía un cierto señor, llamado el Viterbese, que afirmaba que dentro de unos años sería capaz de desvelar el secreto que el Conde de Bolsena escondía más que otra cosa en el mundo. Se dice que un día el Viterbese cogió a dos niños, un varón de cinco años y una niñita de tres, y los encerró, separados, en dos magníficos jardines de la Bisentina. Estos infantes crecieron sin ver a ninguna persona en el mundo excepto a un hombre y a una mujer que, respectivamente, siempre en un perfecto mutismo, los cuidaban y les servían en todas sus necesidades. Un día, los dos jóvenes se vieron: no sabían hablar pero consiguieron de todas formas entenderse. Se enamoraron e hicieron lo que en la misma situación hicieron Adán y Eva. El Viterbese descubrió el pecado, los mató y después se mató a su vez pero no antes de haber confiado a los adeptos de la secta que cualquiera que bebiese de su sangre, mezclada con el vino, ganaría el don de la inmortalidad. El Conde de Bolsena, ansioso por convertirse en inmortal, bebió de esto y murió intoxicado».
* * *
El cielo comenzaba a cambiar de color y el azul terso de la tarde poco a poco se iba convirtiendo en rosado. Ernesto miraba la silueta de Capodimonte lejos de él reconociendo perfectamente su contorno.
Esperaba.
Esperaba a Greta y ella, como en un sueño, descendió el sendero herboso con el sol que iba enrojeciendo a su espalda, con su bolsa negra de piel cogida en su mano derecha, y el mayordomo que iba a su lado, siempre inflexible, preciso e imperturbable. Ernesto pensó cuán sórdida era la vida de aquel hombre.
«Bien, señorita Capua, que tenga un buen retorno a tierra firme. Hasta luego.»
«Adiós, Gastone», murmuró Greta volviéndose para ver la isla a la caída del sol.
Ernesto, entonces, bajó a la barca y en silencio ayudó a Greta a ponerse en su puesto en la lancha motora. Sentía los ojos de la muchacha escrutarlo en busca de sabe qué cosa. Los sentía rebuscando entre sus rizos rubios como largos y esbeltos dedos, entre los pliegues de su camisa quemada por el sol: la sentía olfatear entre sus pensamientos como si conociese la fragancia de uno de ellos y lo estuviese buscando con desesperación.
Puso en marcha el motor y la tensión cayó visiblemente: sólo entonces consiguió levantar los ojos hacia Greta. No sabría describir la expresión del rostro de la muchacha ni jamás podría volver a encontrar en un rostro una expresión similar. Parecía feliz pero, al mismo tiempo, el dolor surcaba sus ojos con lágrimas invisibles y dolorosas: recuerdos escondidos. Lo observaba pero parecía que mirase más allá de él, a través de su dimensión humana, para encontrarse en una completamente desconocida para él.
De repente Ernesto se acordó de la rosa que había cogido, quizás la última de la isla de la floración de aquella primavera. Era de un rojo oscuro que en ciertas partes tendía al negro.
Se la mostró a Greta.
«Es para ti, Greta. La última rosa escarlata de este año… su color es oscuro como tus ojos y su perfume es embriagador como tu risa».
Ernesto se paró. Hubiera querido conseguir pronunciar una miríada de palabras.
El silencio llenaba el aire cuando Greta, alargando su mano, cogió la flor y la llevó hasta la nariz levantando los ojos hacia Ernesto.
«La guardaré conmigo, como uno de los recuerdos más bellos de esta mágica jornada, en la cual he redescubierto tantas cosas de mí que creía perdidas».
Greta sentía el corazón inflamado.
Estaban ya navegando: la isla poco a poco se iba empequeñeciendo tomando de nuevo las dimensiones a las que Greta estaba acostumbrada pero sabía que, a partir de ese día, ya no la vería con los mismos ojos.
Nunca más.

4
Giacomo estaba en la puerta de la casa cuando Greta volvió de la visita a la Bisentina.
Al anciano pescador le bastó una mirada para comprender que para aquella muchacha esa experiencia había significado algo más que una reunión de trabajo: caminaba olfateando de vez en cuando una rosa que llevaba en la mano, su marcha se había ralentizado, casi como si estuviese gastando todas sus energías en sus pensamientos.
Y, de hecho, estaba pensando: pensaba en Ernesto y en las palabras con las que le había despedido:
«Si quieres, una de estas tardes te puedo llevar a la isla Martana. Es verdad que no podremos tener la lancha motora, que lo necesita mi padre, pero estoy convencido de que no te arrepentirás».
Ella no había dado una respuesta a aquella invitación ni él hubiera pretendido que se la diese.
Era un muchacho inteligente. Greta sentía en su interior sensaciones extrañas, escondidas desde hacía años, encerradas en el ángulo más oscuro de su alma, pero de todo aquello que sentía lo más extraño era que no experimentaba aversión hacia Ernesto, como era habitual que sintiese por todos los otros muchachos que habían demostrado una cierta simpatía por ella, después de Alberto.
Mirando hacia Giacomo Greta hizo un movimiento con la mano a modo de saludo, como diciéndole que aquella noche no tenía ganas de hablar. Traspasó la puerta de su casa, a paso lento. Entre la noche oscura y el alba las horas pasaban lentas marcadas sólo por el continuo preguntarse de Greta. Giraba y volvía a girar nerviosa en la cama perseguida por miles de preguntas “¿era justo permitir a un perfecto desconocido acercarse tanto? ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Sería peligroso dejarse llevar?”
Realmente, sin embargo, sólo advertía el deseo latente, vivo, de volver a ver a aquel pescador.
Ya estaba muy alto el sol en el cielo cuando Greta se levantó de su cama. Las oscuras barcas de los pescadores ya surcaban el lago plateado, quizás Ernesto estaba con ellos.
El autobús con el cual Greta iba todos los días al trabajo esa mañana estaba iluminado por la luz resplandeciente del sol, a ratos, mientras recorría veloz las calles desiertas y todavía soñolientas de la noche anterior. Greta estaba volviendo lentamente a la realidad pero quedaba, de todas formas, un peso en el corazón. Mirando hacia la isla había descubierto, dentro de ella, el deseo de volver a su Sicilia, un deseo incómodo, que casi le daba miedo pero que no conseguía reprimir. Había pasado demasiado tiempo desde que se había ido, y muchas veces había fingido no tener ya ninguna conexión con aquella isla y con su gente. ¿Cómo podía pensar que, después de seis años, su abuela, la única superviviente de su familia, podría aceptarla?
Por otra parte, durante aquel período ninguna de las dos se había preocupado de buscar a la otra, a no ser un par de veces, y para colmo con una frialdad que era más adecuada a dos personas desconocidas que a una abuela y una nieta.
Probablemente aquel deseo pasaría, como había ocurrido otras veces; pero Greta necesitaba sentir todavía aquel escalofrío que le producía pisar la tierra de una isla, lo sentía como una necesidad irresistible.
Visitaría la isla Martana con Ernesto.
Ya lo había decidido.
* * *
El notario De Fusco quedó entusiasmado con el trabajo que Greta había hecho, y aunque consiguió disimular la satisfacción que sentía, por haber terminado aquel negocio de manera tan brillante, tuvo unas palabras de elogio para Greta.
«Usted, señorita Greta, es realmente una digna colaboradora. Sabe hacer su trabajo y sobre todo sabe tratar admirablemente a las personas. Me siento muy contento por tenerla a mi lado. Ahora nos podemos permitir incluso un brindis por el éxito de nuestro trabajo y, mientras tanto, si quiere, querría que me contase cosas de la isla Bisentina. He oído decir que es encantadora».
Así que se fueron al café más prestigioso de la pequeña ciudad, donde se encontraba toda la gente bien de Viterbo, y se sentaron en una mesa con un largo mantel amarillo. A los ojos de la muchacha el notario parecía distinto, casi alegre. Greta contó con mucho placer al hombre que estaba enfrente de ella, con minuciosidad los más pequeños detalles, su breve permanencia en aquella isla que podía parecer tan salvaje desde tierra firme pero que, en realidad, tenía encerradas, casi escondidas de los ojos indiscretos por la espesa vegetación, un atractivo y una belleza extraordinaria. Le contó lo del convento transformado en villa, de la iglesia con las tumbas de los Farnese, de la nobleza franca del Príncipe, de su amabilidad. Le contó la excursión para ver los siete pequeños oratorios, diseminados entre la aspereza de aquella pequeña mancha de tierra, de las pavorosas paredes a pico sobre el agua y de las plantas seculares. Greta hablaba con énfasis de sus impresiones sobre la isla al notario que la escuchaba con vivo interés. Y mientras hablaba pensaba que aquel hombre habría debido ir a la isla, porque no es posible narrar perfectamente ciertas cosas. Greta había aprendido del Príncipe Giovanni que la isla se había convertido en propiedad de su familia en 1912 cuando la mujer del Duque Enzo Fieschi Ravaschieri di Roccapidemonte, la Princesa Beatrice Spada Potenziani, la había comprado. El Duque Enzo, que había inspirado al personaje de Andrea Sperelli de El Placer[4 - Nota del traductor: existen varias versiones en castellano de este libro.]escrito por D’Annuzio, en cuanto compró la isla hizo grabar dos frases sobre los monumentos que ya existían, en recuerdo del gran poeta. La primera sobre el umbral del ex convento, transformado luego en villa dice Forse avverrà che quivi un giorno io rechi il mio spirito fuor della tempesta a mutar l’ale[5 - Nota del traductor: Quizás ocurrirá algún día que en este lugar yo deje mi espíritu fuera de la tempestad para cambiar de alas.]; mientras que la segunda encontrada sobre la muralla que rodeaba la zona de clausura O desiata verde solitudine lungi al rumor degli uomini[6 - Nota del traductor: ¡Oh, deseada verde soledad lejana de los ruidos de los hombres!].
Por su parte la princesa Beatrice cuidó la isla de tal manera que hizo que regresasen los fastos y el esplendor de los años en los que los Farnese la consideraban la gema más preciada de su ducado. Se dice que, para destruir los molestos mosquitos que pululan en la Bisentina, hizo importar la farra[7 - Nota del traductor: Un pescado perteneciente a la familia de los salmones.] del norte de Europa, una clase de pez que se ha aclimatado muy bien al lago de Bolsena.
«¿Cómo fue el viaje? ¿Se ha portado bien el pescador que debía acompañarle?», preguntó el notario ya que Greta, extrañamente, no había dicho una palabra sobre él.
«Bien, bien…», respondió Greta visiblemente incómoda.
«Habría que llevarle la paga que le corresponde por haberla llevado hasta la isla… si para usted no representa un problema. La he visto tan afectada cuando lo he nombrado. ¿Se portó de manera inconveniente con usted?»
A veces, con ciertas expresiones, parecía el padre que nunca había tenido.
«¡Que va! ¡De ninguna manera! Le llevaré con gusto lo que le corresponde por su trabajo».
Era imposible esconder lo más mínimo a aquel hombre, tenía una sensibilidad y una agudeza increíbles descubriendo los sentimientos ajenos.
Y sin embargo no se había casado. ¿Quién sabe el motivo?
* * *
Cuando regresó a casa, por la tarde, Greta se fue al paseo fluvial, donde los grupos de pescadores solían remallar las redes y charlar un poco, protegidos por la sombra fresca de los grandes olmos.
Ernesto estaba apartado arreglando una gran red con forma de cono: le daba vueltas a sus pensamientos en su cabeza, con los cabellos revueltos y la mirada baja que, a veces, levantaba como para buscar algo más allá de la sombra que lo protegía, hacia el lago.
El espejo de agua estaba inmóvil bajo el calor y la luz cegadora de julio que lo hacía relucir como una gigantesca piscina azul. Sólo algunas franjas azuladas escondían la superficie, llegando incluso hasta las dos islas, que se extendían sobre la superficie brillante como ligeras nubes multicolores. Las aguas dormían perdidas en uno de sus profundos sueños de primera hora de la tarde, y mientras la campana de Capodimonte había hecho escuchar sus campanadas, lenta y baja, la de Marta, clara y aguda, le había respondido, y de otras lejanas había llegado sólo el eco a través del aire inmóvil.
Ante la presencia de Greta entre los pescadores se creó un poco de alboroto que devolvió bruscamente a la realidad a Ernesto.
En el mismo momento en que él levantó los ojos de su trabajo, para poder ver cuál podía ser el motivo de la agitación de sus compañeros, Greta lo estaba mirando.
Entre las dos miradas saltaron chispas.
Él se quedó quieto mientras que ella avanzaba entre los pescadores inmóviles que seguían su figura sólo con los ojos.
«Te he traído la paga por tu trabajo. El notario De Fusco te está muy agradecido por haberme acompañado a la isla Bisentina y yo lo estoy por la paciencia que has demostrado al esperarme cuando por la tarde he ido a visitar la isla».
Greta hablaba con calma, su voz era baja y profunda. Todos la estaban escuchando.
Ernesto cogió el sobre que Greta le tendía, sin decir nada, casi paralizado por la emoción inesperada de volverla a ver.
La muchacha hizo el gesto de marcharse, ya se había dado la vuelta. Todos los pescadores, desilusionados por lo trivial de su conversación, ya habían vuelto a su trabajo.
Fue en ese momento cuando Greta, montada sobre la ola de su deseo, se dio la vuelta, mirando directamente a los ojos de Ernesto, le susurró:
«Mañana iré a la Martana, contigo».

5
Después de aquel rápido encuentro en la playa con Greta Ernesto había vuelto a su trabajo en silencio, había acabado de remallar las redes y luego se había ido.
Algunos de los pescadores que habían asistido a su conversación en la taberna hablaban de él en son de burla.
«¡Mira que tonto el Ernesto! No ha sido capaz de decir una palabra a aquella tipa. Y pensar que ha sido ella la que ha venido a buscarlo allí, a la playa».
Era un tópico que en aquel lugar ninguna mujer, a no ser las mujeres más valientes, se aventuraban a ir.
«Parecía encantado, ¿lo habéis visto? Yo en su lugar la habría invitado a algún sitio».
«¿Pero qué creéis vosotros? Él ya la ha llevado a algún sitio… me han dicho que han estado todo un día en la Bisentina…».
La gente, como era habitual, charlaba, hacían un traje a medida a los desgraciados que tenían la mala suerte de formar parte de sus conversaciones.
Pero Ernesto no les oía. No habría podido, estaba a años luz de todo lo que le rodeaba. Lejos de aquellas chácharas insulsas, lejos de sus compañeros que realmente no habían escuchado a Greta susurrarle aquellas pocas palabras, que en él habían provocado escalofríos. Era feliz pero no conseguía explicarse la sombra que parecía oscurecer la mirada de Greta.
Al día siguiente Ernesto no fue a retirar las redes que había tirado la noche anterior con su padre, como acostumbraba a hacer sino que permaneció en casa limpiando y abrillantando la barca con la cual a primera hora de la tarde conduciría a Greta a la isla Martana. Ese día, él sería el príncipe que le haría visitar la isla.
Pasó la mañana, muy lentamente, gota a gota, como un goteo consciente del que, sin embargo, iba a surgir una gran alegría. Estaba fascinado profundamente con aquella muchacha que, aparentemente, podía parecer muy dura, desapegada del mundo, casi altanera pero que, en el fondo, no era otra cosa que una dulcísima criatura. Sólo algunas veces, antes del día en que la había acompañado con la lancha morota a la Bisentina, la había visto descender del autobús que venía de la ciudad, o para hacer compras, siempre seria, siempre sola, pero él no la comprendía.
No había comprendido su desesperada llamada, un grito en un silencio transparente como el vidrio. No había entendido nada hasta que en el agua, y sólo con el agua, todo se había aclarado. Era distinta de las otras. Distinta de las mujeres que él había conocido, pocas, era verdad, pero siempre bastante tontas…
No habría deseado otra cosa que perderse en la profundidad de aquellos ojos y nadar en aquellos cielos oscuros, iluminados aquí y allá por algunas estrellas, miradas lejanas. Habría querido, pero percibía en ella algo hostil, en el fondo a su ser reservado parecía que acechaba una especie de temor.
¿Pero de qué o mejor dicho, de quién?
* * *
El sol calentaba desde lo alto en el cielo: alto y omnipotente era al mismo tiempo capaz de dar vida a la naturaleza y de matarla con su calor abrasador.
Caliente, casi quemado estaba también el muelle gris donde Greta encontró a Ernesto dentro de su barca, oscura, de fondo plano, la popa cuadrada y un mástil donde estaba arriada una cándida vela.
Estaban de nuevo solos en el agua.
Ernesto, con la ayuda de los remos salió del pequeño puerto artificial de Capodimonte, luego dejó libre la vela al viento. Apenas superada la pequeña península donde surgía el centro del pueblo, Greta encontró de frente, más allá del agua movida ligeramente por la brisa de la tarde, Montefiascone aferrado en una colina, cuya figura era veía coronada por la mole de la gran cúpula de la iglesia de S. Margherita: miró a su alrededor. Sus ojos se posaban sobre las costas del lago, parándose primero en Bolsena, para continuar después hacia Gradoli y Grotte di Castro donde el cielo, a lo lejos, aparecía lleno de nubes blancas y suaves como la nata montada, que se iban desvaneciendo hasta a llegar a Valentano, que parecía cortar el cielo azul con sus dos torres.
Greta se sentía conmocionada.
Emocionada por aquel silencio que habría querido lleno de palabras.
Fue Ernesto el primero en hablar.
«¿Sabes, Greta? Hoy mi padre ha vuelto a casa después de pescar hecho una furia: la corriente debió de llevarse las redes hacia la Fitttura y en el momento de subirlas a la barca se han roto. Ha sido una mañana pésima.»
«¿La Fittura?», preguntó Greta escuchando su voz casi como si proviniese de la garganta de otra persona.
«Nosotros llamamos Fittura a una especie de empalizada que se encuentra debajo del agua. He oído decir que está formada por multitud de grandes estacas y palos cortados con la sierra y clavados en el fondo del lago con una maza. Algunos estudiosos han supuesto que se podía tratar de los restos de una aldea lacustre, pero esta hipótesis cae por su propio peso ya que, observando la Fittura[8 - Nota del traductor: Una especie de muro de contención.] más atentamente, se observó que había sido construida sobre una sola línea y sobre la orilla de un barranco. Es plausible por lo tanto pensar que hubiese sido ideada y construida para sostener una ribera.»
«¿Contener una ribera debajo del agua, con qué fin? Y además, ¿cómo era posible utilizar una maza a esa profundidad?»
Aquel pequeño sentimiento de malestar que al principio se había creado entre los dos se había disuelto como la niebla al sol, rápidamente y sin dejar rastro.
«Seguramente cuando fue construida la Fittura el nivel del lago era con diferencia menor del actual, y además creo que la Fittura, como tantas otras cosas que están escondidas y permanecen así en las profundidades del lago, debe permanecer envuelta en un halo de misterio».
La embarcación se estaba acercando lentamente a la Martana y debiendo recalar con el agua bastante quieta, Ernesto se concentró totalmente en los remos y en los movimientos que debería de hacer.
De manera distinta que en la Bisentina, la Isla de Martana no tenía una dársena sino que se accedía a ella directamente por medio de una pequeña playa sobre la cual las aguas lamían la arena oscura y gruesa. Greta ya se estaba llenando los ojos con todo el verde que desbordaba por todas partes mientras que Ernesto aseguraba la barca a uno de los muchos árboles que coronaban la costa.
Enseguida fueron recibidos por un prado verdísimo circundado por una miríada de gruesos álamos y olivos centenarios. En silencio, Ernesto guió a Greta hasta las ruinas. Justo a la derecha, en cuanto comenzaron la subida, sus ojos descubrieron los míseros restos de la iglesia de la Magdalena: bastaron unos pocos restos para mostrar a Greta la belleza que debía de haber poseído la iglesia antes de yacer en ruinas en el suelo de la isla. Prosiguiendo con el ascenso, de repente, pasaron desde el sendero herboso plagado de grandes plantas de nopales y de gigantescos ágaves a una serie de escalones excavados en la roca, desiguales entre sí, corroídos, rotos: aquello se llamaba la Scala della Rocca. Continuaron subiendo, uno detrás del otro, mientras hablaban entre ellos suavemente, hasta que se encontraron delante de un surco, casi una herida en la roca viva donde un día, explicó Ernesto, el puente levadizo se bajaba.
«Aquí, me han dicho, debería estar el primer muro defensivo que encerraba el monte. Hoy quedan pocos tramos, compuestos por piedras descuadradas. Probablemente los trozos de faltan fueron utilizados para realizar nuevas construcciones, entre las que se encuentra, se cree, la de la iglesia de la Madonna del Monte, en Marta».
Prosiguieron todavía, sin pararse, más allá de la brecha del puente levadizo. Los escalones deshechos se alternaban de vez en cuando con el terreno resbaladizo. Greta, quizás por haber apoyado mal un pie, quizás por su continuo volverse para mirar alrededor, perdió el equilibrio Ernesto reaccionó rápidamente al aferrarla antes de que cayese. Se quedaron durante un instante inmóviles, sin respirar, a continuación, sin decir palabra, le estrechó la mano en la suya y continuaron el camino la una al lado del otro, como si caer juntos pudiese ser más hermoso. Greta seguía a Ernesto, mirando fijamente la fuerte mano que estrechaba la suya dulcemente; imaginó que él la estaba salvando pero no conseguía comprender de qué. Continuaron la subida hasta que encontraron, a su derecha, una pequeña concavidad en la roca: la vegetación envolvía completamente el arco excavado en la piedra casi como queriendo esconderlo de sus ojos indiscretos.
«Esto, Greta, es la entrada de una galería que desciende hasta las orillas del lago».
Mientras decía esto Ernesto comenzó a abrir el camino entre las plantas exuberantes que descendían desde el techo como si fuesen brazos que se tendiesen hacia ellos. Encendió una linterna para aclarar un poco la oscuridad permitiendo que Greta viese los escalones gastados donde estaba apoyando los pies. La galería que a la entrada era alta y ancha, a medida que descendía en las vísceras de la isla se iba convirtiendo cada vez más en estrecha y tortuosa. Descendían, descendían cada vez más, unidos por sus dos manos unidas, pero cuando se encontraron en el fondo, casi a punto de salir, ya fuese por los escalones rotos ya por las piedrecillas caídas del techo y por la espesa vegetación crecida en el lugar, se vieron obligados a pararse unos metros antes de llegar al lago. Las aguas brillaban en las aberturas, a través de las grietas de aquel pasaje bloqueado, con su parpadeo iridiscente.
«Hemos hecho todo este esfuerzo para conseguir solamente mirar a través de los escombros que nos impiden llegar hasta el lago».
Greta estaba desilusionada y disgustada.
Ernesto dejó su mano, posó en el suelo la linterna que había tenido en la mano izquierda hasta entonces y se volvió hacia Greta, dando la espalda al brillo del lago.
Era muy hermosa. Los reflejos del agua jugaban con su rostro, entre las mejillas enrojecidas y los ojos oscuros convertidos en casi brillantes por aquellos centelleos. Le pareció todo muy natural. Acercó sus labios a los pequeños y carnosos de Greta y la besó. Sabía a pétalos de rosa.
Ella se quedó conmocionada pero no se retrajo ante aquel contacto inesperado: sentía las manos de Ernesto acariciarle las mejillas, el cuello, descender por los hombros y deslizarse hasta las manos, extendidas a los lados, luego, mientras las estrechaba entre las suyas vio el rostro de Greta regado por dos rastros de lágrimas que ella, rápidamente, trató de enjugar con la palma de una mano.
El encanto se había roto, el encantamiento deshecho. Greta se había dejado llevar otra vez por sus sentimientos.
Ernesto la observaba. Observaba aquellos ojos llenos de lágrimas sin encontrar la fuerza para preguntarle qué era lo que estaba mal…
«No quería atemorizarte, Greta, perdóname, pero ha sido más fuerte que yo… eres tan hermosa»
«No, Ernesto, no es culpa tuya… soy yo…», Greta mantenía la mirada baja «… soy yo la que se equivoca»
«¿Por qué dices eso? Tú eres una mujer muy dulce ¿por qué vuelves hacia ti estas acusaciones inverosímiles?»
«No, nunca lo entenderías… olvidémoslo todo y volvamos a la luz del sol. Hagamos como que no ha ocurrido nada».
Greta estaba suplicando a Ernesto que sofocase aquel sentimiento que ahora ya lo había conquistado en lo más hondo. Aunque él hubiese querido, ahora ya sería inútil y doloroso olvidarlo todo.
«Lo siento, pero no puedo, no lo conseguiré. Preferiría que me pidieses que dejase de respirar. Greta no huyas, deja que yo… que yo te ame… somos tan iguales… no te prives de lo que deseamos los dos».
Ernesto al decir esto había alzado con dulzura el rostro de la muchacha.
«No puedo, no quiero que tú sufras por mí, Ernesto. ¡Intenta comprenderme!»
La voz de Greta se había convertido en un susurro.
El sol, mientras tanto, reflejándose en el lago, continuaba con sus juegos de luces que iluminaban a ráfagas la gruta.
«Sientes lo mismo que siento yo, ¿verdad?»
Greta no respondía, estaba sólo mirando fijamente los ojos de Ernesto que la escrutaban hasta el fondo del alma, en la búsqueda desesperada de una señal afirmativa.
«Greta… ¿tú me amas?»
Al oír aquellas palabras pareció que estallaba algo dentro de la muchacha; los sollozos volvieron, haciendo que se estremeciese su pecho. Libró sus manos de las de Ernesto para cubrirse la cara de nuevo inundada por las lágrimas.
«Greta…»
«Pues claro que te amo… Sí, Ernesto, yo te amo»
Esta vez fue ella la que acercó su rostro al del muchacho; lo miró durante un momento fijamente a los ojos, luego acarició sus labios, empapando también el rostro de él con sus lágrimas saladas.
Se abrazaron.
Se quedaron el uno en los brazos del otro durante un tiempo indefinido: Greta sentía los brazos de Ernesto estrecharla contra su pecho y lo sentía más profundo que el mar. Sentía el ruido lejano provocado por el romperse de las barreras que la habían mantenido durante tanto tiempo en aquel estado de orgullosa y testaruda soledad, sin doctrinas, sin nadie en quien creer o en quien confiar. Sentía dolor y alegría al mismo tiempo, sentía una sensación de ligereza y al mismo tiempo sentía el corazón pesado, como mil libras de plomo.
* * *
Volvieron a subir.
Después de haber atravesado un pequeño claro con cardos por todas partes y algunos olivos, llegaron a la cima del monte que dominaba la isla, donde se encontraba la segunda muralla defensiva. Hallaron encima de una gran piedra, esculpida por brazos y escalpelos quién sabe hacía cuánto tiempo, lo que quedaba de la torre, de la fortaleza, del monasterio y de la iglesia de S. Stefano. Todo era desolación entre aquellas piedras inundadas por hierbas invasoras que intentaban esconder incluso los últimos testimonios de aquellas instalaciones, pero al mismo tiempo todo era esplendor: aquellos escombros contrastaban grises contra el azul oscuro y espléndido del lago. Algunos de aquellos fragmentos se asomaban sobre el precipicio de setenta metros de alto desde la superficie del agua, tanto que parecía que quisieran deslizarse desde aquel precipicio aguzado y pavoroso para desaparecer de una zambullida bajo el agua.
«¿Sabes, Ernesto?», Greta rompió el silencio perturbado hasta ese momento sólo por el ruido de las aguas que había debajo «me gustaría morir, ahora, en este preciso instante, precipitándome en las aguas azules del lago, como podría hacer una de estas piedras; soy tan feliz que tengo miedo de que todo cambie de aspecto demasiado rápidamente. Todo lo que es hermoso siempre es demasiado fugaz. Querría que todo permaneciese de esta manera. Para siempre. Para siempre.»
Ernesto la observaba: tenía una figura muy menuda, casi transparente a la luz del sol.
«No quiero que digas estas cosas ni siquiera en broma. Quizás es la isla la que te las sugiere. Pero tú no la escuches. ¿Conoces la historia de Amalasunta, reina de los Godos?»
No había acabado Ernesto de decir estas palabras cuando una nube de esas que cuando desembarcaron estaban en el horizonte, cubrió el sol y lo oscureció, y junto con la isla oscureció también un largo trecho de agua. En un decir Jesús la isla adoptó la semblanza de aquel lugar trágico por su historia, que Greta todavía no conocía. Una historia de leyendas, de torturas, de luchas, de asesinatos.
«En el lejano año de 526 Teodorico, rey de los godos, que había reinado en Italia durante treinta y tres años, murió sin dejar un heredero directo. De su matrimonio había tenido tres hijas, de las cuales la primogénita, Amalasunta, estaba casada con un visigodo. Ésta tenía un niño, Atalarico, al que le correspondía el reino ya que , debido a las leyes góticas, un reino no podía ser heredado por una mujer. En el año en el que Teodorico murió, Atalarico era todavía un niño y Amalasunta asumió el gobierno en el lugar del chaval durante casi ocho años; luego, un día, Atalarico, todavía inmaduro para el gobierno de un reino, murió. Amalasunta, entonces, para no perder el reino tan amado por ella, se ofreció como esposa al hijo de una hermana de su padre: Teodato.
Éste habría llegado de todas formas al trono pero aceptó a Amalasunta como esposa para calmar los ánimos de todos los que eran partidarios de la mujer. Teodato era un hombre despiadado que no se preocupaba de otra cosa que no fuese asegurarse una vida tranquila circundándose de riquezas y de comodidades, sin interesarse por el bienestar de su propio pueblo. Teodato fingía siempre: probablemente habría querido deshacerse de Amalasunta enseguida en cuanto se casaron pero, para mayor seguridad, pensó que le convenía alejar el delito de los lugares en los que ella era amada y protegida. Así que la condujo mediante engaños a la Toscana, con la excusa de ver sus posesiones, para, a continuación, llegar a Roma donde ella podría exteriorizar la fe que siempre la había animado. Pero Amalasunta no llegó jamás a Roma: en cuanto alcanzaron una etapa del camino que costeaba el lago Bolsena fue sacada del carro que la transportaba y puesta en una barca que la llevó a Martana donde se dice que estuvo exiliada y murió. Fue muy poco el tiempo en que Teodato dejó viva a la pobrecilla: era demasiado peligroso posponer su asesinato, no tanto porque ella podía invocar la ayuda de los romanos sino por los numerosísimos godos que despreciaban a Teodato creyendo que, por compasión, había sido relegada a una isla perdida. El modo en que Amalasunta fue asesinada no está claro pero la tradición dice que fue lanzada desde lo alto del precipicio sobre el que estamos en este momento».
Ernesto había acabado con su relato y Greta se había perdido en no se sabe qué pensamientos: pensaba en Ernesto, en lo que le había dicho, pensaba en Amalasunta reina de los godos, en las historias que se entrelazaban en las piedras esparcidas por aquel terreno.
¿Quién sabe cuántas historias habrían visto aquellas piedras?
Seguramente habían conocido a Amalasunta y hoy habían visto a Greta rendirse por segunda vez en su vida a las dulces y dolorosas delicias de sus sentimientos.

6
El día estaba a punto de terminar: el sol, bajo el horizonte, iluminaba con luces variopintas las nubes todavía altas en el cielo y las emociones, que parecían poseer a los dos muchachos como mareas tranquilas, impredecibles y devastadoras. Mientras descendían desde la cima del monte, por los escalones excavados en la roca, Greta viendo algunos ejemplares de nopales, le contó a Ernesto lo gigantescas que eran esas plantas en Sicilia y lo espectacular que era su puesta en escena; en las palabras de Greta había nostalgia y afecto hacia una tierra, la suya, que hacía ya seis años que no veía.
Llegaron en poco tiempo a la pequeña barca que habían dejado en la orilla, acariciada dulcemente por las aguas del lago. Ernesto se apartó de la orilla de la isla clavando un remo en la tierra: el lago estaba moviéndose ligeramente debido a un viento fresco que se advertía fastidioso bajo los ligeros vestidos que acariciaba su piel y causaba ligeros escalofríos.
Decidieron, aunque ya era tarde, hacer el recorrido alrededor de la isla con la barca antes de volver a tierra firme.
Los acantilados oscuros, casi lúgubres, de los cuales Ernesto se mantenía a unos cincuenta metros de distancia, descendían de manera oblicua hacia el agua, los unos sobreponiéndose sobre los otros, como queriendo dar la sensación de que allí, en cualquier momento, podrían resbalar hacia las profundidades del lago, desapareciendo como si no hubiesen existido jamás. En cuanto llegaron a una punta en que la isla se dirigía hacia el este, se encontraron de frente a un bloque de piedra deslizado y que había quedado fuera del agua en una posición casi vertical.
Parecía una estela fúnebre.
Las ensenadas cortaban, con oscuras sombras, el acantilado que se elevaba alto hacia el cielo y con su forma de semicírculo hizo recordar a Greta un gigantesco anfiteatro en ruinas, único testimonio del consumido cráter de un turbulento volcán. Las piedras de la torre y de los diversos asentamientos, escombros esparcidos, que antes, vistos de cerca, le parecieron tan grandes y majestuosos, estaban demasiado lejos, en lo alto de aquella pared irregular, convertida en pavorosa por la oscuridad de la noche que avanzaba a pasos agigantados. También Ernesto le parecía muy distante, de aquellos momentos, gotas esparcidas por el rocío nocturno. Era tan irreal el pensamiento de él… sus palabras no eran más que un débil eco llevado por el viento oscuro del anochecer.
Finalmente salieron de la sombra pavorosa que la isla proyectaba sobre las aguas del lago convirtiéndolas en sombrías, para encontrar el sol, el último resquicio de una gran naranja que había ya manchado todo el cielo de un resplandor rojo que se reflejaba con olas bermellón sobre la superficie del lago hasta alcanzar la embarcación y lo más profundo de sus corazones.
La hora tardía y la extraña luz del sol al atardecer contribuían a suscitar en el alma de los dos muchachos una sensación de consternación, como si el fin estuviese ya próximo, como si el fin de aquel viaje no pudiese sino marcar, entre ellos, nada más que un adiós triste y doloroso.
* * *
Estaba ya oscuro cuando Greta, de nuevo en pie sobre el muelle, esperaba que Ernesto terminase de atracar la barca. Las luces se encendían una a una, reflejando su brillo sobre la superficie ligeramente encrespada del lago.
Se sentía avergonzada como la primera vez que consintió en salir con Alberto, hacía ocho años.
«Alberto»
El pensar en él la golpeó como una bofetada en plena cara, despertándola de sus sueños: en un cierto sentido ese día había traicionado, aunque sin darse cuenta, el recuerdo de aquel amor que ella había jurado que sería el único. Lo había traicionado acogiendo entre sus brazos la cabeza rizada de Ernesto.
Esta consciencia caía sobre ella como la sombra de una tempestad inesperada.
Se recuperó cuando Ernesto le estrechó la cintura con su brazo fuerte, musculoso y cálido.
Los cabellos oscuros, despeinados por el viento, bailaban sobre sus ojos: él la apartó para ver todavía una vez más aquel rostro de mujer que le provocaba tantas sensaciones a la vez: habría querido poder leer en aquellos ojos oscuros como una noche sin luna.
«Greta, es todo tan extraño… esta tarde, ahora, me parece vivir los últimos momentos de un adiós, como si estuviésemos despidiéndonos para no vernos ya más. La isla Martana causa a menudo melancolía en el corazón de quien la visita, pero esta noche tengo miedo de lo que siento dentro de mí… estás tan triste, amor mío».
«No es culpa de la Martana, no es culpa suya… soy yo, yo que, vaya donde vaya, sólo soy capaz de causar dolor, incluso a una persona tan dulce como tú. Hay días en los cuales me siento muy distinta de la gente que me rodea, que me parece ser como uno de aquellos animales que se guardan dentro de las jaulas en un circo: un fenómeno de feria que sirve para atemorizar a los niños y para asombrar a los adultos. No sé lo que me sucede, incluso aquí, contigo. No consigo entender lo que tengo dentro: cientos, miles de voces murmuran, gritan su opinión, su historia y yo estoy condenada a no entender nada. Sólo una gran confusión, sólo eso percibo. Querría que el sonido relajante del mar que acaricia la orilla o cualquier escollo solitario en la noche, ahogase todo esto».
Ernesto se había quedado sin palabras.
Aquella muchacha lo atraía muchísimo pero, al mismo tiempo, era como si lo rechazase con todas sus complicaciones, con todos sus problemas que a una persona normal podían parecer puras tonterías. Veía la desesperación que anidaba en los rincones de la mente de la muchacha, la veía como la luz que se filtra desde una grieta, la sentía deslizarse sobre la piel como el agua, la respiraba en el aire como el incienso en las iglesias, habría querido evitarla como la sombra de un terrible presagio.
La estrechó entre sus brazos.
Le besó con dulzura los labios, luego se abrazaron un poco más, un largo rato, inmóviles bajo la luna, una hoz iridiscente apenas visible en el azul del cielo invadido por las negras nubes.
Se despidieron. Y desde lejos, sólo Ernesto se quedó mirando a Greta avanzar hasta ser engullida por las sombras de la noche, mientras se preguntaba si aquella muchacha había existido en realidad.
Cuando llegó de nuevo delante de la puerta Greta dudó, no quería entrar en su casa: no tenía ganas de dormir pero, sobre todo, no tenía ganas de quedarse a solas. Llamó con cuidado a la puerta de Giacomo: esperaba con todo su corazón que todavía estuviese despierto.
La puerta se abrió con un ligero chirrido que resonó en el aire de la plaza hasta que la llenarla del todo; apareció Giacomo con su cara oscura, sobre la que resaltaban dos cejas blancas. Estaban arrugadas, como queriendo preguntarle a Greta lo que sus labios no se hubieran permitido decir: ¿cuál era el motivo por el que se encontraba allí, a esas horas?
«Giacomo, necesito hablar con usted. Hoy por la tarde he ido a Martana con aquel pescador que ya me había llevado a la Bisentina…»
«Usted trabaja mucho… ¿ahora también a la Martana? Es necesario que vaya yo a hablar con aquel notario».
El anciano la había interrumpido enseguida, para desdramatizar un poco la situación: los había visto volver, los había visto en el muelle, había visto la manera en que se habían abrazado. Había visto, quizás, más de lo que Greta hubiese podido comprender.
«¡Qué va! ¿Qué dice? No he ido por trabajo, ojalá hubiese sido por eso; he ido con Ernesto a visitar la isla y… ¡Oh, Dios mío! He montado una buena, ¡un bonito lío! Mi madre me lo dijo, siempre la misma, Giacomo, ¿qué debo hacer? Dígamelo usted, ¿qué debo hacer?»
«Ante todo, entre, y luego ya hablaremos. Venid».
* * *
Greta habría deseado sobre todo tener una existencia tranquila, a lo mejor con Ernesto, pero no podía ni siquiera pensar en eso, al menos hasta que no consiguiese sacarse de encima los fantasmas que la acosaban continuamente, a cada paso. Giacomo tenía razón, ese era su auténtico problema.
Y Greta ya se había decidido. Partiría para Sicilia a la mañana siguiente.
Tenía delante de ella un folio en blanco sobre el cual comenzaría a escribir una carta para Ernesto.
Querido Ernesto:
Quizás ayer por la tarde tú tenías razón. La isla Martana realmente produce extraños pensamientos en sus visitantes y ha debido ocurrir de esta manera. Quizás sólo estaba esperando un pretexto al que aferrarme, quizás hacía ya tiempo que maduraba la decisión de volver a Sicilia. De todas formas, cuál ha sido el recorrido que han seguido mis decisiones poco importa. Me debo ir.
Llevaré conmigo la rosa que has cogido en la Bisentina y todas las cosas que he descubierto y encontrado junto a ti. Las llevaré conmigo con la esperanza de que me ayuden a vencer todos mis miedos y los fantasmas que se esconden detrás de ellos. Las llevaré conmigo para que un día me devuelvan a ti, aquí, en tu paraíso: y si un día, cercano o lejano, vuelvo… será para quedarme.
Querría tan solo que no me olvidases: sería el dolor más grande que podrías producirme. Recuérdame, a lo mejor como a una loca que deliraba con sus miedos y con las sombras que decía sentir en su interior, pero no dejes jamás que otros rostros se peguen al mío, sofocándolo.
Dulce barquero de mis más bellos pensamientos, me despido de ti y no te entretengo más.
Te amo y te amaré siempre.
Greta
Escribió aquellas palabras de un tirón, sin pensar demasiado en ellas y sin pensar demasiado en lo que estaba haciendo.
Habría debido escribir dos líneas también al notario De Fusco: sabía perfectamente, sin que nadie se lo dijese, que se estaba comportando otra vez como una inconsciente. Tenía casi treinta años pero se sentía vacía como un recién nacido: todas sus experiencias, sus emociones, todo lo vivido habían pasado sobre ella sin dejar más que un rastro descolorido de dolor y remordimientos. Quería respuestas y las quería dar. Sabía demasiado bien que sólo cerrando un capítulo y partiendo de una página en blanco sería posible empezar de nuevo.
No sabía cuánto tiempo necesitaría para librarse de sus sueños, de los miedos que habían crecido dentro de ella, para purgar el veneno que, lentamente, corría por sus venas mezclado con la sangre.
Ni siquiera tenía la certidumbre de que lo conseguiría.
Pero valía la pena intentarlo.

SEGUNDA PARTE
Durante años había estado alejada de casa
y ahora, delante de la puerta,
no me atrevías a entrar, por miedo a que un rostro
que nunca había visto
mirase estúpidamente el mío
y me preguntase qué quería.
“Sólo una vida que he dejado
¿Quizás me ha quedado aquí?”
Me apoyé en el temor,
dejé pasar el tiempo,
el instante se infló como un océano
y se rompió contra mi oído.
Reí con una risa rota
que habría podido temer una puerta
yo que conocía la consternación
y nunca la había remontado.
Acerqué a la manilla la mano
de manera temblorosa por el miedo
a que la puerta terrible se abriese de par en par
y me dejase en medio del suelo
luego saqué los dedos
con cuidado como si fueran cristal,
me tapé las orejas, y como una ladrona
respirando con fatiga huí de la casa
    Emily Dickinson

7
El lago estaba oscuro.
La orilla transitada por el viento tenía un color plateado mientras que el resto de la superficie era de un azul intenso, intercalado aquí y allá por el blanco de alguna ola perdida. No hacía sol aquella mañana, al menos no de manera visible, y el aire era fresco. Greta subió, como hacía cada mañana desde hacía años, a aquella parte, en el autobús de estudiantes que voceaban, pero esa mañana aquella situación, aunque sin quererlo, le causó tristeza: tristeza por saber si algún día volvería.
Se había despedido de Giacomo con pocas palabras pidiéndole que le entregase la carta a Ernesto en cuanto volviese de pescar. Aquel hombre anciano le había aconsejado, le había ayudado casi como si fuese la hija que tanto había deseado.
En cuanto llegó a Viterbo bajó del autobús, fue a la oficina y depositó en el buzón, que ella misma había abierto mil veces, la carta que había escrito para el notario. Había puesto dentro de la carta también las llaves de la oficina, casi como si quisiese sacarse de encima algo que le pesaba mucho. Dudó todavía un momento dentro de aquel portal oscuro, luego cruzó el umbral y se alejó a grandes pasos con un nudo en la garganta debido a las lágrimas.
En poco tiempo llegó a la estación: Viterbo todavía dormía en el gris insólito de una mañana veraniega. El tren finalmente partió: Greta tenía la impresión de que si se hubiese parado un minuto de más en la estación, hubiera bajado para no subir a él de nuevo.
El ruido del paso de las ruedas sobre los raíles la acunaba con su cantinela repetitiva, siempre igual en el tiempo y en el espacio. Los kilómetros corrían veloces, acercándola cada vez más al momento en el que debería bajar de aquel vagón, coger otro tren y luego embarcarse en un trasbordador que la devolvería en poco menos de una hora a Sicilia, tierra de los cíclopes, después de seis años de exilio voluntario.
En un cierto sentido con aquel viaje quería reconstruir viejas costumbres, reencontrar viejos olores y sabores de una vida de la que había escapado hacía tantos años, y que ahora, a lo loco, intentaba recuperar.
Se quedó adormilada durante un tiempo que no podría haber definido, y en su duermevela soñó con Ernesto, con la Bisentina, soñó que nunca partiría: soñó con el rostro calmado y tranquilo de Giacomo que la observaba sin decir nada, sonriéndole.
Mirando fuera de la ventanilla se sentía emocionada: todo era al mismo tiempo distinto e igual a lo que recordaba. Sentía los olores penetrarle en las narices y correr directamente al cerebro, evocándole recuerdo agridulces de su infancia. El tren se paró bruscamente, haciendo rechinar los frenos sobre las vías, y de repente Greta notó la superficie del inmenso espejo de agua emergiendo desde un desnivel del terreno, apareciendo ante sus ojos como una superficie tranquila, plana, casi inmóvil.
Otra vez el mar.
De repente recordó el lago, encantador pasaje que la había acogido en su vagabundear acunándola en sus orillas: aquel lago a menudo era una extensión de aceite inmóvil sobre la que las nubes vanidosas se miraban como en un espejo, apenas molestadas por cualquier pequeña encrespadura cerca de un exuberante cañaveral..
Aquel día también el mar estaba tranquilo.
Mucha gente adora las aguas calmadas. Greta, en cambio, las prefería batidas por las corrientes, con las olas grandes descomponiendo aquel prado azul, inconmensurable e iridiscente, agitándolo como si fuese la nostalgia de florecer la que la volvía inquieta.
Quizás la poca atracción que sentía por las superficies planas, inmóviles, era debido también, y sobre todo, al hecho de que se reconocía, si queremos hablar de una especie de identificación, en una superficie en movimiento, en una realidad que debía, de todos modos, luchar contra un elemento desestabilizador, como en una eterna batalla: como el viento con las nubes, el sol con la lluvia, el agua con el fuego, la verdad con la mentira.

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notes

1
Nota del traductor: Toba volcánica de color marrón o gris que contiene fragmentos de basalto y piedra calcárea con cristales diseminados de otros minerales.

2
Nota del traductor: En italiano, en el original. Es un tipo de fortaleza.

3
Nota del traductor: Todas las plantas acuáticas que se nombran en este párrafo no tienen una traducción al español ya que son propias del lago de Bolsena.

4
Nota del traductor: existen varias versiones en castellano de este libro.

5
Nota del traductor: Quizás ocurrirá algún día que en este lugar yo deje mi espíritu fuera de la tempestad para cambiar de alas.

6
Nota del traductor: ¡Oh, deseada verde soledad lejana de los ruidos de los hombres!

7
Nota del traductor: Un pescado perteneciente a la familia de los salmones.

8
Nota del traductor: Una especie de muro de contención.
La Larga Sombra De Un Sueño Roberta Mezzabarba
La Larga Sombra De Un Sueño

Roberta Mezzabarba

Тип: электронная книга

Жанр: Современная зарубежная литература

Язык: на испанском языке

Издательство: TEKTIME S.R.L.S. UNIPERSONALE

Дата публикации: 16.04.2024

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О книге: ”La noche en la que apareció en la mente de Greta la oportunidad de dar un giro definitivo a la vida que, desde hacía tiempo, le daba lo mismo, el mar estaba siendo batido por una tramontana gélida y cortante, todavía se acordaba perfectamente. Estaba decidida: escaparía”. ”La noche en la que apareció en la mente de Greta la oportunidad de dar un giro definitivo a la vida que, desde hacía tiempo, le daba lo mismo, el mar estaba siendo batido por una tramontana gélida y cortante, todavía se acordaba perfectamente. Estaba decidida: escaparía”. De esta manera comienza LA LARGA SOMBRA DE UN SUEÑO. Vidas que se entrecruzan, orgullo, historias que se repiten y emociones, pasiones… destinos. Greta es una muchacha que decide tomar las riendas de su vida pero, luego, se da cuenta de que nunca ha abandonado sus raíces, que comprende que una herida, para considerarse cicatrizada, debe ser limpiada dolorosamente hasta llegar al corazón del problema. Nadie puede alcanzar la claridad sin caer primero hasta el infierno y remontarse para ver el cielo. Es verdad, nada será como antes pero, si se quiere vivir y no solamente existir, este es el camino. Estos son los puntos fuertes de esta novela, bien articulada, gratamente fluida. Un libro romántico pero no demasiado, que esconde muchos enfoques y está abierta a múltiples interpretaciones pero, sobre todo, un análisis del hombre, entendido como ser viviente, a merced de una vida imprevisible. Puedes ver el booktrailer aquí: https://youtu.be/fSlelRK3fdY

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