El Precio Del Infierno
Federico Betti
Centro histórico de Bologna. El agente de policía Stefano Zamagni se encuentra envuelto en un intento de robo que consigue desmantelar. Enseguida se conoce la identidad del atracador y de esta manera comienza la investigación para encontrarlo. Pero la actividad de las Fuerzas del Orden se ve impactada por auténticas amenazas e intimidaciones. Centro histórico de Bologna. El agente de policía Stefano Zamagni se encuentra envuelto en un intento de robo que consigue desmantelar. Enseguida se conoce la identidad del atracador y de esta manera comienza la investigación para encontrarlo. Pero la actividad de las Fuerzas del Orden se ve impactada por auténticas amenazas e intimidaciones. ¿Qué se oculta debajo de esto? Compete a Zamagni y a sus hombres descubrirlo, acabando inevitablemente en una vorágine de miedo y terror en los límites de lo imposible.
Federico Betti
El Precio del Infierno
Federico Betti
El Precio del Infierno
Traducción: María Acosta
Copyright @ 2020 – Federico Betti
Publicado por Tektime
I
Stefano Zamagni era un agente del Departamento de Homicidios. Le gustaba mucho la vida tranquila y en su tiempo libre le encantaba recorrer Bologna con su deportivo de dos plazas color gris plata. Una fría mañana de enero se levantó, se tomó un rápido desayuno a base de zumo de pomelo y algunas rebanadas de pan ácimo y salió para ir a trabajar. Tenía su pistola de calibre 38 en la cartuchera.
En cuanto llegó a vía Rizzoli, al ver que llegaba temprano al trabajo, decidió pararse para saludar a su amigo Mauro Romani en el local de comida rápida del que era propietario, en el número 68 de la misma calle.
En cuanto entró vio a un individuo sospechoso en la otra parte de la barra con una escopeta de cañones recortados en la mano derecha, preparado para hacer fuego sobre el señor Romani si no le daba el contenido de la caja.
Cuando vio el saco del dinero en las manos del atracador y a su amigo Mario libre, sacó la pistola de la cartuchera que llevaba debajo de la chaqueta.
– ¡Quieto, policía! –dijo Stefano esperando que el individuo se parase. Pero eso no ocurrió: el hombre enmascarado se escabulló detrás de una puerta que daba al sótano.
Sin dudarlo un momento Stefano, con el arma en la mano, persiguió al atracador por las escaleras esperando que no hubiese desaparecido en la nada.
Lo intentó durante mucho tiempo pero no lo encontró.
Quizás realmente había conseguido escapar, o quizás no.
Estaba a punto de irse cuando fue atraído por un extraño resplandor rojizo que provenía de detrás de la esquina.
Con mucho cuidado, manteniendo siempre la calibre 38 en la mano, se movió hacia aquella extraña e intensa luz. En dicho lugar había un libro en el suelo. La portada era de raso rojo. Un rojo oscuro. Oscurísimo. Estridente.
No se pudo resistir.
En cuanto Stefano tocó el libro, el resplandor cegador desapareció.
Cogió el libro y se lo llevó a comisaría, donde trabajaba.
Con tranquilidad, se puso a trabajar en su escritorio. Estaba buscando la manera de encontrar a aquel sombrío individuo con el que se había topado en el local de vía Rizzoli.
Tenía un poco de migraña pero no le hizo caso porque después de demasiadas jornadas de intenso trabajo acostumbraba a padecerlas. Después de unos minutos hizo una señal a sus compañeros y se fue a casa.
Subió al deportivo y se puso en marcha con el libro en el otro asiento del coche.
Encendió la radio para escuchar si había novedades sobre lo que le había ocurrido en el local de comida rápida u otras noticias que le pudiesen interesar: le volvían loco aquellas que eran curiosas o se salían de lo común. El locutor no dijo nada de particular, así que Stefano apagó la radio.
En cuanto llegó a casa, cogió el libro que había encontrado por la mañana, lo puso sobre el escritorio de su estudio y se puso a leer el periódico.
Le atrajo inmediatamente un titular en grandes caracteres en la primera página:
INTENTO DE ROBO EN UN LOCAL DE COMIDA RÁPIDA EN VÍA RIZZOLI.
Por lo que leyó comprendió inmediatamente que todavía no habían identificado al atracador. Cerró el periódico.
Para intentar calmarse definitivamente se hizo una infusión a base de menta, hibisco y otras hierbas refrescantes, y se tumbó en el sofá del salón esperando que nadie lo fastidiase con el teléfono o llamando al timbre. No tenía ganas de hablar.
La investigación sobre el atracador y su identidad seguían su curso, aunque Stefano no estuviese en la comisaría.
II
Después de un intenso trabajo en el local de comida rápida y en la comisaría, la policía científica y algunos otros agentes consiguieron la identificación del atracador con el que se había encontrado Stefano Zamagni.
Su nombre era Daniele Santopietro. El hombre tenía antecedentes por atraco a mano armada, violación y violencia durante las actuaciones y encuentros de magia negra.
Decidió tomar el mando de la investigación Alice Dane, una agente proveniente de Scotland Yard, pero de origen irlandés, concretamente de la ciudad de Belfast.
Determinada a encontrar a Santopietro, partió en su berlina deportiva por la carretera estatal que atravesaba la ciudad, para su gusto con demasiado tráfico.
Sabía que lo encontraría por la otra parte de Bologna, en vía Saffi.
En cuanto llegó a esa calle aparcó el coche y se dirigió hacia la casa de Santopietro con la pistola en el bolso. Cuando encontró el edificio que buscaba pulsó el timbre inventándose una excusa para entrar sin levantar las sospechas de nadie.
Después de entrar, le llevó poco tiempo encontrar la puerta con el rótulo SANTOPIETRO.
La puerta estaba semicerrada. Entró con facilidad en el piso. Quizás demasiado fácilmente, pensó ella.
Con la pistola en la mano avanzó por el piso. Parecía que dentro no hubiese nadie. Era un lugar oscuro y tétrico, lo que no le gustaba nada, pero debía seguir adelante. No podía pararse. No ahora que había llegado hasta allí.
Era un piso con muchas habitaciones, todas bastante grandes y amuebladas. Exploró un poco todas: desde la cocina hasta el trastero, desde el dormitorio a otra sala. Todo estaba conectado por largos y oscuros pasillos. En su interior no se veía a nadie.
Estaba a punto de marcharse cuando se dio cuenta de que había pasado por alto una pequeña habitación en el último rincón oscuro.
Siempre con la pistola en la mano se acercó silenciosamente hacia el pequeño cuarto apartado, poniendo cuidado en cada pequeño movimiento que pudiese surgir en cualquier momento. Tenía mucho miedo. No le gustaba nada aquella casa.
No veía la hora de salir de allí. Temblaba.
Echó un vistazo al interior, para ver si, por si acaso, podía encontrar a Santopietro allí. Según la descripción que le habían dado de aquel hombre, se dio cuenta de inmediato que probablemente lo había descubierto.
Estaba sentado a una mesucha lleno de muchos frasquitos de vidrio que contenían líquidos de diversos colores: amarillo, rojo, verdoso. No entendía lo que podían ser.
De repente vio una figura humana escondida detrás de una columna bastante ancha.
Tenía agujas y pequeños tubos de goma en el cuello, en el estómago y en las extremidades. Un líquido del mismo color que había visto poco antes sobre la mesucha salía desde el cuerpo de aquel hombre y, a través de los tubos que tenía encima, llegaba hasta tres frascos iguales que los anteriores.
Sin embargo no conseguía todavía entender qué estaba ocurriendo en aquella maldita habitación y un escalofrío le recorrió la espalda.
Fuese lo que fuese que sucedía allí dentro, Alice estaba decidida a detener a aquel individuo en su piso, esposarlo y llevarlo a la comisaría de policía de Bologna para entregárselo, primero a Stefano Zamagni, al que, además, debería todavía conocer, a continuación a quien tuviese competencia en los rangos más altos del sistema judicial. Pero debía actuar enseguida, sin esperar ni un segundo más, sino sería demasiado tarde, tanto para ella como para aquella pobre persona que se encontraba en las garras de Santopietro.
Mantenía con fuerza la pistola en la mano, preparada para hacer fuego si fuese necesario.
Mientras Santopietro estaba concentrado en su trabajo Alice Dane salió de su escondite.
– ¡Quieto, policía! –gritó.
Santopietro no le hizo ni caso.
– ¡He dicho, quieto! –volvió a gritar con todas sus fuerzas.
Él no movió ni un dedo.
En todo el tiempo desde que estaba allí dentro no se había dado cuenta de que la persona que estaba al lado de Santopietro estaba viva. Se percató sólo en aquel instante.
– ¡Arriba las manos!
Santopietro continuó haciendo su trabajo sin preocuparse de la mujer que tenía en la mano una pistola reglamentaria.
Cansada de gritar, Alice decidió disparar para detenerlo. Apuntó. Contó hasta cinco antes de apretar el gatillo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… disparó. Bastó con un tiro.
– ¡NOOOOO! –gritó Santopietro.
Desafortunadamente para ella Alice había disparado al cerebro del conejillo de Indias de Santopietro. Culpa de la mala suerte. Un error de apreciación de unos pocos milímetros.
El criminal comenzó a despotricar contra la agente de policía.
– ¡Me las pagaréis! ¡Tú y ese policía cabrón! –dijo insultándolos por la perdida sufrida.
Inmediatamente Alice comprendió lo que eran aquellos extraños líquidos de la mesa y le dio un escalofrío.
Intentó calmarse pensando que debía ser imposible todo lo que se le había pasado por la cabeza. Luego, tuvo la oportunidad de cambiar de idea. Seguramente todo era verdad.
Orina. Sangre. Bilis.
– ¡Me las pagaréis por todo lo que habéis hecho! –gritó de nuevo Santopietro. – ¡Me lo habéis quitado! ¡Ocuparéis su puesto, tú y tu jodido amigo!
Alice sintió un escalofrío, no tanto por lo que había dicho al principio sino por la última frase que había pronunciado.
– ¡Lo has matado! –gritó, lleno de rabia.
Alice decidió esconderse detrás de una columna para ver todo lo que estaba sucediendo en aquella infame estancia.
Santopietro tenía los ojos rojos y ardientes, la lengua más negra que el carbón.
Alice dirigió la mirada a la columna que había escogido como refugio: estaba toda decorada con líneas onduladas de distintos colores. Rojo, azul, negro.
En un momento dado notó que la columna se estaba moviendo.
No, no era la columna, eran las líneas que la decoraban. Se estaban hinchando.
Se estaban convirtiendo en serpientes. Auténticas serpientes. Eran serpientes vivas.
La habían visto. Se estaban moviendo hacia ella. Sintió un escalofrío. Tenía miedo. Realmente mucho para su gusto. Debía escapar de aquel infierno. Presa del pánico se las apañó para moverse por la casa, o al menos lo intentó. Consiguió salir de aquel edificio.
Indiferente a donde estaba yendo, debido a la prisa, se había golpeado contra los muebles de la casa y contra los marcos de las puertas. Sangraba por los brazos y las piernas.
Tenía que curarse de inmediato. De todas formas, podía considerarse afortunada por haber conseguido escapar de las serpientes y de aquel maldito Santopietro.
Cuando llegó a casa, se curó e intentó reposar. Por extraño que parezca se las apañó bastante bien, aunque estaba muy agitada.
Cuando se despertó, se asombro por haber logrado dormir.
III
Después de haber reposado bastante, Stefano bebió un café y volvió a la comisaría para ver cómo proseguía la investigación sobre el atracador.
Entró y supo enseguida su nombre. Un colega le dijo también que, en su ausencia, se estaba ocupando de la investigación una tal Alice Dane de Scotland Yard.
Se puso inmediatamente en contacto con ella para posibles noticias.
Saltó el contestador automático, así que le dejó un mensaje para decirle que iría al local de Mauro Romani en el número 68 de la vía Rizzoli para discutir sobre la investigación en curso.
Por lo que salió enseguida para dirigirse a la cita: estaba ansioso por tener noticias sobre Daniele Santopietro. Subió al coche y encendió la radio. Se relajaba mientas la escuchaba. Pasó rápidamente muchas emisoras. El cielo sobre él era limpio y sereno. Escuchó un ruido en la radio, era muy débil.
Poco después el cielo se apaciguó ligeramente.
El ruido aumentó de intensidad. Se estaba convirtiendo en ensordecedor. El cielo se puso oscuro, negro.
El ruido era cada vez más fuerte, irresistible. Stefano no podía soportarlo ya y decidió apagar el motor.
De repente el ruido se aplacó. Stefano creyó que estaba a salvo e intentó abrir la portezuela para salir del coche, pero enseguida se dio cuenta de que estaba bloqueada y la radio se apagó.
Desde los bordes comenzó a salir humo que le hacía que le ardiesen los ojos. Mientras tanto vio que las manijas internas de la puerta comenzaron a moverse, deslizándose como serpientes.
Eran serpientes.
Stefano Zamagni estaba inmerso en una atmósfera de pesadilla, con el humo que le irritaba los ojos y las serpientes que se deslizaban a su alrededor.
Definitivamente, debía hacer algo si quería salir vivo de su propio coche y también rápidamente.
Se acordó, por casualidad, que tenía papel de periódico justo detrás del asiento.
Pensó en quemarlo para asegurarse de atontar a las serpientes con el humo producido y de esta forma escapar.
Afortunadamente para él lo consiguió.
Mientras huía vio cómo el humo del cielo se desvanecía y dejaba una frase inquietante.
VOLVERÉ
Stefano sintió un escalofrío sólo de pensarlo.
El humo desapareció en la nada y el coche explotó con un enorme estruendo. Stefano pensó de inmediato en el libro rojo que había encontrado en el sótano del local de Mauro. Quizás las dos cosas estaban conectadas de alguna manera.
Para empezar, escapó. Estaba nervioso y corría a lo loco debido al miedo. Parecía como si tuviese detrás de él al demonio en persona. Pero no podía ser el demonio, pensó.
¿O quizás lo era realmente?
Intentó apartar de la mente aquel pensamiento.
Debía permanecer tranquilo, en caso contrario todo habría acabado para él; pero le resultaba difícil después de lo que había visto.
– ¡Permanece tranquilo, tranquilo, tranquiloooo!
Estaba a punto de enloquecer.
Debía contenerse.
Aguanta, sino todo habrá acabado. Aguanta.
Casi había llegado al local de Mauro.
Faltaba poco, como máximo medio kilómetro.
Casi lo había conseguido. Un poco más y llegó. Sano y salvo, por suerte.
Ahora finalmente podía estar tranquilo, sin que el demonio corriese detrás de él.
Al menos así lo creía. Debía creerlo: no podía estresarse de aquella manera.
¡Quién sabe lo que pensará de mí Alice en cuanto me vea tan andrajoso!
Stefano fue al mostrador de Mauro que le puso su especialidad: Bloody Mary con mucha pimienta. Por lo que decían los clientes habituales debía ser una delicia.
Stefano pensó que valía la pena probarlo así, a lo mejor, se calmaría.
Esperó unos minutos y después llegó Alice.
Se atemorizó al verlo tan magullado y le preguntó qué le había pasado que había sido tan malo.
Él se lo contó.
IV
Alice se quedó alucinada y asustada por el relato de Stefano. Al mismo tiempo pensó en aquello que le había sucedido en casa de Santopietro e intentó conectar todo.
–Stefano –dijo Alice –he estado en casa de Santopietro esta tarde hacia las tres y lo he encontrado experimentando con una persona. Una cobaya humana. He disparado para terminar con eso pero, presa del pánico, he fallado el tiro.
– ¿Qué pasó? –dijo Stefano.
–He matado a la cobaya humana.
– ¿Quieres decir que has matado a un inocente y que ese jodido bastardo todavía está en circulación más tranquilo que nunca?
–Exactamente eso. –respondió Alice.
Alice y Stefano salieron del local de Mauro e intentaron tranquilizarse los dos dando una vuelta en coche por Bologna. Quizás podría funcionar.
Cuando se cansaron de caminar y de hablar se despidieron quedando para el día siguiente en la comisaría. Se separaron y se fueron a casa a reposar.
Después de llegar a su apartamento provisional de la capital de Emilia-Romagna, Ally, así la llamaba de manera amigable Stefano, se dio una ducha fría y se tumbó sobre la cama. Después de diez minutos, se quedó dormida.
Por extraño que parezca, después de todo lo que le había sucedido aquel día, consiguió dormir bien y cuando se despertó se sintió feliz por ello, aunque hubiera conseguido dormir poco tiempo.
El despertar lo produjo, involuntariamente, el timbre del teléfono. No solía recibir llamadas a horas tan tardías. A lo mejor había sucedido algo grave. A lo mejor algo que tenía que ver con el caso que estaba siguiendo Stefano.
Alarmada levantó el auricular.
Sintió un extraño siseo y comenzó a preocuparse.
–Nosotros nos conocemos. ¿No es verdad?
Ella no respondió y permaneció a la escucha.
– ¡Responde! ¿No es cierto que nos conocemos? Responde que sí.
Tenía miedo. ¿Podría ser Santopietro? No, él no tenía aquel timbre de voz. No podía ser él. Pero, entonces, ¿quién era?
Mientras tanto aquella voz seguí haciéndose sentir.
–No hagas como si nada porque también tú sabes que nos hemos conocido.
Alice, cada vez más atemorizada, colgó.
Se tumbó de nuevo e intentó volver a dormirse. Pero no lo consiguió. Decidió levantarse e ir a beber algo fresco.
Según entró en la cocina tuvo la extraña impresión de que algo había cambiado. Sin embargo, no sabría decir el qué. Finalmente observó una extraña frase en el suelo.
¡Reunámonos!
¡Seremos felices juntos!
No entendía qué podría significar aquella extraña frase. No conseguía explicárselo.
Hablaría sobre esto, sin duda, con Stefano Zamagni. Por ahora, pensó, en volvería a dormirse, suponiendo que lo consiguiese. Se acostó y cerró los ojos.
¡Ocuparéis vosotros su puesto…! Me lo habéis matado… Ocuparéis vosotros su puesto… Pagaréis por aquello que habéis hecho… me las pagaréis…
Estaba intentando dormirse pero todos los intentos eran en vano. Permanecía despierta.
En es momento sonó otra vez el teléfono. Eran las cuatro de la madrugada. Alice se tensó. Temblaba. No quería responder.
¿Y si por casualidad fuese Stefano que telefoneaba quizás porque le había ocurrido algo extraño como le había sucedido a ella?
Decidió, llena de angustia, escuchar a quien fuese.
–Nos conoce…
Ally colgó temblorosa.
Estuvo pensando en atrancar puertas y ventanas y esperar el nuevo día para encontrarse con su colega y desahogarse con él.
Ocuparéis vosotros su puesto…
Debía tranquilizarse.
Lo habéis matado… debéis pagar por lo que habéis hecho… Ocuparéis vosotros su puesto…
Alice estaba, como mínimo, desesperada. No podía quitarse de la mente aquellas palabras de Santopietro. Debía conseguir no pensar en ello. Por lo menos hasta que fuese de día para poder reposar un par de horas o tres.
Mientras tanto volvió a la cocina para ver si por casualidad entendía algo de aquella frase en el suelo.
Estuvo dándole vueltas un tiempo pero no sacó nada en claro. La frase era absolutamente indescifrable, sin embargo debía tener un significado.
Aunque fuese un mínimo significado.
Entretanto dieron las siete de la mañana.
Cansada de estar en casa sin hacer nada decidió salir a caminar.
Mientras estaba fuera se le ocurrió comprar el periódico antes de ir al trabajo.
Se paró justo en vía Rizzoli, casi delante del local de comida rápida del amigo de Stefano, así que pensó en pararse a hablar.
Mauro estaba atareado preparando todo lo necesario para los clientes del mediodía, dado que el resto ya estaba listo.
En cuanto vio a Alice fue hacia ella.
–Buenos días –le dijo Mauro – ¿Habéis sabido ya algo más sobre aquel atracador de ayer por la mañana?
–Casi nada –respondió Alice –para ser exactos, sólo la dirección y los delitos cometido por él en el pasado.
– ¿Nada más? –preguntó el amigo de Zamagni.
–No –dijo Alice, decepcionada.
El señor Romani quería invitarla a beber algo pero ella lo rechazó diciendo que no se sentía demasiado bien.
Justo después se despidieron y ella se fue directamente a la comisaría. Estaba muy ansiosa por conocer alguna novedad sobre el caso, si es que había, y de hablar a solas con Stefano sobre lo que había sucedido esa noche.
Él estaba sentado al escritorio y la estaba esperando.
–Hola, Alice. ¿Cómo estás? –preguntó Stefano Zamagni.
–No muy bien –respondió ella –No he pegado ojo esta noche. Estoy muy cansada.
– ¿Qué es lo que ha sido tan terrible que no has podido dormir?
–Justo era de esto que quería hablarte, Stefano.
–Escúpelo todo, Ally. Cuéntame todo: siento curiosidad –dijo.
–Cuando nos hemos separado ayer por la tarde fui directamente a casa y me fui a la cama. Después de unos minutos sonó el teléfono. En un momento dado pensé que eras tú el que llamaba porque necesitabas algo y no fue así. Ha respondido una voz extraña y me ha comenzado a decir que nos conocíamos… que nos conocíamos… Stefano… ¡que nos conocíamos!
–Bueno podría ser verdad –le dijo Stefano tranquilo.
–Yo nunca había escuchado aquella voz. ¡Yo no lo conozco! –replicó Alice cada vez más nerviosa. –Y no acabó aquí. Cuando he entrado en la cocina he observado una extraña frase que nunca había visto. Y te juro que ayer por la tarde no estaba.
–Podría haberla escrito un ladrón que se ha infiltrado en tu piso para dejarte un mensaje codificado.
–Pero toda la casa está ordenada.
– ¿Estás segura?
–Muy segura –respondió Alice.
–Ven, reflexionemos sobre ello bebiendo algo –dijo Zamagni.
–De acuerdo.
Se fueron juntos a los distribuidores automáticos puestos a lo largo del pasillo de la comisaría, él tomó un café y preguntó a Alice si ella quería también otro.
Respondió que no y añadió que estaba demasiado nerviosa para beberlo.
– ¿Qué te parece si esta tarde cuando desconectemos fuese a tu casa para dar una ojeada a lo que hay en el suelo de la cocina?
–Me pondría muy contenta –respondió Alice.
En tanto volvieron los dos a trabajar.
V
Stefano Zamagni no vivía en Bologna; allí solo tenía un apartamento de una habitación que utilizaba cuando debía quedarse en la ciudad por motivos de trabajo.
Su lugar de residencia era San Lazzaro di Savena, una pequeña ciudad en las afueras. San Lazzaro era bastante tranquila, al menos así se lo parecía a Stefano. Se extendía durante casi tres kilómetros a lo largo de la vía Emilia y tenía aproximadamente unos treinta mil habitantes, incluyendo las distintas aldeas.
Stefano vivía en la avenida de la Repubblica.
San Lazzaro di Savena era la clásica ciudad en que se sabía todo de todos, o casi, sobre todo del recién llegado, que en este caso era justamente él.
Todos sus conciudadanos estaban muy felices de haberlo conocido dado que era un excelente policía, por lo que se decía por ahí. En especial la señorita Emma Simoni, su vecina de edificio y de puerta.
Cuando se lo encontraban por la calle todos le agradecían lo que hacía por la ciudad. A veces, si desaparecía durante un período de tiempo por cuestiones de trabajo, a su vuelta la gente sentía curiosidad por la razón de su ausencia. Y él respondía dentro de los límites de lo posible y de lo permitido.
Si sabía que Stefano estaba en casa Emma lo invitaba enseguida a tomar una taza de té o incluso a comer. Su especialidad eran las pizzette a base de beicon y tomate fresco. Naturalmente a él le gustaban mucho.
Desde que Stefano se lo había dicho ella le daba siempre una docena en una pequeña caja de plástico azul. A veces Stefano llevaba unas pocas a la comisaría de policía de Bologna. También Alice, en cuanto se comió una de ellas, se enamoró de aquellas exquisiteces.
Cuando tenía problemas con su pistola de calibre 38, Stefano se pasaba por la armería de Antonio Pollini, en vía Mezzini, que estaba en la otra parte de la avenida de la Repubblica. El señor Polloni era un hombre no muy alto con el pelo corto y perilla.
Al poco tiempo de residir en San Lazzaro Zamagni se había hecho amigo también de Luigi Mazzetti, propietario de la ferretería de modestas dimensiones justo enfrente de su casa.
Se había dado cuenta que vivía en una hermosa ciudad fuera del caos, decía é, y estaba muy contento por ello.
No podía vivir en una ciudad superpoblada como Bologna, así que se había puesto a buscar algo más tranquilo y finalmente lo había encontrado.
Alice y Stefano llegaron a casa de ella.
–Vamos a la cocina –dijo Alice.
Se dirigieron ambos hacia la frase que Alice le había recordado a Stefano en la comisaría.
De manera asombrosa….había desaparecido.
Ya no estaba. Se había desvanecido en la nada.
Alice no sabía explicárselo. Estaba perpleja y si no la hubiese visto con sus propios ojos no se lo habría creído.
–Te prometo que estaba –dijo Alice.
– ¿Estás segura de no haberte equivocado? Quizás has dormido poco esta noche y estás cansada.
–Estoy segura al doscientos por cien –respondió Ally.
–En mi opinión harías bien en tomarte unos días de descanso –le dijo Stefano.
–Te he dicho que estoy segura, es más, segurísima. Te prometo que esta mañana estaba. Era justo aquí donde estamos nosotros dos –repitió convencida la muchacha.
–De acuerdo, imaginemos que tienes razón. ¿Pero cómo explicas el hecho de que ya no esté? –preguntó Stefano con curiosidad.
–No sabría qué responder. La desaparición de la frase también me asombra, así que no sé qué decirte –respondió Alice.
–Yo ahora me marcho, descansa un poco.
Alice asintió.
Stefano salió y ella fue a tumbarse en el sofá del salón. Pasados veinte minutos desde que se había quedado sola…sonó el teléfono.
– ¿Di…? –Alice no terminó la palabra y colgó.
Tenía miedo de que fuese de nuevo aquella voz. Que fuese de nuevo la Voz.
¿Y si no hubiese sido la Voz sino alguien que la necesitaba?
No sabía responder.
Se tumbó de nuevo en el sofá y poco después sonó de nuevo el teléfono.
¿Qué debería hacer? ¿Responder? ¿Esperar a que dejase de sonar? Era un bonito dilema
Después de unos segundos de dudas decidió responder.
– ¿Diga?
–Encontrémonos…decídete. No tengas miedo. No debes tener miedo.
– ¿Quién eres? –preguntó ella.
–Nos conocemos bien, yo diría más…muy bien…
– ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?
–Eso no importa.
Alice colgó el teléfono de nuevo.
Nos conocemos muy bien. Encontrémonos. A la mierda. Sea quién sea es un capullo tocapelotas. ¿Quién es? ¿Qué carajo quiere de mí? A la mierda. No puede seguir tocándome las narices de esta forma. Si me entero de quién es y lo encuentro, le parto el culo. Vete a la mierda, imbécil. Así te murieses en este momento, maldito cabrón. Si no me dejas dormir esta noche juro que te busco y no paro hasta tenerte frente a frente, y luego te descargo en medio de los huevos un cargador entero, y si no llega, le disparo uno detrás del otro. Vete a la mierda.
Era casi de noche. Quiso comer un poco, así que se fue a la cocina. Abrió el frigorífico y sacó un poco de aquellas exquisitas pizzette de Emma Simoni que le había llevado Stefano de San Lazzaro esa mañana. Quizás eso le hubiera subido la moral durante un momento si no hubiese visto…aquella frase. Aquella jodida frase.
Era idéntica a la del día anterior.
¡Nos veremos!
¡Seremos felices juntos!
Estaba todo en el mismo orden que el día anterior, una frase idéntica en todo, sin ninguna diferencia.
– ¡Stefano! –gritó Alice tan fuerte que casi se queda sin voz.
Llegó hasta el teléfono y llamó a la comisaría esperando encontrar allí al compañero.
Por desgracia, para ella, la telefonista del departamento de homicidios dijo que él ya se había ido a casa y que regresaría al día siguiente.
Alice comenzó a despotricar contra su mala suerte y pensó que quizás lo encontraría en el apartamento de Bologna. Llamó a ese número pero él no estaba; entonces debería estar en San Lazzaro. Debía encontrarlo a toda costa. Lo necesitaba con urgencia para contarle lo que había sucedido. Pero, ¿cómo encontrarlo?
Sólo sabía que vivía en San Lazzaro di Savena pero no conocía ni la dirección ni el número de teléfono ni nada más que pudiese ayudar a encontrarlo.
Sin embargo debía descubrir la manera de hacerlo. Cualquier maldito modo, con tal de hallarlo.
Seguramente no conseguiría dormirse pero lo intentó. Había pasado ya más de media hora y ella no se había dormido, entonces decidió levantarse.
Debía encontrar a Stefano Zamagni y, a su tiempo, juntos localizarían a Santopietro.
Desvelada subió al coche y partió para San Lazzaro di Savena.
La carretera estaba oscura pero, de todas formas, concurrida, quién sabe porqué. Quizás había alguna fiesta en Bologna. Quién sabe. Pero…
No se rompió más la cabeza y se concentró en conducir, esquivando a los imprudentes que viajaban a una hora tan tardía.
– ¡Imbécil, mira por dónde vas! –gritó.
Y luego frases como: no te eches encima, gilipollas, quédate en tu sitio, o, imbécil deja de conducir y vuelve a casa. Esta la forma en que se producen los accidentes.
Estaba encolerizada con todos y con todo, siempre debido a aquel tipo que le llamaba casi de noche, nunca de día.
– ¡Me cago en la puta, mantente en tu sitio! –continuaba gritando.
Casi había llegado a San Lazzaro. Faltaban sólo tres kilómetros, por suerte.
Pasó el cartel con la frase SAN LAZZARO DI SAVENA a las once de la noche.
Estaba exhausta por el viaje aunque había sido muy breve.
No sabía exactamente en qué calle vivía Stefano Zamagni, así que pensó en preguntar a alguien que lo conociese. Fue al bar de la vía Carlo Jussi en el cruce con la vía Reggio Emilia que a esa hora era el único todavía abierto.
Detrás de la barra había colgadas algunas frases como: Come acá el mejor aperitivo que hay, Bebe con nosotros aunque comas con otros, Una bebida excepcional tus problemas despejará.
Alice intentó encontrar al propietario para saber si conocía a la persona que estaba buscando. Vio a un hombre barbudo a la izquierda y decidió que quizás era la persona que la podría ayudar para encontrar a Stefano Zamagni.
– ¿Sabría también decirme dónde vive? –dijo ella.
– ¿Por qué motivo quiere saberlo?
–Porque necesito desesperadamente verlo.
El hombre no dijo nada.
–Entonces, si puede decirme dónde encontrarlo.
–En San Lazzaro…claro.
–En qué calle, quería decir.
– ¡Ah…! –el hombre dudó –En Avenida de la Repubblica –dijo.
–Gracias por la información –dijo.
Y añadió para sí misma: Gracias, graciosillo de mierda.
–En San Lazzaro…naturalmente. ¡Que te den!.
Alice salió.
Se puso a buscar la calle que le había dicho aquel hombre. Después de cinco minutos, vio a la izquierda el cartel: calle Carlo Jussi. Justo la que buscaba. En el primer edificio vio el apellido de Stefano en un cartelito cerca de los timbres del portero automático.
Pensó en llamar aunque era consciente de lo tarde que era.
Le respondió una voz ronca y soñolienta.
–Stefano, soy Alice.
En ese momento Stefano se quedó asombrado, luego lo entendió.
– ¿Qué necesitas? –dijo.
–Necesito hablarte urgentemente.
–Justo ahora. Es tarde. Son… es medianoche. ¿Qué haces a estas horas por San Lazzaro?
–Debo hablarte. Déjame subir, por favor –dijo
Stefano la dejó entrar.
VI
El vestíbulo del edificio era bastante amplio, con las paredes recién pintadas y una lámpara halógena en el techo. Las escaleras eran de mármol gris con un pasamanos de madera clara, quizás de bastante calidad para un chalet.
Alice concluyó que Stefano vivía de manera lujosa.
Subió al segundo piso y vio a la derecha una puerta abierta y a un hombre en el umbral. Comprendió que aquel debía ser su compañero de trabajo y se dirigió hacia él.
Stefano la condujo hasta el salón y la hizo sentarse en una butaca con apoyabrazos taraceados. Alice echó un ojo a todo el piso.
– ¿Cuánto te cuestan todos estos lujos? –le preguntó.
– ¡Oh…no demasiado! lo tengo alquilado por cien euros al mes –respondió él.
– ¿Cien…? –dijo Alice.
–Euros al mes. Sé que se trata de una cifra irrisoria, también yo me quedé de piedra cuando el propietario me lo dijo. Bueno, vamos al grano, dime el motivo por el cual me has despertado a estas horas de la noche.
–Bueno…me ha telefoneado otra vez esa persona, es decir…esa Voz. Y no es todo. Ha vuelto a aparecer aquella frase en el suelo de la cocina –dijo ella.
– ¿Otra vez? ¡Entonces no estabas loca cuando he ido a tu casa!
–Tú no lo creías.
–Me debía convencer. ¿Quieres un café?
–No gracias. No quiero ponerme más nerviosa de lo que ya estoy.
–Como quieras –dijo él.
–Quería preguntarte una cosa, si no te molesta.
–Escupe.
– ¿Podría quedarme aquí por un tiempo, por lo menos hasta que no encontremos a ese tío? ¡Tengo miedo! ¡Me muero de miedo! No obstante te juro que si lo encuentro le hago pasar las ganas de romper los cojones a la gente. ¡Maldito hijo de puta!
–De acuerdo. Pero ahora cálmate y verás cómo lo encontraremos –le dijo acompañándola al dormitorio. Tú podrás dormir aquí –dijo.
Ella apoyó la cabeza en la almohada y se quedó dormida inmediatamente en un sueño reparador que duró hasta las ocho de la mañana siguiente sin ni siquiera ninguna interrupción.
Hasta las ocho no escuchó la Voz y fue muy feliz.
Alice se levantó preguntándose como iría la investigación en Bologna. Le gustaría haber tenido noticias…y buenas, por lo menos por una vez. Cuando Stefano se despertó, desayunaron juntos.
Alice había preparado un poco de café y algunas galletas integrales que, después de probarlas, las había encontrado exquisitas. La mesa estaba preparada.
–Muy buenas estas galletas –dijo Alice – ¿Dónde las has comprado?
–Bueno…en el supermercado al final de la calle. Justo la semana pasada he conocido al propietario. Se llama Lucio…ah, Tabellini. Ha sido él quien me ha aconsejado estas galletas. Ha dicho que las han puesto a la venta hacía poco y se venden volando. Ha tenido que hacer otro encargo inmediatamente porque las había terminado casi enseguida –explicó Stefano.
– ¿Cómo se llaman? Uncle Fred’s Scones…quién sabe si no se encuentran también en Bologna –dijo Alice.
Se comió una docena, de lo buenas que estaban.
Cuando acabaron el desayuno pensaron en lo que iban a hacer.
Stefano Zamagni dijo a Alice que ella ahora estaba demasiado nerviosa a causa de aquellas malditas llamadas telefónicas nocturnas y que sería mejor que se quedasen juntos en San Lazzaro di Savena, ella para estar alejada de aquella Voz amenazadora, él para protegerla. Telefonearían a la comisaría para decir que estarían ausentes durante unos días y que proseguirían la investigación desde donde se encontraban y yendo a Bologna sólo en el caso de que fuese necesario.
El capitán estuvo de acuerdo.
Ahora, Stefano Zamagni quiso enseñar San Lazzaro a Alice para que conociese mejor el lugar y sus habitantes. Comenzó con Emma Simoni, su vecina de edificio. En cuanto llamaron fue a abrir.
Vestía unos pantalones vaqueros y una camiseta multicolor. Decía que se sentía joven a pesar de la edad. Les quiso invitar a unas pizzette de las que solía hacer. Alice ya las conocía ya que Stefano Zamagni le había llevado alguna a comisaría, y las tomó con muchísimo gusto.
Emma era feliz de tener huéspedes inesperados porque se estaba muriendo de aburrimiento.
Stefano le presentó a Alice y le dijo porque estaba allí con él, dado que la agente de Scotland Yard vivía en un piso en Bologna.
–Comprendo –dijo la mujer volviéndose hacia Alice.
–Es un mal momento para mí –dijo la colega de Stefano Zamagni –Espero que pase pronto.
El policía decidió despedirse de Emma para poder seguir el recorrido de reconocimiento de San Lazzaro di Savena junto con Alice, que, mientras tanto, había comenzado a ambientarse.
Stefano Zamagni acompañó a Alice Dane a donde estaba el señor Mazzetti, en la ferretería de la otra parte de la calle.
La puerta de la entrada tenía cristales con una tonalidad ahumada montados en madera con un estilo antiguo que llamó particularmente la atención de Alice.
Cuando los dos entraron, el dueño estaba atareado arreglando un pequeño objeto de forma alargada.
–Buenos días, Luigi –lo saludó Stefano Zamagni – ¿Cómo estás?
–Bien, gracias. No hay muchos clientes a esta hora, de todas formas ya estoy habituado –respondió el hombre. – ¡Oh! ¿Y quién esta bella chavala que va contigo, Stefano? –continuó, esperando una respuesta.
–Es verdad, Luigi, te presento a Alice. Es una nueva compañera de trabajo que ha venido a San Lazzaro di Savena –dijo Stefano viendo una sonrisa en los labios de Mazzetti.
–Encantada de conocerle –dijo Alice.
–El placer es mío –respondió Luigi mientras terminaba de arreglar aquel extraño objeto que todavía tenía entre las manos.
Dado que se había hecho tarde se quedaron muy poco tiempo en el negocio, a continuación salieron y se fueron al supermercado, donde hicieron una breve parada para saludar al propietario Lucio Tabellini y a la cajera Jessica Mareschi. Antes de salir Alice felicitó al dueño del negocio por la excelente elección de esas galletas que había comido en casa de su colega esa misma mañana.
Tabellini se lo agradeció de corazón y le aseguró que continuaría pidiendo el producto.
Mientras se estaba dirigiendo hacia la vía San Lazzaro Stefano se volvió hacia Alice.
–Ahora te presentaré al alcalde de San Lazzaro. Se llama Giovanni Bulleri.
La vía Emilia Levante podía ser considerada la calle más importante de San Lazzaro di Savena y en ella se encontraba el Ayuntamiento.
El edificio destinado al consistorio tenía tres pisos con grandes ventanales que estaban protegidos por rejas grisáceas que hacían parecer el ayuntamiento como una prisión, si no hubiese sido por el hecho de que tenía ventanales en vez de las clásicas ventanitas de diez por quince centímetros, como máximo, que tienen las prisiones del Estado.
Alice y Stefano entraron en el edificio y los pasamanos de madera taraceada atrajeron de inmediato la atención de ella. Subieron las escaleras y llegaron hasta un panel en el primer piso, justo en el centro de la pared de la izquierda. Allí estaba representado el esquema de cada una de las oficinas presentes en el edificio. En el centro del panel estaba escrito en letras mayúsculas OFCINAS y justo debajo PRIMER PISO, INT. 1 REGISTRO CIVIL, INT. 2 OFICINA DE OBJETOS PERDIDOS, SEGUNDO PISO, INT. 3 LIMPIEZA URBANA, TERCER PISO, INT. 4 ALCALDE Y SECRETARÍA, INT. 5 OFICINA DE SEÑALIZACIÓN DE CARRETERAS
Los dos policías subieron al tercer piso y, una vez llegados, vieron la puerta de la izquierda con el letrero ALCALDE y llamaron a ella.
Les abrió una muchacha con una camiseta roja y puños color dorado y un par de pantalones color beige.
–Buenos días. ¿Qué desean?
–Querríamos conocer al alcalde.
– ¿Tenéis una cita?
–No –respondió Zamagni –pero tenemos esto.
–Sentaos, por favor –dijo la secretaria al ver el distintivo de la policía –lo llamo enseguida.
Los dos se sentaron en butacas de piel suave y esperaron a que llegase.
Después de unos minutos se presentó ante ellos un hombre de unos cincuenta años.
– ¿Querían verme? –preguntó el hombre.
–Sí. Somos…
–Sí, lo sé –lo interrumpió Bulleri.
–Perfecto. Quería presentarle a mi amiga Alice Dane.
– ¡Claro! Entrad.
La oficina del alcalde era bastante amplia con cuadros en todas las paredes que daban un toque de elegancia al lugar.
Bulleri les ofreció un cigarro puro.
–Son de calidad. Vienen de La Habana.
Stefano Zamagni lo aceptó, aunque no había fumado ninguno antes, Alice le agradeció la invitación y se excusó diciendo que no soportaba el humo. En realidad lo odiaba.
Cuando Stefano acabó de saborear el buen cigarro cubano, sin encenderlo, los dos se despidieron del Primer Ciudadano y salieron de la oficina y del ayuntamiento.
Mientras tanto ya había atardecido. Habían transcurrido el día entero entre las calles y los lugares de San Lazzaro di Savena
VII
Alice Dane y Stefano Zamagni volvieron a entrar en el piso de San Lazzaro di Savena y pensaron en llamar a la comisaría de policía de Bologna para saber si habían descubierto alguna información interesante para ellos que podría servir para inculpar de una vez por todas a aquella persona con aquel bonito nombre de Daniele Santopietro. Quién sabe…
–No hemos tenido más noticias al respecto, lo siento –respondió la telefonista.
Zamagni se lo agradeció con un poco de amargura y disgusto que le rozaba la garganta.
En cuanto colgó el auricular el inspector esperó a que la compañera saliese del baño para darse una veloz y relajante ducha.
Después se sintió realmente mejor.
Comieron algo rápido de preparar y juntos pensaron en la manera de conseguir encontrar a su sospechoso, pero no sabían por dónde comenzar. Si era verdad, como había dicho la telefonista, que no habían tenido más noticias, quizás era verdad también que Santopietro no se encontraba ya en el piso de enormes dimensiones en vía Saffi que había registrado Alice Dane algunos días atrás. Pero entonces, ¿dónde podría estar? No sabían cómo responder a esta pregunta. La mente de ambos estaba a oscuras con respecto a esto y por el momento no tenían ni la más remota idea de cómo podrían esclarecerlo.
¿Dónde encontrarían la respuesta? ¿Una de las muchas respuestas? Pero… ¿Dónde habría acabado Daniele Santopietro? ¿Quizás alguien lo había matado por motivos personales de venganza por lo que había hecho a algún familiar? ¿Y a quién pertenecía aquella voz (la Voz) que todas las noches después de que Alice hubiera visitado al querido (¿difunto?) Santopietro por el atraco la molestaba con una frase para nada simpática Nos conocemos?
Quién sepa responder que de un paso adelante pensó Stefano. Tenía la mente que le echaba humo y lo mismo le sucedía a su compañera. Finalmente Alice y Stefano decidieron olvidar el tema por ese día e irse a dormir, esperando conseguirlo.
Mientras tanto en Bologna la investigación sobre el caso continuaba. A ciegas, pero continuaba.
El capitán del departamento de homicidios, Giorgio Luzzi, había encargado al agente Finocchi ir a vía Saffi para descubrir si alguien había visto alejarse a Santopietro, quizás con una cierta prisa. Marco, este era su nombre de pila, salió de la comisaría, subió al coche de policía y se puso en marcha hacia vía Saffi. El coche tenía las luces intermitentes y la sirena apagada.
Marco Finocchi estaba en su primera misión de importancia: había llegado a Bologna hacia unos dos años pero formaba parte del cuerpo de policía de esta ciudad sólo desde hacía cinco meses. Antes había trabajado en Milano.
Se había mudado a Bologna porque Milano era demasiado caótica y confusa para sus gustos tranquilos y había encontrado un piso no muy lejos de la comisaría y a un costo no demasiado alto: unos ciento cincuenta euros al mes. Cerca de casa había conocido, poco después de haber llegado a la ciudad, a Elisabetta Moro, se había enamorado de ella inmediatamente y ella le había correspondido. Aquel día había sido uno de los más bellos de su vida y enseguida habían decidido prometerse y, con el paso del tiempo, quizás se casasen.
Así que decidieron ir a vivir juntos, ya que ella era una visitante en Bologna. Ella llamó a la madre que consintió sin dudarlo. Hacía años que deseaba que Elisabetta encontrase su alma gemela.
Marco Finocchi llegó a vía Saffi y apagó el motor del coche y las luces azules.
Con la pistola en la cartuchera del uniforme se encaminó por la calle. El capitán Luzzi le había dado un sobre de pequeñas dimensiones que contenía la foto de Daniele Santopietro. El agente la sacó del sobre de plástico rojo. Como era habitual se catalogaba a los sospechosos en cada sección de la policía, debajo de la cara de matón de Santopietro había una franja negra con la frase COMISARÍA DE POLICÍA y debajo un número de catalogación 3347820A.
Finn, este era el nombre abreviado que le habían dado al agente desde hacía dos meses, comenzó a mostrar la fotografía a todos los peatones que encontraba en la calle, parándose incluso en las tiendas, pensando que una persona que estaba normalmente en aquella calle, como podía ser un comerciante, hubiese podido tener la posibilidad de verlo pasar o incluso de verlo entrar en su propio negocio.
Todas las personas a las que había preguntado le habían respondido moviendo la cabeza, haciéndole entender automáticamente que no lo habían visto ni siquiera por el rabillo del ojo.
Marco Finocchi había perdido toda esperanza de encontrar algo interesante en aquella calle cuando, finalmente, halló a un hombre que consiguió decirle algo.
–Buenos días –dijo Marco – ¿Ha visto por casualidad días atrás a esta persona? –preguntó mostrando por enésima vez la foto de Santopietro.
–Mmmm…veamos…oh, sí. Cierto, lo vi el otro día. Subió a un auto extraño y partió a gran velocidad, desde aquel edificio –respondió el hombre.
El agente reconoció en el edificio aquel que le había descrito el capitán Luzzi, aquel en el que había entrado Alice Dane el día en el que vio a Santopietro la primera y última vez en su vida.
Una pizca de alegría apareció en la cara delgada de Marco Finocchi: había cumplido la misión y ahora podría volver orgulloso a la comisaría a contar la noticia, quizás un poco mísera, al capitán. Subió al coche, puso la primera marcha y partió.
Marco llegó a la comisaría, aparcó el coche en uno de los puestos disponibles para la policía, apagó el motor y entró en el departamento de homicidios.
En cuanto cruzó la puerta de entrada la telefonista de turno Francesca Baffetti, lo saludó con un gesto de la mano derecha que llamó su atención. Marco Finocchi le devolvió el saludo y se dirigió hacia la puerta de la oficina del capitán.
–Buenos días, capitán –saludó el agente.
–Buenos días, Finocchi –respondió Giorgio Luzzi, luego continuó –No es nuestro terreno pero, ¿has encontrado algo que nos pueda valer para resolver este maldito caso de atraco?
–Sí. Un hombre lo ha visto irse a buena velocidad por la calle.
–Bien, deberemos decírselo a la Sección de Robos.
–Ahora debo ir de patrulla –dijo el agente, a continuación se despidió del capitán y salió para volver al trabajo.
VIII
Alice Dane y Stefano Zamagni estaban absortos en la paz que reinaba en San Lazzaro di Savena, casi irreal con respecto a la capital Emiliana.
–Todavía debo conocer al comandante de los carabinieri –dijo Stefano Zamagni – ¿Querrías ir a verlo conmigo?
– ¿Por qué no? –respondió Alice Dane con un aire de curiosidad.
–Entonces, podemos ir ahora, ¿te parece?
–Sí –respondió ella.
Así que salieron del piso del policía y caminaron por vía Roma, poco después entraron en vía Jussi. A la derecha vieron el edificio de comandancia de los carabinieri. Tocaron al timbre y la puerta se abrió.
A ambos les pareció que entraban por primera vez en una prisión en la que no debían trabajar.
Detrás del único escritorio presente en la oficina estaba sentado un hombre en cuyo uniforme había algunas insignias. Dedujeron inmediatamente que aquel hombre debía de ser el comandante.
–Buenos días, comandante –dijo Zamagni.
–Buenos días. ¿Puedo serviros en algo? –preguntó el comandante.
–No. Hemos venido sólo para una visita de…cortesía, más o menos –respondido el policía.
–Entiendo.
–Soy Stefano Zamagni, vivo en San Lazzaro di Savena desde hace poco y quería conocerle. Ella es mi amiga Alice Dane.
–Franco Bulleri. Un placer conocerles.
– ¿Ha dicho…Bulleri? –preguntó con curiosidad Alice Dane.
–Sí, ¿por qué? –dijo el comandante.
– ¡Oh! Porque también el alcalde se llama Bulleri.
–Entiendo. Es mi hermano –explicó el hombre.
Mientras tanto sacó fuera del cajón del escritorio una cajita, la abrió y cogió un fino cigarrillo de color oscuro.
– ¿Quieren uno? –preguntó.
–No, gracias –respondieron casi al unísono los dos policías.
El comandante mantuvo en la mano el objeto oscuro aproximadamente un minuto haciéndolo dar vueltas entre el índice, el medio y el anular de la mano izquierda, después de lo cual cogió una cerilla, la encendió y aplicó un poco de fuego al extremo del extraño cigarrillo. Dio una chupada y sopló el humo hacia la cara de Alice que mostró una mueca de desaprobación.
Franco Burelli cerró la caja y la volvió a poner en el cajón del escritorio. Mientras el comandante disfrutaba de aquella especie de cigarrillo, un vicio de familia, pensó Alice, Stefano Zamagni le hizo una pregunta:
– ¿Cuál es la tasa de criminalidad en esta ciudad? Sabe, he llegado aquí hace poco y es un tema que me interesa mucho.
–Muy bajo –respondió con sequedad el comandante.
–Nos alegra saber esto –dijo Alice, feliz.
–Por el momento sólo algún robo –precisó Franco Bulleri.
–Gracias por la información –respondió Zamagni.
–De nada, figuraos. Tener informados a los ciudadanos sobre lo que sucede todos los días en la ciudad en la que viven es un componente esencial del trabajo de un comandante de carabinieri –respondió Franco Burelli.
–Debemos irnos. Hasta pronto.
–Hasta pronto –respondió el comandante.
Alice Dane y Stefano Zamagni salieron de la oficina del comandante y se fueron de nuevo a vía Jussi, luego cogieron a la derecha por la avenida de la Repubblica para volver a casa.
Para Marco Finocchi acababa de terminar el turno de trabajo, debía ir sólo un momento a la oficina del capitán que lo había hecho llamar, según le había dicho un compañero. Por lo que le habían dicho debía tratarse de una buena noticia.
Se sacó el uniforme y fue a ver a Luzzi que lo estaba esperando sentado detrás del escritorio.
–Hola, capitán –comenzó, ansioso, Marco Finocchi.
–Hola, Finocchi –le contestó el capitán.
– ¿Necesitaba hablarme? –preguntó él.
–Sí. Bien… he pensado en asignarte un coche patrulla por el servicio que has desempeñado yendo a buscar información sobre ese atracador –explicó Giorgio Luzzi.
Una pequeña muestra di euforia se estampó sobre la cara del agente: sólo cinco meses y ya tengo mi coche, pensó para sí mismo.
–No sé cómo agradecérselo, capitán –dijo él.
–No te preocupes. ¡Ah, casi me olvidaba! Es el coche patrulla número 22 –concluyó el capitán. –Puedes utilizarlo desde mañana.
–Gracias –dijo Marco Finocchi.
Salió de la oficina y luego por la puerta que daba al exterior de la comisaría para volver a casa.
No cabía en sí de gozo por aquello que le había sucedido allí dentro. Debía celebrarlo y él ya sabía incluso cómo hacerlo.
El agente llegó delante de la puerta de su casa, extrajo la llave del bolsillo izquierdo de la chaqueta, la metió en la cerradura y entró.
Sentada en el sofá estaba Elisabetta. Llevaba puesto un vestido ligero debido al calor que hacía en el interior del piso y estaba leyendo una revista de cotilleos.
El novio la saludó.
–Hola –dijo ella – ¿Cómo te ha ido hoy? –le preguntó.
–Genial.
Elisabetta se alegró por él.
–Hace unos minutos que el capitán me ha asignado un coche patrulla personal –le explicó, todavía eufórico.
–Tenemos que celebrarlo –dijo ella sacándole las palabras de la boca.
–También lo estaba pensando.
Marco Finocchi cogió una botella de champaña francés del bueno, la abrió y sirvió un poco en dos vasos que había preparado Elisabetta.
–Chin, chin –dijeron al mismo tiempo y vaciaron los vasos en pocos sorbos.
–Ahora podemos… –comenzó a decir él.
–Si quieres… –dijo ella.
Se entendieron enseguida. Fueron juntos al dormitorio y comenzaron a besarse. Como dice el dicho… Una cosa llevó a la otra…
De los sencillos besos pasaron a las efusiones más decididas, luego…él le desabotonó el vestido y ella acercó una mano a la pernera del pantalón y se los sacó.
Él le tocó los pechos suaves mientras ella se sacaba la ropa interior blanca que llevaba.
Continuaron con aquello durante mucho tiempo hasta que se cansaron, después de lo cual se tumbaron en la cama casi exhaustos. Esa noche seguramente dormirían como lirones. O al menos eso creyeron.
Eran sobre las tres de la madrugada en casa de Finocchi cuando sonó el teléfono.
¿Quién será a una hora tan intempestiva de la noche?, dijo para sí Marco.
– ¿Diga? –respondió Elisabetta.
–Hola, ¿está Marco? –respondió una voz siseante.
–Sí, pero… ¿quién es? ¿qué quiere? –preguntó ella un poco atemorizada por el tono de voz que oía desde la otra parte de la línea.
–Bien, vale… soy un viejo amigo. Sólo hay un problema: ha venido a buscar a quien no debía.
–No sé… pero, ¿qué quiere decir con eso? –preguntó Elisabetta cada vez más atemorizada.
– ¿Con quién estás hablando, Betta? –intervino Marco Finocchi.
–No lo sé… –dijo.
En ese momento la persona que estaba al otro lado de la línea, colgó.
Ella colgó a su vez y se tumbó pensativa sobre la cama.
– ¿Quién era y qué te ha dicho? –preguntó el novio.
–Ha dicho que era un amigo tuyo y que sólo había un problema, es decir que ayer has ido personalmente a buscar a alguien que no debías –le respondió Elisabetta.
–Ahora intentemos dormir –dijo él para tranquilizarla.
Se tumbaron de nuevo e intentaron dormir pero sin conseguirlo.
Después de tres cuartos de hora Elisabetta se acordó que tenía un frasco de píldoras para conciliar el sueño, así que se levantó y se dirigió a la cocina para coger un par de ellas: una para ella, la otra se la daría a su novio.
En cuanto entró en la cocina algo llamó su atención.
Era una extraña serie de señales en el suelo. En ese momento no comprendió comprender qué podían ser, luego, al acercarse, entendió que se trataba de una frase.
El significado era, sin embargo, sibilino. Estaba escrito:
¡Nos encontraremos de nuevo nosotros dos!
Quién sabe cuál es el significado de esto, pensó para sus adentros Elisabetta, luego llamó a Marco.
Él se levantó con un salto de la cama y fue a la cocina.
– ¿Qué pasa, Betta? –preguntó.
Y ella le señaló inmediatamente esa frase que había encontrado en el suelo.
–Estoy convencida de que esta porquería ayer no estaba –dijo ella.
– ¿Estás segura? –preguntó Marco.
–Segurísima, sin duda –respondió ella.
– ¿Quién puede haberlo escrito? –dijo Marco.
–No sabría decirte pero ayer no había nada de esto en casa –respondió.
–De acuerdo. Probablemente tengas razón pero debe haber una explicación a todo esto.
–Tienes razón –asintió Betta.
Intentaron tranquilizarse, entretanto comenzó a amanecer y entrevieron los primeros rayos de sol.
Aquel día Marco tendría el turno de la tarde y Elisabetta no tenía nada importante que hacer por la mañana, así que decidieron volver a la cama e intentar dormir.
Esta vez no se despertaron antes del mediodía.
IX
La temperatura en aquel momento en San Lazzaro di Savena era de cinco grados por encima de la media. Alice Dane y Stefano Zamagni se había despertado y habían vuelto a contactar con la comisaría de policía de Bologna; Luigi Mazzetti había abierto la ferretería delante del edificio donde habitaba Stefano; Antonio Pollini había levantado la reja de la armería en vía Mezzini, de la que era el propietario. Era un día como tantos otros.
Lucio Tabellini había acabado de abrir las puertas de su supermercado al público y al personal de servicio y parecía realmente un día tranquilo.
El señor Tabellini había entrado en su oficina y se había sentado en la cómoda silla de oficina del escritorio.
Durante las primeras dos horas después de la apertura del negocio no había mucho que hacer, dado que los transportistas que entregaban la mercancía llegaban a menudo en torno a las once de la mañana y las operaciones de recogida del dinero sucedían siempre a última hora de la tarde, hacia la hora de cierre.
Por esta razón se deleitaba con algunos pasatiempos o la lectura: su género preferido era el ensayo. El señor Tabellini extrajo de la bolsa que llevaba siempre con él una revista semanal de quiz y crucigramas y comenzó a hojearlo página a página.
Atrajo su atención un crucigrama y empezó a reflexionar sobre él.
–A ver… tres horizontal…dice: Escribió Utopía. Mmmm… ¡fácil! Tomás Moro. Veamos otra. Bah… diez vertical…dice: El nombre de Brahe. Mmmm… ¡también muy fácil esta! Tycho[1 - Nota del traductor: Tycho Brahe fue un astrónomo danés del siglo XVI considerado el más grande observador del cielo en el período anterior a la invención del telescopio.].
Siguió con esto durante más de un cuarto de hora después de lo cual lo distrajo un ruido estridente pero muy concreto: era una ventana que había sido hecha pedazos.
¡Los típicos gamberros que juegan a la pelota delante de las casas en vez de ir a la escuela!, dijo para sus adentros pero, al volverse, vio que la que se había hecho pedazos no era la ventana de una casa sino la cristalera de entrada de su supermercado. Acababa de introducirse un atracador entre las personas que había en su negocio. Estaba desesperado y bloqueado, ya fuera por lo que estaba sucediendo allí dentro, ya por la ira que le había asaltado por el hecho de que aquel hombre enmascarado estaba a punto de robarle.
A él, que en aquel momento estaba absorto en su crucigrama. Aquel hombre lo había apartado de su momento de diversión y, cómo si no fuese suficiente, estaba a punto de robarle. Había dos cosas que en particular lo hacían salir de sus casillas, si además ocurrían al mismo tiempo, Lucio Tabellini se volvía literalmente loco.
Sólo había un problema: no sabía cómo defenderse.
Intentó advertir al personal y, al mismo tiempo, al comandante de los carabinieri de San Lazzaro, pero no lo consiguió.
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notes
1
Nota del traductor: Tycho Brahe fue un astrónomo danés del siglo XVI considerado el más grande observador del cielo en el período anterior a la invención del telescopio.