El Monstruo De Tres Brazos Y Los Satanistas De Turín

El Monstruo De Tres Brazos Y Los Satanistas De Turín
Guido Pagliarino
El autor escribió estos dos cuentos, ahora juntos, con variantes en la tercera edición, en 1994 y 1995, poco antes de que apareciera la moda de las novelas negras y policiacas italianas, Son obras basadas en las figuras de Vittorio D’Aiazzo, comisario y luego subjefe de policía, y Ranieri Velli, su ayudante y amigo, personajes que, uno u ambos, vuelven en otras obras novelas y cuentos de Guido Pagliarino: hace muy poco tiempo que ha salido de las imprentas de la editorial Genesi la última novela sobre su personaje de D’Aiazzo, la precuela «La furia de los insultados». En todas estas obras se puede advertir una atención por las psicologías y los ambientes, todos en un pasado más o menos reciente. Estaban y están destinadas a los lectores de narrativa en general que, aunque no desdeñen obras que tratan sobre delitos, no tienen gustos picantes. Por tanto, no esperéis cuentos al estilo de Raymond Chandler o James Ellroy o, quedándonos en Europa, de Manuel Vázquez Montalbán. Escribí estos dos cuentos largos en 1994 y 1995, poco antes de que apareciera la moda de las novelas negras y policiacas italianas, obras basadas en las figuras de Vittorio D’Aiazzo, comisario y luego subjefe de policía, y Ranieri Velli, su ayudante y amigo, personajes que, uno u ambos, vuelven en otras obras mías: hace muy poco tiempo que ha salido de las imprentas de la editorial Genesi la última novela sobre el personaje de D’Aiazzo, la precuela «La furia de los insultados». En estas obras siempre he prestado en primer lugar atención a las psicologías y los ambientes, todos en un pasado más o menos reciente y con algo de nostalgia por esa Turín de mi adolescencia y juventud que ya no existe. Estaban y están destinadas a los lectores de narrativa en general que, aunque no desdeñen obras que tratan sobre delitos, no tienen gustos picantes. En este libro la acción se desarrolla en un periodo todavía pre-informático, entre finales de la década de 1950 e inicios de la de 1960, en una Turín donde, en el área de Porta Palazzo y alrededores, donde transcurre la primera obra, no vivían todavía, como hoy, prácticamente solo extracomunitarios, sino ancianos piamonteses jubilados, originarios de la zona, y familias jóvenes de inmigrantes del sur; una ciudad donde arterias principales, como el Corso Vittorio Emanuele II y el Corso Regina Margherita casi veían más medios públicos de transporte que privados. Por estos últimos y por los contraviales circulaban muchas bicicletas, algunas a motor, mientras que ya se veían los primeros 600 y 500, normalmente comprados a plazos, con kilos de letras, por algún empleado que prosperaba en su carrera o que trabajaba en la reina FIAT, señora hasta hoy de Turín y alrededores. También retumbaban aquí y allá los automóviles de mayor precio, adquiridos por exponentes de la burguesía alta y media, como el FIAT 1400 y el Alfa Romeo 1900 (este usado también por la policía: la llamada pantera) o como el fantasmagórico y apropiado para los hijos jóvenes de los ricos Lancia Aurelia Sport 1200, el de la película «La escapada», que competía directamente con el Alfa Giulietta Spider 1300. Con los automóviles y las bicicletas circulaban las Vespa y Lambretta, junto a algunas motocicletas de pequeña cilindrada. Aquella era una época en la que no existían todavía el ordenador personal ni el móvil, todas las familias tenían radio, pero poquísimas televisor, en blanco y negro y solo con el canal de la RAI: pero no había publicidad, salvo el simpático y hoy en día casi mítico «Carosello». Una Turín, en suma, en la que un investigador podía trabajar casi como sus colegas de los clásicos de la novela europea negra y policiaca de los años 1920 a 1950.


Copyright © 2019 Guido Pagliarino
Todos los derechos reservados
Libro publicado por Tektime
Tektime S.r.l.s. - Via Armando Fioretti, 17 - 05030 Montefranco (TR) – Italia



Guido Pagliarino

El monstruo de tres brazos
y
Los satanistas de Turín

Dos cuentos largos
Guido Pagliarino
El monstruo de tres brazos y Los satanistas de Turín
Dos cuentos largos
Traducción del italiano al español de Mariano Bas
Distribución Tektime
Copyright © 2019 Guido Pagliarino
Cuento «El monstruo de tres brazos» © Copyright del original de 1994 de Guido Pagliarino
Cuento «Los satanistas de Turín» © Copyright del original de 1994 de Guido Pagliarino

Ediciones italianas de la obra:
1ª edición, en formato papel, «Il mostro a tre braccia e I satanassi di Torino, due racconti», © Copyright 2009-2011, 0111 Edizioni. Desde 2012, de nuevo © Copyright de Guido Pagliarino: todos los derechos retornaron al autor.
2ª edición, solo en e-book en todos los formatos, «Il mostro a tre braccia e I satanassi di Torino, due racconti lunghi», © Copyright 2015 Guido Pagliarino.
3ª edición, libro y e-book «Il mostro a tre braccia e I satanassi di Torino, due racconti lunghi», Tektime Editore, © Copyright 2017 Guido Pagliarino.
4ª edición, solo en audiolibro, leído por Alessia Illuminati, «Il mostro a tre braccia e I satanassi di Torino, due racconti lunghi», Tektime Editore, © Copyright 2017 Guido Pagliarino.

Las cubiertas de todas las ediciones y las imágenes correspondientes fueron creadas electrónicamente por Guido Pagliarino,

Los acontecimientos, nombres de personas, entes, empresas y sociedades y productos que aparecen en estos cuentos son imaginarios y cualquier posible parecido con la realidad presente o pasada es mera coincidencia involuntaria.
Índice

Prólogo del autor (#ulink_c055fe66-129d-5dec-8c1e-1596e65f5232)
El monstruo de tres brazos, cuento largo (#ulink_94fba59c-db3a-5e75-a587-60c316feb202)
I (#ulink_c703eb34-a707-5ad5-bf04-fd35bac18b54)
II (#ulink_1610d10f-c98e-596e-8e42-8b3df35491d2)
III (#ulink_78d9d5b4-4c22-52dc-9ebc-94b373a3f9b3)
IV (#ulink_9a898d0d-c9d4-5866-aef8-fbb7ba83494c)
V (#ulink_c92a5532-1f5d-5645-a9c5-5d9eb06e1f7f)
VI (#litres_trial_promo)
VII (#litres_trial_promo)
Los satanistas de Turín, cuento largo (#litres_trial_promo)
I (#litres_trial_promo)
II (#litres_trial_promo)
III (#litres_trial_promo)
IV (#litres_trial_promo)
V (#litres_trial_promo)
VI (#litres_trial_promo)
VII (#litres_trial_promo)
VIII (#litres_trial_promo)
IX (#litres_trial_promo)
X (#litres_trial_promo)
XI (#litres_trial_promo)
XII (#litres_trial_promo)
XIII (#litres_trial_promo)
Turín bajo las nubes (detalle)


Prólogo del autor (#ulink_7f5d8212-5872-54cf-b090-64b65b804c39)

Escribí estos dos cuentos largos en 1994 y 1995, poco antes de que apareciera la moda de las novelas negras y policiacas italianas, y son obras basadas en las figuras de Vittorio D’Aiazzo, comisario y luego subjefe de policía, y Ranieri Velli, su ayudante y amigo, personajes que, uno u ambos, vuelven en otras obras mías: hace muy poco tiempo que ha salido de las imprentas de la editorial Genesi la última novela sobre el personaje de D’Aiazzo, la precuela La furia de los insultados.
En estas obras siempre he prestado en primer lugar atención a las psicologías y los ambientes, todos en un pasado más o menos reciente y con algo de nostalgia por esa Turín de mi adolescencia y juventud que ya no existe. Estaban y están destinadas a los lectores de narrativa en general que, aunque no desdeñen obras que tratan sobre delitos, no tienen gustos picantes. Por tanto, no esperéis cuentos al estilo de Raymond Chandler o James Ellroy o, quedándonos en Europa, de Manuel Vázquez Montalbán, pero tampoco, por otro lado, se realizan deducciones enrevesadas, muy poco verosímiles, como las ideadas por Agatha Christie.
La acción del par de cuentos incluidos en este libro se desarrolla en un periodo todavía pre-informático, entre finales de la década de 1950 e inicios de la de 1960, en una Turín donde, en el área de Porta Palazzo y alrededores, donde transcurre la primera obra, no vivían todavía, como hoy, prácticamente solo extracomunitarios, sino ancianos piamonteses jubilados, originarios de la zona, y familias jóvenes de inmigrantes del sur; una ciudad donde arterias principales, como el Corso Vittorio Emanuele II y el Corso Regina Margherita casi veían más medios públicos de transporte que privados. Por estos últimos y por los contraviales circulaban muchas bicicletas, algunas a motor, mientras que ya se veían los primeros 600 y 500, normalmente comprados a plazos, con kilos de letras, por algún empleado que prosperaba en su carrera o que trabajaba en la reina FIAT, señora hasta hoy de Turín y alrededores. También retumbaban aquí y allá los automóviles de mayor precio, adquiridos por exponentes de la burguesía alta y media, como el FIAT 1400 y el Alfa Romeo 1900 (este usado también por la policía: la llamada Pantera) o como el fantasmagórico y apropiado para los hijos jóvenes de los ricos Lancia Aurelia Sport 1200, el de la película «La escapada», que competía directamente con el Alfa Giulietta Spider 1300. Con los automóviles y las bicicletas circulaban las Vespa y Lambretta, junto a algunas motocicletas de pequeña cilindrada. Aquella era una época en la que no existían todavía el ordenador personal ni el móvil, todas las familias tenían radio, pero poquísimas televisor, en blanco y negro y solo con el canal de la RAI: pero no había publicidad, salvo el simpático y hoy en día casi mítico «Carosello». Una Turín, en suma, en la que un investigador podía trabajar casi como sus colegas de los clásicos de la novela europea negra y policiaca de los años 1920 a 1950.
En el primer cuento, «D'Aiazzo y el monstruo de tres brazos» un anticuario y restaurador turinés, Tarcisio Benvenuto, hombre de físico deforme, que al nacer fue abandonado por su madre desconocida y dejado a la caridad de las monjas de una institución religiosa turinesa, es golpeado hasta la muerte por personas desconocidas. Desde la nada, trabajando sin pausa, se había convertido en propietario de una tienda de ventas al por mayor y al detalle en la zona de Porta Palazzo. Las monjas que lo educaron lo recuerdan como una persona con una bondad casi angélica, igual que otros, como su jovencísima empleada Mariangela, que, incluso, parece estar enamorada a pesar de su aspecto monstruoso. Todo lo contrario afirma Giulia, su antigua dependiente, atractiva y desinhibida, ahora prostituta y otro de sus empleados de almacén, Alfonso, igual que otros, como algunos pequeños comerciantes clientes de Benvenuto: según todos ellos, había sido un individuo furioso y vengativo. El comisario, después de buscar y someter a interrogatorio a más de un sospechoso (solo estamos, curiosamente, a poco más de dos tercios del cuento), descubre al homicida. El resto de la narración se dedica al por qué y al cómo, que el policía explica a su ayudante y, con él, al lector. Por el contrario, en el segundo cuento «D'Aiazzo y los satanistas», las investigaciones, relativas a matanzas y violencia carnal prosiguen hasta casi el final: Una furgoneta de la Policía encuentra en la calle, caído en el suelo sobre su propia sangre, el cadáver de un maduro pequeño industrial, el comendador Paolo Verdi, cuyo joven hijo Carlo, doctor en psicología, está en prisión a la espera de juicio, acusado de la violación de Giuseppina Corsati, dactilógrafa de su padre y poco más que una adolescente, pero él declara al comisario D'Aiazzo que no es culpable. En la cárcel es objeto de brutalidades por parte de otros detenidos, tal vez debido al distorsionado sentido de «justicia» por el que los violadores se ven vejados por compañeros de detención o tal vez por orden externa de alguien para intimidar a Carlo y hacer que se deje condenar sin defenderse. Es verdad que se produjo la pérdida de virginidad de Giuseppina, se ven sus señales, pero ¿no podría ser que quizá la familia de ella hubiera simulado la violación para conseguir una indemnización? Es verdad que los Corsati no son ejemplares, sino que los varones son los abusones del barrio y en concreto el padre, que fue suboficial de las Brigadas Negras al lado de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, es un bruto absoluto: ¿puede haber sido él mismo el que violó a Giuseppina, con el consentimiento de esta? ¿O tal vez alguno de sus hermanos? Carlo pide al comisario que le crea. Intervienen en la historia el poco inteligente Carlone, que tuvo en el pasado relaciones ocultas con el papá Verdi, y un filósofo con habilitación docente en la Universidad de Turín y exoficial en la República de Salò, junto a cuyo hermano, que muy al contrario fue miembro de Comité de Liberación Nacional, trabaja como sirvienta Luciana Corsati, madre de Giuseppina. Detrás de los hechos aparecen también parlamentarios corruptos y, en cierto momento, emana una exhalación sulfúrea que extinguirá el comisario consiguiendo hacer justicia, o casi.
Guido Pagliarino
Guido Pagliarino (#ulink_7f5d8212-5872-54cf-b090-64b65b804c39)

EL MONSTRUO DE TRES BRAZOS (#ulink_7f5d8212-5872-54cf-b090-64b65b804c39)
Cuento largo (#ulink_7f5d8212-5872-54cf-b090-64b65b804c39)
Tienda de antigüedades en el antiguo centro de la ciudad de Turín


I (#ulink_7f5d8212-5872-54cf-b090-64b65b804c39)

Vittorio D`Aiazzo había llegado radiante a la comisaría.
Era el 20 de mayo de 1959, nuestro último día en la Escuadra Móvil de Génova: hacía tiempo que no veía al comisario tan contento. Desde que su mujer su fugó con otro, en la cara de mi amigo no había visto más que tristeza, pero por fin abandonaba la ciudad y el piso que le recordaban todos los días a «la traidora», de la que seguía estando enamorado como un pipiolo: no cabía ninguna duda de que su solicitud de traslado a Turín había tenido el fin de olvidarla.
También yo estaba a punto de irme, con él. Me había preguntado tiempo atrás si quería irme con él y presenté de inmediato la solicitud: la ciudad de destino era la mía. Para mí, Ranieri Velli, aunque me llaman Ran, suboficial y, en mi poco tiempo libre, poeta, era una oferta que tenía que aceptar de inmediato, dada nuestra gran amistad y porque todavía vivían mis padres, ya no con buena salud, por lo que podía ayudarlos. Hijo único, mi padre y mi madre eran mis únicos familiares: todos los demás parientes habían muerto durante la guerra, algunos en el frente, algunos bajo las bombas, algunos durante la lucha de Liberación. Había defraudado a los míos: con muchos sacrificios, habían esperado que fuera ingeniero y trabajara en esa misma FIAT en la que habían sido obreros, pero yo odiaba las matemáticas. Después de los estudios incompletos en el liceo científico, entré en la Policía, que entonces se llamaba oficialmente Cuerpo de la Guardia de Seguridad Pública. Por eso a veces nos llamaban los guardias, no los agentes: «¡Tenga cuidado, que llamo a los guardias!». Casi inmediatamente pasé a estar a las órdenes de Vittorio. Creo que se hizo mi amigo porque le salvé el pellejo durante un servicio de escolta, aunque tal vez todavía más por el gran cariño que también tenía por la poesía: una amistad a la que respondí de inmediato, al ver en él un hombre de gran corazón. Y sin duda por amistad quería que fuera con él a Turín. Asimismo, pensé que había solicitado precisamente ese destino porque sabía que era mi ciudad y conocía la soledad de mis padres, pues sabía que no le importaba especialmente el lugar de destino, con tal que fuera una capital y no se tratara de Nápoles, su ciudad, aunque la amaba muchísimo: supe por otros en la comisaría que, en 1943, Vittorio fue uno de los combatientes en esos Cuatro Días de Nápoles en los que la ciudad se levantó contra la ocupación alemana, liberándose por sí sola antes de la llegada de los Aliados. Pero siempre había evitado volver a causa de antiguas peleas con un familiar, originadas, decía, «por abyectos motivos de herencia», aunque alguna vez dejó entrever que sabía que estaba implicado en negocios turbios. Suponía que no quería prestar servicio en Nápoles para no tener problemas y quizá tener que arrestar alguna vez a ese pariente. Vittorio tenía entonces cuarenta años. Era un hombre pequeño y musculoso, con una gran cabeza de cabellos negros y rizados. Éramos muy distintos: yo, rubio debido a quién sabe cuál antepasado céltico, media casi un metro noventa: juntos formábamos la clásica i con el punto. También nuestras ideas eran muy distintas: él era católico practicante y yo, como mi padre, republicano histórico ateo.
Aquellos eran tiempos en los que no se conocían las fotocopiadoras y normalmente se ignoraban los ordenadores, que todavía eran moles enormes de máquinas de poca memoria a disposición de empresas aseguradoras, ejércitos y algunas grandes empresas; tiempos en los que no se sabía nada del ADN y nuestra policía científica continuaba recurriendo a la química tradicional y las huellas dactilares. Los investigadores trabajaban a paso lento, pedían información a los todavía numerosos porteros y a los vecinos de las casas, confiando en tener un poco de suerte. Junto a una criminalidad que ya era feroz, sobrevivían muchos pequeños delincuentes, normalmente desarmados. La mayor parte de los homicidios era de tipo pasional. El tiempo de mi juventud: apenas tenía veintiséis años en ese 1959.
Yo ocupaba una mesa en la entrada de la oficina de Vittorio: esa mañana, en cuanto me vio, me mostró una amplia sonrisa y me soltó en dialecto napolitano:
—T'aggio a dicere 'na bellissima cosa: nun se parte cchiù!

¿Estaba contento de quedarse? ¿Era posible que lo conociera tan mal?
Estalló riéndoseme a la cara:
—T'aggio pulcinellato!
¡Nos vamos, nos vamos! —Y me dio una afectuosa palmada en la espalda, como para dejarme un cardenal.
Este era el espíritu humorístico de mi querido amigo, un hombre de buena pasta: una pasta dulce.
En cuanto llegamos a Turín, dejé mi equipaje con mi familia, en el piso que tenían alquilado en Via Giulio, en el centro histórico, en una casa que no quedaba lejos de la comisaría, vieja y con unas escaleras feísimas, pero el apartamento era confortable porque mamá lo cuidaba mucho: en el interior, uno no se podía imaginar que estaba en un edificio ya casi en ruina. Los únicos lujos en aquellos tiempos eran una nevera en lugar de la fresquera y naturalmente un FIAT, a un precio de descuento para empleados y exempleados.
Como no quería molestar a mis padres, había decidido buscar alojamiento en una de las habitaciones para suboficiales solteros en un cuartel cercano en el Corso Valdocco, junto al cual había un economato en el que mi madre, al ser pariente de un policía, hacía la compra a un precio menor que en las tiendas. En la misma tarde de mi llegada pedí alojamiento y me respondieron que, por el momento, no había sitio libre si no era en dormitorios compartidos, aunque estaba previsto el traslado de un brigada y me registraron el primero en la lista de espera. Entretanto, mis padres decían que estaban muy contentos de alojarme, aunque fuera para toda la vida.
Mi amigo D'Aiazzo, que ya había estado antes en Turín para preparar el traslado, alquiló un pequeño apartamento en Via Cernaia, a dos pasos de la comisaría de Corso Vinzaglio.
El 21 se consideraba enteramente día de viaje, así que entramos en servicio a la mañana siguiente de nuestra llegada.
II (#ulink_7f5d8212-5872-54cf-b090-64b65b804c39)

Había pasado una semana y era casi mediodía:
—Ran, tú que eres de aquí, conoces la zona de Porta Palazzo, ¿no? —me preguntó D'Aiazzo después de responder al interfono de nuestra oficina.
—Sí, comisario —En ese tiempo, y todavía durante unos meses, a pesar de la amistad, le trataba de usted, aunque en privado le llamaba Vittorio.
—Muy bien. Las brigadas móviles están todas ocupadas. Así que toma dos hombres uniformados y con nuestro auto ve a la Via —recalcó— Cot-to-len-go. Sabes cuál es la Via Cottolengo. A la tienda Mostro le Antichità.
Ha telefoneado una mujer que dice que ¡li-te-ral-men-te! dos hombres se están matando a golpes. Comerás después.
Pusimos en marcha la sirena de nuestro Alfa Romeo 1900 sin identificación y la mantuvimos hasta llegar, esperando que su sonido al acercarnos atemorizara a los violentos y les hiciera desistir antes de un posible epílogo trágico.
El negocio, una amplia y oscura tienda al por menor y al por mayor de muebles y accesorios de decoración usados, estaba cerca de la plazuela del Balon,
el mercadillo popular de Turín.
—¡Policía! —Yo prestaba servicio de paisano, pero, al ir con dos colegas de uniforme, no mostré la placa. Un hombre ensangrentado, con el rostro tumefacto, yacía en el suelo boca arriba, inconsciente y tal vez moribundo. Algo se agitaba extrañamente bajo su camisa. Miré con estupor ese movimiento sobre su pecho y pensé que se la había salido el corazón y continuaba latiendo expuesto bajo la indumentaria, aunque eso, como me di cuenta enseguida, era una idea absurda. Formando un semicírculo en torno al moribundo estaban paradas, como indiferentes, cuatro personas.
—¿Qué hacéis? ¿De estatuas? ¿Quién es este? Y vosotros, ¿quiénes sois?
—El jefe, y nosotros somos sus empleados —respondió una joven por todos.
—¿Habéis llamado ya a una ambulancia?
—N… no —balbuceó.
—¿Usted es…?
—Mariangela.
—Podría denunciaros por omisión de socorro, ¿lo sabéis? —Pedí a uno de los míos que llamara a una ambulancia por teléfono y luego identifiqué a los cuatro. Se trataba de un hombre grande y grueso de unos treinta años, un tal Alfonso, turinés, de cara larga, muy pálido y dientes de caballo, que llevaba una alianza nupcial, y de tres señoritas de unos diecisiete a diecinueve años, todas del sur, de la primera inmigración, y todas muy bonitas, Mariangela, Jolanda y Annunziata, rubias, pero, como se veía en las raíces de sus cabellos, sin duda teñidas.
Llegó la ambulancia, que condujo al herido al cercano Hospital Instituto de la Caridad Cristiana. Mandé a uno de mis hombres con la víctima, para caso de que recuperara la consciencia y dijera algo acerca de la agresión, algo que resultaría inútil.
Ordené a los empleados que me contaran los hechos. Me respondieron hablando todos a la vez, por lo que los interrogué individualmente. Era Mariangela la que había telefoneado: como me atestiguó en primer lugar, un hombretón al que nunca habían visto antes había irrumpido de repente desde la calle, gritando con el rostro encarnado: «¿Dónde está ese monstruo de circo? ¡Sal, cerdo!» Dando grandes zancadas, había entrado en la oficina de dueño, Tarcisio Benvenuto, que en aquel momento estaba sentado en su mesa haciendo las cuentas. Allí había empezado a darle puñetazos sin más palabras. El propietario, consiguiendo protegerse con sus brazos, había podido levantarse de la silla y escapar casi hasta salir de la tienda bajo una tormenta de patadas en el trasero, pero antes de que pudiera huir por la calle, el otro le había aferrado con la mano derecha por la solapa y lo había aplastado contra los muebles de la casa, lanzándole con el puño izquierdo una avalancha de golpes en la cara y la cabeza hasta que la víctima se desplomó en el suelo. Luego el hombretón se fue de inmediato, exclamando con acento piamontés: «¡Así aprenderás, pedazo de mierda!»
Los demás empleados confirmaron la versión de los hechos.
—¿Sabéis si Benvenuto tenía enemigos?
—Supongo que tendría un montón —respondió por todos Alfonso. Jolanda y Annunziata asintieron con la cabeza. Por el contrario, Mariangela me miró directamente a los ojos, abriendo ligeramente la boca, como para decir algo, pero se quedó callada.
La pregunté:
—¿Tenéis alguna idea de por qué el insulto de monstruo de circo?
—Porque… lo es, pobrecillo.
—¿Pobrecillo? —dijeron a coro los otros tres, mirando a Mariangela con desaprobación. Luego, solo Annunziata dijo:
—Tiene el aspecto que se corresponde con su carácter.
—¿Qué quiere decir? —pregunté, curioso.
—Quiero decir que tenía un brazo de más, sobre el pecho, que al entreverlo bajo la ropa parece salir de la espalda derecha, aunque no lo muestra nunca: como mucho, alguna vez despuntaban solo los dedos, asomando entre los botones de la camisa, me refiero a ciertos momentos en los que estaba más enfadado y no conseguía refrenarse.
—Además —intervino Jolanda—, en la parte de la derecha tiene una fila doble de dientes y una monja que vino aquí una vez nos dijo que también tiene un pedazo de cerebro de más. Es verdad que, a veces, le hemos sorprendido haciéndose preguntas y respondiéndose solo en voz baja. Además… también hay otra cosa… que no me atrevo a decir.
—¿Otra cosa?
—Sí —precisó Alfonso—, parece que entre las piernas… ¡tiene dos! —Y empezó a reírse.
—¿Quién os lo ha dicho? ¿También la monja? —pregunté entre contenido y divertido.
—No —respondió Annunziata— se lo dijo Giulia.
—¿Quién es?
—Una colega que fue despedida hace unos días: parece que el jefe le hizo propuestas… vaya, parece… que la quería en los dos sentidos, vaya.
—En realidad —se entrometió Alfonso—, no dijo que la quisiera en los dos sentidos, pero el hecho de que supiera de las dos cosas entre las piernas hace pensar que Tarsicio al menos se las hizo ver —Y se rio más fuerte que antes.
Pedí que me describieran al agresor. Todos estuvieron de acuerdo: se trataba de un hombre muy de unos cincuenta años, ojos castaños pitarrosos, sin cejas y completamente calvo, grandes orejas de soplillo, grande y grueso, cuello corto y potente, brazos de descargador y ancho de hombros, espalda curvada. Tenía una cicatriz violácea horizontal sobre la frente que la atravesaba casi completamente y la nariz achatada de un boxeador. La boca era pequeña, casi sin labios.
—… Y llevaba unos zapatos que serían de talla cincuenta —completó Mariangela.
—Tampoco este, como monstruo, está mal —bromeé con una breve sonrisa. Luego pedí que me dieran el apellido y la dirección de la empleada despedida y copié de los libros de contabilidad los datos de proveedores y clientes: datos incompletos, porque, como supimos por Alfonso, muchas de las ventas al detalle, las de los accesorios, se habían realizado a viandantes desconocidos y la mayor parte de las adquisiciones eran a personas privadas, pagadas al contado sin que quedara ningún rastro de ellas.

Ya casi era la una. Tras anunciar que tal vez volvería a pasar y que, en todo caso, serían convocados para una declaración formal, dejé que los empleados cerraran la tienda y me fui a casa de mis padres.
Después de un centenar de metros, cuando entraba en a Via della Consolata, me llegó la voz de Alfonso:
—¡Brigada! —Me había seguido, añadió en cuanto se acercó, para decirme algo a espaldas de Mariangela—: Parece que esa criña
se lo hacía con el jefe. Se ve —añadió— que le gusta que se lo hagan de dos maneras a la vez. Y por eso está de su parte. De todos modos… no sé, tal vez me equivoque, pero… ¿y si hubiera sido un pariente de Mariangela el que ordenara fraccare a golpes
al jefe?
—Me habéis dicho que el hombre tenía acento piamontés, mientras que Mariangela es del sur. Si fuese un pariente suyo…
—… podría haber emparentado aquí con uno de los nuestros —sugirió, recalcando la palabra nuestros como dando a entender que se trataba de una estirpe mejor y mostrando una mueca de disgusto.
—Está bien, lo comprobaremos.
—… pero le ruego…
—No diremos nada a sus colegas, esté tranquilo.
Nos dimos la mano: la suya era viscosa.
III (#ulink_7f5d8212-5872-54cf-b090-64b65b804c39)

De vuelta a la oficina después de tomar rápidamente la pasta con mis padres, redacté el informe para Vittorio.
Mi amigo no estaba. Hacía una media hora que se había ido a la estación de Porta Nuova para esperar un tren que debía traerle de Nápoles una ancella, como había pronunciado en broma. Se trataba, había precisado, de una huérfana de diecinueve años apenas alfabetizada, Carmen, que le enviaban su padre y su madre, «después de las debidas enseñanzas domésticas durante dos meses por parte de mamá», para que le llevara la casa, con un salario razonable, impidiendo así que, al vivir solo, continuará «estropeándose el estómago y el hígado en las casas de comidas».
Mi amigo llegó a la comisaría hacia las cinco de la tarde y con cara de completa satisfacción me dijo:
—Hoy he comido bien, ¡viejos sabores de mi hogar! Te tengo que invitar, Ran —Pero cuando supo acerca del caso del monstruo, se puso serio—: ¡A trabajar! Mira: esta tarde, hacia la hora de la cena, te vas a la casa de la tal Mariangela, como un invitado inesperado, y mientras están todos en la mesa ves si alguno de ellos tiene las características del agresor, escuchas y… en resumen, ya me entiendes. Pero trata de no despertar sospechas delante de sus parientes si ves que todo está bien. Cuando vuelvas, me cuentas.
Mariangela y su familia, los Ranfi, vivían en la periferia, en una casa nueva con portero automático. Eran poco más de las 19:
—Soy el brigada Velli —grité espontáneamente, ya que la voz masculina que me había respondido apenas se oía.
El hombre replicó con impaciencia:
—… ¿pero por qué tiene que gritar tanto? —Y añadió un insulto vulgar.
—¡Seguridad Pública! —dije enojado.
—¿Cómo? —La voz está vez, sonaba alarmada.
Recordando que no tenía una orden judicial, me contuve y repliqué con calma:
—Soy el subbrigada Velli. Déjeme subir: debo hablar con la señorita Mariangela. Es por la agresión.
—Ah… sí: primer piso, escalera B, de Bolonia.
Estaba a punto de entrar cuando un hombre de unos cincuenta años salió ágilmente del edificio mirando al suelo. Era grande, calvo y tenía un esbozo de joroba. En un segundo, lo detuve mostrando mi placa:
—¡Documentos! —¿Tal vez habían tardado en abrirme para que pudiera salir?
Me dijo espontáneamente, con un fuerte acento siciliano:
— Pe'cché mai, che fici?! Niente di niente fici!

—¡No discuta! ¡Documentos! —Por prudencia, colocando la mano derecha a un lado, bajo la chaqueta, la acerqué a la pistola que llevaba en su funda mientras con la izquierda tomaba la tarjeta de identidad del hombre.
Era un comerciante ambulante, que vivía en el edificio. Su apellido, Gargiulo, no se correspondía con el de Mariangela, pero podía ser un pariente político.
—Lléveme a su piso.
—… pero comisario…
—Soy subbrigada. No se preocupe, estos realizando una investigación… Así que estamos interrogando a todos en la zona.
Se calmó:
—Mire que somos buena gente.
Según los empleados de Benvenuto, el agresor hablaba con acento piamontés, pero ya sabía por experiencia que los testimonios muchas veces eran incorrectos, aunque fuera involuntariamente. Por otro lado, el maltratador había dicho muy pocas palabras. Además, había advertido una cicatriz sobre la frente del hombre, aunque muy corta y vertical, sobre la nariz, no larga y horizontal.
No tenía ningún derecho a comportarme así: solo podía comprobar los documentos del hombre y luego dejarle que siguiera su camino.
Tomamos el ascensor hasta el sexto piso.
Una vez en la vivienda, le pedí que reuniera a todos los miembros de la familia, porque tenía algunas preguntitas que hacer. A los Gargiulo les debía ir bastante bien: de hecho, un televisor, y además de 21 pulgadas y no de 17, algo de ricos en 1959, destacaba en la estancia en la que nos reunimos: el jefe de la casa, su mujer, una señora baja y estropeada de unos cincuenta años, tres hijos de quince a veinte años, que ayudaban al padre en los mercados, y yo.
—¿Estáis todos?
—Sí —respondió la madre.
—… y de vuestros parientes, los Ranfi del primer piso, ¿qué me podéis decir?
—¿Parientes? —se sorprendió el hombre—, ¡pero si ni siquiera nos conocemos!
—¿No me digáis que vivís en la misma casa y nunca los habéis visto?
—Sí, visto sí— respondió por él la mujer—, pero solo dándonos los buenos días o las buenas noches; ecché, male ficero?

—Antes que nada, ¿adónde iba? —pregunté al cabeza de la familia sin responder a la pregunta.
—¡Eh! ¿Adónde iba a ir? Con los amigos al bar, como siempre. Para… para charlar amigablemente y tomar un aperitivo antes de cenar.
Había abusado demasiado y decidí despedirme. Pero antes dije, dirigiéndome a la señora:
—A propósito de su pregunta, los Ranfi no han hecho nada malo —Les di las gracias y me dispuse a bajar a pie al piso de Mariangela.
—Un dolor en el culo —me llegó desde el piso, con la puerta ya cerrada: era la voz de la señora.
Había sido Nicola, el padre de Mariangela, el que había respondido al portero automático: grande, pero en un sentido enfermizo, ojos arrugados y rostro exangüe, no tenía piernas y estaba en una silla de ruedas. En cuanto su esposa, Annachiara, me llevó a la cocina, el hombre, que todavía estaba junto a la entrada, me dijo sin aliento, como si no hubiera esperado otra cosa en su vida:
—Es la fábrica la que me redujo a esto: un accidente en el trabajo que se hubiera podido evitar si…
—… son cosas que no le interesan al señor —le calló la esposa, una mujer agradable, alzando brevemente los ojos al techo. Luego dijo, volviéndose a mí—: ¿Podemos ofrecerle un café, oficial?
—No, gracias: todavía no he cenado.
—Bueno, pues un aperitivo —Acercó otra silla a la mesa y, mirando por un momento su marido, me dijo—: Si se lo permite, oficial, él se va ahora a oír la radio. Usted, por el contrario, se sienta aquí con nosotras —E inmediatamente tomó la botella de la fresquera, un licor ordinario, y empezó a servirme mientras su cónyuge se iba yendo, mientras farfullaba:
—¡Menos mal que me han dado la pensión de invalidez! Si no, quién sabe cómo nos las arreglaríamos en esta casa.
—Menos mal que mi hija trabaja y yo trabajo todo el día —me susurró la señora de la casa, sin preocuparse por que el consorte, apenas al otro lado de la puerta, pudiera oírla y tendiéndome el vaso, añadió—: Modestamente, creo que nos las arreglamos bastante bien sin señores.
Me acomodé, después de dar la mano a Mariangela, que estaba sentada en la mesa. Apenas debían haber terminado de cenar, porque todavía estaban allí los platos con los restos de la fruta.
—¿Toda la familia está aquí? —pregunté a la joven, mientras la madre se sentaba a su vez.
—Sí.
—¿Otros parientes aquí en Turín?
—El único pariente es mi marido —intervino Annachiara.
—No entiendo.
—No, no en el sentido de que es mi marido, sino en que somos primos muy lejanos. Vinimos aquí hace muchos años.
—¡Nos habíamos metido en un lío! —se entrometió desde la otra estancia la voz de Nicola, que, evidentemente, estaba oyendo todo—: ¡Yo tenía solo trece años, modestamente! ¡Y ella también! Fue en 1941. Escapamos de Apulia para venir aquí, a Turín. ¡Querían matarnos, sus parientes y los míos! Ella llevaba a Mariangela en su vientre, ¿entiende? —A esto le siguió una risita chillona.
La mujer se puso lívida:
—No le haga caso: después del accidente se ha vuelto un poco… raro.
—Al menos —llegaba de nuevo la voz del consorte—, no se tuvo que pagar las celebraciones: matrimonio aquí, en Turín, una vez llegamos a la edad legal. ¡Matrimonio de pobres!
Annachiara quiso precisar:
—Muchos sacrificios, oficial. Como muchos mozos estaban en el frente, Nicola encontró trabajo con un artesano, sin cotizar, naturalmente, y por unas pocas liras. Yo trabajé como asistenta de su jefa, solo comida y alojamiento. Cuando se dieron cuenta de que estaba encinta, quisieron echarme, pero luego sintieron compasión y…
—… ¡no! Le convenía explotarnos —esta vez el tono de voz del hombre era airado.
—En resumen, la señora me ayudó con el parto, dejando que me quedara con la niña, en lugar de hacerme dejarla en el orfanato. Nicola dormía sobre un catre en un rincón del taller, yo con Mariangela en el desván de la casa, pero estábamos en guerra y de noche, por las alarmas, estaba casi más tiempo en el sótano que en la cama. La pudimos reconocer como nuestra, a la niña, solo después del matrimonio. Para el papeleo, nos ayudó un abogado de un sindicato, porque había complicaciones, dado que no habíamos registrado el nacimiento: se basó en cosas como la guerra, los bombardeos y la familia dividida.
Se entrometió de nuevo la voz del marido:
—La guerra terminó justo a tiempo. Si no, hubiera acabado siendo soldado.
—Ya llevábamos bastante tiempo con el artesano, cuando mi marido fue contratado en la industria y allí, hace cuatro años, se produjo la desgracia —Aquí Annachiara fue al grano—: Oficial, ¿tenía que preguntar algo a Mariangela? —Y se puso de inmediato a recoger la mesa—: Perdone, lavo rápido los platos y luego me voy a dormir, porque hoy ha sido un día…
Ya sabía todo lo que me interesaba, pero, para justificar mi visita, hice varias preguntas a la joven y no hubo ninguna sorpresa.
—… Entonces —pregunté—, ¿qué me puede decir más en concreto de su patrón?
—Que es… un santo.
—Nada menos —me maravillé—. Parece que sus colegas no están muy de acuerdo con usted.
—Esta mañana no me he atrevido a decir nada: la tienen tomada con él simplemente porque es el jefe, y también conmigo porque me gusta un poco.
—Le resulta simpático.
Quedó perpleja por un momento, mirándome a los ojos y luego bajó la mirada:
—Depende de qué entienda por simpatía.
La madre, que entretanto había empezado a lavar los platos en el fregadero, se quedó parada y miró a la joven con una mirada interrogativa.
—Entiendo que una simpatía humana normal hacia las personas educadas.
Annachiara volvió a sus tareas.
—Sí, en ese sentido, sí: es un hombre que cuando puede hace el bien. Ha dado muchas limosnas, ¿sabe? Y también es poeta. Si no tuviera esa desgracia…
—¿Un poeta?
—Sí, escribe poesías muy bellas: incluso sobre mí. Espere, que voy a buscar una.
Volvió con un texto mecanografiado. En efecto, se trataba de una lírica agradable, en versos sueltos, donde el autor, castamente, elogiaba a Mariangela por su bondad y su inteligencia. Pensé que el hombre podía haber estado enamorado, pero que nunca se declaró debido a su monstruosidad. Dije con una gran sonrisa:
—En resumen, que si no hubiera sido por su… defecto, según usted ¿habría sido un buen partido?
—¡Oh, sí! —reconoció—, aunque tenga casi once años más que yo: pero esto no importaría sin ese… defecto.
¿Era posible que Mariangela lo quisiera? ¡Alguien con una monstruosidad semejante! ¿Tal vez le avergonzara admitirlo, tal vez incluso a sí misma?
Pienso que transparentaba mis ideas, porque la joven habló de mis pensamientos:
—No se puede una enamorar de alguien como él, pero… se puede querer un poco. No sé, como… casi como a un hermano.
—Entiendo —Así que tenía delante de mí una buena chica, no la perversa sensual que me había sugerido el viscoso de Alfonso.
IV (#ulink_7f5d8212-5872-54cf-b090-64b65b804c39)

El comisario se tomó en serio el caso, aunque fuera secundario: lo que le dije sobre Tarsicio le conmovió. Por tanto, decidió ocuparse de las investigaciones en persona, cosa que en aquellos años lejanos todavía podía hacerse, especialmente si el comisario se llamaba Vittorio D’Aiazzo.
Llamó al hospital: Tarcisio había recuperado la consciencia, milagrosamente, había precisado la monja, pero ahora tenía un pronóstico muy grave y estaba en un estado de confusión. Al no poder oírlo, Vittorio decidió interrogar a la empleada despedida:
—Tal vez antes de irme a casa le haga una pequeña visita. A esta hora la gente está cansada y se le escapan cosas.
Poco después de las nueve de la tarde, el comisario llamaba a la puerta de la casa de Giulia. Se trataba, como me dijo después, de un pequeño alojamiento en el último piso de un edificio muy viejo en Corso Vercelli. La mujer, de unos treinta años, morena y graciosa a pesar del mucho maquillaje que le ocultaba el rostro, le abrió con una sonrisa, con una vestimenta transparente y unas braguitas rosas, sin sujetador, completamente perfumada con una colonia vulgar dulzona, diciendo en cuanto le vio:
—Ven, querido.
Pero la sonrisa desapareció en cuanto vio a D’Aiazzo: evidentemente esperaba a alguien, pero sin duda no a él. Vittorio, quien, en sus primeros tiempos en Roma, siendo todavía subcomisario, había sido destinado a Buenas Costumbres, tuvo la fuerte sospecha de que se trataba de una prostituta: ¿Giulia complementaba así su salario? Lo cierto es que, en cuanto mi amigo se identificó, se sobresaltó. Vittorio la tranquilizó, diciendo que solo estaba allí buscando información sobre Benvenuto y la mujer se tranquilizó un poco, aunque se mantuvo todo el tiempo en una espera ansiosa echando miradas fugaces a la puerta entreabierta. No invitó a Vittorio a sentarse. Hablaron de pie, en la entrada.
—Vengo por una paliza que ha recibido esta mañana su antiguo jefe.
—Yo no sé nada.
—A propósito del trabajo: ¿Ha encontrado ya otro?
—Sí, en una panadería aquí cerca, el mismo día que me despedí.
—Un momento: ¿no le despidieron?
—Sí y no: solo amenacé con irme y él me respondió: «Haga lo que le parezca: aunque, visto que lo desea, váyase. De todos modos, no está a la altura».
—Yo esto lo entiendo como un despido.
—Yo no: me fui muy aliviada.
Vittorio aumentó su curiosidad:
—¿Por qué? ¿Qué pasó en concreto?
—¡Un hombre imposible, comisario! Un reproche tras otro. La última vez se inventó que estaba distraída durante la venta de una mesa y que por eso el cliente no la había comprado. Imagínese: ¡un mueble horrendo!
—Así que el jefe no estaba contento con usted, ¿no?
—No lo estaba con nadie. Culpa de su… lisiadura. ¿Sabe que..?
—… algo sé. ¿Usted qué sabe en concreto?
—Un día, poco después de que me contratara, vino a visitarlo una monja del cercano Instituto de la Caridad Cristiana, sor Marisa, me parece, una anciana que lo había criado de niño ahí dentro. Sabe que allí hay incluso personas monstruosas, ¿no?
—Sí, son monjas santas.
—No lo dudo. Pero también un poco cotillas: como el jefe estaba fuera, pero iba a volver enseguida, ella lo esperó y, entretanto, dejo caer, completamente sonriente, información sobre él.
—¿Que era…?
—Parece que su monstruosidad viene de la unión de dos hermanos, dos gemelos siameses. La monja dice del otro nacieron, de un modo indivisible de su cuerpo, solo un brazo y un pedazo de cerebro, pero concretó que ese pedazo no era un cerebro individual, por lo que era uno solo, no dos.
En ese momento, sin contenerse y considerando la inhibición de la persona que tenía delante, Vittorio le preguntó:
—Y además tenía dos penes, ¿verdad?
—¡Bueno! La hermana no dijo nada de eso.
—¡Usted mismo se lo dijo a sus colegas! ¿Se los enseñó el jefe?
—… ¡Pero comisario! —explotó de risa la mujer, irrefrenablemente, cubriéndose los ojos con falso pudor.
—Digo la verdad: repito lo que afirman sus compañeros.
Se puso seria:
—No, mire: son solo unos idiotas. Lo dije como una ocurrencia: nunca me mostró nada. ¡Solo tiene que comprobarlo!
—¿Así que fue algo inventado?
—S… sí, pero en broma.
—Dígame: ¿le hizo propuestas obscenas?
—¡No! Le habría dado una bofetada…
—Entiendo: así que se trataba solo de diferencias laborales, no de otra cosa.
—Sí, pero repito que estaba muy contenta de irme.
Entonces, cuando Giulia miraba por enésima vez la entrada, el comisario hizo la pregunta que consideraba realmente importante:
—¿Conoce a un hombre de unos cincuenta años, calvo, grueso, alto, con una cicatriz en la frente, cargado de espaldas y con aspecto de boxeador?
—¿Por qué? —se alarmó.
—Porque quiero saberlo y me tienes que responder.
Al oír que la tuteaba, bajó los ojos y dijo:
—No le conozco —respondió—, no me relaciono con nadie. Mi familia es veneciana y está toda en la región.
«¡Que no se relaciona con nadie!», pensó Vittorio. Luego, inmediatamente, se despidió y se fue.
En ese momento llegó el ascensor al rellano. Vio salir a un anciano que, al verlo a su vez, se quedó parado, mientras Vittorio bajaba a pie: con el rabillo del ojo siguió al viejo, sin duda el cliente al que Giulia esperaba, entrando apresuradamente en el piso.
V (#ulink_7f5d8212-5872-54cf-b090-64b65b804c39)

Ahora se trataba de seguir la pista de clientes y proveedores del agredido. No bastaba con sus nombres: era indispensable saber su situación contable con la empresa de Benvenuto. Lo esencial era descubrir si algo de ellos estaba comercialmente con problemas con Tarsicio hasta el punto de tener motivos de venganza.
A la mañana siguiente, el comisario me envió a la tienda a llevarme los libros de cuentas. No era un procedimiento estrictamente legal y habría necesitado un mandato del juez, pero esperábamos que los empleados no lo supieran.
Mariangela, en cuanto entré, me preguntó la salud del propietario. Alfonso había tapado la voz de esta con la suya:
—Sí, porque aquí no sabemos bien qué hacer: no tenemos instrucciones ni mucho menos poderes en el banco. Yo tengo la copia de las llaves: si no, ayer ni siquiera habríamos podido cerrar, ni abrir después.
El comisario me impuso decir a todos, sin excepciones, que el pronóstico era muy grave y, además, que el herido estaba en coma y que, aunque no había muerto, no había recuperado la consciencia: aunque la posibilidad era remota, el comisario quería evitar que el atacante tratara de matar a Tarsicio en el hospital para eliminarle como testigo. En todo caso, mi superior había colocado un guardia delante de la habitación del pobre hombre.
Respondí como me habían ordenado.
Ante la noticia, Mariangela escondió el rostro entre las manos.
Dije a Alfonso:
—Con respecto a vuestro trabajo, os aconsejo continuar por el momento como habéis hecho siempre. En cuanto a los ingresos, los podéis hacer tranquilamente, porque en los bancos los aceptan de todos modos, basta con una rúbrica en el resguardo de ingreso.
Para sacar dinero, evidentemente no. Anotad bien en una libreta todos los movimientos de dinero, para rendir cuentas después a los herederos del titular, si es que muere, o al administrador que nombre el Tribunal, si sigue vivo, en este caso lamentablemente como un vegetal.
—… ¿Y las pagas de pasado mañana?
—Pedid a vuestro sindicato que consiga la autorización del juez para retirarlas.
Esa tarde Vittorio y yo examinamos las cuentas. Todas estaban cuadradas o, en las contrataciones a plazos, con créditos y débitos venciendo regularmente, excepto un caso. Era en relación con un cliente del sector al por mayor, dueño de un negocio cercano de antigüedades, que tenía en las cuentas una larga lista de incumplimientos y, al final, dos notaciones, escritas en rojo, una sobre la otra. La primera: «Le he amenazado con la quiebra». La siguiente: «20 de mayo de 1959. He telefoneado al delincuente que, o paga al final del mes, o de inmediato presento una denuncia de quiebra: ¡le mando a la cárcel por compra fraudulenta!»
Evidentemente, Tarsicio no era precisamente un santo: cuando menos, era iracundo, dado que había anotado sus propósitos en libros, sin duda para desfogarse.
–¡Tal vez lo tengamos! —exclamó el comisario—: Ran, tomemos nuestro auto con dos hombres y vayamos a ver a este quebrado.
Era un hombre unos cincuenta años, con una mujer de una edad similar y una hija soltera veinteañera, socia de su empresa.
Solo eran las seis de la tarde, pero encontramos el negocio con el cierre bajado. Como los dueños vivían en el piso superior, Vittorio y yo subimos dejando a nuestros hombres, uno junto al automóvil y el otro delante del portal. Fue su hija, una joven insignificante y pecosa, con el pelo desaliñado de color rojo zanahoria, la que abrió la puerta con una fea mueca en la cara después de que nos identificamos:
—¿Para qué es? —preguntó en cuanto abrió.
—Es por la quiebra —dijo Vittorio de forma cortante.
Padre y madre estaban sentado en el salón, uno junto a la otra sobre un buen sofá estilo Luis XVI: para eso eran anticuarios. Pero la mayor parte del piso estaba vacía de muebles y en las paredes solo quedaban las señales de los cuadros que habían estado allí colgados. ¿Los habían escondido? Como su hija, ambos cónyuges mostraban una expresión de gran tristeza. Debíamos haberlos interrumpido durante una discusión en familia sobre su situación desesperada.

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El Monstruo De Tres Brazos Y Los Satanistas De Turín Guido Pagliarino
El Monstruo De Tres Brazos Y Los Satanistas De Turín

Guido Pagliarino

Тип: электронная книга

Жанр: Современная зарубежная литература

Язык: на испанском языке

Издательство: TEKTIME S.R.L.S. UNIPERSONALE

Дата публикации: 16.04.2024

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О книге: El autor escribió estos dos cuentos, ahora juntos, con variantes en la tercera edición, en 1994 y 1995, poco antes de que apareciera la moda de las novelas negras y policiacas italianas, Son obras basadas en las figuras de Vittorio D’Aiazzo, comisario y luego subjefe de policía, y Ranieri Velli, su ayudante y amigo, personajes que, uno u ambos, vuelven en otras obras novelas y cuentos de Guido Pagliarino: hace muy poco tiempo que ha salido de las imprentas de la editorial Genesi la última novela sobre su personaje de D’Aiazzo, la precuela «La furia de los insultados». En todas estas obras se puede advertir una atención por las psicologías y los ambientes, todos en un pasado más o menos reciente. Estaban y están destinadas a los lectores de narrativa en general que, aunque no desdeñen obras que tratan sobre delitos, no tienen gustos picantes. Por tanto, no esperéis cuentos al estilo de Raymond Chandler o James Ellroy o, quedándonos en Europa, de Manuel Vázquez Montalbán. Escribí estos dos cuentos largos en 1994 y 1995, poco antes de que apareciera la moda de las novelas negras y policiacas italianas, obras basadas en las figuras de Vittorio D’Aiazzo, comisario y luego subjefe de policía, y Ranieri Velli, su ayudante y amigo, personajes que, uno u ambos, vuelven en otras obras mías: hace muy poco tiempo que ha salido de las imprentas de la editorial Genesi la última novela sobre el personaje de D’Aiazzo, la precuela «La furia de los insultados». En estas obras siempre he prestado en primer lugar atención a las psicologías y los ambientes, todos en un pasado más o menos reciente y con algo de nostalgia por esa Turín de mi adolescencia y juventud que ya no existe. Estaban y están destinadas a los lectores de narrativa en general que, aunque no desdeñen obras que tratan sobre delitos, no tienen gustos picantes. En este libro la acción se desarrolla en un periodo todavía pre-informático, entre finales de la década de 1950 e inicios de la de 1960, en una Turín donde, en el área de Porta Palazzo y alrededores, donde transcurre la primera obra, no vivían todavía, como hoy, prácticamente solo extracomunitarios, sino ancianos piamonteses jubilados, originarios de la zona, y familias jóvenes de inmigrantes del sur; una ciudad donde arterias principales, como el Corso Vittorio Emanuele II y el Corso Regina Margherita casi veían más medios públicos de transporte que privados. Por estos últimos y por los contraviales circulaban muchas bicicletas, algunas a motor, mientras que ya se veían los primeros 600 y 500, normalmente comprados a plazos, con kilos de letras, por algún empleado que prosperaba en su carrera o que trabajaba en la reina FIAT, señora hasta hoy de Turín y alrededores. También retumbaban aquí y allá los automóviles de mayor precio, adquiridos por exponentes de la burguesía alta y media, como el FIAT 1400 y el Alfa Romeo 1900 (este usado también por la policía: la llamada pantera) o como el fantasmagórico y apropiado para los hijos jóvenes de los ricos Lancia Aurelia Sport 1200, el de la película «La escapada», que competía directamente con el Alfa Giulietta Spider 1300. Con los automóviles y las bicicletas circulaban las Vespa y Lambretta, junto a algunas motocicletas de pequeña cilindrada. Aquella era una época en la que no existían todavía el ordenador personal ni el móvil, todas las familias tenían radio, pero poquísimas televisor, en blanco y negro y solo con el canal de la RAI: pero no había publicidad, salvo el simpático y hoy en día casi mítico «Carosello». Una Turín, en suma, en la que un investigador podía trabajar casi como sus colegas de los clásicos de la novela europea negra y policiaca de los años 1920 a 1950.

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