Las Inmortalidades

Las Inmortalidades
Guido Pagliarino
Mariano Bas


Guido Pagliarino
Las Inmortalidades
Novela coral
Copyright © 2017 Guido Pagliarino
http://www.pagliarino.com (http://www.pagliarino.com/) - http://www.pagliarino.net (http://www.pagliarino.net/)
Publicado en e-book y en libro físico por Tektime
Traducción del italiano al español de Mariano Bas
Título de la obra original en italiano Le Immortalità, copyright © 2017 Guido Pagliarino, publicada en e-book y libro físico por Tektime

Las cubiertas, tanto de la obra original como de la traducción, han sido diseñadas electrónicamente por Guido Pagliarino

Los personajes, nombres personales y colectivos, hechos, situaciones corales o individuales del pasado y del presente son imaginarios. Cualquier referencia a personas vivas o fallecidas es involuntaria.
ÍNDICE

Capítulo 1 (#ulink_4323e91f-db1c-5796-9de3-da0757b98ff3)
Capítulo 2 (#ulink_590161bc-112e-5bb1-a828-530918d22838)
Capítulo 3 (#ulink_052b2196-0816-58c8-8622-b79574f897ec)
Capítulo 4 (#ulink_f10606ed-bf58-58c6-b3ed-d55415ea859e)
Capítulo 5 (#ulink_e40867c3-cf96-5651-9e08-8d3c445bda66)
Capítulo 6 (#litres_trial_promo)
Capítulo 7 (#litres_trial_promo)
Capítulo 8 (#litres_trial_promo)
Capítulo 9 (#litres_trial_promo)
Capítulo 10 (#litres_trial_promo)
Capítulo 11 (#litres_trial_promo)
Capítulo 12 (#litres_trial_promo)
Capítulo 13 (#litres_trial_promo)
Capítulo 14 (#litres_trial_promo)
Capítulo 1 (#ulink_5920965b-117f-5e55-a4f8-988e6d270bba)

Como siempre, el profesor Denisi, historiador de la época contemporánea, había entrado en el aula sin saludar, se había colocado en su sitio y, sin preámbulos, había empezado:
—El otro día llegamos hasta el 2117, un año verdaderamente crucial para el mundo como ya os había anticipado. Hoy veremos por qué: Ya hacía más de un trienio que los investigadores del laboratorio celular de neurobiología del Instituto Privado Bertrand Russell de Londres desarrollaban experimentos sobre la mosca de la fruta. Objetivo de la experimentación: la prolongación de la vida humana. Como probablemente sabréis, al menos a grandes rasgos, las drosófilas son insectos de vida breve, de cerca de ocho semanas, que presentan una estructura biológica ejemplar, cuya genética resulta fácil de manipular. En una primera fase de las investigaciones, esos científicos habían llegado ya a un resultado importante, realizando la llamada amplificación autofágica dentro del sistema nervioso de las moscas. Hay que tener en cuenta que la supervivencia de una célula depende de la idoneidad de la misma para reducirse y reciclarse de acuerdo con cierto mecanismo, llamado precisamente autofagia, que la renueva eliminando los componentes dañinos para la vida y recicla las partículas elementales indispensables para la reconstrucción de la propia célula: en resumen, la protege. Pues bien, los factores nocivos habían disminuido mucho en el curso de la vida de las drosófilas tratadas, aunque la vida de las mismas no se había prolongado de manera significativa, no mucho más de las ocho semanas naturales. Sin embargo en una segunda fase de investigación, una vez ajustado el sistema, esos estudiosos habían conseguido impedir por un plazo más largo la referida acumulación del daño celular, que depende de la edad, y así la longevidad de esos insectos había llegado a los tres meses de existencia, un poco como si el ser humano hubiese alcanzado los ciento cincuenta años. El resultado había sido bastante satisfactorio. Sin embargo el laboratorio había iniciado una tercera fase de experimentos con las drosófilas, con el objetivo de prolongar todavía más la supervivencia y buscando una vida humana de al menos doscientos años. Fue en este tercer estadio cuando se llegó a un resultado extraordinario, más bien más que extraordinario, fantástico, por no decir increíble: ¡se había obtenido, con casi absoluta certeza, la inmortalidad de aquellas moscas! Se trataba de algo que, hasta entonces, se había considerado imposible, ya que una cosa es aplazar el momento de la muerte gracias a la ciencia y otra evitarlo del todo. Y sin embargo no se podía considerar que el índice de probabilidad de que las drosófilas sometidas al experimento hubieran llegado a la inmortalidad fuera del cien por cien. De hecho habían pasado muchos meses y luego un año y después otro durante los cuales habían continuado viviendo tranquilamente sin envejecer ni perder vigor: un periodo de vida, comparado con las ocho semanas naturales de las moscas, que se correspondía proporcionalmente con milenios de existencia humana. En resumen, se podía pensar de una manera no superficial en una especie de inmortalidad, aunque no se podía saber qué traería el futuro. Así que el Instituto Privado Bertrand Russell, que estaba dirigido por un hombre de negocios joven y muy rico y financiado por él mismo y un socio minoritario, que estaban comprometidos con la empresa no solo con fines personales de salud y longevidad, sino también para conseguir un espléndido beneficio económico, a la vista de esto, el 10 de junio de 2217 había anunciado al mundo la puesta en el mercado del producto denominado oficialmente Suero Bloqueador del Deterioro y de Regeneración y Reagregación de Células, luego conocido popularmente como «el suero Vida Eterna». Sobre esto, yo creo, y muchos están de acuerdo en esto, que se trató no tanto de un éxito científico, sino de la intervención de algo ultrapotente y extraño, tal vez perteneciente a un universo paralelo desde el cual se hubiera abierto una puerta sobre nuestro cosmos, tal vez la propia esencia panteísta de nuestro universo. No se nos oculta que esos primeros investigadores eran conscientes de haber llegado a un resultado muy superior al objetivo prefijado y habían aceptado entre ellos, como se supo después, que debía haber actuado también algún factor externo desconocido. Por otro lado, es necesario recordar que otros exponentes del mundo intelectual no piensan que existan universos cronofísicos paralelos o una esencia pensante de nuestro universo, concordando así con la idea de de algo extraño que todos indicamos con la expresión, tomada del teatro antiguo, «deus ex machina»: piensan en un ente completamente externo no solo a nuestro universo sino a cualquier universo inmanente, conciben… algo trascendente: ¡Dios! Entre ellos se encuentra el ilustrísimo teólogo y filósofo profesor Eugenio Serra, quien ha aceptado cordialmente intervenir hoy en esta lección, en imagen holográfica y que enseguida nos dará directamente su respetable parecer. Pero entretanto volvamos al año 2117. Ya sabéis que en el siglo XXII la humanidad era en su gran mayoría atea, resultado de un proceso que había afectado al mundo durante siglos, primero a los países occidentales y luego también de todos los demás. Y después de la invención del procedimiento Vida Eterna los ya pocos creyentes se habían reducido a nada menos que unos pocos centenares de miles en el mundo: casi toda la humanidad estaba entonces segura de que no existía ninguna divinidad y, si acaso, que la especie humana debería ser la que estuviera expuesta sobre los altares. Así se aprobó una ley internacional que proclamó el año de la invención del procedimiento Vida Eterna como el primero de una nueva era y el año 2117 después de Cristo se convirtió en el año 1 de la Era del Hombre. La norma fue votada por el Parlamento Mundial, simbólicamente, el 25 de diciembre de 2117, día que fue proclamado fiesta del Nacimiento del Genio Humano Libre. Se había iniciado en ese día un periodo terrible de cuatro siglos, cerrado oficialmente solo el 1 de enero de hace cuarenta años cuando, por una nueva norma, se volvió a la cuenta de los años siguiendo el antiguo calendario plurimilenario. Hoy en día, tanto los creyentes, cuyo número ha crecido, como los siempre numerosos incrédulos definen esos cuatrocientos años como la Era Antihumana. Veamos por qué. Las peleas empezaron ya en el año 2, después de algunos meses de entusiasmo general, se habían producido enseguida graves acontecimientos en el curso de los cuales también había corrido la sangre. El proceso Visa Eterna era lento y complejo y se había puesto a disposición del público, por decisión de los dos multimillonarios financiadores, exclusivamente dentro de los laboratorios Bertrand Russell: formalmente los dos magnates eran directores administrativos del Instituto, pero esencialmente eran los propietarios, gracias a ciertos cruces societarios, y podían tomar las decisiones que les resultaran más convenientes. Obviamente, ambos habían disfrutados los primeros del proceso Vida Eterna e inmediatamente después de ellos sus respectivos familiares. Luego se habían beneficiado los investigadores y sus familias, salvo un biólogo creyente y practicante que había preferido renunciar, teniendo una fe muy firme en la vida eterna trascendente. Sin embargo el hecho era que el procedimiento era tan lento y complejo que solo una parte de aquellos que estaban en la lista de espera podían aprovecharlo antes de que les llegase la muerte y además la lista iba aumentando. Por otro lado, el proceso Vida Eterna era tan costoso que quedaban fuera casi todos y los excluidos no podían sino estar contrariados o algo peor, salvo los entonces rarísimos creyentes en Dios que aceptaban otra vida y a los que no les atraía la idea de existir para siempre en este mundo material. Habían aumentando constantemente los hurtos y robos a multimillonarios, frecuentemente realizados por bandas de varias decenas de personas que se enzarzaban en tiroteos y arrollaban a los guardias de sus víctimas y casi siempre, inmediatamente después de cometer el delito, se mataban entre sí por el botín, generalmente insuficiente para pagar la eternidad para todos los miembros del grupo. Además se perpetraban homicidios contra los magnates en la lista de espera, ayudados por sicarios contratados por otros multimillonarios también en la lista, con el fin evidente de reducir el número de los concurrentes. Añadamos a esto que se habían producido otros asesinatos entre los políticos, por parte de terroristas. Estos en algunos casos habían actuado aisladamente, pero la gran mayoría eran miembros de una organización paramilitar revolucionaria que se autocalificaba Grupos Armados para la Vida del Pueblo. Todos ellos habían atentado no solo contra la existencia de los multimillonarios a la espera de intervención, sino también contra la de los herederos de estos, tanto parientes hasta el tercer grado como terceros beneficiarios de los testamentos: pretendían en realidad conseguir que los patrimonios de los multimillonarios asesinados, ya sin sucesores, acabaran legalmente en herencia para el estado y que, bajo amenaza de atentados a los hombres públicos, se instituyera una lotería pública de la Vida Eterna con esos capitales como premio, a fin de que todos pudiesen tener al menos una mínima esperanza de eternidad. Aún así, además de los terroristas, que habían logrado la simpatía popular, también muchos ciudadanos comunes, con manifestaciones en las plazas, pedían esa rifa pública y eran manifestaciones que degeneraban en tumultos. La solicitud no se había concedido, los terroristas fueron capturados meticulosamente uno por uno, arrestados y condenados de por vida en los campos de trabajo de Titán, el satélite más grande de Saturno. Hay que advertir además que, mientras que los apuntados que no se habían sometido al procedimiento podían todavía, como es obvio, ser asesinados, los otros ya no. No os sorprendáis. He aludido a resultados del procedimiento muy superiores a la consecución de la eternidad natural de la vida. Bien, aquellos que ya habían superado el proceso Vida Eterna no solo se habían convertido en inmortales en el sentido de que ya no envejecían y por tanto no fallecían, sino que no podían morir ni siquiera en caso de heridas de naturaleza mortal. Parece imposible, ¿verdad? Y sin embargo era así. Por cierto que esto corrobora la idea de la invención no era solo un resultado humano sino fruto de la interferencia de una causa externa ignota de gran poder. El primer caso que había demostrado ese increíble fenómeno había acaecido en febrero del año 2, un accidente que debía haber sido absolutamente mortal, al caer el sujeto desde un despeñadero de varios centenares de metros de desnivel. Por el contrario, aunque fuera con grandes dolores, como había explicado luego a los medios, se había recuperado perfectamente, como si se hubiera curado naturalmente. Al principio la opinión pública se había mostrado escéptica, la mayoría había pensado que había sido un caso muy afortunado, por ejemplo, una caída sobre un montón de nieve blanda. Pero se había cambiado de opinión con el tiempo al verificarse otros casos de traumatismo potencialmente mortales que sin embargo no tenían consecuencias luctuosas. Y quedó claro para todos que ninguno de quienes había recibido el tratamiento Vida Eterna podía ya morir. Tampoco, por otro lado, podía suicidarse: de ninguna manera. También de esto hablará, en un momento, el teólogo profesor Serra. Durante los primeros tres siglos de los cuatrocientos años de la nueva y terrible era el mundo se había visto ensangrentado a causa del procedimiento Vida Eterna. Sin embargo, poco a poco, esa violencia iba disminuyendo, hasta desaparecer del todo. ¿Por qué? Porque los eternos, con el paso del tiempo, cada vez parecían menos personas privilegiadas, ya que los mortales comunes, en el curso de sus generaciones, les habían visto entristecerse cada vez más, casi hasta la desesperación. Los últimos casos de violencia, realizados solo por ignorantes, se produjeron hace unos ciencuenta años, episodios que vuestros abuelos sin duda recordarán. ¡Señores estudiantes, meditad sobre esos horrores! Considerad cuánta soberbia puede ejercerse en la investigación científica, cuando falta en ella el espíritu humanista: ese humanismo que no debe ser solo filosófico, sino también científico y que debe dirigir a la ciencia y la tecnología hacia el bien de todos los seres humanos y no solo de unos pocos privilegiados. Oh… veo que el profesor Eugenio Serra está apareciendo ahora mismo a mi lado en forma holográfica: os pido un aplauso y que a continuación le escuchéis en perfecto silencio.

—Señoras y señores —comenzó a decir el teólogo y filósofo después de haber rogado a los estudiantes que interrumpieran su largo aplauso—, iré directo al grano porque desgraciadamente, a causa del gran número de los usuarios de las transmisiones holográficas interagentes, la sociedad gestora no concede mucho tiempo a cada uno. Os planteo un par de preguntas retóricas: ¿Por qué disminuyó y luego cesó la lucha por conseguir ser admitido en el proceso Vida Eterna? ¿Por qué, por otro lado, los instrumentos, las sustancias químicas y el resto de materiales necesarios para el procedimiento acabaron siendo destruidos por sus propios guardianes, sin ni siquiera atender las órdenes de la autoridad? Bueno, sencillamente porque en un cierto momento era evidente para todos el sufrimiento que padecían los eternos, ese sufrimiento al que luego se llamó su aburrimiento mortal o sencillamente el aburrimiento: no en el sentido habitual del tedio, sino en el clásico de tormento, incluso de infierno. Quede sin embargo claro que esta afirmación mía se dirige solo a los que sean creyentes, porque me refiero al infierno en sentido teológico. Por tanto, si alguno de los presentes es ateo, es muy libre de extrañarse al respecto. Como decía, con el paso de los siglos los eternos habían sido presos de una aversión cada vez insoportable por la vita. Esta en realidad no les ahorraba ni los sufrimientos psíquicos ni los físicos. Por ejemplo, si un eterno sufría un revés de la fortuna podía pasarse el resto de la eternidad como un vagabundo. Si perdía una mano en un accidente, le crecía otra, pero con dolores atroces. O si sufría una migraña congénita, que parece completamente incurable, esta se reproducía una y otra vez por siempre. Por otro lado, si es también verdad que no debían soportar ya la angustia de la muerte, esta después de una larga experiencia de dolor era sustituida, y más gravemente, por la angustia de una eternidad de sufrimiento. Os recuerdo que el procedimiento Vida Eterna era algo casi absurdo, al ser tan contrario a las leyes naturales. En definitiva, su mecanismo resultaba un misterio para sus propios inventores, que sencillamente habían tratado de alargar la duración de la existencia, no de eliminar la muerte. Sin embargo su invención, si se puede decir que era suya, la había abolido. Exactamente así: un hecho no realmente científico, es decir, no derivado, en realidad, de su investigación. Por tanto afirmo que algo, o mejor Alguien, con mayúscula, había intervenido de manera sobrenatural para que funcionase el proceso imposible. ¡Si alguno de vosotros tiene otra explicación me gustaría que la expusiera! Bueno… bien, visto que nadie levanta la mano, hagamos ahora una consideración elemental teológico-bíblica. ¿Qué es esencialmente el pecado original? Preciso, para quien se equivoque, que comer el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal no significa la condena divina de la investigación científica o filosófica. Hay que saber que en el lenguaje simbólico antiguo judío la locución bien y mal significa todo lo existente creado por Dios, mientras que conocer significa poseer, en todos los sentidos y no solo en el conocido sentido sexual. Por tanto el pecado original consiste en querer poseer el mundo creado haciéndose Dios y sustituyendo al Creador, poniendo en lugar de la ley moral objetiva divina la idea propia subjetiva, para uso y consumo propio, y consiste en ultrajar la naturaleza creada por Dios. Es el pecado que no solo los míticos padres Adán y Eva, sino muchísimos seres humanos han cometido y cometen, un pecado del que si no nos arrepentimos a tiempo nos conduce al Infierno. Bueno, una vez precisado esto, ¡prestad atención! podemos finalmente llegar a la conclusión. ¿Quién fue más soberbio y ateo que los eternos? ¿Quién fue más contra la naturaleza? Creo que nadie. En segundo lugar, consideremos que eran absolutamente indestructibles y esto no puede realmente parecer un hecho científico, humano. Algunos de ellos, ¡que nadie se ría aunque parezca ridículo!, hasta cierto punto, llenos de angustia buscaron cualquier vía para morir, primero bajo anestesia y luego, pensando que tal vez fuera esta la causa de su fracaso, renunciando a ella: cortarse la cabeza, explosión de bomba, hambre y sed, ahogamiento, encerramiento en una habitación sin aire… ¿Os reís? Bueno, os perdono, es comprensible humanamente, pero ahora, por favor… Gracias. Estaba a punto de decir que, al no obtener finalmente nada, estos eternos aspirantes a suicidas se pusieron de acuerdo y trataron de aniquilarse todos juntos con una bomba ultranuclear… ¡Vale, por favor! Dejad de reíros, por favor: es un hecho trágico. Gracias. Decía: parece absurdo, pero incluso en ese caso extremo, después de quedar reducidos a menos que átomos, se recompusieron, completamente incólumes. Al haberse demostrado por tanto su absoluta indestructibilidad hasta el extremo, es correcto deducir que, incluso cuando el Sol llegue a colapsar, cuando la Tierra esté muerta, incluso cuando todo el universo, por la inversión del Big Bang vuelva otra vez a la nada, estos condenados eternos continuarían existiendo, en el interminable infierno de esa misma nada. ¿Un infierno sin haber muerto antes?, me preguntaréis. No. También sabéis que el procedimiento Vida Eterna, que sería mejor que lo llamáramos Muerte Eterna, contemplaba, como paso necesario, también la muerte: solo por un momento, pero una muerte real, también cerebral. Solo después se producía la llamada a la vida, a la Vida Eterna. Añadiré ahora un concepto, una gran confirmación de mi tesis y luego me despediré porque la conexión está a punto de acabar. ¿Dónde se podría situar el estado infernal si no es fuera de Dios, es decir, fuera del Ser, que es como decir de Felicidad Trascendente Eterna Infinita? Por tanto ese estado no puede encontrarse más que en lo inmanente que continuará, por decirlo así, existiendo también para los condenados cuando el resto del universo sea simplemente la nada. Oh… veo que nuestra conexión está terminando. Adiós a todos.

Entre aplausos la imagen del catedrático se desvaneció.
Sin embargo esta vez no todos los estudiantes habían aplaudido: ni los cuatro ateos, ni dos descendientes de los aburridísimos eternos, ni una joven conocida por todos por su espiritualidad y a la que además se le había oído decir a la vecina:
—Sin embargo, también creo que al final de los tiempos también esos desgraciados… Podría tratarse de una especie de purgatorio en la tierra, ¿no? Está escrito: «No juzguéis si no queréis ser juzgados» y si bien es verdad que en cierta ciencia puede haber mucha soberbia, ¡cuánta puede encontrarse también en cierta teología!
Capítulo 2 (#ulink_5920965b-117f-5e55-a4f8-988e6d270bba)

Lo primero que generó la aversión general contra los eternos fue la envidia, por el deseo de los mortales comunes de ser como ellos, unos celos disfrazados no obstante de deseo de justicia, como sucede casi siempre. Posteriormente, cuando se apreció de manera generalizada el aburrimiento existencial de los inmortales, no desapareció la hostilidad contra ellos, sino que para alimentarla se había añadido una especie de desprecio por la condición que sufrían, ese desprecio que aparece lamentablemente, en los espíritus menos nobles, hacia aquellos que consideran, por cualquier razón, como distintos. El desprecio se expresaba a veces en forma de sarcasmo burlón, con observaciones como estas: «¡Les está bien empleado a esos prepotentes que querían ser superiores a nosotros y se daban tantas ínfulas!», «¡Fíjate en esos millonarios! Se han gastado una fortuna para alcanzar el aburrimiento, esas cabezas de chorlito», o como esta otra, más dura: «¡Sus caras alegres se han convertido en rostros pálidos como el culo!». En la última fase se generó en muchos mortales, no en todos, ya que seguían existiendo algunos no despiadados, un odio puro por los eternos. La mecha la había encendido un caso, llamado por los medios «La carnicería de París», cuya noticia había dado la vuelta al mundo de inmediato con gran escándalo. El hecho se había producido después de la vuelta a viejo calendario, exactamente en el año 2509, habiéndose ya destruido las instalaciones Vida Eterna, por lo que el número de los inmortales, todos censados por obligación legal, se mantenía entonces en 1003 personas, también porque la eternidad originada por el procedimiento Vida Eterna no era transmisible, ya que el proceso hacía estériles a quienes se habían sometido a él. Algunos inmortales sí tenían hijos y nietos, pero todos fruto de concepciones precedentes. Para llegar al apogeo del odio entre la conciencia colectiva se llegó al convencimiento, que ya estaba en lo más profundo de las mentes antes de la carnicería de París, de que de no le habría sido posible de ninguna manera a un mortal reaccionar con éxito a un ataque violento de un mortal que hubiera decidido herirle o matarle, debido a la tristemente famosa facultad de los eternos de regenerarse poco después de haber sido ellos mismos heridos o aparentemente muertos. Por tanto, en caso de agresión, la única posibilidad de defensa, que solo habría podido ejercerse si enfrente del inmortal violento se encontraran muchas personas, habría sido sujetarlo con cuerdas o cadenas, impidiendo así sus movimientos. Seguramente ya se habían producido agresiones por parte de un eterno contra un mortal antes de la carnicería de París y además, en cuatro siglos, debían haber sido muchas, pero solo después de esta matanza se había extendido por todas partes una airada obsesión colectiva contra los eternos. Lo que había pasado era que uno de los inmortales, un hombre fornido que aparentaba tener unos treinta años o con más de cuatrocientos años de edad real, Louis Villon, célebre por haber sido uno de los dos magnates que habían financiado la investigación del Instituto Privado Bertrand Russell que desembocó en el procedimiento Vida Eterna y que al principio no habían dado fruto, una tarde en el campo en los alrededores de París, al entrar andando en su propia villa después de un paseo para hacer la digestión, fue atacado por tres perros doberman instigados contra él por cuatro jóvenes mortales pertenecientes, como luego pudo averiguar Villon, a una banda de una decena de vándalos racistas que tenía como primer objetivo enfrentarse a los odiados eternos. Louis Villon había sido literalmente despedazado por los perros y luego sus amos se habían alejado psicológicamente saciados de sangre junto con sus animales. Villon renació entre grandes sufrimientos, lleno de rabia contra esos miserables y realizó indagaciones al día siguiente mediante investigaciones privadas para descubrir su identidad. Una vez supo lo que necesitaba sobre esos malhechores, en lugar de denunciarlos, el multimillonario había querido llevar a cabo una venganza personal y, por la noche, cuando su club estaba vacío de gente, lo había incendiado. La banda ocupaba una chabola de madera en el campo en los alrededores de París, no lejos de la villa del eterno. Sin embargo uno de los bandidos, que vivía en un caserío cercano al club, apenas a unos ochenta metros, había visto huir al incendiario y la noche siguiente se lo había contado a los demás miembros. No mucho después, tras echar abajo la puerta de entrada a la villa de Villon, los diez juntos habían invadido la morada con sus tres perros, empuñando antorchas, con la más que verosímil intención de responder dando fuego a la construcción. El propietario y sus dos sirvientes, mortales comunes de mediana edad, marido y mujer, habían acudido ante el estruendo del derribo de la puerta, se habían reunido en la entrada, habían visto a los invasores, habían tratado de enfrentarse valientemente a ellos y habían sido agredidos por los perros, incitados por sus amos. Los tres habían sido despedazados horriblemente, pero mientras que los sirvientes estaban irremediablemente muertos, Villon se reconstituyó poco a poco hasta reaparecer incólume. Entretanto los delincuentes, con sus animales, habían empezado a explorar las demás habitaciones de la casa, con la probable intención de robar en ella. El propietario, armado con dos escopetas y dos pistolas que guardaba en un armario junto a la entrada, preso de una ira como no había sentido en toda su larguísima existencia, mató en primer lugar a los tres dobermann que, habiendo advertido su olor, habían dejado a sus amos y corrían gruñendo hacia él para atacarle. Luego, ya ciego de rabia, llegando hasta los agresores, Villon había asesinado a cuatro, uno tras otro. Los otros seis decidieron huir después de esto. Al reconocer el juez instructor la legítima defensa, Villon no había sido condenado, mientras que los delincuentes sobrevivientes habían sido arrestados, juzgados y condenados. Sin embargo la impresión general ya era muy hostil a los inmortales. Así que los medios, recogiendo y exprimiendo esa profunda aversión, habían presentado el episodio arrojando sospechas sobre Villon. Bajo una fuerte presión popular, apoyada por los propios medios, los líderes estatales habían decidido por fin la promulgación de una ley que autorizaba la concentración de todos los eternos en un lugar aislado. Esta norma, promulgada con un decreto del gobierno aprobado casi inmediatamente por el Parlamento, se había aplicado de inmediato. Los eternos, al ser todos conocidos por la autoridad gracias al censo anterior, habían sido capturados uno a uno por fuerzas de la policía de paisano, que se les habían acercado individualmente con diversos pretextos o estratagemas: los policías les habían esposado firmemente y llevado a la cárcel, donde habían permanecido recluidos encadenados. Cuando fueron capturados los 1003 inmortales, sin que faltara ninguno, fueron transportados todos juntos, en realidad con todo el respeto posible y aprovechando las comodidades de abordo, sobre un gran hidroplano transoceánico y habían sido desembarcados y recluidos para siempre sobre el atolón coralino de Rapa Nui, más conocido como la Isla de Pascua, situado en el centro del Pacífico, muy lejos de cualquier otra tierra, a más de 3.600 kilómetros al oeste de la costa de Chile y a 2.075 al este de las cuatro islas volcánicas del archipiélago Pitcairn, situado en el Pacífico meridional. Sin embargo se había concedido a los exiliados constituir sobre la isla su propio estado independiente. La comunidad sería completamente autosuficiente gracias a los nuevos recursos de esa isla, antes poco hospitalaria, que había sido preparados por adelantado por el Estado mundial con los métodos fertilizantes más modernos y además debido a los aparatos y cyborgs para el cultivo y la producción industrial que la misma autoridad había proporcionado a los exiliados. La supervivencia de los eternos también estaba garantizada por su número limitado y por el hecho de que eran estériles. En cuando a los poquísimos exponentes de la población nativa de Rapa Nui, no se les había consentido permanecer allí y se les había obligado a mudarse a la mayor de las islas Pitcairn, deshabitada desde hacía tiempo, también con altas indemnizaciones, pagadas en especie, que les había asignado el Estado. Inmediatamente después del desembarco de los exiliados se había colocado en torno y por encima de toda la isla un campo de fuerza, impenetrable materialmente, que impedía tanto a los eternos abandonar la isla como a los mortales acceder a ella. En particular, los ya difundidos aparatos del sistema Radiotransporte Instantáneo de Seres Vivientes, inventado una decena de años antes por los ingenieros Green y Berusci, capaz de radiotransportar seres humanos, animales y cosas, no se podía utilizar ni para entrar ni para salir, sin contar que, evidentemente, no se le había proporcionado a los deportados, igual que no se les había proporcionado embarcaciones ni medios aéreos.

Con el paso del tiempo, el mundo se había olvidado de la existencia de los inmortales.
Habían sido las mismas autoridades las que habían ordenado ese olvido, eliminando de las memorias electrónicas cualquier noticia sobre ellos. Para la historia oficial, no habían existido nunca. Pero si durante un largo periodo ninguno había oído hablar nunca de esos 1003 eternos, el futuro sin embargo tenía guardado para ellos una reaparición clamorosa, la fama y… algo más. Pero hasta el nuevo advenimiento esencial, tendría que producirse un acontecimiento cuya causa desencadenante estaría en la Tierra, pero sus consecuencias tendrían origen muy lejos de nuestro planeta.

Capítulo 3 (#ulink_5920965b-117f-5e55-a4f8-988e6d270bba)

Otto Bauer, quincuagenario catedrático de Astrofísica Posteinsteiniana en la Universidad Libre de Berlín (Freie Universität Berlin antes del triunfo de la lengua anglomundial y la desaparición de las lenguas nacionales), además de director del Ente de Investigación de la Vida Extraterrestre estaba a punto de acabar su lección:
—… y como ya sabéis por mi colega de Teoría de la Investigación y es aceptado comúnmente desde hace más quinientos años, ya en el siglo XX el filósofo de la ciencia Karl Raimund Popper había establecido que toda teoría, para poder definirse como científica, debía poder ser falsada. Así, por ejemplo, el psicoanálisis era filosófico pero no científico, porque el concepto de inconsciente, por definición, no es experimental y por tanto no se puede falsar científicamente. Por el contrario, la hipótesis cosmológica geocéntrica era indudablemente científica, porque había podido falsarse con certeza por Isaac Newton. A su vez, la teoría newtoniana era científica porque se reducía a un simple caso particular de la más amplia teoría einsteiniana y también esta última era científica en cuanto, y esto es lo que nos interesa en definitiva, fue refutada parcialmente por el Grupo Post-einsteniano de la Universidad de Turín, que, gracias al descubrimiento de las ondas ultrafotónicas, demostró en 2515, hace exactamente dos años, la posibilidad de superar, en teoría infinitamente, la velocidad de la luz. Y es también sobre la base de este descubrimiento de que gracias a las ondas ultrafotónicas acortamos enormemente los tiempos de las comunicaciones interestelares como espero poder contactar finalmente con una civilización alienígena.
Sonó el timbre de fin de la clase.
—Nos vemos el próximo día —había dicho el prof a modo de despedida y levantándose se había dirigido a grandes pasos a su estudio.
Durante casi toda la hora había estado nervioso porque, poco después de empezar la lección, su ayudante principal le había advertido que había llegado un mensaje de la Comisión de Financiación: casi seguro que era la decisión que esperaba desde hacía meses.

—¡Maldita sea!
Se había oído al docente en toda la planta:
—¡Burros fanáticos! ¡Esas ratas de sacristía, esos psíquicos subdesarrollados creen que pueden mandar al diablo nuestra investigación! —Bauer, cuyo rostro hacía un momento estaba completamente encarnado por la excitación, había empalidecido después de acabar de leer el breve mensaje, luego se quedó sin palabras durante unos segundos, con la perilla leonada que le temblaba sobre el agudo mentón, y finalmente había explotado. Le resultaban inconcebibles tanto la repuesta como la motivación: ¡además con letras mayúsculas, como para ofenderle!

Se rechaza la solicitud de fondos porque
EL PROYECTO ES MANIFIESTAMENTE ILÓGICO.
Fdo. El Presidente de la Comisión
- Prof. Dra. Marisa Zanti -

—Yo la mato, a esa imbécil —había expresado entonces el desilusionado catedrático, desplomando su corpachón sobre la butaca de su mesa, siempre con la larga perilla temblando sobre su barbilla.
Su ayudante principal, dándose cuenta en ese momento, por su recuerdo de tantas otras crisis nerviosas de ese hombre irascible, de que la escasez de aire en los pulmones le habría impedido que la hiciera callar, había intervenido finalmente:
—Perdone, profesor, pero me parece que puede recurrir, ¿verdad?
—Hmmm… —había casi gruñido el otro, sin responder.
«Ya, este es el momento en que debe enfurruñarse», había razonado la doctora conteniendo la sonrisa y le había dejado tranquilo. Como esperaba, después de un rato el profesor había hablado:
—Usted entiende, querida Steiner, que esto nos impedirá encontrar vida extraterrestre, quién sabe durante cuánto tiempo. Y sin embargo, con la nueva posibilidad de lanzar al espacio ondas ultrafotónicas, en lugar de las lentísimas ondas de radio, estoy completamente seguro de que esta vez tendríamos éxito. Además, también estoy seguro de que la respuesta a nuestro recurso sería también negativa.
—No entiendo por qué nos han dicho que no.
—¡Yo sí lo entiendo! —Se había enfadado de nuevo—: Por razones ¡piense un poco! Re - li - gio - sas. ¿Se da cuenta de qué grupo de cretinos? ¡Por razones religiosas!
—Perdone la ignorancia: ¿qué tiene que ver la religión?
—La ignorancia no es de usted: ¡es de ellos! ¡Estoy convencido de que esa es una comisión de beatos, igual que es notorio que lo es la presidenta! ¡Seguro que también lo son todos los demás! Tienen miedo de que tengamos éxito, acabando así con su fe: piense en dónde iba a acabar su religión si descubriéramos seres inteligentes de otros planetas.

—¡Maldita sea! ¿Tiene Zanti de verdad tantas cosas que hacer? —El profesor Bauer esperaba desde hacía veinte minutos, en pie, en el pasillo del último piso del Ministerio Mundial de la Ciencia: como un centinela, estaba parado delante de la puerta de la oficina de la presidenta de la comisión.
Una hora antes había subido a un avión de línea suborbital en ruta hacia París: quería, o más bien exigía, obtener explicaciones inmediatas. Iban a oírle si no eran exhaustivas.
—Después de todo, usted no tiene cita —había comentado con voz indiferente el robot ujier de la entrada, desde su puesto—. Ya es mucho que la profesora haya aceptado recibirle.
En el rostro del científico había aparecido una expresión malvada. Se había dirigido de inmediato hacia la máquina plantándole los ojos en los objetivos. El autómata se había echado atrás acabando pegado a la pared. Sin embargo, si Bauer había tenido antes una mala intención, no la había expresado al llegar al ujier, sino que, mostrando en la boca una sonrisa forzada, le había dicho en tono dócil:
—Te ruego que se lo pidas. Hm… Te lo agradecería.
—¡Así está mejor! —había aprobado el otro y rápidamente fue a llamar a la puerta de la presidenta. Luego, entreabriendo la puerta sin esperar respuesta y metiendo la cabeza en la habitación, había poco más que susurrado—: Profesora, ese Bauer…
—Sí, ya he acabado —había respondido una voz femenina—. He oído los lamentos del profesor, pero estaba a punto de recibirlo: en un minuto, hazlo pasar.
—El señor está servido —había dicho a Bauer el robot, colocándose delante de él con la mano derecha abierta, sobre la cual el profesor había puesto un soft-dream, una especie de botoncillo eléctrico sintetizado por la industria precisamente para la relajación mental de los autómatas.
«Este ya lo he soñado», se había dicho mentalmente el robot con decepción, después de haberse introducido el botón eléctrico en la ranura pectoral apropiada y haber examinado la propina.
La presidenta era una mujer de unos setenta años, flaca, de ojos cerúleos, pelo blanco muy corto, nariz larga y estrecha, boca pequeña y sin maquillaje: la única coquetería era la eliminación total de las arrugas con el método ambulatorio Darendhörf.
Bauer, aunque sabía que no le iba a ser fácil, se había prometido mantenerse tranquilo. Al saludar a Zanti había conseguido además sonreír:
—No entiendo por qué no se ha aceptado nuestra solicitud: ¡no me han explicado nada! Francamente, no veo por qué…
—… ¿Por qué se trata de un proyecto ilógico? —La presidenta había sonreído a su vez desde el otro lado de la mesa, haciéndole una señal para que se sentara.
—Justamente. Después del descubrimiento de las ondas ultrafotónicas…
— No se trata de eso, profesor. Se trata de filosofía. De hecho…
—¿Qué diantres tiene que ver la filosofía? Um… perdóneme, no quiero ser maleducado, solo entender…
A Bauer se le encendió la cara:
—¡Vaya, tal y como yo pensaba!
—Espere, profesor, porque no lo ha entendido. Sepa que casi todos los miembros de la comisión, salvo otro y yo, son ateos como usted. Y se trata precisamente de esto: de que el ateísmo no se concilia en absoluto con la probabilidad de que en nuestro cosmos haya otras criaturas inteligentes.
—¿Qué está diciendo? ¡En todo caso es lo contrario! Hablemos claro: sois los creyentes los creyentes los que tenéis miedo de que se encuentren extraterrestres y de esa manera se acabe vuestra trola religiosa —Toda su cara estaba enrojecida.
—Ni soñarlo, profesor Bauer. ¿Cómo podríamos habernos impuesto el otro miembro y yo contra diez ateos? Pero si no se tranquiliza, haré que le echen.
—… Está bien, siempre que me lo explique, pero si no me convence…
—… ¿Me dará un puñetazo? —Y se había reído.
—N… no, naturalmente, pero en el recurso que presentaría, indudablemente me iban a oír.
—Está en su derecho y ahora escuche, si quiere. En cuanto a los principios religiosos que usted se teme, sepa, aunque esto se lo digo a puro título informativo, que creemos que la Revelación se refiere exclusivamente al género humano y nunca a los innumerables proyectos posibles de Dios para el universo, incluida la creación de extraterrestres. ¡Sería maravilloso encontrar otras posibles inteligencias! Fíjese en que se fuera atea, en lugar de posibles habría dicho inverosímiles.
Bauer había sacudido la cabeza con desaprobación.
—Sí, de verdad. Fíjese bien: ¿por qué la comisión nunca ha considerado, con una mayoría de diez contra dos que sigue su propia visión atea, profesor, que creer en criaturas extraterrestres en nuestro cosmos sería ilógico y que probablemente sería un despilfarro acabar financiando la investigación?
—¿Un despilfarro?
—Espere. Suponemos que su hipótesis como ateos es que la vida apareció por puro azar, ¿verdad?
—Se entiende que sí.
—Así que no parece muy probable en ese caso que exista un único universo, el nuestro.
—Pero…
—Espere. Usted sabe que en los últimos siglos se han encontrado millones de planetas que orbitan en torno a millones de estrellas y que ni siquiera uno ha sido capaz de alojar vida inteligente. Vidas inferiores sí, pero superiores no. Además a todos estos mundos les falta algo y, en primer lugar, en torno a ninguno de ellos orbita un satélite como nuestra Luna, sin la cual tampoco existiríamos. Seguramente sabe que desde hace muchísimo tiempo hay una relación inseparable entre nuestros dos mundos: cuando la Tierra era todavía muy joven e informe, otro plantea, más o menos de la masa de Marte, en lugar de asentarse en torno al Sol impactó con enorme violencia contra el nuestro, su materia se mezcló, parte de ella se incorporó a nuestro mundo y otra parte de dicha combinación de elementos acabó en órbita, primero formando un anillo en torno a la Tierra, compactándose luego en un único cuerpo y convirtiéndose en la Luna. ¿Algo casual? Bueno, yo no diría tanto. Sin embargo, es cierto que la Tierra sin la Luna no sería como es y, como he dicho, que nosotros tampoco lo seríamos. En primer lugar, no habría mareas, debidas a la atracción lunar, esas mareas que influyeron enormemente en el nacimiento de la vida sobre la Tierra, ya que las formas biológicas se desarrollan velozmente y de la mejor manera donde las condiciones ambientales son críticas y, por tanto, se adaptan al perfeccionamiento genético y al desarrollo cerebral: son por el contrario las situaciones estáticas las que representan negatividad para la vida, porque hacen que las formas biológicas elementales no evolucionen y acaben extinguiéndose. Sin embargo, los océanos, sometidos a las imponentes mareas provocadas por la Luna, que en el pasado estaba bastante más cercana a nosotros y ejercitaba una atracción mucho mayor, fueron en un pasado muy lejano los laboratorios más eficaces para el crecimiento de formas biológicas cada vez más complejas. En segundo lugar, es a la Luna a la que se debe esa relativa estabilidad del clima terrestre en el curso de las estaciones, que ha permitido florecer la vida. Y también el alternarse de las estaciones se debe al choque entre planetas del que derivó la Luna, ya que debido a él la inclinación del plano de rotación dejó de ser perpendicular a su plano orbital y obtuvo un ángulo óptimo de 23º. Así se produce la variación, a lo largo del año, de la inclinación de los rayos del Sol y, por tanto, la sucesión de las diversas estaciones. Eso no es todo: la Luna mantiene firme esa magnífica inclinación, con un efecto estabilizante sobre nuestra órbita, mientras que los cambios orbitales serían gravemente dañinos para la vida.
—Este bien, presidenta, estoy de acuerdo con estas cosas, que evidentemente ya sabía y he escuchado solo por mi natural amabilidad.
La presidenta había contenido la risa con dificultad, conociendo bien la rudeza del hombre que tenía delante.
El cual había proseguido:
—Estará sin embargo de acuerdo en que solo porque no se haya encontrado hasta ahora no tiene por qué no existir al menos un mundo como la Tierra que posea un satélite como la Luna y que orbite en torno a una estrella gemela de nuestro Sol. En todo el universo y ¿quién sabe? tal vez incluso en nuestra galaxia.
—Es verdad profesor, pero de hecho le he hablado de probabilidades, no de certezas: también creo que su hipótesis basada en el mero azar, tiene una posibilidad muy baja y, entiéndalo bien… los fondos se dispensan mientras la posibilidad de éxito no se considere ínfima.
—Um…
—En el caso de la existencia de un Ser trascendente creador y ordenador del universo se podría suponer la existencia de otras especies inteligentes en nuestro mismo universo. Indudablemente la cosa sería diferente si se demostrara la existencia de diversos universos paralelos al nuestro, esos universos que, ya a finales del milenio pasado, los científicos habían conjeturado sin poder demostrarlos experimentalmente en la realidad, ni siquiera hoy. Solo si existieran realmente esos cosmos se podría considerar como no demasiado improbable la existencia, no por intervención divina, sino por azar, de otra vida inteligente en alguno de ellos. Si por tanto es necesario imaginar billones y billones de universos paralelos para hacer suficientemente creíble la aparición de otras vidas inteligentes por mero azar es obvio que, para un científico ateo como usted, deberían excluirse lógicamente otras criaturas inteligentes en nuestro universo, el único en que usted podría investigar con las ondas ultrafotónicas.
—Um…
—Solo la hipótesis de los científicos creyentes, como yo, de que haya un Ente personal, un Dios creador y ordenador, no hace improbable la idea de extraterrestres en nuestro universo y le vuelvo a asegurar que yo sería la primera en querer que se descubrieran, porque sería maravilloso encontrar otras criaturas de Dios. Por eso se ha equivocado completamente al pensar que fui yo la que denegó su solicitud.
—… ¿Y si yo hubiera sido creyente?
—Los miembros de la comisión son personas respetuosas con las teorías coherentes de los demás. Como hombres con dudas, al ser científicos, saben que, según la epistemología popperiana, no son científicas ni las hipótesis de los infinitos universos ni la del Ente creador, ya que ni Dios ni, al menos por ahora, otros universos son experimentables. Sencillamente se trata de teorías aceptadas en ausencia de otras más verosímiles, hipótesis que tienen el 50% de probabilidad cada una: Es como en los tiempos del matemático Blaise Pascal y su apuesta por Dios al 50%. Si usted fuera creyente, profesor, indudablemente, en nombre de la duda científica y de la lógica, también la mayoría atea de la comisión, considerando además su enorme fama, le habría respondido que sí, no pudiendo oponer más que el propio 50% asimismo no científico. Pero así, cuando usted se declara desde el inicio como ateo…
—… Una hipótesis al 50%, ¿ verdad? Ya, ya, después de todo es una idea que también se podría considerar, ¿no es cierto? De hecho, escúcheme: inmediatamente, valiéndome del derecho de apelación, presentaré una nueva teoría según una hipótesis deísta. Pero usted está segura de que luego me darán los fondos, ¿verdad?
Capítulo 4 (#ulink_5920965b-117f-5e55-a4f8-988e6d270bba)

—La Espiral de Oro, señor Juez, era sin duda la meta académica más ardua de la Tierra, tan difícil de alcanzar que, antes de mí, en cincuenta años desde su institución, apenas un centenar de personas habían llegado a la meta. Era un objetivo espléndido: el superlicenciado tenía derecho a una enorme renta a lo largo de toda su vida natural, con la que podía proseguir sus investigaciones tranquilamente, sin necesidad de trabajos lucrativos. Desde niño había soñado con ella, desde que era un joven de dieciséis años que trabajaba en la tienda de mis padres en Módena: armas laser artesanales. No es que me desagradara ese trabajo, es que no me limitaba a seguir los diseños: muchas veces aportaba mejoras de mi invención a muchos modelos de fusiles y pistolas. Sin embargo mi sueño era dedicarme a la investigación pura, a tiempo completo. Por eso dedicaba al estudio horas nocturnas robadas al sueño. Pagaba, dedicando casi todo mi salario, las matrículas de las primeras universidades del mundo, en América y Asia. Podía asistir al menos en parte a las lecciones a lo largo de la noche, aprovechando los diversos husos horarios de los continentes y gracias al aparato que me había regalado mi padre, el Teletransporte Instantáneo de Seres Vivientes Green-Berusci. Así, con el paso del tiempo, examen a examen, una vez aprobada la selectividad general en Bolonia, obtuve primero la licenciatura en matemáticas y física en Princeton y luego el doctorado superior en filosofía universal en Tokio. Tenía entonces treinta años. En todo ese tiempo no me había concedido ninguna distracción. Había estado tan dedicado al estudio que ni siquiera había me había relacionado con mujeres y permanecía soltero. Se podría decir que era un monje del saber. Entretanto, al haber muerto ya mi padre y mi madre y haber heredado su tienda, para mantenerme había seguido con la profesión, obteniendo bastante dinero y manteniendo la libertad de mi tiempo ante horarios inflexibles: sin duda no habría tenido tal libertad si hubiera escogido una profesión dependiente, como habría sido la investigador en alguna institución. Por oro lado, esta habría sido una actividad de mayor prestigio que la de armero. Pero esto no me importaba. Durante otros veinte interminables años estudié y estudié para prepararme para las pruebas casi insuperables de la Espiral de Oro: estudiaba y fabricaba armas, fabricaba armas y estudiaba. Cuando por fin estuve listo, al inicio del año pasado realicé y aprobé los tres niveles previstos de examen en Moscú, Roma y París y expuse la tesis general en Oslo. ¡Conseguí por fin mi superdiploma! Ya había cumplido cincuenta años. En cuanto empezó a llegarme la magnífica renta de la Espiral, vendí la tienda y con lo obtenido compre material científico, alquilé un laboratorio eficiente y amplio en Cambridge y finalmente me dediqué a la investigación pura, apuntando esta vez al Premio Unificado Nobel-Green-Berusci, pero el sueño no duró. Apenas dos meses después, señor juez, a causa del desgraciado lanzamiento al espacio de informaciones sobre la Tierra por parte del señor Bauer, usando las ondas ultrafotónicas, estalló la guerra y fuimos invadidos. Y una de las primeras disposiciones del gobernador militar fue, como por otro lado consiente la nueva ley, desviar para su persona todos los rendimientos de la Espiral de Oro. Para vivir busqué entonces, en vano, un empleo apropiado para mi preparación: tanto en los institutos de investigación y las universidades como en las empresas, ¡había muchos jóvenes ansiosos en las colas en ese periodo de crisis económica! Usted ya sabe cómo son todos los jóvenes: ¡basta con que les disputes algo para que te esperen con un sublimador y te hagan desaparecer! Para comer, al no tener dinero, me vi obligado a vender mi material usado por cuatro perras. Por otro lado, al no poder pagar más el alquiler del laboratorio, tampoco habría sabido dónde guardarlo. Finalmente, al ser uno de los poquísimos expertos en armas artesanales, encontré trabajo junto a un joven armero de Londres que acababa de adquirir su taller a otros y todavía no conocía el oficio correctamente, reanudando así, aunque como empleado, el trabajo anterior. ¡En resumen, algo muy distinto de mis amadas investigaciones! Toda una vida gastada para nada. Peor aún, además para descender de jefe a dependiente y a las órdenes de un inútil. Me reconocomía la rabia cada vez más. Finalmente, hace cuatro días, esta se desató. Sabía que el día siguiente, aniversario de la conquista, el gobernador iba a desfilar con otros dignatarios por Regent Street, así que tomé uno de los fusiles de la tienda y me aposté en una ventana del tejado de la Biblioteca Cívica en la que me había escondido. Cuando pasó con un trineo aéreo, le atravesé con un rayo abrasador, tratando de dejarle una buena marca en el centro de la cabeza. Créame: solo quería que sufriera un poco, no matarle. De hecho, a pesar de lo que diga el señor del ministerio público, el rayo abrasante no mata. Para el gobernador habría sido un castigo mínimo en comparación con mi sufrimiento espiritual. Y además, señor juez, ¡en realidad fallé! ¡En realidad, ahora que ha desaparecido mi ira, estoy encantado de que haya salido indemne! Mis padres tenían razón: ¡la venganza, nunca! Es la enemiga de la justicia. Espero que usted, señor juez, quiera comprender la sinceridad de mi arrepentimiento. Sin embargo hay algo muy cierto y le ruego vivamente que me crea: la rebelión política no tuvo nada que ver en absoluto con mi acción.

Después de muchas horas, el magistrado había vuelto a la sala con la sentencia.
—¡Que se levante el acusado! —había ordenado el secretario de la sala.
Como prescribía la ley, el juez leyó con voz cortante:
—Imputado Roberto Ferrari, le declaramos… ¡culpable! y le condenamos a treinta años de trabajos forzados en las minas de metano sólido de Titán. Se levanta la sesión.
El condenado se desplomó sobre la silla, con la cabeza entre las manos, abatido.
El magistrado, sin embargo, en lugar de irse le había mirado largo rato. Luego con voz suave le había querido decir, a título personal:
—Tengo una hija que, como usted, ama la sabiduría y está a punto de terminar su tercera licenciatura. Por tanto comprendo sus sentimientos, doctor Ferrari, pero para un atentado contra uno de nosotros no están previstas atenuantes. La ley es la ley y un juez no puede desatenderla. Algún día… —aquí se había contenido, pero le habría gustado añadir: «… tal vez los magistrado nos dedicaremos a limpiar legalmente a los planetas de esos políticos ladrones, pretenciosos y militaristas que hacen leyes en su provecho y para su protección y roban a la gente honrada induciéndola a la anarquía. Pero por ahora estamos demasiado desunidos».
El condenado había levantado finalmente la cabeza y había mirado al juez Virih Tril: tal vez se trataba de un efecto óptico y, sin embargo, le había parecido que en uno de los cuatro ojos de ese probo magistrado extraterrestre brillaba una lágrima y que sus dos bocas temblaban un poco.
Capítulo 5 (#ulink_5920965b-117f-5e55-a4f8-988e6d270bba)

La Tierra se había convertido en colonia del pueblo imperialista del planeta Larku, situado en la galaxia de Andrómeda, a 2,538 millones de años luz de la Tierra: alienígenas con cuatro ojos, de los cuales normalmente dos estaban abiertos solo en la oscuridad, al ser sensibles al infrarrojo, un par de bocas, aunque la superior solo era aparente, con función exclusiva como nariz. En el resto eran similares a los seres humanos.
¡Que toda la culpa y la vergüenza recaigan sobre el profesor Otto Bauer de la Universidad de Berlín! Ese inconsciente, tras el descubrimiento de los rayos ultrafotónicos por parte del grupo post-einsteiniano de la Universidad de Turín, había lanzado haces de rayos al espacio a velocidad por encima de la de la luz, para contactar con otras posibles especies inteligentes. Y los belicosos larkuanos, al recoger esos mensajes, no podían creer haber encontrado, sin esforzarse, un nuevo mundo habitable al que someter: después de un par de años terrestres, habían aparecido en el Sistema Solar pertrechados con sus astronaves superfotónicas.
Se contaba que, entretanto, el científico había esperado en vano respuestas de civilizaciones alienígenas y que finalmente se había lamentado continuamente ante su ayudante, lanzando cada vez más a menudo su invectiva habitual: «¡Maldición!» Hasta que un día la había llegado la respuesta, pero en forma de un rayo enemigo que le había desintegrado junto con todo su laboratorio, por lo que no había tenido tiempo de conocer su éxito. Para los derrotados terrestre era una mísera compensación que fuera castigado por esas mismas criaturas que él mismo había atraído a la Tierra.
Contra el planeta Larku no podía hacerse nada más que rendirse: ese pueblo no solo había atacado por sorpresa, sino disponiendo de una tecnología muy superior. Solo había un punto en el que los larkuanos eran un poco inferiores: los terrestres tenían desde hacía tiempo cyborgs humanoides, los alienígenas solo robots, feos y torpes. Sin embargo también sus autómatas eran eficientes. Se rumoreaba que se habían abstenido de construir cyborgs por razones religiosas. Por otro lado, poseían la ventaja de un armamento y una informática bastante más sofisticados y, sobre todo, mientras que los larkuanos viajaban por las galaxias, los terrestres apenas se habían expandido por el Sistema Solar con naves lentísimas a fotones, con una velocidad máxima en torno a tres cuartos de la velocidad de la luz: solo había habido un caso, con un equipo de cyborgs, en dirección al única planeta de la estrella Próxima Centauri, expedición inútil porque ese mundo era una estrella perdida, similar a nuestro Júpiter, pero sin cuerpos celestes en órbita y se había revelado no solo como inhabitable sino, a diferencia de Marte y de algunos satélites del propio Júpiter y de Saturno, completamente intransformable en un planeta habitable: había sido un viaje inútil a velocidad por debajo de la de la luz que había durado una veintena de años entre ida, exploración y retorno.
Tras el descubrimiento de la fuerza ultrafotónica, no había habido tiempo de diseñar medios superlumínicos: solo de lanzar las dañinas señales. Por tanto había sido imposible que las astronaves-tortuga terrestres se opusieran a los fulminantes vehículos alienígenas. Esos bandidos de Larku habían atacado por todas partes; sobre la Tierra, sobre Marte y sus satélites, hasta la victoria. El ataque había durado solo unas pocas horas. Los enemigos habían combatido en persona, usando los robots solo para funciones secundarias, mientras que las fuerzas armadas terrestres habían lanzado en su defensa cyborgs militares sin que el ejército humano se expusiera en la línea de fuego: los robots habían sido inmediatamente desintegrados por el enemigo junto con las aeronaves militares que los transportaban y la humanidad se preguntaría por siempre: ¿Habríamos perdido igual si hubiésemos combatido nosotros mismos, en vez de delegar en esos humanoides electrónicos de escasa flexibilidad mental? Indudablemente sí, había sido siempre la conclusión, pero al menos no habríamos sufrido ni la vergüenza ni el arrepentimiento.
La rendición había sido incondicional. Los larkuanos habían nombrado inmediatamente sus gobernadores tiránicos sobre la Tierra y sobre los demás planetas y satélites del hombre.
Pueblo muy misterioso, no se había conseguido saber casi nada de su historia. Los ocupantes vigilaban todos los medios de comunicación terrestre, vetando la transmisión en directo y controlando y eventualmente censurando las noticias antes de hacerlas pública, así que se conocía solo lo que los larkuanos no trataban de ocultar o querían difundir, noticias estas últimas que las centrales operativas alienígenas transmitían holográficamente a las redes de distribución de las televisiones, de las computadoras y de los miniteléfonos proyectores de los terrestres, por ejemplo, la reaparición de pintadas antilarkuanas en las paredes, pero con la advertencia de que los culpables serían localizados y castigados con severidad. Se había sabido de los invasores, entre pocas otras cosas más, que tenían una única religión, a la que llamaban el Credo Misteriosófico. Y se sabía, porque a menudo los extraterrestres la invocaban incluso en público, que adoraban a una entidad llamada Supremo del Cosmos. Se rumoreaba además que el pueblo del planeta Larku se consideraba como el pueblo elegido y que, en lo que respectaba a los sometidos, consideraban inteligentes a algunos de ellos, no elegidos pero elegibles por mérito y se valían de ellos para ciertas tareas secundarias. El extravagante criterio de selección se basaba no tanto en las facultades intelectivas de la persona examinada, sino en primer lugar en la inmediata sumisión a los colonizadores. A la mayoría de los terrestres se le había considerado como un grupo entero de individuos sin alma. Se trataba, en suma, de una filosofía espiritual iniciática similar al antiguo gnosticismo de los terrestres. Más en concreto, se parecía a esa importante variante alejandrina expresada por el teósofo Valentino, según la cual los seres humanos no estaban todos incluidos en dos únicas clases, como pensaban otros gnósticos, las de los mortales materiales, sin espíritu y por tanto sin resurrección a la vida eterna, y la de los espirituales, admitidos en la alegría plena de la eternidad en el Reino trascendente que rodea a Dios y que emanaba de Él, llamado el Pleroma: para los valentinianos existía también la categoría de los psíquicos, individuos inteligentes que, si se elevaban en vida con la meditación y otras prácticas, podían por los menos ascender después de la muerte a una vida eterna en una serena zona celeste apropiada en los confines del Pleroma. Los larkuanos no habían construido ningún lugar de culto sobre los planetas que habían sido del hombre. Se rumoreaba, pero sin ninguna prueba, que tenían sus templos en las astronaves en órbita. Por turnos, una vez cada treinta rotaciones de la Tierra, equivalente a aproximadamente treinta y tres días larkuanos, subían con sus teletransportes, mucho más potentes y sofisticados que los terrestres porque podían transportar a muchos larkuanos a la vez, reorganizándolos perfectamente a la llegada sin ninguna mezcla de átomos de los diversos individuos. En esas ocasiones, llevaban vistosas vestiduras sacras. Los invadidos habían constatado también, en primer lugar en su propia piel antes de rendirse, que, igual que entre los seres humanos, también entre los invasores se encontraban los «malos», como los definían los terrestres, egoístas y prepotentes, y los «buenos», normalmente altruistas y bastante piadosos, incluso con el género humano. Después de una semana, todos habían comprendido que los dirigentes políticos y militares larkuanos estaban sin duda todos entre los malos, más bien entre los despiadados: esta noticia había sido difundida muchas veces por todos los medios, seguramente por encargo directo de los propios jefes larkuanos, a fin de que la conciencia de su maldad sirviera para mantener mejor el orden. También se había anunciado oficialmente que los ocupantes, sin duda por razones interesadas de orden público, habían concedido a los ocupados una autonomía limitada, tanto religiosa como institucional: un poco como hacía el antiguo pueblo romano en las regiones de su imperio, por ejemplo en Judea. Naturalmente, esta autorización se había publicitado como un gesto de infinita magnanimidad. Las iglesias terrestres, por tanto, no se habían disuelto, sino solo se habían visto sometidas a un tributo en dinero, con la más absoluta prohibición para los jefes religiosos, bajo pena de muerte, de expresar opiniones políticas. En lo que se refería a los centros urbanos, los administradores hasta el nivel de alcalde, cargo este último sometido a un prefecto larkuano, seguían siendo terrestres, pero elegidos de entre quienes los jefes larkuanos consideraban inteligentes de acuerdo con el criterio excéntrico de la sumisión inmediata. Por el contrario, se habían aplicado a los ocupados las leyes de los invasores y los jueces humanos habían sido relevados y sustituidos por magistrado del planeta Larku.

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Las Inmortalidades Guido Pagliarino и Mariano Bas
Las Inmortalidades

Guido Pagliarino и Mariano Bas

Тип: электронная книга

Жанр: Современная зарубежная литература

Язык: на испанском языке

Издательство: TEKTIME S.R.L.S. UNIPERSONALE

Дата публикации: 16.04.2024

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