Un Helado Para Henry

Un Helado Para Henry
Emanuele Cerquiglini


Emanuele Cerquiglini
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ÍNDICE

IMAGEN DEL LIBRO (#u8c8d9b65-b32c-58c6-bad4-31e74e68ae4f)
TRADUCCIÓN (#ucc865bdc-d89f-5e7f-8b9b-3e96af1897e7)
INFORMACIÓN Y GRACIAS (#u6490430d-5fdc-5ea1-a816-505ec36487fc)
CITAS (#u414faea7-0cf8-594b-93b2-92959b49ec52)
PERSONAJES (#u7a2f2306-ab14-5199-9c48-9bc8ff9caaf3)
DEDICATORIA (#uc48372f6-5e3c-55c7-88ca-3c6527a3597a)
PRÓLOGO (#u77f06c2f-84d9-5b3f-a7b9-36e6919344fc)
CAPÍTULO 1 (#u3e47e84f-1a41-5e5f-9e18-a561fa1bd957)
​CAPÍTULO 2 (#u623a5263-222b-57be-9379-1c19ab5d257d)
​CAPÍTULO 3 (#u52842dcf-838b-5d2a-bf85-a7f731e53c84)
​CAPÍTULO 4 (#uce9e0e61-1b6c-5af2-a47a-6176f8ef8043)
​CAPÍTULO 5 (#udfc7c122-db47-566f-94ef-e19db580331f)
​CAPÍTULO 6 (#u02184753-839d-543f-9ce8-8a4a78aad3e6)
CAPÍTULO 7 (#ua5aeef96-1228-50cb-99a1-0c43a9b7d550)
​CAPÍTULO 8 (#u300764c5-820e-5666-84fa-dc526246a130)
​CAPÍTULO 9 (#uff8897bd-1e77-565e-b8df-d2a0a5b1beff)
​CAPÍTULO 10 (#ub42a5ce2-c121-5dac-8283-42982cd85aea)
​CAPÍTULO 11 (#u7207ed0f-bac4-5320-8e01-ea11e06d8ca2)
CAPÍTULO 12 (#uc230f5b8-9f81-56db-a3d3-c89cf606f2c4)
CAPÍTULO 13 (#litres_trial_promo)
CAPÍTULO 14 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 15 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 16 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 17 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 18 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 19 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 20 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 21 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 22 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 23 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 24 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 25 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 26 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 27 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 28 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 29 (#litres_trial_promo)
CAPÍTULO 30 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 31 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 32 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 33 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 34 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 35 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 36 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 37 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 38 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 39 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 40 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 41 (#litres_trial_promo)
CAPÍTULO 42 (#litres_trial_promo)
CAPÍTULO 43 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 44 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 45 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 46 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 47 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 48 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 49 (#litres_trial_promo)
CAPÍTULO 50 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 51 (#litres_trial_promo)
​CAPÍTULO 52 (#litres_trial_promo)
​EPÍLOGO (#litres_trial_promo)
​NOTA DEL AUTOR (#litres_trial_promo)
EL AUTOR (#litres_trial_promo)

IMAGEN DEL LIBRO



fotos de Veronica Louro

TRADUCCIÓN





EMANUELE CERQUIGLINI
"UN GELATO PER HENRY"



Finalista del concurso “il mio esordio 2015”

UN HELADO PARA HENRY
8 MILLONES DE NIÑOS DESAPARECEN CADA AÑO. HENRY ES UNO DE ELLOS.



www.cerman.info (http://www.cerman.info)





Traducción: Sofia Cid Lamas




INFORMACIÓN Y GRACIAS
Emanuele Cerquiglini

Un helado para Henry

copyright © 2015 Emanuele Cerquiglini

(http://facebook.com/ungelatoperhenry)fan page (http://facebook.com/ungelatoperhenry)

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Esta es una obra de fantasía. Los nombres, personajes, lugares y eventos son fruto de la imaginación del autor o usados para la ficción. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas es pura coincidencia.
Agradecimientos a Roberta Graziosi y a Sarah Verdini por haber ayudado al autor a corregir el primer borrador de la novela, por su apoyo y por su paciencia.
Agradecimientos a Luigi, Alexandra y Andrea, viejos amigos que esperan que siempre se saque algo bueno.
Agradecimientos a Livia Risi por haber proporcionado al autor las características de uno de los vestidos de su colección: el “pizzo jersey BuyBy”, elegido por el autor para vestir a Bárbara Harrison en un capítulo de la novela. http://www.liviarisi.com/#!about/cjg9
Durante las búsquedas en la red para hacer frente al tema de la Segunda Enmienda y de la cultura de las armas de fuego en los Estados Unidos, el autor se ha inspirado en un artículo de Matti Ferraresi, titulado “U.S. Army tutti al poligono” y publicado en la web de Panorama el 12 de febrero de 2013 http://www.panorama.it/news/esteri/stati-uniti-armi-poligono/ imaginando las consecuencias de la visita de un periodista italiano en la New Jersey Firearms Academy.


CITAS




“Cuando un hombre con una 45 se enfrenta a otro con rifle, el hombre de la 45... es hombre muerto […]”
Ramón Rojo (Gian Maria Volonté)

POR UN PUÑADO DE DÓLARES (1964)
Dirigida por Sergio Leone


PERSONAJES
PERSONAJES PRESENTES EN LA HISTORIA


NIÑOS
Henry Lewis (casi once años)
Joanna Longowa (casi once años)
Nicolas (casi once años)

JÓVENES
Zibi Longowa (hermano de Joanna)
Shelley Logan (amiga de Jim)

FUERZAS DEL ORDEN
Barbara Harrison (teniente FBI)
Gordon Murphy (sheriff de Toms River)
Gonzalez (agente, distrito de Medford)
Clive Thompson (servicio secreto)
Iron (perro policía)

ADULTOS
Jim Lewis (mecánico - padre de Henry)
Ted Burton (Comandante del Cuerpo de marines jubilado)
Winnipeg Moore, alias Winnie (heladero)
Jasmine Lewis (hermana de Jim)
Robert Brown (la pareja de Barbara Harrison)
La profesora Anderson (profesora de matemáticas)
El maestro Johnson (profesor de historia)
Leland Wright (jefe de la Firearms)
Dalton Clark (enfermero jubilado)
Samantha Monroe (mujer de Dalton)
Delisay, alias Delizia (la segunda mujer de Ted)
Ronald Howard (millonario)
El entrenador Kyrle (profesor de educación física)
George y Paul (hijos de Samantha)

PERSONAJES DEL PASADO
Emily Butler (seis años)
Allison Parker (madre de Emily)
Luke Butler (padre de Emily)
Ryan Green (segundo marido de Allison)
Richard Harrison (doce años, hermano de Bárbara)
Donald Coleman (amigo del padre de Bárbara)


DEDICATORIA




A mi madre y a mi padre, que han protegido mi infancia, que siempre me han apoyado de adulto y que siempre me han permitido tener libre acceso al mundo de la fantasía. Esta siempre ha sido mi gran suerte. Hemos tenido momentos de luz y también hemos conocido las sombras traídas por las nubes, pero hoy, como ayer, los afrontaremos sin miedo. El Sol siempre está esperándonos cuando sale…

Gracias mamá y gracias papá. Emanuele.

PRÓLOGO



No siempre las apariencias engañan y no es verdad que los monstruos no existan. Los niños deberían saberlo y no se les puede negar el mundo tal y como es con la noble intención de protegerles. Sería una excusa y un aplazamiento peligroso para el conocimiento de la realidad. En el mundo hay dualidad: comprender el bien sin conocer el mal sería como negar la existencia del libre albedrío. A los niños se les debe explicar que, aunque todos los seres humanos son iguales, existe una infinidad de diferencias que hacen que cada persona sea un individuo único e irrepetible. Diferencias impuestas por diversas influencias: aquellas dentro de la familia, en el ambiente escolar y las impuestas por la sociedad y el entorno. Todas ellas determinan el desarrollo cognitivo, físico y espiritual del individuo. A través de estas influencias, el individuo se forma y en la edad adulta elige cómo actuar. Distinguir el bien del mal y elegir actuar bien, aceptando la existencia del mal y rechazarlo, es un acto que demuestra la comprensión de la dualidad y la posibilidad de moverse con mayor seguridad y conocimiento en el viaje de una existencia eterna. Los seres humanos siempre han hablado del mal, abordando el tema desde diferentes premisas. Podríamos decir que cada época tiene su mal, que debe ser abordado y nunca ignorado como si no existiese. ¿Pero el mal es en realidad una alternativa al bien? ¿Es verdaderamente una elección? Existe la posibilidad de que se determine por una serie de dificultades, ya sea al (con)ceder a algo que apoye cualquier carencia del ser humano, pero para abordar este tema se necesitaría explorar otras respuestas relacionadas con este asunto, optando por un camino sensato. El ser humano en su totalidad y sobre todo en su dimensión espiritual es el único que puede distinguir el bien del mal. Cuando no se alcanza esta plenitud, discernir resulta difícil, a veces imposible.
Dalton Clark caminaba durante el alba cogido de la mano de su mujer. Amaba el aire fresco de los lagos en Medford y era feliz llevando una vida de jubilado en aquel lugar.
«Hemos esperado tanto, mi amor, pero finalmente ha llegado el día que tanto esperábamos y será mejor estar preparados. Verás que un poco de movimiento nos vendrá bien, tanto al cuerpo como a la mente…» dijo Dalton cuando él y su mujer llegaron a los muelles. Después soltó la mano de la mujer para desatar la canoa de dos plazas de la valla de madera, donde estaba atada con una cuerda y asegurada con un nudo marinero.
Samantha Monroe le miró sin responder. Ella solía secundar siempre a aquel hombre, que años antes la había salvado y devuelto la vida. Dalton la había escuchado y comprendido como ningún otro habría sido capaz de hacer, incluso más que sus hijos y su primer marido; por esto ella le era tan devota y se fiaba ciegamente de él. Dalton era un hombre gigantesco, grande y gordo y se movía con poca agilidad, pero era fuerte físicamente y duro de carácter; a menudo lo era también con los hijos de Samantha, pero, sin embargo, ella sabía que detrás de aquella falta de ánimo, latía el corazón de un hombre bueno que sabía cómo afrontar las cosas y las situaciones que habrían aterrorizado y superado a la mayor parte de las personas.
Dalton colocó mitad de la canoa en el agua. Samantha le pasó el remo y él, jadeando, se metió dentro de la canoa, sentándose en la parte de atrás.
«Sube, mi amor, no tengas miedo, estoy sujetando la canoa.»
Samantha se subió los camales del pantalón de lino hasta la rodilla y subió a la canoa sin ninguna dificultad; sus articulaciones ya no eran los de una jovencita y a menudo sentía dolor en la espalda, pero quería ardientemente encontrarse en medio del lago junto a su querido Dalton, esperando que en ese profético día todo saliese como habían imaginado y preparado desde hace años o mejor, como Dalton había preparado y como ella y sus hijos, seguros, habían aceptado.
A lo mejor, aquel día, todos los sufrimientos de su existencia finalmente desaparecerían y ella se vengaría por todos los años que su familia había sufrido sin poder nunca defenderse.
Dalton estaba seguro de que Samantha no tenía nada, sabía cosas que otros no podrían imaginar y, sobre todo, tenía soluciones que, aunque podían parecer desconcertantes, eran las únicas posibles, y las pondría en práctica.
- Existen fuerzas que actúan más allá de nuestra comprensión de lo que es bueno o malo, y a estas fuerzas hay que responder de la única manera que entienden…Tienes que aceptarlo, Samantha, si no, volverán con más fuerza que nunca y terminarán su trabajo, aquello que empezaron hace tiempo contra ti y tu familia…- Dalton siempre le decía esto cuando ella se mostraba tímidamente dudosa, pero jamás sin juzgar al hombre por sus teorías y convicciones. Dalton ya le había salvado una vez y lo volvería a hacer. Samantha era solamente una pobre ignorante y sabía que no podía comprenderlo todo, pero sabía que podía fiarse y darle una nueva oportunidad a ella y, sobre todo, a sus hijos.
Cuando Samantha se colocó sentándose firmemente en la parte anterior de la canoa; Dalton tenía el remo en equilibrio sobre las piernas, hundió ambos brazos en el fondo fangoso de la orilla y empujó con toda la fuerza que poseía hasta meter la canoa en el agua. Después de unos minutos, mientras salía el sol y con sus rayos iniciaba a calentar la naturaleza de alrededor, Dalton y Samantha se encontraron flotando en silencio en el centro del lago, escucharon el cantar matutino de los pajarillos ocultos en los árboles mientras los reflejos de la luz del sol bailaban delicadamente sobre las olas que el motor de la canoa había dibujado, rompiendo la monotonía de aquel lago todavía adormentado.

CAPÍTULO 1
PRIMER DÍA





Era un viernes por la mañana demasiado caluroso para ponerse debajo del mono de mecánico la vieja sudadera de los New Jersey Nets, así que Jim Lewis sacó del armario una camisa vaquera, no demasiado arrugada, y se la puso encima de la camiseta de tirantes roja, la cual tenía dos agujeros en la parte derecha debido a una quemadura de un cigarro fumado torpemente hace, quién sabe, cuántos años antes.
Jim amaba esa camiseta, aunque fuese lisa y el rojo ya no fuese igual de flamante. Llevarla le hacía sentir todavía joven y le gustaba cómo marcaba las formas de su musculatura tensa que, sobre su fina estructura ósea, resaltaba por las venas que se entreveían debajo de la piel y que bajaban desde el cuello hasta ramificarse por los brazos.
La consideraba una armadura, algo inseparable: “Jim –tirantes rojos- Lewis”.
Después de llevarla puesta todo el día, la primera cosa que hacía cuando volvía a casa era lavarla a mano y tenderla para poder ponérsela, en el peor de los casos, un par de días después.
Una vez abotonada la camisa, Jim se puso el mono de mecánico, se colocó los tirantes y se puso las habituales zapatillas de deporte manchadas de aceite. No eran ni las siete y su hijo Henry dormía serenamente en su habitación.
Jim bajó a la cocina y preparó para desayunar una hamburguesa con una fina loncha de queso derretido por encima, pero no antes de abrirse una lata de Red Bull y de encender la televisión para ver las noticias de la mañana.
En la NBC ponían imágenes de una manifestación por los derechos de los homosexuales, la cual había terminado con algún percance entre los pacíficos y coloridos manifestantes y un grupo reducido de homófobos con cabezas rapadas y algún que otro símbolo nazi tatuado.
Uno de los arrestados gritaba algo sobre el peligro del matrimonio entre personas del mismo sexo, comparándolo con un billete de ida para el infierno. Lo decía gritando y con los ojos tan encendidos y unas pupilas tan dilatadas que probablemente el infierno al que se refería en realidad corría por sus venas en forma de estupefacientes. La policía había también arrestado a un puñado de fanáticos neonazis de la familia tradicional, que tenían la paranoia de tener que defender la virginidad del culo de los demás.
Jim Lewis no sentía ninguna simpatía por grupos de extrema derecha, le parecían locos estúpidos, pero sentía una real aversión a cualquier cosa que no perteneciese a la esfera de los heterosexuales. “Esos maricones y esas lesbianas siempre se la están buscando; es normal que desencadenen la ira de esas cabezas impulsivas” pensó Jim, completamente incapaz de formular una reflexión lo suficientemente profunda para entender la importancia de una manifestación por los sacrosantos derechos de esas personas; culpables solamente por tener gustos diferentes a los suyos.
Cuando pusieron la previsión meteorológica, Jim ya había devorado su comida. Sería un día casi veraniego y eso le ponía de buen humor. Se levantó de la mesa y llevó el plato al fregadero. Desde que se quedó viudo, había aprendido que era mejor lavar los platos enseguida para luego no encontrarse con un montón de platos sucios y malolientes.
El reloj de la cocina marcaba las siete y veinte y en unos minutos debía despertar a Henry y llevarlo al colegio. De la nevera cogió un cartón de leche y de la despensa los cereales preferidos de su hijo. Preparó la mesa intentando darle ese aspecto agradable que su mujer Bet siempre lograba, cuando todavía vivía.
Criar a un hijo solo no había sido fácil para Jim, pero después de la muerte de su mujer no había querido tener relaciones serias. Había disfrutado de alguna aventura nocturna con alguna chica durante la larga noche del sábado pasado en el “Road to Hell”, donde Jim siempre tenía una consumición gratis por haber reparado la vieja “883” del propietario, después de haberse convertido en una lata por un conductor borracho, que para salir del aparcamiento del local la había aplastado contra una pared cuando daba marcha atrás.
Cualquier otro la habría tirado y habría esperado el dinero del seguro para comprarla de nuevo, pero para Steve Collins aquella moto era el único recuerdo que tenía de su padre, quien se la regaló cuando Steve no tenía todavía la edad para conducirla, como incentivo para que se esforzase más en los estudios en la época de la Universidad.
El sábado Jim dejaba a su hijo en casa de Jasmine, su hermana mayor, que, a pesar de sus problemas de salud que la perseguían desde hace años, siempre había intentado ser una madre para Henry.
Antes de despertar a su hijo, Jim entró en el baño y se miró en el espejo tocándose la barba, que desde hace un par de días le daba a su tenso rostro un aire más viejo y duro. Se quitó los tirantes del mono, se lo bajó hasta las rodillas y se sentó en el váter. Antes de liberarse, le vino a la mente Shelley, la última chica de unos veinte años que se había llevado a casa cuando volvía del “Road to Hell”.
Se masturbó rápidamente. Se había convertido en un profesional de la organización para atender todas las tareas domésticas, y si había algo a lo que nunca renunciaría era a su paja mañanera.
“Shelley, Shelley…Nos tenemos que ver de nuevo.” Pensó Jim mientras cogía un trozo de papel higiénico para limpiarse. «¡Eh chavalín, hora de despertarse!» gritó desde abajo Jim mientras volvía a la cocina.
«¡El desayuno está preparado y te está esperando!».
El pequeño Henry bajó unos minutos más tarde, con la cara arrugada por el sueño y con su habitual sonrisa.
«¡Vas a coger un resfriado si sigues yendo por casa sin camiseta!». Le regaño Jim mientras mezclaba los cereales con la leche como le gustaba a Henry.
«Hoy hace calor papá, no tengo frío…»
«Sí, chavalín, la previsión dice que hoy llegaremos a casi veinticinco grados, si sigue así, el próximo domingo nos vamos al lago o a la playa. ¿Qué prefieres?»
«¡Playa!» respondió Henry mientras se metía en la boca la primera cucharada de ese potaje de cereales con leche.
«Acuérdate de que tienes que ir a casa de la tía Jasmine después del colegio.» Le dijo Jim a Henry con un tono serio.
«Sí, papá. Ayer por la noche preparé la mochila. He metido todo dentro.»
«Bien. Lo siento por no poder ir a recogerte y que tengas que cargar con esa mochila tan pesada, pero los Howard necesitan su coche a la hora de comer y antes tengo que darle un repaso al jeep de Ted.» Dijo el hombre con la intención de justificarse.
«Ya soy lo bastante mayor para arreglármelas solo» respondió Henry con un tono que dejaba entrever cierto orgullo.
«Si todavía no has hecho los exámenes, hijo; ya tendrás tiempo de hacerte mayor…»
«Tengo los exámenes dentro de un mes, ¡así que ya no tienes que considerarme un niño!»
«Entonces hablaremos después de los exámenes; hay tiempo para crecer, Henry. Disfruta de tus diez años porque después todo se complica…» respondió el padre sin esconder ninguna amargura.
«No puede ser más complicado que los deberes de matemáticas que me esperan hoy. Odio a la profesora Anderson y a su cara de trucha…» respondió Henry con un tono divertido.
«Las matemáticas nunca han sido mi fuerte, pero te conviene aprenderlas bien…¡al menos hasta que no puedas permitirte usar una calculadora! Ahora termina de comer» dijo riendo Jim, antes de volver a ponerse frente a la televisión.

​CAPÍTULO 2



Tan puntual como siempre, Jim dejó a su hijo en la entrada del colegio y esperó un poco para ver a esa multitud de niños entre cinco y once años entrar dentro del gran edificio escolar riendo, hablando y gritando, y que, entre todos, emitían un zumbido delicado y alegre que sabía a vida. Le gustaba aquel eco, le recordaba a su infancia y, sobre todo, le ponía de buen humor. Y ahí estaba Jim Lewis, como hipnotizado; escondido entre los demás padres para observar a las mamás de los otros niños hablar entre ellas e imaginaba que entre ellas se encontraba su mujer; imaginaba lo bonito que sería estar allí en compañía de su mujer Bet e intercambiar dos palabras con los otros padres antes de ir al trabajo.
Esa era una de las tantas experiencias que la vida, después de la prematura muerte de la mujer, le había negado por culpa de un destino burlón. Un destino que Jim, a pesar de todos estos años, no había aceptado del todo.

​CAPÍTULO 3



A las nueve y media de la mañana, el sol que filtraba por el estor de la oficina era ya un fastidio para Jim, que en cuanto a la producción de sudor no le ganaba nadie.
El Mercedes de Los Howard era una pieza poco usual de anticuario: un 300 SL del 1954 con puertas de ala de gaviota. Jim había tenido que esperar meses antes de encontrar el tubo de escape original que tenía que sustituir, además de tener que resolver algunos problemas mecánicos secundarios. Tenía en el taller un coche que valía más de cuatro millones de dólares y ese trabajo le haría ganar diez mil dólares. Los Howard eran millonarios y Jim había tenido la suerte de hacerse amigo de Ronald Howard en la Universidad, mucho antes de que se casase con Carol Spencer, su riquísima y feísima mujer. Carol era probablemente la mujer más fea de todos los Estados Unidos y ni siquiera una cirugía estética le había ayudado, pero todo esto era secundario para Ronald; a él solamente le interesaba su riqueza: -¡No hay ninguna tía buena que pueda competir con un jet privado!- Siempre respondía así cuando alguno de sus amigos le preguntaba cómo podía dormir con esa mujer.
Jim, aconsejado por Ronald, se había dirigido a “Mr. Frankie –recambios para coches de lujo”, uno que sabía verdaderamente encontrar todo y que cobraba un precio alto por su valor en ese campo. Ese Frankie tenía amigos y clientes coleccionistas; todos los ladrones de coches de los Estados Unidos eran sus fieles colaboradores. Frankie era el apodo de su bisabuelo Franco, hijo de padres italianos inmigrantes en los Estados Unidos al final del 1800, exactamente en el 1882. Franco se había abierto camino solo y probablemente en un modo no muy lícito, pero eficaz, hasta el punto que con sus recambios de lujo había hecho la vida más fácil a todos sus descendientes, incluido Tommy, el cual ahora dirigía la empresa y al que todos llamaban Frankie, como su bisabuelo.
“No quiero imaginarme cuánto has tenido que pagar por este tubo de escape Ronald, pero montarlo no ha sido nada fácil”, pensó Jim, goteando de sudor y tumbado debajo del coche.
Esos diez mil dólares eran un regalo del cielo. Jim Lewis no podía permitirse una secretaria en el taller, hacía todo solo porque tenía que ahorrar dinero para pagar los futuros estudios del hijo y para la hipoteca de la casa, que con la crisis había empezado a pesarle.
El taller de Jim era pequeño y la mayor parte de sus pocos clientes llevaban viejas chatarras para que las reparase. Clientes como Howard eran raros, igual que encontrar un trébol de cuatro hojas en un césped. Los que tenían coches nuevos o de lujo iban a los talleres indicados por los concesionarios, así que a Jim le quedaban solo los clientes amigos o aquellos que estaban en una peor situación que él y que además le pedían un descuento, incluso en las facturas de diez dólares. Otra historia era la del viejo Wrangler de Ted Burton, ese era el verdadero trabajo de Jim Lewis: se lo encontraba en el taller al menos dos meses al año, y no porque el jeep diese muchos problemas, sino porque Ted era un viejo amigo y desde que se había jubilado no tenía nada mejor que hacer que pasarse por el taller una o dos veces a la semana para que Jim le mirara el motor de su jeep y charlar con él. Ese Wrangler era un medio de batalla, duro y combativo como su propietario y su motor iría para otras cincuenta millas en las peores condiciones atmosféricas, aunque temblaba desde que Ted una vez olvidó rellenar el líquido refrigerante y empezó a echar humo blanco por Ocean Drive, y desde aquel día se ve obligado a llevar botellas de líquido en el maletero y a hacer continuas revisiones en el taller del amigo.
Hacía un calor increíble, cuando Jim se levantó de la camilla sobre la que estaba tumbado para arreglar ese maldito tubo de escape. Su cara y sus manos estaban sucias por el aceite de motor. Jim no se había quitado ese maldito vicio de secarse el sudor de la frente con la palma de la mano en vez de utilizar la muñeca: la única solución para no ensuciarse la cara cuando se trabaja sin guantes.
Una vez de pie, Jim fue a ver las cartas en el pequeño cuartito al fondo del taller, que servía al mismo tiempo de oficina, secretaría y zona relax. Era la única diversión que ofrecía ese ambiente, además del pequeño váter con el que colindaba.
“Facturas, facturas y más facturas. ¡Mierda!” pensó Jim mientras ordenaba las cartas. Después, cogió el auricular del teléfono fijo que estaba sobre la pequeña mesa cuadrada pegada a la pared y marcó el número de su hermana Jasmine.
Le recordó que iría Henry a comer, le preguntó cómo estaba y le dijo que antes o después haría un viaje a Irlanda para volver a ver el color verde esmeralda de las colinas y para hacer respirar a su hijo el aire fresco y oxigenante de su país. No es que Jim Lewis fuese un poeta, pero tenía una cierta sensibilidad que muchas veces se ocultaba tras la expresión contraída de la frente y le daba un aire duro, escondiendo así la amable melancolía de su mirada.
Jim había cambiado mucho tras la muerte de Bet; había perdido la esencia de los viejos tiempos, aquello que le hacía ver todo con una luz diferente, seguramente más positiva. Estaba muy unido a su hermana Jasmine, aunque se llevasen quince años. Él iba para los cuarenta y ocho y ella había superado los sesenta, con la diferencia de que Jim gozaba de una perfecta salud mientras que Jasmine estaba obligada a respirar solo con un pulmón desde hacía ya muchos años.
Jim llegó antes a los Estados Unidos, después de haber pasado sus primeros diez años en Cork, Irlanda. Su padre era americano y se había casado con una hermosa irlandesa con la que había tenido dos hijos que se llevaban quince años. Más tarde, su madre murió cuando Jim tenía todavía diez años y el padre volvió a los Estados Unidos, llevándose con él al pequeño Jim. Jasmine, que ya tenía un trabajo, se reunió con ellos cuando tenía unos cuarenta años; cuando su salud se resintió y su padre estaba en las últimas. Morgan Lewis murió lentamente, consumido por el Alzheimer, a la edad de sesenta y dos años, dejando huérfanos a sus hijos, sin ninguna herencia relevante y obligándoles a la conquista de una vida americana.
Jim utilizó gran parte del dinero ganado por la venta de la casa paterna para la asistencia sanitaria de su hermana y esto, a pesar de los muchos defectos de su carácter intolerante y de su estrechez de miras, le hacía ser una persona digna de estima.
Encendió la radio y sintonizó una emisora que ponía música country. Le gustaba esa música, sobre todo desde que aprendió a bailarla bien gracias a sus frecuentes visitas al “Road to Hell” los sábados por la noche.
Se puso a trastear el motor del Wrangler de Ted. Como de costumbre, había sido suficiente echarle un vistazo rápido, para después agregar el aceite y el líquido refrigerante.
Su concentración iba dirigida al Mercedes-Benz de Ronald Howard, después del tubo de escape debía ocuparse de la puerta del conductor para que se abriera sin problemas. Estuvo trabajando un par de horas hasta que aquella ala de gaviota volvió a abrirse correctamente, como si saliese por primera vez de la fábrica, en aquella época llena de esperanza, y que había sobrevivido con valor los horrores de la Segunda Guerra Mundial
Justo después, Ted Burton se presentó en el taller con dos cubos de pollo frito y una caja de cuatro cervezas.
«¡Vaya Jim, esa joya vale más que tu casa y la mía juntas! ¿Se ha pasado por aquí un Rockefeller?» dijo Ted con esa voz de barítono.
«Es el preferido de la colección de Ronald Howard…» respondió Jim sonriendo.
«¿Ese amigo tuyo casado con el monstruo del Lago Ness?»
«Sí, el mismo…»
«¿Y te deja ese banco ambulante en tu taller? ¡Yo, en tu lugar, ya la habría hecho desaparecer!» dijo Ted, riendo a carcajadas.
«No te digo que no lo haya pensado, Ted, pero quiero enseñarte una cosa. Mira allí, en la otra parte de la calle…» dijo Jim, señalando con el índice a un coche blindado negro con dos hombres dentro.
«Me había dado cuenta del coche. ¿Quiénes son esos hombres?» preguntó curioso Ted.
«Guardias privados contratados por Howard. Llevan ahí fuera desde hace tres días, noche y día. Cambian cada ocho horas con otros dos guardias, pero no son los únicos, ven a ver por la ventana del baño. Hay otro coche blindado que vigila la parte de atrás…»
«¡Madre mía lo que hace el dinero!» murmuró Ted siguiendo al amigo hacia el pequeño baño.
«Quizás casarse con esa mujer no ha sido una mala idea, ¿no?» le preguntó Jim a Ted quitándole de las manos uno de los cubos de pollo frito.
«Puedes estar seguro, amigo, aunque se tenga que drogar con Viagra, ¡ese canalla!»
«A lo mejor a él le gusta…»
«Es peor que estar con un hombre, Jim. Es imposible que le gusta; ¡es solamente interés!» dijo Ted con un tono de sabiondo.
«No hay nada peor que estar con un hombre. Por lo que a mí respecta, yo preferiría una oveja, ¡al menos es hembra!» dijo Jim con una expresión de disgusto.
«Le he oído decir a mi ex mujer que en realidad los homófobos son homosexuales reprimidos, amigo…» respondió Ted mordiendo un trozo de pollo para esconder una risa.
«No es mi caso. No es que tenga algo en contra de ellos, pero deben estar a diez metros de distancia de mí. Que hagan lo que quieran con su culo, pero yo no quiero saberlo y al mío no se tienen que acercar…Ah, gracias por el pollo y por la birra, amigo, ¡y no te ahogues!» dijo Jim antes de probar el primer bocado de pollo, mientras que Ted tosía por culpa del suyo, que riendo se le había ido por el otro lado.
«Bebe, amigo. No me gustaría tener un cadáver en el taller…» dijo irónicamente Jim, mientras Ted se recuperaba de ese falso ahogamiento tragando la cerveza y dejándola a mitad.
«¿Cómo está mi jeep?» preguntó Ted, después de haberse bebido la otra mitad de la cerveza y haber tirado la lata en la papelera.
«¡Una bomba, Ted, es resistente como un tanque!»
«Una vez sabían hacer las cosas bien…¡Ahora todo es basura!» dijo Ted antes de abrir otra cerveza y dar un gran trago.
«Pues sí…» dijo Jim mirando al reloj que daba casi las doce.
Ted Burton se dejó llevar por un eructo liberador, que al salir por su imponente caja torácica resonó tanto que hizo girarse a los dos guardias privados contratados por Ronald Howard para vigilar su Mercedes.

​CAPÍTULO 4



Henry había pasado la primera de las dos horas que tenía para hacer los ejercicios de matemáticas cumpliendo cuatro acciones repetitivas, caracterizadas por movimientos suaves del cuello: el primero a la izquierda para mirar fuera de la ventana; el segundo a la derecha para espiar lo que Nicolas, su compañero de mesa, estaba haciendo en su folio a cuadros; el tercero hacia delante para asegurarse de que la profesora Anderson estuviese mirando a otra parte y el cuarto hacia delante a la derecha para buscar con la mirada la complicidad de Joanna, la cual estaba concentradísima, con la cabeza inclinada sobre la mesa y escribiendo cálculos imposibles para Henry.
«No sé hacerlo…» susurró Henry a Nicolas.
«Entonces intenta copiarte» le respondió Nicolas en voz baja sin ni siquiera mirarlo.
Henry se habría copiado, pero Nicolas ya estaba ocupado en escribir la tercera página de cálculos y él todavía estaba por la primera.
“A quién le importa”, pensó Henry girando la página e iniciando a copiar lo poco que podía ver del folio de Nicolas.

​CAPÍTULO 5



En Nueva York, Barbara Harrison estaba atravesando rápidamente el Central Park de norte a sur. Ni el calor ni el frío le podía hacer renunciar a su entrenamiento diario, aunque en ocasiones estaba obligada a saltárselo por cuestiones de trabajo, y en ese caso se contentaba con la cinta de correr de su apartamento o del gimnasio de los hoteles cuando estaba fuera de la ciudad.
A la una tenía una cita con Robert, comería con él – se habían perdonado por teléfono la noche antes – y por la tarde saldrían juntos para pasar el fin de semana en Maine, donde Robert tenía una cabaña en el bosque, que Barbara consideraba su refugio romántico.
Robert tenía cuarenta y siete años, una carrera en auge y quería que la relación con Barbara fuese más seria. No es que a ella no le gustase Robert y no hubiese pensado en pasar a otro nivel, salían desde hace cualquier año, pero él parecía no comprender los horarios laborales de ella. Ella podía estar presente una semana entera y después desaparecer completamente durante días o, en el peor de los casos, durante semanas. Esto volvía loco a Robert, pero para Barbara su trabajo iba antes que nada, aunque desde hace algunas semanas, justo después de que Robert se alejase de ella, había considerado a Robert la prioridad de su vida.
Barbara tenía ya cuarenta y dos años y si quería ser madre, tendría que darse prisa para no parecer más adelante la abuela de su hijo mientras le acompaña a su primer día de colegio.
A ella le gustaba estar en el campo, era una mujer que amaba moverse y prefería la acción a la vida sedentaria de la oficina, pero al fin y al cabo, de su carrera ya había obtenido todo lo que deseaba y, al mismo tiempo, para alcanzar ese objetivo, había evitado una vida privada más de lo que hubiese querido imaginar. Estaba preparada para cambiar las tornas porque amaba a aquel hombre y sabía que no encontraría a otro como él; preferiría quedarse sola. “Una solterona vestida como un hombre y con un pésimo carácter. Eso es lo que seré”, pensó Barbara por la West Drive, mientras se dirigía al sur del Central Park alargando su camino para alcanzar la East Drive, desde donde después saldría por la setenta y dos, en dirección a su apartamento, con el tiempo justo para ducharse y cerrar la maleta.

​CAPÍTULO 6



Robert Brown había reservado en Erminia, un restaurante italiano en el Upper East Side, que desde hace tiempo estaba en el top ten de la Eyewitness travel.
Barbara era de origen italiano y Robert sabía que apreciaría esa cucina, aunque sus orígenes llegaban solo hasta su abuela materna y ella nunca había visitado el “bello país”.
En Maine, Robert le pediría la mano y quería que todo saliese perfecto. Amaba a esa mujer y quería que ella fuese su esposa. Se lo había contado también a su padre por teléfono, justo esa mañana, antes de salir de la oficina y él le había respondido que esa era la tontería más grande que había oído decir a su hijo en toda su vida: “Hasta ahora lo has hecho genial y ¿ahora quieres dejarte atrapar?” El recuerdo de las palabras de su padre le hizo reír a Robert, mientras se pasaba el hilo interdental frente al espejo del baño. Robert tenía una obsesión por los dientes, se los lavaba al menos diez veces al día y usaba el hilo incluso si comía solo unas olivas como aperitivo. Siempre llevaba su fiel caja blanca del hilo interdental. Cuando era un adolescente, perdió tres dientes cuando se golpeó la cara en el suelo después de salir disparado de la bici: había cogido mal una curva al final de una bajada a gran velocidad. También se rompió un brazo, la nariz y tuvo heridas profundas en ambas rodillas. Afortunadamente sobrevivió, pero verse sin dientes durante tres meses fue para él un horrible trauma. Perdió un colmillo y los premolares, y para uno que conquistaba a las chicas por su sonrisa, eso fue un verdadero drama existencial, si se tiene en cuenta que había sido uno de los tres chicos más guapos de la Universidad. Podría haberse puesto los implantes antes, pero el padre quiso castigarlo para hacerle entender que todos estamos hechos de carne y hueso y que los superhéroes no existen. Aprendió la lección; en aquella época Robert estaba siempre metido en problemas, pero después de esa experiencia sentó la cabeza hasta convertirse en Robert Brown: el propietario de una de las mejores empresas de restructuración de la ciudad de Nueva York, y donde se encontraba el mejor carpintero: su hermano James. Los dos, junto a su equipo, eran capaces de entrar en un piso derruido y convertirlo en un apartamento de lujo en pocas semanas.

CAPÍTULO 7


La profesora Anderson, con su peculiar voz estridente y su mirada especuladora, siempre hacía temblar a Henry solo con mirarle, la expresión de la maestra de matemáticas siempre parecía querer decir: “No llegarás a los exámenes, te lo puedo asegurar”.

La primavera ya había llegado y en la Escuela Primaria de Northfield todos respiraban ya el aire veraniego. Para confirmarlo ya estaba esa fastidiosa carrera de seguimiento circular entre dos moscas con la intención de apareamiento. Con la mano derecha Henry cazó las moscas en el medio de la clase, donde sus compañeros esperaban a que la profesora Anderson recogiese aquel difícil ejercicio irresoluble para Henry, el cual amaba más las letras y con las que se manejaba bien. El timbre de la alarma de la maestra era la señal de que empezaba la cuenta atrás de sesenta segundos para que los alumnos dejasen sus bolígrafos sobre la mesa.
«Sesenta, cincuenta y nueve, cincuenta y ocho, cincuenta y siete, cincuenta y seis…»
Esa gilipollas se divertía contando hasta cero. Esa sonrisilla le traicionaba y parecía divertirle cuando alguno de sus alumnos le imploraba más tiempo.
Cuando la maestra llegó al número treinta, Henry ya había dejado su bolígrafo. Miraba impasiblemente la hoja, en la que además de un cuadrado y alguna multiplicación exacta, no había nada terminado, sobre todo, la parte de las divisiones. Joanna dijo en voz alta que necesitaba un minuto más.
«¡El tiempo nunca miente! Once, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno…CEROOOO!»
La maestra se levantó de la silla, pasó la mesa y fue directa a recoger el ejercicio de Joanna, la cual puso los brazos sobre el folio a cuadros con el inútil y desesperado intento de no dárselo a la profesora Anderson.
«Quiero ver todos los bolígrafos sobre la mesa, ¿está claro?» dijo la maestra agitando en el aire el ejercicio de Joanna.
Joanna Longowa era polaca. Era la más guapa de la clase con su pelo largo y rubio, sus ojos azules y su tono de piel que hacía resaltar el rosa de sus labios. A Henry le gustaba desde tercero, cuando Joanna llegó a su clase después de mudarse con su familia a New Jersey. Era buena en todas las asignaturas y si tenía algún defecto era un exceso de perfeccionismo: Henry estaba seguro de que ella ya había terminado perfectamente su ejercicio y resuelto todos los cálculos y también el problema, pero quizás quería entregar el folio sin tantos borrones.
«¿Qué es esto Henry Lewis?»
«Es mi ejercicio...» respondió tímidamente Henry. Algún que otro compañero no pudo aguantarse la risa. Todos sabían que Henry era un negado en matemáticas, pero nadie tenía el valor de burlarse demasiado delante de la profesora Anderson, porque si no, habría mandado notas a diestro y siniestro a los padres, o peor, habría suspendido el recreo a toda la clase.
«No quiero oír ni una mosca, ¿entendido?» gritó la maestra mientras levantaba el brazo y cerrando los dedos de la mano, cogió a las dos desafortunadas moscas que intentaban aparearse. Se dirigió a la ventana abierta y lanzó a los dos insectos aturdidos, como si fuesen dos migas de pan para lanzar a las palomas. Cuando la profesora Anderson terminó de recoger los ejercicios, reinaba el silencio más absoluto y solo el timbre que indicaba el fin de la clase devolvió a la clase su normal ajetreo.




​CAPÍTULO 8



Ted Burton dejó el taller de Jim sobre el mediodía conduciendo su viejo Wrangler y en menos de una hora llegó a la ciudad de Jersey para ir a visitar a sus amigos de la Firearms Academy. En la entrada encontró, como siempre, a Leland Wright, que estaba sentado al sol como si fuese una lagartija, sin ni siquiera sentir calor. Leland había pasado los sesenta, pero la piel seca y su look le hacían parecer quince años más joven. Llevaba un gorro de los marines sobre el pelo canoso y cortísimo, una camiseta azul que llevaba escrito “mi novia es mi fusil”, pantalones de camuflaje grises y unas botas militares negras.
«¡Pensaba que ya no ibas a venir!» dijo Leland cuando vio a Ted.
«No iba a renunciar a desafiarte con la M4» respondió Burton con una sonrisa juvenil.
Leland comenzó a reirse mirando al amigo y se levantó de la silla de plástico.
«Viejo hijo de puta…espera que le digo a Charlie que me sustituya en la puerta» respondió Leland cogiendo el walkie-talkie del bolsillo de los pantalones para contactar a su amigo.
Dentro de la Firearms Academy no había tanta gente como en los fines de semana, así que se podría disparar al polígono sin hacer demasiada cola. La cara de Wayne LaPierre, el vicepresidente de la Asociación Nacional del Rifle, estaba bien expuesta en un póster cerca de la mesa donde estaban las armas automáticas.
«¿Quieres palitos de mozzarella?» le preguntó Leland a Ted.
«No, jefe. Si eso más tarde. He desayunado hace una hora» respondió Ted que estaba deseando empuñar la M4 de asalto.
«Haz lo que te dé la gana, yo voy a comer algunos» le dijo Leland acercándose a la barra del bar. Todos saludaban a Leland con respeto y todos, como había hecho Ted, le llamaban “jefe”, quizás por eso su camiseta preferida tenía la palabra “chief” escrita en amarillo y en grande. Esa era la camiseta que Leland llevaba los fines de semana, cuando en la Firearms llegaban cientos de americanos amantes de las armas con la familia a cuestas. No todos venían a disparar o a hacer cursos para un uso correcto de las armas de fuego, venían porque la academia era uno de los lugares de encuentro preferidos por los fanáticos de la segunda enmienda. Los domingos la Firearms era el sitio donde se reunía un público multiétnico y heterogéneo, un campeonato humano variopinto y formado por personas que no estaban de acuerdo con la idea de que Obama propusiese en el Congreso un ley para impedir el uso y la compra de las armas automáticas.
«¡Venga, Comandante! ¡Ven a beberte una cerveza conmigo!» le gritó Leland a Ted mientras este ansiaba coger la M4A1.
«¡A una cerveza nunca le digo que no!» respondió Ted mientras iba hacia el bar.
Leland comía mozzarella frita todavía caliente, y su paladar y su lengua no parecían sufrir tanto.
«Va, coge una…» le dijo el jefe Wright a Ted, que no se lo hizo repetir dos veces y se comió una de esas mozzarellas teniendo cuidado de no quemarse la boca.
«El domingo pasado vino un periodista italiano, sabes, uno de esos pesados de cojones sin disciplina que han nacido con el don de la sabiduría y que piensan que son más inteligentes que los demás. Le puse en su sitio enseguida. ¡Parecía un pez fuera del agua!»
«¿Y qué quería?» preguntó Ted.
«Ya sabes cómo son los europeos, siempre democráticos en busca de entrevistas para saber qué es lo que nos mueve a comprar armas.»
«¿Y te entrevistó?»
«Pues claro, y si hubieses estado tú, también te habría entrevistado.» replicó Leland.
«¿Qué te preguntó?»
«La mierda habitual que asocia la posesión de armas con los atentados en los colegios y cosas así…Las armas no se disparan solas, le dije…Y si él hubiese pensado un instante en cuántos americanos tienen armas, según su teoría, los Estados Unidos sería una tierra poblada por los fantasmas de las personas que se han disparado a ellos mismos por diversión. Me hierve la sangre cuando oigo comparaciones entre personas como nosotros, que respetamos la segunda enmienda, y algún jodido loco. ¡Tenemos más de trescientos millones de armas por ahí y quiere ir de persona ética! ¡Qué se jodan, ellos y sus viejas piedras!» Dijo rojo de rabia el jefe Wright.
«Hiciste bien en cantarle las cuarenta, jefe. Me estoy imaginando a ese periodista mientras te hace las preguntas con el intento de moralizarte. Además, ¿quiénes son los europeos? ¿Piensas que alguno de ellos cree en esa bandera azul con estrellitas? ¡No entiendo a qué esperan los ingleses para darles su merecido! Esos pueblos apenas se soportan entre ellos y encima no hablan ni el mismo idioma, les unen solamente esa estúpida moneda, que para empezar debería estar por debajo del dólar…¡Qué se queden sin armas y se preparen para que algún gobierno enfermo les joda! Parece que ya se han olvidado de ese jodido dictador suyo, pero, de todas formas, seguirán sin entender la importancia de la segunda enmienda y seguirán viéndonos solo como cowboys, y cuando llegue algún fanático loco para joderles, se verán obligados a implorar nuestra ayuda…»
«Ya, ¡silban y llega la caballería!»
«Y te voy a decir una cosa, estoy seguro de que se hacen las pajas viendo a Obama en la televisión; ya les estoy viendo quejarse por cualquier gilipollez en el mundo y culpando a los Estados Unidos.»
«¡Exacto, Ted!» dijo el jefe Wright dando un puño sobre la barra de madera del bar.
«Hombre, no te niego que a mi edad yo también estoy empezando a pensar que quizás sea justo limitar la venta de armas a los civiles. Me refiero a las automáticas. Esas solamente las tendrían que tener las personas sensatas y con todos los tornillos. Mejor aún, sería mejor venderlas a la gente que ha prestado su vida a un uniforme y que ha hecho un juramento: gente fiable, gente que ama a este país y a su bandera, gente como nosotros, Leland…» dijo Burton antes de dar un sorbo a su cerveza.
«Sí, pero hay que estar siempre preparados para protegerse con los mejores modos…»
«Para protegerse, una pistola es más que suficiente y algunas armas solo sirven para la guerra.» respondió Burton, todavía conmovido por el arrebato anterior de Wright.
«Depende del enemigo, Ted. ¿Cómo se llamaba esa película de western italiana en la que Clint Eastwook dice: “Cuando un hombre con una 45 se enfrenta a otro con rifle, el hombre de la 45 es hombre muerto”?»
«¡No sabía que los italianos hiciesen películas!» respondió Ted riendo a carcajadas junto con Leland y el camarero que les había escuchado hablar.
«Eres un canalla, Ted Burton, y siempre me has gustado por eso, pero esa es una gran película, ¡te lo aseguro!»
Ted y el jefe Wright terminaron su cerveza rápidamente para ir a recoger sus fusiles de asalto y desafiarse en el polígono.
«Hoy invita la casa, pero para ti vale lo que está escrito en ese cartel.» le dijo Leland a Ted, señalando el cartel que decía: “los niños disparan gratis”.
«Gracias viejo, pero no hacía falta el cartel: con solo mirarte ya me siento más joven, aunque sea un oficial jubilado» dijo irónicamente Burton.
«Te sentirás como un bebé cuando veamos el resultado de tiro con la M4. ¡Me apuesto diez cervezas, amigo!» dijo Leland a Ted.
«Lo veo, viejo. Te venceré solamente para no tener que llevarte a casa en brazos después de haberte bebido todas las cervezas de golpe…» respondió Burton riendo y siguiendo al amigo hasta la zona de tiro con el fusil en el hombro y la caja de las municiones en la mano.


​CAPÍTULO 9



Henry, en el intervalo de una clase a otra, se relajó y se olvidó enseguida de ese ejercicio de clase, cuando, de repente, oyó por la ventana la música inconfundible del camión de helados, bueno, en realidad no era la canción de siempre, pero se parecía mucho. Henry se asomó y vio que el camión no era el de siempre.

“El señor Smith habrá cambiado de camión…” pensó el chico, dándose cuenta de que al bueno de Smith no le tenían que ir muy bien las cosas, ya que el gran camión pintado de rosa y que llevaba sobre el techo un cono de helado enorme de plástico, había sido sustituido por una vieja furgoneta gris que tenía alguna que otra abolladura en un lado. Parecía haber salido de una de las tantas fotografías que aparecían en los grandes volúmenes de historia sobre la Segunda Guerra Mundial, que el padre de Henry tenía a la vista en la estantería del salón y que Bet había comprado en un rastro cuando estaba embarazada.
“¡Claro! Habrá sido por culpa de la lluvia…el verano pasado duró prácticamente un mes y el señor Smith no hizo mucho negocio, así que habrá vendido el camión y lo habrá sustituido por eso!”
«¿En qué piensas, Henry?» le preguntó Nicolas metiéndole el dedo entre las costillas.
«En nada, estaba mirando por la ventana. Me han entrado ganas de helado.»
«¿Por qué?» le preguntó Nicolas mirándole a los ojos.
«¡Porque acaba de pasar el señor Smith con su nueva furgoneta!»
Nicolas dirigió la mirada hacia la ventana, dio dos pasos adelante y sacó la cabeza, girándola a derecha e izquierda, luego, se giró hacia Henry y le clavó los dos dedos índices en las costillas, justo debajo del pecho. Henry hizo un extraño sonido de dolor y soltó todo el aire fuera de los pulmones y se inclinó hacia adelante.
«¡Querías engañarme Henry Lewis, pero al final te he engañado yo!» dijo el niño pelirrojo riendo.
«Sentaos, niños» ordenó el viejo maestro Johnson mientras entraba en clase con su habitual caminar indeciso, la gorra de béisbol de los NY Yankees y el New York Times bajo el brazo.
«Hoy vamos a hablar del Presidente Kennedy y ¡estoy seguro de que os va a gustar!»
Mientras Johnson se sentaba y colocaba, primero, el periódico y, después, la gorra sobre la mesa, Henry, recuperado ya del doble golpe fatal de Nicolas, antes de sentarse volvió a mirar por la ventana para ver si estaba todavía el camión del señor Smith, pero no vio nada.
“A lo mejor tenía prisa”, pensó Henry mientras volvía a su sitio para sentarse y mientras miraba al señor Johnson intentando abrir el periódico para mostrarlo a la clase.
Henry comprendió que la historia de aquel Presidente no solo le haría olvidar inmediatamente a la profesora Anderson y a su ejercicio de matemáticas, sino que le quitaría las ganas de helado que la visión de aquella furgoneta le había hecho tener.
KENNEDY ASESINADO POR UN FRANCOTIRADOR
Era el título de aquella edición del periódico. La clase sería interesante y se podía saber por las miradas absortas de los estudiantes por el título de aquel viejo periódico. Nicolas estaba tan sorprendido que no tuvo el tiempo de sacarse el meñique de la nariz con la intención de excavar a fondo entre las piedras poco preciosas de su nariz pecosa.
«Sácate ese dedo de la nariz, Nicolas. Vivo o muerto, siempre tenemos que tener respeto cuando se habla de un Presidente de los Estados Unidos de América; no hay moco que valga. Si no puedes sonarte, te aguantas. Lo tienes que soportar.» Le regañó el maestro Johnson.
Ninguno se rio; la mirada del viejo maestro era penetrante y el timbre de su voz era profundo y calmado, lo que se espera siempre de un sabio.




​CAPÍTULO 10



Barbara Harrison, sin quererlo, era guapísima y cuando iba femenina era una de esas mujeres que hacen perder la cabeza a cualquier hombre. Estaba tan acostumbrada a que la cortejasen que ya en la Universidad se aburría de los continuos piropos de los chicos y le disgustaban los de los adultos, que buscaban descaradamente montársela a pesar de que todavía era menor de edad. Entre estos había un amigo de la infancia de su padre, Donald Coleman, que durante unas vacaciones en Florida tuvo la genial idea de colarse en el cuarto de Barbara cuando ella no tenía ni quince años. Lo hizo al tercer día de las vacaciones, medio borracho y en medio de la noche, aprovechando que su mujer y los padres de Barbara se habían quedado a bailar la música hawaiana en una rumorosa fiesta en la playa, organizada cerca de la casa que las dos parejas habían alquilado juntas.
Solamente la larga amistad con el padre de Barbara salvó a Donald de una denuncia por intento de agresión sexual a una menor, pero eso no lo salvó de la ira de Barbara, que en aquella época tenía un gran talento para las artes marciales, precisamente el taekwondo, que practicaba desde hace cuatro años.
Colleman, esa noche, había vivido una horrible pesadilla: primero se había hecho ilusiones con que la joven chica estuviese dispuesta a echar un polvo con él, cuando ella se levantó solo con bragas después de sentir los dedos hambrientos del hombre tocar sus nalgas, y unos minutos después, él se encontró con un ojo morado y una costilla rota, tirado en el suelo. En vez de un beso, se llevó un puñetazo y una patada que ni siquiera vio venir porque, en la oscuridad de la habitación, los movimientos de la joven Barbara Harrison fueron rapidísimos.
Barbara le dio que no diría nada a sus padres, que él tendría que inventarse una excusa por esos golpes, pero que si volvía a intentarlo de nuevo, primero le mataría y luego le denunciaría.
Donald Coleman le dijo a su mujer y a los padres de Barbara que unos ladrones habían intentado robarle el monedero y que cuando intentó defenderse, él se llevó la peor parte. Las vacaciones en Florida para él y para su mujer terminaron al día siguiente, unas horas después de salir del hospital. Durante los años siguientes, los encuentros entre los Colemans y los Harrison disminuyeron drásticamente y Barbara no estuvo jamás presente en esas ocasiones. Donald se avergonzaba de haber hecho lo que había hecho y siempre buscaba excusas para declinar la invitación de su amigo Antony Harrison, hasta que el padre de Barbara se cansó y decidió no llamarle más.
“Haces bien en no seguir llamándole, papá, siempre he considerado a ese amigo tuyo un baboso y un idiota…y, además, su mujer tenía celos de la belleza de mamá”, eso es lo que Barbara siempre decía cuando salía el tema: “¿qué es de los Coleman?”, hasta que, con el tiempo, en casa de los Harrison se dejó de hablar de ellos.
Volviendo a casa después de la hora corriendo en Central Park, el portero del edificio paró a Barbara para entregarle un paquete.
«¿Quién lo envía?» preguntó curiosa Barbara.
«Viene de un atelier italiano, señorita Harrison, no sabría decirle más» respondió el portero sonriéndole.
Ya en el cuarto piso del edificio en Upper East Side, Barbara cerró la puerta de su apartamento empujándola con un pie y se apresuró a poner el paquete sobre la mesa de la luminosa sala de estar.
Estaba indecisa; no sabía si abrirlo enseguida o después de ducharse, aunque tenía mucha curiosidad, como cuando de pequeña se levantaba la primera en Navidad y sin hacer ruido, caminando de puntillas, iba a mirar, a través de los cristales polarizados de la puerta corredera del salón, los regalos y a fantasear con Papá Noel y después volver, siempre en silencio, a su habitación y fingir dormir, antes de que se despertaran sus padres y su hermano. Como entonces, prevaleció su paciencia y su fuerza de voluntad, y racionalmente llegó a la conclusión de que enfriarse, todavía sudada, no era la mejor idea.
Bajo el agua caliente, envuelta en vapor, pensaba en quién podría haberle enviado un regalo desde Italia; estaba segura de que había sido Robert, aunque su madre le había prometido que le enviaría un regalo especial por su cumpleaños, que sería en unas semanas; sin embargo, su instinto no la engañó: Robert había enviado el paquete. Barbara abrió el paquete solamente después de haber metido las últimas cosas en la maleta que cogería más tarde, antes de irse con Robert a Maine para su fin de semana.
En la nota que encontró abriendo la caja estaba escrito: “para ti…”, firmado con las iniciales de Robert Brown: “RB”. Robert no era uno de esos hombres que se extendía al escribir, prefería hablar las cosas, se le daba mejor. Barbara deshizo el lazo de seda rosa que envolvía la elegante caja blanca y en la que estaba escrito “Atelier Livia Risi”.
Dentro había un espléndido vestido, un único ejemplar llamado “Pizzo Jersey BuyBy”, diseñado y creado por una estilista italiana. El vestido estaba cortado al bies y esto hacía mucho más complicado el proceso de costura, ya que se necesitaba una gran cantidad de tejidos, pero solamente un vestido con corte al bies puede encajar perfectamente con el caminar de una mujer. Era de color fucsia, con escote en V negro que llegaba hasta el esternón; se podía incluso llevar sin sujetador gracias a la goma negra bordada, que iba por la parte del pecho y por debajo. Ese vestido era especial para la estilista italiana; era un vestido que estaba perennemente presente en cada colección primavera-verano. Era de encaje y bordado con diferentes capas: doble capa por delante, donde debía cubrir más y una única capa donde se podía dejar entrever con elegancia y sensualidad la belleza armónica de un cuerpo femenino como el de Harrison, que sin duda ese vestido resaltaría aún más.
«¡Wow!» exclamó Barbara cuando extendió el vestido sobre la cama para admirarlo.
Harrison no estaba acostumbrada a vestir muy femenina, en su interior latía el corazón de un macho e intentaba evitar ropa femenina o sugerente. Obviamente, cualquier cosa que se metiese le quedaría divinamente, pero ella quería ser valorada por los hombres y por las mujeres por otras cualidades, esas que van más allá de la apariencia física y que al final, de una manera u otra, todos le reconocían. En el trabajo no aceptaba las miradas de aquellos que intentaban hacerle una radiografía con la mirada.
“Si no quieres tener problemas conmigo, concéntrate y no te pierdas en inútiles imaginaciones. ¿He sido clara?” Era la frase que repetía siempre cuando conocía a alguien por primera vez y se quedaba mirándola durante el trabajo. Llevaba sus cuarenta y dos años con el esplendor de una magia que había parado el tiempo desde hace ya diez años. Cuando Barbara se miró al espejo con el vestido puesto, su refinada belleza y su innata elegancia resaltaron hasta el punto de sorprenderla. Robert aceptaba el lado masculino y, a veces, descuidado de Barbara, pero la quería ver también así: fascinante y femenina; una mujer celestial e inalcanzable y capaz, con la simplicidad de cualquier movimiento de su cuerpo, de hipnotizarle y hacerle enamorarse de nuevo. Ese día Barbara le contentaría, después de pintarse la raya de los ojos y de haber encontrado los zapatos perfectos que conjuntasen con ese magnífico vestido, salió de casa para ir al restaurante en el que él la esperaba. Harrison estaba feliz por haber aclarado las cosas por teléfono el día anterior y por cómo Robert consiguió sorprenderla. Algunas semanas sin él habían alargado esa insoportable sensación de vacío que Barbara sentía desde que era una niña; perdió a su hermano mayor por un repentino e inexplicable fallo cardiaco mientras dormía. A partir de ese día, la dulce y sensible niña cambió su carácter y adoptó las características que recordaba más evidentes en el hermano: la fuerza y el coraje, convirtiéndose así en la Barbara Harrison capaz de superar las expectativas que su familia había inicialmente puesto en ambos hijos, con la intención de aliviar aquel tremendo dolor que sus padres llevaban en el corazón desde la muerte de su hermano Richard. Harrison había tenido alguna que otra aventura con diferentes hombres, pero solo con Robert había saboreado esa sensación familiar, una sensación llena de calidez y protección, y que le hacía diferente a los otros. Él la quería con locura, ella lo sabía y a su manera, bajo su coraza, le correspondía. Ese hombre solamente le pedía que estuviese con él, que viviese el presente para no condicionar el futuro y que recorriesen juntos el camino de su existencia, al menos hasta que el amor les uniese, y él no quería otra cosa que no fuese jurarle amor eterno

​CAPÍTULO 11



Ronald Howard dejó felizmente el taller de Jim Lewis mientras conducía su coche de época, escoltado por esos dos coches blindados que había dejado durante días para proteger su Mercedes. Jim estaba feliz por haberse librado de esa situación tan pronto, Ronald tenía prisa y él no deseaba otra cosa. Como adultos, no tienen mucho que decirse un millonario y un mecánico, sino referirse a alguna vieja situación vinculada a recuerdos borrosos y, a menudo, inventados de la época de estudiantes, que eran siempre y solamente recuerdos rememorados por la fantasía de Ronald, a veces, tan lejos de la realidad que a Jim le costaba secundar con credibilidad. Ronald tenía al menos el detalle de no hablarle de economía o política, quizás para tratar torpemente de ser solidario con los problemas del amigo y de las clases sociales menos favorecidas. Ronald era un idiota, pero no un canalla y esto Jim lo apreciaba, como apreciaba ese cheque de diez mil dólares que tenía entre las manos.
“Diez mil dólares por montar un tubo de escape y por dar fluidez a una puerta es un robo a mano armada…¡Qué Dios te lo pague Ronald, a ti y a tus tonterías del pasado!” pensó Jim riendo a carcajadas. El calor en el taller era insoportable. Después de haber doblado y guardado el cheque en el monedero, se dirigió al baño para mojarse la cabeza con agua fría. Había cerrado los estores de su oficina, iría a recoger a su hijo Henry al colegio y después ambos irían a casa de su hermana Jasmine, comerían juntos y luego iría al banco para ingresar ese respetuoso cheque, quizás cambiándose antes de ropa. Todo habría salido así si no fuese porque cuando salió del baño y volvió al taller se encontró con Shelley Logan montada en su scooter, vestida solamente con unas sandalias, unos pantalones cortísimos blancos y una camiseta de tirantes rosa, que sin sujetador dejaba entrever sus pechos con forma de copa de champagne y sus pezones eternamente duros.
«Se atasca, Jim, ¿puedes ayudarme?» dijo Shelley con ese aire sexy y malhumorado, que solo ciertas chicas peligrosas saben asumir.
«A lo mejor hay que desbloquear tu moto, Shelley…»
«Sí, creo que sí, y solo tú puedes ayudarme. Sabes, no me gustaría tener que ir a pie con todo este calor…» respondió Shelley maliciosamente, alargando las piernas y tirándose hacia atrás para poner el caballete.
“Es increíble que solo tengas poco más de veinte años, Shelley. Youporn te ha jodido el cerebro a ti y a toda tu generación y yo me pongo en la fila. Había perdido el número, pero ahora creo que es de nuevo mi turno…” pensó Jim Lewis acercándose a la moto de la chica.
«¿Te molesta si bajo el estor? Sabes, el calor aquí dentro es insoportable…»
«Hazlo. ¿Tienes algo de beber por aquí?» respondió Shelley mientras se hacía una coleta con una goma que tenía en la muñeca.
«En la oficina hay una nevera. Coge lo que quieras y tráeme algo también a mí» dijo Jim antes de bajar el estor.
Shelley volvió con dos pequeñas botellas de vodka, las mismas que están en el minibar de los hoteles.
«Eh, pequeña, ¿puedes bebértela de un trago o para ti es demasiado?»
«Tengo tanta sed, Jim…» respondió Shelley, justo antes de brindar con el hombre y beberse de un trago toda la botella.
“Eres una niña mala, Shelley…” pensó el hombre antes de acercarse a la chica y cogerla por la coleta, obligándola primero a darse la vuelta y después a ponerse de rodillas en el suelo, hasta verla a cuatro patas agitándose como una perra en celo.
«¿Es así como lo hace tu novio, Shelley?» dijo el hombre excitado, siempre cogiéndola por la coleta como si fuese una correa.
«No, él me quiere, Jim…»
«¿Es para esto para lo que vienes aquí?»
«Sí…»
«Eres una niña mala Shelley, ¿lo sabes?» le preguntó excitado Jim, sin esperar a ninguna respuesta y bajándole después los pantalones y las bragas y ahogar su cara entre las nalgas de la chica, que enseguida se dejó llevar con un grito de placer cuando la lengua de Jim la recorrió de abajo a arriba, como un feroz depredador antes de devorar a su presa.


CAPÍTULO 12



Por la Bay Ave de Toms River, en Nueva Jersey, el límite de velocidad es de treinta y cinco millas, pero esto le daba igual al hermano mayor de Joanna: Zibi. Él era el que más rápido conducía y se manejaba al volante, o, al menos, es lo que decía su hermana.
Ese día, mientras Henry volvía del colegio a pie por la Bay Ave, vio pasar en el coche a Zibi y a su hermana. El pelo dorado de Joanna se agitaba por el viento, que entraba fortísimo por la ventanilla abierta del lado del copiloto de una Ford Capri negra -3.000 cc del ’73.
El coche frenó bruscamente, unos diez metros después de haber pasado a Henry, que estaba caminando por la acera, rodeada por el típico césped inglés.

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Un Helado Para Henry Emanuele Cerquiglini
Un Helado Para Henry

Emanuele Cerquiglini

Тип: электронная книга

Жанр: Современная зарубежная литература

Язык: на испанском языке

Издательство: TEKTIME S.R.L.S. UNIPERSONALE

Дата публикации: 25.04.2024

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